Lan Jinlong soporta ingeniosamente un invierno amargo
EL invierno de 1972 fue una prueba de supervivencia para los cerdos del Jardín del Albaricoque. En los albores de la conferencia sobre el terreno acerca de la crianza de cerdos, el gobierno del condado recompensó a la Brigada de Producción de la aldea de Ximen con veinte mil jin de alimento para cerdos, pero no era más que una cifra. La verdadera entrega del alimento se le confió a un hombre llamado Jin, un oficial de granero cuyo apodo —Rata Dorada— dejaba clara su afición a la carne de ese animal. Pues bien, esta rata de granero en realidad nos envió una mohosa mezcla de batata seca y sorgo que había estado olvidada en un rincón desde hacía años y que valía bastante menos de veinte mil jin. Probablemente había una tonelada de mierda de rata mezclada con el alimento y por esa razón durante todo el invierno flotó en el ambiente una peculiar nube cargada de un olor apestoso. Sí, durante los días en los que se celebró la conferencia sobre la crianza de cerdos, nos dieron comida sabrosa y bebidas fuertes, y pudimos disfrutar de la vida decadente de la clase terrateniente, pero una vez que acabó la conferencia, el granero de la brigada había quedado preocupantemente vacío y el tiempo frío se acercaba, lo cual hacía suponer que si la nieve, a pesar de su imagen romántica, llegaba, nos íbamos a congelar hasta los huesos. El hambre y el frío serían nuestra constante compañía.
Las nevadas aquel año fueron inauditamente abundantes y no es ninguna exageración. Puedes consultar los registros de la oficina de meteorología del condado, de la gaceta del condado e, incluso, de la historia de Mo Yan «Cuentos de la crianza de cerdos».
Mo Yan, siempre dispuesto a engañar a la gente con herejías, tiene la costumbre de mezclar en sus historias la realidad con la fantasía. No puedes rechazar sus contenidos de un plumazo, pero no debes caer en la trampa de creer todo lo que escribe. Las épocas y los lugares que aparecen en «Cuentos de la crianza de cerdos» son precisos, al igual que las partes que hablan del clima invernal, aunque el relato de los cerdos y sus orígenes se ha alterado. Todo el mundo sabe que procedían del monte Yimeng, y en su historia vienen del monte Wulian. Y había mil cincuenta y siete unidades, aunque él no especifica y dice que el número superaba las novecientas. Pero como aquí estamos hablando de ficción, los detalles tampoco nos deberían preocupar.
En aquella época, aunque despreciaba a aquella pandilla de cerdos procedente del monte Yimeng, el hecho de que yo también fuera un cerdo era un motivo de vergüenza: a pesar de todo lo que se haya dicho y hecho, pertenecíamos a la misma especie. «Cuando el conejo muere, el zorro llora, ya que le vendrá su turno». Los cerdos del monte Yimeng se morían de dos en dos y de tres en tres, y un manto de tragedia se cernía sobre la Granja de Cerdos del Jardín del Albaricoque. Para conservar mis fuerzas y reducir la pérdida de calor corporal, rebajé el número de rondas nocturnas. Empujé hacia una esquina de la pared las hojas trituradas y la hierba machacada que utilizaba desde hacía mucho tiempo, y dejé una hilera de pisadas de pezuña que parecía un patrón dibujado. Me tumbé sobre ese lecho de hojas y hierba y apoyé la cabeza sobre las manos para contemplar el paisaje nevado y oler el aire frío y fresco que es tan común cuando cae una nevada. Me sentía invadido por la melancolía. A decir verdad, no era un cerdo que normalmente se dejara llevar por la tristeza o el sentimentalismo. La mayor parte del tiempo estaba eufórico, o por el contrario me mostraba desafiante. Para ti debe ser difícil asociarme a la mezquina afinidad burguesa con el sentimentalismo.
