XXV. Un oficial de alto rango habla grandiosamente sobre el terreno

Un estrambótico cerdo ofrece un espectáculo debajo de un albaricoquero

SIENTO mucho que ahora únicamente vaya a hablar de las virtudes de la conferencia sobre el terreno que se celebró en la aldea acerca de la crianza de cerdos. Toda la comuna estaba inmersa en los preparativos para la congregación, que iba a durar toda una semana, y dedicaré a ello un capítulo entero.

Déjame empezar por las paredes de la granja de cerdos, que se acababan de pintar de blanco —para esterilizarlas, nos dijeron—, y que a continuación cubrieron con eslóganes pintados de rojo, todos ellos relacionados con los cerdos, pero también asociados a la revolución en el mundo. ¿Quién los escribió? ¡Sólo podía ser Ximen Jinlong! Los dos jóvenes de mayor talento de la aldea de Ximen eran Ximen Jinlong y Mo Yan. Así es como Hong Taiyue los evaluaba: Ximen Jinlong tenía un talento recto y Mo Yan tenía un talento desviado. Mo Yan era siete años más joven que Jinlong, y cuando este último era el centro de atención, Mo Yan adquiría fuerza, como un brote grueso de bambú clavado en la tierra. En aquel momento, nadie prestaba atención al muchacho. Resultaba increíblemente grotesco y era un personaje de lo más peculiar. Decía cosas disparatadas que hacían que la gente se rascase la cabeza, para algunos era un incordio y para otros era un paria. Incluso los miembros de su familia decían de él que era un retrasado mental.

—Mamá —preguntaba a menudo su hermana a su madre—, ¿de verdad ese es tu hijo? ¿Es posible que Padre lo encontrara abandonado en un bosque de moreras cuando estaba recogiendo excrementos?

Los hermanos y las hermanas mayores de Mo Yan eran altos y bien parecidos, prácticamente igual que Jinlong, Baofeng, Huzhu y Hezuo. Madre solía suspirar y decir:

—La noche en que nació, tu padre soñó que un diablillo que arrastraba un enorme pincel de escribir a sus espaldas entró en nuestra casa y cuando tu padre le preguntó de dónde venía le dijo que de los Salones del Infierno, donde ejercía de secretario personal del señor Yama. Tu padre se despertó de su sueño cuando escuchó el agudo llanto de un bebé en la habitación de al lado, luego la comadrona llegó y anunció: «Enhorabuena, señor. Tu esposa te ha dado un hijo varón».

Sospechaba que la madre de Mo Yan se había inventado la mayor parte de ese relato para dar a su hijo cierta respetabilidad en la aldea, ya que historias como esa forman parte de la tradición popular china desde hace mucho tiempo. Si hoy vas a la aldea de Ximen —la aldea se ha convertido en la Región Económica Abierta Fénix, y los campesinos de aquella época han sido suplantados por estructuras descollantes que no parecen ni chinas ni occidentales—, la gente todavía habla —de hecho, más que nunca— de Mo Yan, el secretario personal del señor Yama.

Los años setenta fueron la era de Ximen Jinlong. Mo Yan tendría que esperar una década para poder mostrar todo su talento. Por entonces, lo que veía era a Ximen Jinlong a punto de pegar eslóganes por todas las paredes durante la preparación de la conferencia sobre el terreno dedicada a la cría del cerdo. Para ello contó con la ayuda de Huang Huzhu, que sujetaba un cubo de pintura roja, y de Hezuo, que se encargaba de la pintura amarilla. Ambas llevaban monos de mangas azules y guantes blancos. El olor de la pintura flotaba pesadamente en el aire. Antes de ese día, los eslóganes se habían escrito todos con tiza. Las subvenciones destinadas a la conferencia hicieron posible comprar la pintura. Con su acostumbrada maestría en el manejo de la palabra escrita, Jinlong pintó los encabezados en rojo con un enorme pincel y luego los perfiló en amarillo con uno pequeño. El efecto resultaba sorprendentemente atractivo, como una mujer que se ha embellecido con pintalabios rojo y un lápiz de ojos azul. La multitud que observaba cómo trabajaba expresó sus elogios en voz alta. La sexta esposa del anciano Ma, que era más coqueta que Wu Qiuxiang, dijo con todo el encanto que pudo destilar:

—Hermano Jinlong, si fuera veinte años más joven, sería tu esposa, sin importar con cuántas mujeres tuviera que pelear. Y si no pudiera ser tu esposa, sería tu amante.

