XXX. El cabello milagroso devuelve a la vida a Diao Xiaosan

La muerte roja extermina a la cuadrilla de puercos

EL tiempo durante el octavo mes de aquel año fue bochornoso y descargó tanta lluvia que daba la sensación de que los cielos tenían goteras. El canal que corría a lo largo de la granja de los cerdos desbordó sus aguas y eso provocó que el suelo saturado se hinchara como una rosquilla en el horno. Varios albaricoqueros viejos y lastimosos, incapaces de soportar la acometida acuosa, perdieron las hojas y esperaron a que la muerte viniera a reclamarlos. Las ramas de los álamos y de los sauces que servían como vigas del tejado y que se extendían por encima de las pocilgas estaban cubiertas de motas grises de moho. Los excrementos de cerdo, que habían comenzado a fermentar, desprendían un olor putrefacto que llenaba el aire. Las ranas, que tendrían que estar dormidas, comenzaron a aparearse, interrumpiendo la quietud de la noche con su croar y haciendo que los cerdos se mantuvieran despiertos. Y entonces, un fuerte terremoto sacudió la ciudad de Tangshan, con sus ondas expansivas echando abajo más de una docena de pocilgas con sus débiles cimientos y haciendo que las vigas de mi pocilga crujieran y se bambolearan. Después vino una lluvia de meteoritos y sus fragmentos incandescentes atravesaron los cielos, acompañados por grandes explosiones y luces cegadoras que rasgaban la cortina negra de la noche. La Tierra se sacudió. Todo esto ocurrió mientras mi harén de veinte puercas preñadas o más esperaba el inevitable nacimiento de sus camadas, con las tetas hinchadas y rebosantes de leche.

Diao Xiaosan todavía era mi vecino. Nuestros violentos enfrentamientos le dejaron un ojo ciego y el otro con el sentido de la vista gravemente mermado. Aquello constituyó su gran infortunio y mi profundo remordimiento. Durante aquella primavera, dos de las marranas no consiguieron quedarse preñadas ni siquiera después de mantener varias copulaciones conmigo, y pensé en invitarle a que probara suerte con ellas con la intención de mostrarle mi arrepentimiento por lo que había sucedido. Imagina mi sorpresa cuando me respondió con tono sombrío:

—Cerdo Dieciséis, escúchame, Cerdo Dieciséis, puedes matar a un guerrero, pero no debes humillarlo. Me has derrotado, a mí, a Diao Xiaosan, de forma clara y justa, y lo único que te pido es un poco de dignidad. No me desagravies con semejante oferta.

Profundamente conmovido, me sentí en la obligación de tratar a este otrora amargo enemigo con renovado respeto. Te aseguro que a raíz de nuestra pelea Diao Xiaosan se convirtió en un cerdo muy sombrío, en un cerdo cuya glotonería y locuacidad se acabaron de la noche a la mañana. Pero, como se suele decir, las desgracias nunca vienen solas: una tragedia mucho mayor estaba a punto de cernirse sobre él. Visto desde cierta perspectiva, lo que sucedió también me implicó a mí. Visto desde otra perspectiva, no fue así. El personal de la granja de cerdos quería que Diao Xiaosan se apareara con las dos puercas que yo no era capaz de fecundar, pero se limitó a sentarse detrás de ellas, en silencio, sin excitarse, como si fuera una estatua de piedra, lo que llevó a pensar a los encargados de la granja que se había vuelto impotente. En un intento por mejorar la calidad de la carne de los verracos jubilados, se apeló a la castración, un vergonzoso invento humano. Diao Xiaosan fue condenado a sufrir esa terrible manifestación de crueldad. Para un cerdo macho inmaduro, la castración no es más que un procedimiento sencillo que se lleva a cabo en unos minutos. Pero para un cerdo adulto como Diao Xiaosan, que debe haber disfrutado de romances tórridos y apasionados en el monte Yimeng, era el tipo de operación que podía dejar su vida pendiendo de un hilo. Un escuadrón de diez o más milicianos lo agarró detrás del albaricoquero, pero encontraron una resistencia como no habían visto antes. Al menos tres de esos hombres sufrieron mordiscos desgarradores en las manos. Al final, un hombre lo agarró por cada una de las patas y lo pusieron boca arriba, otros le metieron una piedra en la boca, una que fuera demasiado grande como para que no pudiera escupirla o tragarla. El hombre que blandía el cuchillo era un veterano que lucía una calva rodeada en las sienes y en la nuca por algunos escasos cabellos grises. Albergué un odio natural hacia aquel hombre. La simple mención de su nombre —Xu Bao— me recordaba vagamente a mi vida anterior, cuando se había convertido en mi mortal enemigo. Había envejecido mucho y padecía un cuadro grave de asma que le hacía jadear en busca de aire en cuanto realizaba el menor esfuerzo. Se quedó inmóvil, apartado a un lado, mientras los demás inmovilizaban a Diao Xiaosan. Una vez que lo consiguieron, se acercó a él, mientras en sus ojos brillaba la luz de la excitación que le producía su oficio. El viejo réprobo, que había vivido durante más tiempo del que tenía derecho, cortó con destreza el escroto de Diao Xiaosan, sacó un puñado de cal de un saquito que llevaba en la cintura y lo extendió por encima de la herida antes de marcharse con su premio: un par de grandes huevos de color púrpura.