El viento procedente del norte silbó, el hielo del río se fue haciendo añicos con un ensordecedor crac, crac, crac, crac, como si el Destino estuviera tocando la puerta en mitad de la noche. El montón de nieve que se había acumulado delante de la pocilga parecía fundirse con las ramas encorvadas y cubiertas de nieve del albaricoquero. A lo largo de toda la arboleda, las explosiones de sonido anunciaban el vencimiento de las ramas que no eran capaces de soportar por más tiempo el peso de la nieve húmeda, mientras que los golpes secos daban voz a la acumulación de nieve que caía al suelo. En aquella noche oscura, lo único que podía ver era un extenso manto blanco. El generador, como consecuencia de la escasez de combustible, hacía mucho tiempo que había dejado de producir electricidad. Una noche oscura como aquella, cubierta por un manto blanco, debería haber sido la atmósfera perfecta para los cuentos de hadas, debería haber sido una fuente de inspiración para los sueños, pero el hambre y el frío echaban por tierra cualquier cuento de hadas y cualquier sueño. Tengo que ser sincero contigo y decirte que cuando la ración de alimento para los cerdos se redujo peligrosamente y los cerdos del monte Yimeng tuvieron que comer hojas mohosas y semillas de vainas de la planta de procesamiento de algodón para poder sobrevivir, Ximen Jinlong siguió asegurando que una cuarta parte de la ración que me iban a dar para comer era alimento nutritivo. Aunque no era más que mohosa batata seca, lo cierto es que era mucho mejor que las hojas de la planta de alubias y las semillas de vaina de algodón.
Así que me quedé allí tumbado, sufriendo durante toda la larga noche, alternando entre las pesadillas y la realidad. Las estrellas se asomaban de vez en cuando a través de la oscuridad, brillando como un colgante de diamantes en el pecho de una mujer. Los sonidos incansables de los cerdos mientras trataban de mantenerse vivos hacían imposible conciliar un sueño pacífico y a mi alrededor flotaba una palpable sensación de crudeza. Mientras recordaba el pasado, los ojos se me llenaban de lágrimas, y cuando se deslizaban por mis peludas mejillas, se congelaban hasta convertirse en cristales de hielo. Mi vecino, Diao Xiaosan, estaba pasando por un calvario, y en aquel momento se estaba comiendo su propio fruto amargo y antihigiénico. No había un solo punto caliente en su pocilga, que estaba repleta de excrementos congelados y orina helada. Mis oídos se vieron asaltados por unos aullidos que imitaban a los que lanzaban los lobos salvajes, mientras corría por todas partes maldiciendo lo injusta que era la vida en este mundo. A la hora de comer se quedaba mirando a todos: Hong Taiyue, Ximen Jinlong, Lan Jiefang, incluso a Bai Xinger, la viuda del hacía tiempo fallecido Ximen Nao, cuya tarea consistía en darle de comer. Ella llegaba cada día con dos cubos de comida colgados en una vara de transporte, avanzando lentamente a través de la nieve sobre sus diminutos y antaño seguros pies, con su abrigo raído moviéndose hacia adelante y hacia atrás mientras caminaba. Llevaba un pañuelo atado alrededor de la cabeza. Podía ver su respiración y la escarcha que se había formado en sus cejas y en su cabello. Sus manos estaban ásperas y agrietadas, los dedos eran como madera que ha sobrevivido al fuego. Mientras avanzaba por la granja, evitaba caerse empleando su cacillo de mango largo como muleta. Una pequeña humareda ascendía de los cubos, pero el olor era lo bastante intenso como para identificar la calidad del alimento que había en su interior. El contenido del cubo que se encontraba delante era para mí y el del cubo que había detrás era para Diao Xiaosan. Después de dejar en el suelo su carga, frotó una capa gruesa de nieve que había en la pared, luego se agachó para limpiar mi abrevadero con el cacillo. Finalmente, levantó el cubo y lo vació en el interior del recipiente negro. Incluso antes de que hubiera acabado tenía tanta prisa por llegar hasta la comida que algunos pedazos pegajosos caían sobre mi cabeza y mis orejas. Ella solía limpiarlos con su cacillo. El alimento que me daban era en extremo desagradable y no había manera de masticarlo lentamente, ya que aquel mejunje dejaba un sabor desagradable en mi boca durante más tiempo del necesario. Lo engullía emitiendo tanto ruido que ella siempre decía con un suspiro emocionado:
—Cerdo Dieciséis, eres un cerdito tan bueno que te comes todo lo que te doy.
Bai Xinger siempre me daba de comer antes que a Diao Xiaosan, ya que parecía hacerle feliz verme comer. Si Diao no desprendiera tanto hedor, creo que ella lo habría olvidado del todo. Siempre recordaré la mirada de ternura que había en sus ojos cuando se agachaba para mirarme y soy perfectamente consciente de lo bien que me trataba. Pero no quiero extenderme en ello, ya que eso pasó hace muchos años y seguimos caminos separados: uno humano y otro animal.