—¡Serías la última de la fila de cualquiera que eligiera una amante! —comentó uno de los presentes.

La sexta esposa de Ma depositó la mirada en Lluzhu y Hezuo.

—Tienes razón —dijo—. Si estas dos preciosidades estuvieran en la cola, no cabe duda de que yo sería la última. ¿No deberías estar arrancando estas dos flores, joven? Será mejor que te des prisa antes de que alguien pruebe primero su frescor.

Las hermanas Huang se sonrojaron. Jinlong también estaba visiblemente avergonzado.

—Cierra el pico, maldita mujerzuela —dijo, levantando la brocha de modo amenazador—, o te cierro la boca de un brochazo.

Sé cómo te afecta la simple mención de las hermanas Huang, Jiefang, pero no puedo omitirlas cuando paso las páginas de la historia. Además, aunque las pasara por alto en mi narración, tarde o temprano Mo Yan estaría dispuesto a escribir acerca de ellas. Todos los residentes de la aldea de Ximen se pueden encontrar en cualquiera de los notorios libros de Mo Yan. Por tanto, como iba diciendo, se escribieron eslóganes y los troncos de los albaricoqueros, cuya corteza no se había limpiado adecuadamente, fueron lavados con cal. Los escolares se subían a ellos como monos, ya que habían decorado las ramas con tiras de papeles de colores.

Cualquier campaña que no cuente con la participación de los estudiantes carece de vida. Añade unos cuantos estudiantes y empezarán a pasar cosas. Aunque tu estómago esté protestando, hay un espíritu de festividad. Bajo el liderazgo de Ma Liangcai y de la joven maestra que llevaba el pelo recogido en una coleta y hablaba mandarín, más de un centenar de estudiantes de la escuela elemental de la aldea de Ximen se deslizaron en todas las direcciones entre los árboles, como una asamblea de ardillas. Aproximadamente cincuenta metros al sur de mi pocilga había dos albaricoqueros separados unos quince metros en la base, pero cuyas copas parecían unirse en el cielo. Algunos muchachos excitados y broncos se quitaron sus desvencijados abrigos y se quedaron desnudos de cintura para arriba, vestidos únicamente con unos pantalones raídos, con el algodón enmohecido saliendo por la entrepierna, como las colas sucias de los yaks tibetanos, y se balanceaban entre las ramas tensas pero flexibles como si fueran una manada de monos hasta que se impulsaban lo bastante rápido y lejos como para pasar de un árbol a otro.

Ahora, prosigamos con la congregación. Los árboles, como ya hemos visto, estaban decorados para que parecieran viejas brujas, y se habían plantado cada cinco metros a ambos lados del camino que avanza de norte a sur en mitad de la granja de cerdos. Se había levantado una plataforma en el claro, con esterillas de junco, cubiertas por un paño rojo, a cada lado. Se había colgado horizontalmente una bandera en el centro, con una leyenda escrita en ella, por supuesto. ¿Qué decía esa leyenda? Teniendo en cuenta la ocasión de la que se trataba, cualquier chino sabe la respuesta, así que no hace falta que me detenga en ella.