—Tío Bao —escuché decir a Jinlong—, ¿deberíamos coserle la herida?

—¿Para qué cojones? —fue su respuesta jadeante.

Dejando escapar un grito, los hombres se apartaron de un salto de Diao Xiaosan, que se puso de pie lentamente y escupió la piedra, temblando como consecuencia de las terribles sacudidas de dolor que sentía. Los cabellos puntiagudos de su espalda se erizaron y la sangre fluyó libremente por la herida abierta que tenía entre sus patas. Ni un solo gemido se escapó de la boca de Diao Xiaosan, ni una sola lágrima resbaló de sus ojos. Se limitó a apretar la barbilla y a rechinar los dientes, cuyo sonido se podía escuchar con nitidez. Xu Bao se quedó detrás del albaricoquero sujetando los testículos de Diao Xiaosan en la palma de su sangrienta mano mientras los miraba con avidez, sin que su rostro plagado de arrugas pudiera ocultar su sonrisa. Sabía lo mucho que a aquel cruel hombre le gusta comer los testículos de los animales, tal y como recordaba del día en el que furtivamente me arrancó una de mis pelotas de burro y se la comió con guindillas. Cuántas veces tuve tentaciones de esconderme detrás de la pared de mi pocilga y arrancar de un mordisco los testículos de ese cabrón para vengar a Diao Xiaosan, para vengarme por lo que me hizo, y para ganarme una recompensa de parte de todos los caballos sementales, burros, toros y verracos que habían tenido la desgracia de pasar por sus manos. Nunca supe lo que significaba tener miedo de un ser humano, pero debo admitir con total sinceridad que aquel hijo de puta —un demonio en la vida de todos los animales macho— me asustaba de verdad. Su cuerpo no desprendía olor ni calor, sino que transmitía unas sensaciones que me helaban la sangre.

El pobre Diao Xiaosan avanzó penosamente hacia el albaricoquero y, con un costado de su vientre apoyado en el tronco, se tumbó con dificultad. La sangre emanaba de la herida y le manchaba las patas y el suelo por debajo de él. A pesar del calor que hacía, estaba temblando. Había perdido el sentido de la vista, así que sus ojos no expresaban ningún sentimiento. La-ya-la-La-ya-la-la-ya-la. Las notas de la canción del sombrero de paja ascendían lentamente por el aire, pero la letra había sufrido una modificación importante: Mamá-Me han quitado los testículos-Me han quitado los testículos que me diste. Las lágrimas inundaban mis ojos y, por primera vez en mi vida, comprendí el terrible mensaje que va implícito en el refrán que dice: «Todos los seres sienten pena por los de su propia especie». También me arrepentí de las tácticas poco deportivas que empleé en mi pelea con él. Escuché a Jinlong maldecir a Xu Bao:

—¿Qué demonios has hecho, Xu? Le has herido gravemente una de las arterias.

—No hace falta que te muestres tan consternado, amigo —replicó Xu con frialdad—. Todos los verracos como él son así.

—Quiero que te ocupes de él. Se va a morir si sigue sangrando de esa manera —dijo Jinlong con creciente ansiedad.

—¿Dices que va a morir? ¿Acaso eso no es algo bueno? —dijo Xu Bao con una sonrisa falsa—. Hay mucha grasa dentro de su cuerpo, un par de cientos de jin al menos. La carne de un verraco puede ser dura, pero es mucho mejor que la cuajada de alubias.