Escuché cómo Diao Xiaosan apretaba los dientes alrededor del cacillo de madera y levanté la mirada para ver su desagradable cara mientras se ponía de pie sobre la parte superior de la pared con unos dientes afilados e irregulares y los ojos inyectados en sangre. Bai Xinger le golpeó en el hocico con el cacillo. Después de verter su comida en el abrevadero, dijo:
—Maldito cerdo inmundo, mira que comer y aliviarte en el mismo lugar. ¡No sé por qué todavía no te has congelado hasta la muerte!
Diao Xiaosan apenas había tomado un bocado de comida antes de devolverle el insulto:
—Vieja bruja, sé que él te gusta más que yo. Has dado a Dieciséis toda la comida buena y has dejado las hojas podridas para mí. Pues bien, joderos tú y la puta que te trajo a este mundo.
Los improperios enseguida se convirtieron en sollozos de autocompasión, pero Bai Xinger no hizo caso ni al cerdo ni a su burdo lenguaje. Cogió los cubos, colgó el cacillo de uno de ellos y salió, tambaleándose de un lado a otro.
Una vez que se hubo marchado, Diao se dirigió hacia mí y empezó a airear a gritos sus quejas, rociando mi pocilga con su apestosa saliva. Yo hice como que no había visto el odio en sus ojos y fui a por mi comida.
—Cerdo Dieciséis —dijo—, ¿en qué clase de mundo vivimos? Los dos somos cerdos. Por tanto, ¿cómo es posible que la gente no nos trate de la misma manera? ¿Tal vez porque yo soy oscuro y tú claro? ¿O porque tú eres de aquí y yo no? ¿O se debe a que tú eres atractivo y yo resulto grotesco? Lo cual no quiere decir que solamente seas atractivo.
¿Qué podía decir a un retrasado mental como aquel? El mundo nunca ha sido un lugar justo. Sólo porque un oficial monte en un caballo no significa que sus soldados también deban hacerlo, ¿verdad? Un importante general del ejército de la Unión Soviética cabalgaba en su caballo, al igual que lo hacían sus tropas. Pero su montura era un magnífico corcel y la de los soldados eran jamelgos. Aquello era un tratamiento diferencial.
—Un día de estos voy a clavar los dientes —en todos ellos y luego les voy a abrir el vientre y sacarles las entrañas…— dijo con los dientes frontales apoyados en la pared que separaba nuestras pocilgas, y añadió guardando los dientes: —Donde hay opresión, ha de haber resistencia, ¿no crees? No tienes por qué hacerlo si no quieres, pero yo lo haré.
—Tienes razón —dije, no había razón para ofenderle, y añadí—: Creo que tienes agallas y algunas habilidades y estoy esperando a que un día hagas algo que esté a tu altura.
—Bien, en ese caso —dijo, comenzando a babear—, ¿qué te parece si compartes conmigo un poco de esa comida que te dieron?
Para empezar, yo tenía una opinión muy mala de él, pero fue todavía peor cuando vi la mirada de codicia que se reflejaba en sus ojos y la suciedad que tenía acumulada alrededor de la boca. Yo no tenía la menor intención de permitir que esa boca tan desagradable contaminara mi abrevadero. Teniendo en cuenta su mezquina petición, supe que sería difícil rechazarla, así que tartamudeé:
—Viejo Diao, te digo la verdad, en realidad no hay ninguna diferencia entre lo que tú tienes y lo que tengo yo… Te estás comportando de manera infantil al pensar que el trozo de pastel de los demás es más grande que el tuyo.
—¿Te crees que soy un puto estúpido? —dijo airado—. Mis ojos podrían caer en esa trampa, pero no mi nariz. Diablos, mis ojos tampoco se dejarían engañar.
Se agachó, sacó un poco de comida de su abrevadero y la arrojó delante de la mía. Cualquiera podía darse cuenta de la diferencia que había entre las dos.