Diao Xiaosan no murió, aunque estoy seguro de que hubo momentos en los que lo deseó. Cualquier verraco al que le hayan infringido semejante castigo no sólo sufre físicamente sino, en mayor medida, psicológicamente. No hay mayor humillación que esa. Diao Xiaosan sangró y sangró y sangró, por lo menos lo suficiente como para llenar dos palanganas, y toda la sangre fue absorbida por el árbol, y los frutos que produjo ese árbol al año siguiente salieron amarillos con vetas de sangre roja. Salté la pared que se levantaba entre nuestras dos pocilgas y me quedé a su lado esperando encontrar, aunque sin conseguirlo, las palabras que pudieran reconfortarlo y consolarlo. Así que cogí una enorme calabaza del tejado de la sala del generador, que estaba abandonada, y la arrojé al suelo delante de él.

—Come algo, viejo Diao, eso hará que te sientas mejor.

Despegando la cabeza del suelo, me miró con el ojo sano y consiguió decir entre dientes:

—Cerdo Dieciséis, lo que hoy soy yo, tú lo serás mañana…, es el destino de todos los verracos…

Dejó caer de nuevo la cabeza al suelo y todos sus huesos parecieron despegarse.

—No puedes morir, viejo Diao —grité—. ¡No puedes morir! Viejo Diao…

Esta vez no respondió y al final las lágrimas inundaron mis ojos, unas lágrimas cargadas de remordimientos. Mientras ponderaba lo que acababa de ocurrir, me di cuenta de que, aunque pudiera parecer que la muerte de Diao Xiaosan llegó de manos de Xu Bao, en realidad yo era la causa de ella. La-ya-la-La-ya-la-la-ya-la. Viejo Diao, mi buen hermano, ve en paz. Espero que tu alma pronto encuentre su camino hacia el inframundo, donde el señor Yama te ofrezca una buena reencarnación, tal vez como ser humano, al menos eso espero.

Puedes abandonar este mundo sin preocupaciones. Yo te vengaré dando a Xu Bao un trago de su propia medicina…

Mientras todos esos pensamientos se precipitaban en mi mente, Baofeng se acercó corriendo detrás de Huzhu, con la mochila de medicinas sobre su hombro. En aquel momento, era muy probable que Jinlong estuviera sentado en el viejo sillón destartalado de la casa de Xu Bao compartiendo una botella con él mientras disfrutaban del plato favorito de Xu: huevos de verraco. A la postre, las mujeres tienen un corazón más compasivo que el de los hombres. No hay más que mirar a Huzhu, con su frente sudorosa y las lágrimas nublándole la vista, como si Diao Xiaosan fuera un pariente cercano, y no un verraco de aspecto siniestro. Por entonces nos encontrábamos en el sexto mes lunar, casi dos meses después de tu boda. Tú y Huang Hezuo ya llevabais un mes trabajando en la Planta de Procesamiento de Algodón. El algodón acababa de florecer y en tres meses ya estaría en el mercado.

Durante aquellos días yo —Lan Jiefang—, junto con el jefe de la oficina de inspección del algodón y un puñado de muchachas, me vi obligado a acudir a unas cuantas aldeas y a la capital del condado para limpiar de malas hierbas el enorme recinto y para preparar la superficie para la venta del algodón. La Planta de Procesamiento de Algodón Número Cinco ocupaba un centenar de acres de tierra y estaba circundada por un muro de ladrillos. Habían traído los ladrillos del cementerio tras la adopción de un programa de recorte de gastos que había puesto en marcha el propio Pang Hu. Los ladrillos nuevos se vendían a diez fen y los viejos que se encontraban en las tumbas sólo costaban tres. Durante un tiempo, ninguno de los demás trabajadores supo que Huang Hezuo y yo éramos marido y mujer, ya que yo me alojaba en el dormitorio de los hombres y ella en el de las mujeres. Un lugar como una planta de Procesamiento de Algodón, donde los empleados trabajaban por temporadas, no podía permitirse el lujo de proporcionar alojamiento a los matrimonios. Pero aunque hubiera sitio para nosotros, no podríamos haberlo aceptado, ya que nuestro matrimonio era como un juego de niños, o al menos yo lo sentía así. Era una farsa, casi como si me hubieran dicho después de despertar: de ahora en adelante, esta va a ser tu esposa. Desde hoy eres su marido. ¿Cómo podría alguien aceptar algo tan absurdo? Yo sentía algo por Huzhu, no por Hezuo, y aquello se convirtió en la causa de toda una vida de sufrimiento. La primera mañana que pasé en la planta de Procesamiento de Algodón me fijé en Pang Chunmiao, una encantadora niña de seis años con unos hermosos dientes blancos y unos labios rojos, los ojos como estrellas y la piel lustrosa, una belleza cristalina. Su cabello estaba recogido con un trozo de satén rojo, llevaba una falda de color azul marino, una camisa de manga corta, calcetines blancos y sandalias rojas de plástico. Alentada por la gente que la rodeaba, se agachó, colocó las manos en el suelo, y levantó los pies en el aire, hasta que su cuerpo quedó arqueado en ángulo recto y comenzó a caminar apoyándose en las manos entre gritos y aplausos. Pero su madre, Wang Leyun, se acercó corriendo y la enderezó.

—No seas tonta, mi ángel —dijo.

—Pero si puedo aguantar mucho más tiempo —dijo su hija de mala gana.

Me acuerdo de ese día como si hubiera sucedido ayer y no hace casi treinta años. Ni siquiera los grandes videntes como Zhuge Liang y Liu Bowen eran capaces de predecir el futuro con tantos años de antelación. Yo renuncié a todo por amor. Al fugarme con aquella pequeña, formé un enorme escándalo en todo el concejo de Gaomi del Noreste. Pero yo tenía confianza en que lo que comenzó como un escándalo algún día se pudiera considerar como una verdadera historia de amor. Al menos eso es lo que mi buen amigo Mo Yan predijo cuando decidimos que no podíamos más…

¡Eh! Cabeza Grande golpeó la mesa como si fuera un juez con su mazo y me hizo volver a la realidad.

No empieces a distraerte y escúchame. Tendrás mucho tiempo para soñar despierto y reflexionar, incluso para quejarte acerca de aquel ridículo asunto tuyo, pero por ahora quiero que escuches, y que lo hagas atentamente, mi gloriosa historia como cerdo. Así pues, ¿por dónde iba? Ah, ya, tu hermana, Baofeng, y tu cuñada —no hay otra forma de describirla— Huzhu corrieron hacia donde se encontraba Diao Xiaosan, que apenas se mantenía con vida después de una operación chapucera, mientras permanecía tumbado detrás del albaricoquero, retorciéndose y sangrando hasta la muerte. Hubo un tiempo en el que la simple mención de ese árbol romántico te habría hecho soltar espuma por la boca hasta desmayarte. Pero ahora podíamos ponerte en la tierra que se extiende justo por debajo de él y tú, como un veterano curtido en mil batallas, suspirarías emocionado ante la visita de un antiguo campo de batalla. Cuando estamos ante el gran curandero de la vida que es el tiempo, no importa lo intenso que sea el tormento, ya que tarde o temprano todas las heridas se terminan por curar. Maldita sea, yo por entonces no era más que un condenado cerdo, así que no cabe lugar para esa actitud sombría.

En cualquier caso, como iba diciendo, Baofeng y Huzhu llegaron para acudir en ayuda de Diao Xiaosan. Me aparté a un lado, llorando como si se tratara de un viejo y querido amigo. Al principio, como yo, pensaban que había muerto, pero luego descubrieron que su corazón todavía latía, aunque de manera apenas imperceptible. Baofeng intervino inmediatamente, sacó una jeringuilla de su equipo médico y aplicó a Diao Xiaosan tres inyecciones consecutivas: una estimulante, otra coaguladora de la sangre y otra de glucosa, todas ellas diseñadas para su aplicación en los seres humanos. Pero quiero que me prestes atención sobre cómo tu hermana cosió la herida que tenía el verraco. Como carecía de aguja e hilo quirúrgicos, se volvió a Huzhu, que sacó inteligentemente un alfiler de su blusa. Ya sabes que las mujeres casadas siempre llevan alfileres en su ropa o en el pelo. Pero ¿qué podían utilizar como hilo? Mientras su rostro se ruborizaba, Huzhu dijo:

—¿Qué te parece un cabello mío? ¿Crees que serviría?

—¿Tu cabello? —preguntó Baofeng, ligeramente incrédula.

—Sí, mi cabello tiene capilares en su interior.

—Cuñada —dijo Baofeng sin ocultar su emoción—, tu cabello deber reservarse para gente como el Muchacho de Oro o la Muchacha de Jade, no para un cerdo.

—Escucha, hermana —dijo Huzhu con creciente agitación—, mi cabello no es más digno que el de un buey o el de un caballo. Si no fuera por mi peculiaridad, me lo habría cortado hace tiempo. Y, aunque no se puede cortar, al menos se puede arrancar.

—¿Estás segura, cuñada?