—Mira eso y dime qué es lo que te dan de comer y luego dime lo que me dan a mí. Mierda, los dos somos puercos, ¿cómo entonces no recibimos el mismo tratamiento? Tú vas a «servir a la revolución apareándote», pues bien, ¿es que acaso yo estoy sirviendo a la contrarrevolución? Si las personas se dividen en revolucionarias y contrarrevolucionarias, ¿eso significa que también hay distintas clases de cerdos? Todo se debe al favoritismo y a los pensamientos descabellados. He visto el modo en el que Bai Xinger te miraba. Era la mirada que una mujer dedica a su marido. A lo mejor quiere aparearse contigo, ¿tú qué crees? Si lo hacéis, la próxima primavera ella tendrá una camada de lechones con cabezas humanas, o de monstruos con cabeza de cerdo. ¿No sería maravilloso? —dijo con desprecio y, a continuación, lanzó una sonrisa malvada que mostraba que su difamatorio arrebato había sido motivado por la penumbra en la que se hallaba su mente.
Recogí el trozo de alimento que había lanzado y lo arrojé al otro lado de la pared.
—Estaba pensando seriamente en la posibilidad de concederte un favor —dije con desprecio—, pero después de lo que acabas de hacer, lo siento, hermano Diao, pero echaría el resto de la comida a una pila de mierda antes que dártela a ti.
Me agaché, recogí lo que quedaba en mi pesebre, lo arrojé al suelo e hice mis necesidades encima de él. A continuación, me fui y me tumbé en mi cama de paja.
—Si todavía tienes hambre —dije—, sírvete tú mismo.
Los ojos de Diao Xiaosan emitieron un destello verde y sus dientes rechinaron ruidosamente.
—Cerdo Dieciséis —dijo—, hay un viejo refrán que dice: «No te das cuenta de que tienes las patas manchadas de barro hasta que sales del agua». El río fluye hacia el este durante treinta años y al oeste durante otros treinta. Los rayos de sol están en continuo movimiento. ¡No pienses que siempre van a iluminar tu nido!
Después de lanzar su discurso, su desagradable cara desapareció de mi vista. Pero pude escuchar cómo caminaba ansiosamente hacia el otro lado de la pared y, de vez en cuando, golpeaba la cabeza contra la puerta o rascaba la entrada con sus pezuñas. Luego pasaron unos segundos hasta que escuché un extraño sonido en su lado. Tuve que hacer algunas elucubraciones antes de adivinar que se había puesto de pie sobre sus patas traseras y, en parte para entrar en calor y en parte para descargar su bilis, había comenzado a romper los tallos de sorgo que colgaban de su pocilga. Por desgracia, algunos de ellos cayeron en mi lado.
Me incorporé sobre las patas traseras y asomé la cabeza sobre la pared.
—¡Para ya de hacer eso! —protesté.
Con un tallo de sorgo atrapado entre los dientes, tiró y tiró hasta que consiguió bajarlo, y luego lo trituró.
—Mierda —dijo—, ¡a quién le importa! Si voy a morir, entonces me voy a llevar a alguien más conmigo. Los caminos de este mundo no son justos, así que los pequeños demonios van a saquear el templo.
Se puso de pie sobre sus patas traseras, con un tallo de sorgo en la boca, y se dejó caer con toda la fuerza posible; una de las baldosas rojas se rompió y abrió un agujero en la marquesina, a través del cual cayó la nieve sobre su cuerpo. Sacudiendo su enorme cabeza, las luces verdes de sus ojos chocaron contra la pared y se agitaron como el cristal. Obviamente, aquel tipo estaba chalado. Levanté nervioso la mirada hacia la marquesina que se extendía sobre mi cabeza y comencé a ir de un lado a otro, a punto de saltar sobre la pared para detener aquella locura. Pero atacar a un loco sólo es una garantía de que ambas partes van a sufrir y en mi ansiedad lancé un grito que sonó como una advertencia de ataque aéreo. Traté de imitar el estilo de canto revolucionario, pellizcándome las cuerdas vocales, pero no funcionó. En aquel momento, teniendo en cuenta mi elevado estado de ansiedad, mi aullido en realidad estaba más cerca de ser una advertencia de ataque aéreo que otra cosa. Aquel aullido era fruto de un recuerdo de juventud, cuando se escuchaban simulacros de ataques aéreos por todo el país para ponernos en guardia contra las ofensivas de los imperialistas, de los reaccionarios y de los contrarrevolucionarios. En cada aldea y en cada pueblecito del condado, los altavoces