Baofeng tenía sus dudas, pero Huzhu no vaciló un instante y arrancó dos hebras del cabello más misterioso y valioso que haya en el mundo, de aproximadamente metro y medio de longitud, de color dorado oscuro —en aquella época, un cabello de ese color se consideraba especialmente deslucido, mientras que ahora se considera un signo de belleza y elegancia— y más grueso que el cabello normal, hasta el punto de que a simple vista parecía tener un peso considerable. Huzhu enhebró uno de los pelos y entregó la aguja a Baofeng, que limpió la herida con yodo, agarró la aguja con un par de pinzas y cosió la herida con el milagroso cabello de Huzhu.

Cuando acabó, tanto Huzhu como Baofeng me miraron y, al ver que mi rostro estaba desencajado por las lágrimas, se sintieron profundamente conmovidas por la sincera preocupación y lealtad que había demostrado. Como sólo utilizó una de las hebras para coser la herida de Diao Xiaosan, Huzhu tiró el segundo cabello. Baofeng lo recogió, lo envolvió en un paño y lo colocó en el interior de su equipo médico. Las dos mujeres se limitaron a esperar, ya que la supervivencia de Diao Xiaosan ahora sólo dependía de él.

—Hemos hecho todo lo que hemos podido —dijeron mientras se alejaban juntas.

No podría decir si fue consecuencia de las inyecciones o si fue el cabello de Huzhu, pero lo cierto es que la herida de Diao Xiaosan dejó de sangrar y su pulso recuperó toda su fuerza y ritmo. Ximen Bai trajo una palangana medio llena de gachas de arroz y la colocó delante de él. Diao se incorporó apoyado de rodillas y las comió lentamente valiéndose de la lengua. Era admirable que no hubiera muerto. Huzhu le dijo a Jinlong que todo era mérito de la habilidad de Baofeng, pero no pude evitar pensar que el milagroso cabello de Huzhu desempeñó un papel primordial en la recuperación del cerdo.

El Diao Xiaosan que vimos después de la operación decepcionó a todos aquellos que esperaban que hiciera poco más que comer, beber y ganar mucho peso en poco tiempo. Engordar después de la castración te conduce directamente al matadero. Como Diao Xiaosan era consciente de ello, comía con moderación. Y no sólo eso, como pude observar, sino que también hacía flexiones todas las noches en su pocilga, y no paraba hasta que la última cerda de su cuerpo estuviera empapada en sudor. Mi respeto hacia él aumentaba día a día, al igual que mi sensación de temor. No era capaz de comprender qué pensaba esta víctima de la peor de las humillaciones, que había sido devuelta a la vida de una muerte segura y que parecía que se pasaba la vida meditando durante el día y haciendo ejercicio durante la noche. Sin embargo, una cosa era cierta: era un héroe que sólo habitaba temporalmente en una pocilga. Al principio no había sido más que un héroe embrionario. Pero después de que Xu Bao hubiera blandido aquel cuchillo, me di cuenta al instante de que se había acelerado el proceso. Yo sabía que Diao sería incapaz de buscar una vida cómoda, que no se iba a contentar con envejecer en una pocilga. Con toda seguridad, dentro su cabeza estaba cobrando forma un gran plan cuya principal idea era escapar de la pocilga… Pero ¿qué podría hacer un verraco castrado y casi ciego una vez que obtuviera la libertad? Supongo que eso es una cuestión que debería afrontar en otro momento. Sigamos con el relato de los acontecimientos que tuvieron lugar a partir de agosto de aquel año.

Poco antes de que las puercas a las que había fecundado estuvieran a punto de parir, es decir, aproximadamente el 20 de agosto de 1967, después de que se hubiera producido una serie de sucesos insólitos, una devastadora epidemia azotó la granja de cerdos.