primero lanzaban un sonido bajo y retumbante. A continuación, le seguía un aullido que nos rompía los tímpanos. Así era como sonaban los aviones del enemigo cuando venían a atacarnos con sus ametralladoras… Finalmente, los altavoces dejaban escapar unos aullidos ensordecedores. «Todos los líderes revolucionarios del condado y los campesinos pobres y de clase intermedia, escuchad con atención. Esta es una señal de alarma para alertar de que se está produciendo un ataque aéreo internacional y cuando escuchéis una, dejad todo lo que estéis haciendo y acudid a un refugio antiaéreo. Si no hay ninguno en las proximidades, cubrios la cabeza con las dos manos y agachaos…». Yo era como un estudiante de ópera que por fin encuentra su voz y se siente tremendamente satisfecho. Avancé hasta los confines de mi pocilga y aullé y, para enviar mi señal de alarma lo más lejos posible, salí disparado hacia un albaricoquero. La nieve que estaba depositada en las ramas, como la harina o el relleno de algodón, cayó al suelo, lloviznando por aquí y revoloteando por allá, esponjosa en algunos lugares y pesada en otros, y por todas partes las ramitas púrpuras sobresalían de entre la blanca nieve, relucientes y quebradizas, como un legendario coral marino. Escalé de una rama a otra hasta llegar a la copa del árbol, donde no sólo pude ver toda la Granja de Cerdos del Jardín del Albaricoque, sino toda la aldea. Vi cómo el humo de la chimenea se elevaba hacia el cielo, vi millares de árboles cuyas copas eran como gigantescos bollos al vapor y vi a una multitud de personas saliendo a toda velocidad de los edificios que parecían a punto de derrumbarse por el peso de la nieve que había depositada en los tejados. La nieve estaba teñida de blanco y las personas de negro. Desplazándose a duras penas a través de la nieve, que les llegaba a la altura de las rodillas, estaban más cerca de tambalearse que de caminar. Era mi señal de alarma de un ataque aéreo lo que había hecho que salieran de las casas, y los primeros en aparecer —desde su caliente recinto de cinco habitaciones— fueron Jinlong y Jiefang. Caminaron un poco por los alrededores y luego levantaron la vista hacia el cielo —me di cuenta de que estaban buscando bombarderos imperialistas, revisionistas y contrarrevolucionarios—. Finalmente se tiraron al suelo, donde se pusieron los brazos alrededor de la cabeza, mientras una manada de ruidosos cuervos pasó graznando por encima de ellos. Los pájaros habían construido sus nidos en una arboleda situada al este del río Barcaza de Grano, pero como había tanta nieve acumulada en el suelo, resultaba especialmente difícil encontrar alimento, así que acudían a diario a la Granja de Cerdos del Jardín del Albaricoque a por forraje. Pasados unos segundos, Jinlong y Jiefang se incorporaron y miraron de nuevo hacia el cielo, que se había despejado después de la tormenta de nieve. A continuación, bajaron la mirada y por fin descubrieron de dónde procedía la señal de alarma del ataque aéreo.
Lan Jiefang, ahora tengo que hablar de ti. En aquel momento, sacaste tu látigo de bambú y lo descargaste con fuerza sobre mí, aunque te resbalaste y te caíste dos veces por culpa de los trozos de comida para cerdos cubiertos de hielo que había en el camino a través de los árboles: la primera vez te caíste y te quedaste tumbado como un perro luchando sobre la mierda; otra vez te caíste de espaldas y aterrizaste como una tortuga tomando el sol en el bajo vientre. Los suaves rayos de sol y el paisaje nevado formaban un hermoso escenario; las alas de los cuervos parecían estar hechas de oro. La mitad azul de tu rostro relucía. Nunca fuiste considerado una de las principales personalidades de la aldea de Ximen. De hecho, salvo Mo Yan, con el que a menudo masticabas grasa, casi todo el mundo te ignoraba. Incluso yo, que por entonces no era más que un cerdo, nunca te presté demasiada atención, aunque te hicieras llamar jefe de alimentación. Pero en este momento, mientras te acercabas a mí arrastrando ese látigo, descubrí para mi sorpresa que te habías convertido en un joven alto y delgado. Poco tiempo después conté con mis pezuñas y descubrí que ya tenías veintidós años. Sí, no cabía duda de que habías crecido.