Los primeros síntomas se observaron cuando un verraco castrado llamado Corneador Loco comenzó a padecer una tos crónica, acompañada por una elevada fiebre y pérdida de apetito. La enfermedad se extendió en poco tiempo a cuatro de sus compañeros de pocilga. Todo esto pasó inadvertido, ya que Corneador Loco y sus amigos no eran más que unas espinas clavadas en el corazón del personal de la granja, un puñado de cerdos que se negaba a crecer. Desde la distancia, parecían cerditos normales de tres a cinco meses, pero de cerca llamaban la atención de quien los observara, con sus cerdas escuálidas, su piel áspera y sus desagradables caras. Habían experimentado todo lo que este mundo les había podido ofrecer, y eso se reflejaba en su aspecto. De vuelta al monte Yimeng, habían sido vendidos en un par meses, ya que sus apetitos voraces no les habían llevado a ganar peso. Eran amenazantes máquinas de comer, que al parecer carecían de intestinos delgados normales. Comieran lo que comieran, al margen de su calidad, el alimento pasaba de la garganta al estómago y de ahí directamente al intestino grueso donde, en menos de una hora, salía adoptando una forma desagradable. Gritaban cuando tenían hambre, lo cual sucedía a todas horas, y si no se les daba de comer, se les ponían los ojos rojos y se lanzaban de cabeza contra una pared o contra una puerta, demostrando estar más locos a cada minuto que pasaba, hasta que comenzaban a echar espuma por la boca y se desmayaban. Pero en cuanto recuperaban el conocimiento, volvían de nuevo a embestir la puerta. Cualquiera que los comprara y los alimentara durante un mes se podía dar cuenta de que no habían ganado un gramo, así que los devolvían al mercado, donde los vendían por la cantidad que sus propietarios pudieran sacar. Algunas veces la gente planteaba una pregunta evidente: ¿Por qué no os limitáis a matarlos y a comerlos? Bueno, ya los has visto, así que no hace falta que te responda, pero si cualquiera que plantease esa cuestión echara un vistazo a Corneador Loco, no volvería a oír hablar de matar y comer esos cerdos, cuya carne era más desagradable que la de los sapos en una letrina. Y así fue como aquellos pequeños cerdos conseguían disfrutar de una considerable longevidad. Después de que los vendieran y revendieran en el monte Yimeng, fueron comprados por muy poco dinero y transportados por Jinlong hasta la granja. Y no se puede decir que Corneador Loco no fuera un cerdo. Él y sus amigos contribuían a la población de cerdos.

¿Quién iba a prestar atención a unos cerdos como esos porque estuvieran tosiendo, tuvieran fiebre y hubieran perdido el apetito? La persona responsable de alimentarlos y de limpiar su pocilga era alguien que había aparecido una y otra vez en este relato y que seguirá haciéndolo a lo largo del mismo, nuestro viejo amigo el señor Mo Yan. Después de besar el trasero de todos los que trabajaban en la granja, finalmente consiguió su objetivo de convertirse en cuidador de cerdos. Sus «Cuentos de la crianza de cerdos» le habían permitido ganarse una buena reputación, ya que era un trabajo que estaba claramente relacionado con su experiencia y su puesto en la Granja de Cerdos del Jardín del Albaricoque. Incluso corrió el rumor de que el famoso director de cine Ingmar Bergman tenía pensado llevar los «Cuentos de la crianza de cerdos» a la gran pantalla, pero ¿dónde iba a encontrar tantos cerdos? He visto como son hoy los cerdos. Al igual que los pollos y los patos de aquella época, no son más que animales de cabeza hueca, por culpa de los alimentos químicos y de todo tipo de aditivos que les han suministrado y que han hecho de ellos unos enfermos mentales. No encontrarás cerdos tan elegantes como los que vivíamos entonces. Algunos tenían unas patas fuertes y sanas, otros disfrutaban de una extraordinaria inteligencia, otros eran unos viejos y astutos bribones y otros tenían un pico de oro. En una palabra, éramos animales muy apuestos con una fuerte personalidad, el tipo de animales que no volverás a encontrar sobre la faz de la Tierra. Hoy en día, sólo puedes comprar cerdos retrasados mentales que pesan trescientos jin en cinco meses y que no podrían servir para extras en una película. Y por esa razón, según mi modo de pensar, la película que pensaba rodar Bergman nunca se llegó a hacer. Sí, sí, sí, no hace falta que me lo digas, conozco muy bien Hollywood, y sé lo que son los efectos especiales digitales. Pero resultan muy caros y engañosos. Y además, por encima de todo, estoy convencido de que ningún cerdo digital podría acercarse jamás al estilo y al porte que tenía el Cerdo Dieciséis. Y lo mismo sucedía con Diao Xiaosan, Amante de la Mariposa o incluso Corneador Loco.