Con mis brazos alrededor de una rama y los rayos de sol filtrándose a través de las nubes rojas, abrí la boca y dejé escapar una estridente señal de alarma de ataque aéreo. La gente que se había congregado en la base del árbol estaba furiosa y las miradas de vergüenza en sus rostros tenían una mezcla de risa y llanto. Un anciano llamado Wang entonó con voz triste:
—¡Un demonio emerge y la nación se sumerge!
Pero Jinlong le atajó al instante:
—Vigila tu lengua, Abuelo Wang.
Sabiendo que había dicho algo inconveniente, Abuelo Wang se abofeteó a sí mismo:
—¿Quién te ha dicho que grites de esa manera? —se maldijo—. El secretario Lan, un gran hombre, vigila los pequeños errores de un hombre. ¡Perdona el delito que ha cometido este anciano!
En aquella época Jinlong acababa de ser nombrado miembro del Partido y ya era miembro del Comité de la Rama del Partido, así como secretario del Partido de la Liga Joven Comunista de la aldea de Ximen. Aquello le hacía sentirse mucho más que satisfecho, estaba endiosado. Haciendo un gesto con la mano le dijo al anciano:
—Sé que has leído libros heréticos como Reinos enfrentados y que han conseguido llegarte al corazón, así que quieres presumir. Si no, esa sola frase habría sido suficiente para calificarte de contrarrevolucionario.
El comentario de Jinlong tuvo un efecto helador en el ambiente y le dio la oportunidad de ofrecer un sermón. Comentó que las inclemencias del tiempo también proporcionan las condiciones idóneas para que las clases enemigas que permanecen ocultas en la aldea lleven a cabo un sabotaje. A continuación, desvió la atención hacia mí, declarando que era un cerdo iluminado.
—Ya sé que no es más que un cerdo, pero está dotado de un grado mucho mayor de conciencia del que poseen muchas personas.
Henchido de orgullo, olvidé por qué estaba lanzando aquellas señales de alarma de un ataque aéreo. Como un cantante de música pop que responde a una masa de admiradores con un animado bis, me aclaré la garganta para lanzar otra andanada de sonidos, pero antes de que el grito abandonara mi garganta, vi a Lan Jiefang manejar su látigo en la base del árbol, y antes de que lo viera llegar, la punta del mismo me golpeó en la oreja. ¡Eh, tú, que eso duele! Pero lo peor de todo fue que de repente comencé a sentir que mi cabeza pesaba más que el resto del cuerpo y me caí del árbol y aterricé sobre la nieve.
Cuando conseguí ponerme de pie, vi sangre en la nieve: mi propia sangre. El látigo había abierto una herida en mi oreja derecha, una herida que me iba a acompañar a lo largo de mi segunda, y más gloriosa, mitad de vida. También era la razón de que, a partir de entonces, sintiera un profundo rencor hacia ti, aunque más adelante comprendí por qué demostraste tanta crueldad. En teoría te he perdonado, pero nunca podré olvidarme de ello.
Aunque aquel día me encontraba en el bando que recibe el látigo y llegué a temer por mi vida, mi vecino Diao Xiaosan sufrió una suerte mucho más cruel. Había cierto encanto en mis escaladas al árbol y mis sonoras señales de alerta de ataque aéreo, pero no había nada que pudiera suponer un desagravio en sus ataques obscenos a la sociedad y en la destrucción de la propiedad. Algunas personas criticaron a Lan Jiefang por haber utilizado el látigo sobre mí, pero cuando azotó a Diao Xiaosan hasta hacer que sangrara, fue aclamado por unanimidad. Los gritos de «¡dale fuerte, golpea a ese bastardo hasta la muerte!» salieron de los labios de todos los presentes. Al principio, Diao comenzó a dar saltos con tanta violencia que rompió dos barras de acero que se encontraban en la puerta de su pocilga. Pero sus fuerzas fueron mermándose poco a poco y todos los presentes se precipitaron hacia el interior de la cochiquera, lo agarraron por las patas traseras y lo arrastraron fuera hacia la nieve. El odio que sentía Jiefang no se había abatido. Se colocó con las piernas flexionadas como postigos y cada uno de los ataques de su látigo abrió una herida en el cuerpo de Diao Xiaosan. Su rostro azul y enjuto estaba retorcido. Los nudos sobresalían de sus mejillas mientras apretaba los dientes con fuerza.