Sin embargo, Mo Yan nunca tuvo mucho de granjero. Su cuerpo estaba físicamente en la granja, pero su mente se encontraba en la ciudad. Había nacido en una familia pobre y soñaba con convertirse en un hombre rico y famoso. Aunque era feo como los pecados, buscaba la compañía de chicas hermosas. Normalmente estaba mal informado, pero se consideraba a sí mismo un entendido académico. Y a pesar de todo eso, consiguió salir adelante como escritor, llegó a ser alguien que cenaba cada noche en los mejores restaurantes de Pekín mientras yo, el elegante Cerdo Ximen…, ah, los resortes que mueven el mundo son tan incomprensibles que no merece la pena hablar de ello. Mo Yan tampoco era un buen criador de cerdos y tuve suerte de que no le asignaran a mi cuidado. Afortunadamente, aquella tarea la llevaba a cabo Ximen Bai. Por muy fino que sea el cerdo que tengas, si dejas que Mo Yan lo cuide durante un mes acabarás por conseguir un animal loco. Por tanto, tal y como yo lo veía, era algo positivo que Corneador Loco y los demás hubieran logrado sobrevivir a todos los problemas que encontraron a lo largo de su vida, ya que nunca habrían salido adelante si los hubiera cuidado Mo Yan.

Sin lugar a dudas, considerándolo desde otro punto de vista, Mo Yan tenía un buen motivo para unirse a la empresa de crianza de cerdos. Era una persona curiosa por naturaleza y muy propensa a la ensoñación. Al principio, no se sentía especialmente interesado en Corneador Loco y sus amigos, ya que pensaba que eran incapaces de ganar peso por mucho que comieran, pero teniendo en cuenta que el alimento ingerido pasaba muy poco tiempo en sus intestinos y que lo único que se necesitaba era que el pasaje del alimento se ralentizara lo suficiente como para que los nutrientes pudieran ser absorbidos por su cuerpo, él tuvo una idea que acabaría con el problema de raíz, así que comenzó a experimentar con los cerdos. Su rudimentaria solución fue instalar una válvula en el ano de los cerdos, para que la abriera y cerrara el personal de la granja a su antojo. Obviamente, esto resultó imposible de llevar a la práctica, así que a continuación concentró toda su atención en los aditivos de los alimentos. Para curar la diarrea se podían aplicar tanto remedios chinos como occidentales, pero resultaban demasiado caros y difíciles de encontrar si no conocías a alguien que te los proporcionara. Así que trató de mezclar hierba y ceniza de árbol en el alimento, lo cual desató una oleada de protestas por parte de los cerdos locos, por no mencionar al frenético que se golpeaba en la cabeza. Pero Mo Yan se negó a arrojar la toalla y al final los cerdos locos no tuvieron más remedio que comer lo que les ponían en el plato. Recuerdo muy bien cómo vertía el alimento en el cubo y decía a Corneador Loco y a sus amigos:

—Adelante, comed. La ceniza es buena para los ojos y para el corazón y hará que vuestros intestinos estén más sanos de lo que han estado nunca.

Pero cuando se demostró que la ceniza era completamente ineficaz, Mo Yan trató de añadir cemento seco al alimento. En aquel momento ese remedio tuvo éxito, pero casi mata a Corneador Loco y a sus amigos. La ingestión de cemento hizo que se retorcieran por el suelo de dolor y sólo escaparon de la muerte cuando fueron capaces de aliviar lo que parecía ser un vientre lleno de piedras.

Corneador Loco y sus amigos albergaban en sus entrañas un odio profundo hacia Mo Yan y lo único que él sentía era desagrado hacia esos incorregibles animales. En aquel momento, tú y Hezuo estabais fuera, trabajando en la Planta de Procesamiento de Algodón, así que en cierto modo se sentía un poco fuera de sitio. Vertía comida en el pesebre de los cerdos y decía a Corneador Loco y a sus amigos, que no paraban de toser y de gemir sin que les remitiera la fiebre:

—¿Qué os ocurre, pequeños diablos? ¿Estáis en huelga de hambre? ¿Vais a llevar a cabo un suicidio colectivo? Mucho mejor para mí, adelante, suicidaos. De todos modos, no sois más que unos cerdos. No os merecéis llevar ese nombre. Sólo sois un puñado de contrarrevolucionarios que está malgastando la valiosa comida de la comuna.

Los «Locos Corneadores» aparecieron muertos al día siguiente, con la piel salpicada de motas de color púrpura del tamaño de monedas de bronce, los ojos abiertos como si hubieran muerto cargados de preocupaciones que no habían acabado de resolver. Como hemos visto, era un mes lluvioso, cálido y húmedo, el clima ideal para la aparición de nubes de moscas y mosquitos, así que, cuando el veterinario de la comuna cruzó en balsa el crecido río hasta llegar a la Granja de Cerdos del Jardín del Albaricoque, los cadáveres de los cerdos ya estaban hinchados y desprendían un desagradable olor. El viejo veterinario llevaba un impermeable y botas de goma para la lluvia. Luciendo una máscara de gasa sobre la nariz y sobre la boca mientras permanecía fuera de la pocilga, miró por encima de la pared y dijo:

—Han muerto de lo que se conoce como la muerte roja. ¡Incineradlos y quemadlos inmediatamente!