—¡Maldito hijo de puta, maldito cabrón! —gritaba con cada ataque de su látigo, inclinándose hacia delante y hacia atrás a medida que se le cansaba la mano.
Aquello, por supuesto, no era ninguna proeza. Al principio, Diao Xiaosan rodó por el suelo, pero después de recibir una docena de latigazos, se quedó tumbado inmóvil, como un pedazo de carne muerta. Jiefang todavía no estaba satisfecho. Todo el mundo sabía que estaba desahogando sus frustraciones en el cerdo, pero nadie trató de detenerle, aunque eran conscientes de que probablemente el cerdo no fuera capaz de sobrevivir a la paliza. Por fin, Jinlong avanzó un paso y agarró a Jiefang del brazo.
—Ya basta —dijo fríamente.
La sangre de Diao Xiaosan teñía el suelo nevado. Mi sangre era roja y la suya era negra. La mía era sagrada y la suya corrupta. Para castigarlo por sus errores, le hicieron un agujero en la nariz y le colocaron un par de anillos. También le encadenaron las patas delanteras. En los días siguientes, aquella cadena estuvo traqueteando constantemente mientras paseaba por su pocilga, y cada vez que sonaba la famosa aria de Li Yuhe extraída de la ópera al estilo revolucionario La linterna roja —«¡Estas cadenas pueden poner grilletes a mis pies y a mis manos, pero no pueden evitar que mis aspiraciones y mis ideales se eleven hacia los cielos!»— a través de los altavoces, por alguna razón comencé a sentir un profundo respeto por este enemigo mortal, casi como si se hubiera convertido en un héroe, y yo era la persona que lo había traicionado.
Sí, tal y como escribió Mo Yan en su historia «Revancha», la Granja de Cerdos del Jardín del Albaricoque fue entrando en un periodo de crisis a medida que se acercaba el año nuevo lunar. Se había consumido todo el alimento para cerdos, al igual que las pilas de alubias y hojas podridas. No quedaban más que semillas de algodón enmohecidas con nieve. Eran tiempos que empujaban a la desesperación. Fue una época en la que Hong Taiyue estuvo gravemente enfermo y sus importantes responsabilidades recayeron en los hombros de Jinlong, justo cuando estaba experimentando un tormento emocional. La persona a la que amaba sin duda era Huang Huzhu, una relación que comenzó el día en que ella le arregló el uniforme. Sus lazos se consumaron rápidamente, cuando Huang Huzhu hizo su aparición y comenzaron a retozar contra viento y marea. Pero al alcanzar la madurez, las dos gemelas Huang pidieron casarse con Jinlong. ¿Quién conocía estos secretos? Además de yo, un cerdo que lo sabía todo, sólo Lan Jiefang. Yo estaba muy por encima de todo aquello, pero tú, cuyo amor hacia Huang Huzhu no era recíproco, te sentías atormentado y terriblemente celoso. Aquella era una de las razones por las que me bajaste del árbol con el látigo y por las que trataste a Diao Xiaosan con tanta crueldad. Ahora que podemos volver la vista hacia atrás, ¿no crees que los sentimientos que te atormentaron en aquellos tiempos eran extraordinariamente insignificantes si los comparamos con lo que te sucedió después? Además, el mundo es impredecible y la dicha conyugal está dictada por el Cielo. Ya está determinado de antemano quién va a ser la persona con la que te vas a casar. ¿Acaso no fue así, ya que Huang Huzhu finalmente acabó por compartir tu lecho?
Durante aquel invierno, todos los días sacaban a rastras de sus pocilgas a los cerdos que se habían congelado hasta la muerte y todas las noches me despertaban los gemidos de los apenados cerdos Yimeng cuyos compañeros de pocilga habían muerto de frío. Cada mañana miraba a través de los listones de metal de mi puerta y veía a Lan Jiefang o a cualquier otra persona arrastrar cadáveres de cerdos hacia el edificio de cinco habitaciones. Los animales muertos eran un amasijo de pellejo y huesos y tenían las patas tiesas como tablones. El temperamental Lobo Aullador había muerto, al igual que la puta Flor de Rábano. Al principio morían aproximadamente tres o cuatro al día, pero en los últimos días del decimosegundo mes, llegaban a morir cada día hasta seis o siete cerdos. Al vigesimotercer día de aquel mes, dieciséis cerdos muertos fueron sacados a rastras de sus pocilgas. Hice un cálculo rápido y llegué a la conclusión de que a finales de aquel año más de doscientos cerdos habían partido hacia el Cielo de Occidente. No había forma de saber si sus almas habían descendido al Infierno o si habían subido al Cielo, pero sus restos terrenales fueron apilados en esquinas oscuras situadas en el fondo del edificio, donde fueron cocinados y consumidos por Ximen Jinlong y los demás seres humanos. Ese es un recuerdo que todavía hoy no se me quita de la cabeza.