El personal de la granja de cerdos —incluyendo, por supuesto, a Mo Yan— arrastró los cinco cadáveres contaminados fuera de la pocilga, bajo la supervisión del veterinario, hasta llegar a la esquina sureste de la granja, donde cavaron una fosa. No habían llegado más que a un par de metros cuando el agua comenzó a brotar a la superficie. Así que arrojaron los cerdos en su interior, los empaparon de queroseno y tiraron una cerilla encendida. Como había un fuerte viento de sureste, el humo apestoso llegó hasta la granja de cerdos y más allá, hasta la propia aldea —aquellos cabrones estúpidos no podían haber elegido una ubicación peor para la incineración— y me vi obligado a enterrar el hocico en la tierra para esquivar lo que sin duda era el peor olor del mundo. Más tarde me enteré de que Diao Xiaosan se había escapado de la granja la noche anterior a que se incineraran los cadáveres. Atravesó el canal y se dirigió hacia el bosque del este, lo cual significaba que el aire nocivo de la latente muerte no hizo el menor efecto en su salud.

No fuiste testigo de lo que sucedió después, aunque estoy seguro de que oíste hablar de ello. Se extendió rápidamente una epidemia por toda la granja que infectó a más de ochocientos cerdos, incluyendo a las veintiocho puercas que estaban preñadas. Yo fui uno de los pocos supervivientes, gracias a mi sistema inmunológico altamente desarrollado y a la cantidad de ajo que Ximen Bai añadía a mi comida.

—Dieciséis —decía repetidamente—, es picante, adelante, cómelo. El ajo protege contra todo tipo de venenos.

Yo sabía que no se trataba de una enfermedad común y comer ajo era un precio muy barato que había que pagar por evitarla.

Durante esos días habría sido más preciso decir que sobreviví gracias al ajo que había en el alimento de los cerdos. Cada comida picante fue acompañada por sudor y lágrimas, y convirtió en un infierno mi boca y mi estómago. Pero el ajo surtió efecto y conseguí sobrevivir.

Después de que la muerte roja diezmara la población porcina, varios veterinarios más cruzaron el río hasta nuestra granja. Uno de ellos era una mujer fornida y robusta con la cara llena de acné a quien todos llamaban Jefe de Estación Yu. Tenía una mano firme y trataba los asuntos con decisión. Cuando realizaba una llamada telefónica al condado desde la oficina de la granja, se la podía escuchar a un kilómetro de distancia. Bajo su supervisión, los veterinarios pusieron inyecciones a las puercas y les extrajeron sangre. Escuché que aproximadamente hacia la puesta de sol una motora llegó por el río con las medicinas que tan urgentemente se necesitaban. Pero ninguna de ellas consiguió mantener con vida a la mayoría de los cerdos y aquello hizo que corriera una maldición por la Granja de Cerdos del Jardín del Albaricoque. Las montañas de cadáveres eran tan elevadas que no había manera de poder incinerarlos, así que se cavó una fosa para que los enterraran. Pero una vez más, el agua salió a la superficie un par de metros, así que ese método quedó descartado. Obligado a actuar a la desesperada, el personal de la granja no tuvo más remedio que esperar hasta que los veterinarios se marchasen y, a la luz borrosa del crepúsculo, cargaron los cadáveres sobre una carreta y los llevaron hasta el río, donde los arrojaron al agua para que flotaran río abajo: ojos que no ven, corazón que no siente.

La eliminación de los cadáveres de los cerdos no se descubrió hasta los primeros días del mes de septiembre, después de que hubiera caído una serie de abundantes lluvias que erosionaron los cimientos de las pocilgas miserablemente construidas. La mayoría de los edificios se vino abajo en una sola noche. Escuché los fuertes lamentos de Jinlong en la hilera septentrional de edificios. Jinlong, que era una persona obsesivamente ambiciosa, tenía la esperanza de ascender en el escalafón demostrando todo su talento mediante la programación de una serie de actividades para la delegación que vendría de la Comandancia de Logística de la Región Militar, cuya llegada se había demorado por las lluvias. Pero todas esas actividades ya nunca tendrían lugar. Los cerdos estaban muertos, la granja estaba en ruinas y yo estaba desconsolado mientras reflexionaba sobre los gloriosos días que ya pertenecían al pasado.