Mo Yan escribió con gran detalle en sus «Cuentos de la crianza de cerdos» sobre unas personas que se encontraban sentadas bajo la luz de la lámpara alrededor de una resplandeciente cocina, y observaban cómo se cocinaba la carne troceada de los cerdos. En ellos describió la fragancia que desprendían las ramas del albaricoquero al arder, así como el aroma que emanaba de la carne que se cocía en la olla. Incluso describió cómo las personas, que estaban muertas de hambre, les arrancaban trocitos a mordiscos, una escena que actualmente desagradaría a cualquiera que la leyera.
Puedo añadir una cosa a las descripciones que hizo Mo Yan, y es la siguiente: a medida que se acercaba el día en el que todos los cerdos que había en la Granja de Cerdos del Jardín del Albaricoque acabarían muriendo de hambre, el último día del año, cuando los fuegos artificiales despedían ruidosamente al año viejo y daban la bienvenida al nuevo, Jinlong se dio una sonora palmada en la frente y anunció:
—¡Eso es! Ya sé cómo salvar la granja.
No sería difícil comer carne de cerdos muertos una vez, pero el olor me haría vomitar la segunda vez. Jinlong ordenó que convirtieran los cerdos muertos en alimento para los que todavía estaban vivos. Al principio me di cuenta de que mi comida tenía un sabor un poco distinto, así que por la noche decidí salir de mi pocilga para ver lo que estaba pasando en el edificio donde se preparaba nuestro alimento y en ese momento fue cuando descubrí su secreto. Tengo que confesar que, para unos animales tan estúpidos, el canibalismo no sería un tabú demasiado grave y no había necesidad de exaltarse. Pero para un alma extraordinaria como la mía, dio lugar a todo un tormento espiritual. De hecho, me estaba preocupando sin necesidad. Si fuera un hombre, comer carne de cerdo sería algo perfectamente natural. Y si fuera un cerdo, siempre y cuando los demás cerdos estuvieran de acuerdo en comer a sus hermanos y hermanas muertas, ¿quién se iba a quejar? Adelante, come. Cierra los ojos y cómetela. Después de haber aprendido a emitir la señal de alarma de un ataque aéreo, me daban la misma comida que a los demás cerdos. Sabía que no lo hacían para castigarme, sino porque era lo único que les quedaba para darnos. La grasa comenzó a consumirse en mi cuerpo, estaba estreñido y mi orina era de color amarillo rojizo. Me encontraba en una situación ligeramente mejor que la de los demás, sólo porque podía salir y dar una vuelta por la noche, coger algunas verduras podridas aquí y allá, aunque no las encontraba muy a menudo. Lo que quiero decir es que si no hubiéramos comido el singular alimento de Jinlong nos había preparado, ninguno de nosotros habría sobrevivido al invierno ni habríamos saludado el calor de la primavera.
Jinlong mezcló la carne de los animales muertos con un poco de excrementos de caballo y de vaca y troceó algunas ramas de batata para conseguir este singular alimento para cerdos. Aquello salvó la vida de muchos cerdos y entre ellos nos incluyo a mí y a Diao Xiaosan.
En la primavera de 1972 enviaron una nueva remesa de alimento para cerdos, lo que hizo que la Granja de Cerdos del Jardín de Albaricoque cobrara de nuevo vida. Pero antes de que eso ocurriera más de seiscientos cerdos procedentes del monte Yimeng se había convertido en proteínas, vitaminas y en muchas otras cosas necesarias para mantener el ciclo de la vida, alargando así la existencia unos cuatrocientos cerdos más. Por tanto, aullamos durante tres minutos seguidos para saludar a los héroes que se habían sacrificado mientras lo hacíamos, las flores del albaricoque se abrieron, la luna bañó la granja con sus acuosos rayos y un perfume floral acaricio nuestro olfato. Se había levantado el telón de la estación más romántica del año.