Lo que quiero relatar es que, en honor a la congregación, Huang Tong condujo una carreta de burro con doble eje hasta la sección de géneros varios de la Cooperativa de Comercio y Aprovisionamiento de la comuna y regresó con dos enormes tinas Boshan, trescientos cuencos de cerámica Tangshan, diez cacillos de metal, diez jin de azúcar moreno y diez jin de azúcar refinado. ¿Para qué? Para que el pueblo pudiera servirse un cuenco gratis de agua con azúcar cada vez que lo deseara mientras se celebraba la conferencia sobre el terreno. Yo sabía que Huang había cogido un poco de dinero que le habían dado para realizar esas compras. ¿Cómo lo sabía? Por el modo en el que se movía nerviosamente cuando entregaba los recibos al contable y a la persona que estaba a cargo de las finanzas de la brigada. También estoy seguro de que se quedaba con algo de azúcar, aunque le echó la culpa a la carestía de los miembros de la cooperativa. Por el modo en el que se escondía detrás de un albaricoquero para vomitar, deduje que gran parte de ese azúcar había ido a parar a su estómago.

A continuación, quiero hablar de una de las brillantes ideas que tuvo Ximen Jinlong. Como era una conferencia que se celebraba para hablar de la crianza de cerdos, estos representaban el papel más importante. En otras palabras, la conferencia iba a ser un triunfo o un fracaso dependiendo del aspecto que presentaran los cerdos. Así fue como Jinlong se lo explicó a Hong Taiyue:

—Si quieres, puedes decir que la Granja de Cerdos del Jardín del Albaricoque es hermosa como una flor fresca, pero si los cerdos están deslucidos, no podrás engañar a las masas. Y como el punto cumbre de la conferencia sobre el terreno se alcanzará cuando las masas y las autoridades visiten las pocilgas, si los cerdos que ven no resultan atractivos, la conferencia será un fracaso y el sueño de la aldea de Ximen de convertirse en un modelo a seguir para todo el condado, para toda la provincia e incluso para todo el país, se desvanecerá como el humo.

Desde que regresó al servicio, Hong Taiyue estaba claramente preparando a Jinlong para que fuera su sucesor y después de la exitosa adquisición por parte de Jinlong de los cerdos en el monte Yimeng, sus palabras habían cobrado peso. El secretario Hong dio a Jinlong todo su apoyo.

¿Cuál fue su recomendación? Lavar los cerdos tres veces en agua salada, a continuación quitarles las cerdas con tijeras de barbero. Esta vez Huang Tong fue enviado a la cooperativa en compañía del hombre que se encontraba a cargo de las finanzas para comprar cinco grandes ollas, doscientos jin de sal de mesa, cincuenta equipos de barbero y un centenar de barras del jabón de lavabo más caro y aromático del mercado. Pero llevar a cabo el plan resultó más difícil de lo que Jinlong había imaginado. Prácticamente la única manera para bañar y trasquilar a un puñado de cerdos astutos procedentes del monte Yimeng era apuñalarlos primero hasta la muerte. El plan se puso en marcha tres días antes de que comenzara la conferencia, pero a mitad del primer día todavía no habían sido capaces de acicalar a un solo cerdo y al hombre al que habían encomendado la tarea le había mordido en el trasero uno de los animales.

A Jinlong le dolió mucho ver que su plan había fracasado. Por tanto, dos días antes de que se inaugurara la conferencia, se golpeó en la frente, como un hombre que acabara de despertar de un sueño.

—¿Cómo he podido ser tan estúpido? —dijo.

Recordó el bollo empapado en licor que había utilizado recientemente para engañar a Diao Xiaosan, y acudió de inmediato a informar a Hong Taiyue, que también vio la luz. Regresaron a la cooperativa, esta vez para comprar licor. Como no era necesario comprar buena calidad para emborrachar a los cerdos, adquirieron licor de patata, que les vendieron a medio yuan el jin. Enviaron a todos a casa para que hornearan los bollos, pero aquella orden rápidamente fue anulada. Después de todo, los cerdos comerían hasta piedras si se las das, así que no merecía la pena malgastar harina. El pan de harina duro también iba a dar resultado. Por esa razón, ¿para qué iban a necesitar maíz? Simplemente podían empapar la avena que comían los cerdos en el licor y echársela al abrevadero. Por tanto, colocaron una enorme tina de licor junto a la cocina, vertieron tres cacillos en cada cubo de avena, lo mezclaron todo y lo cocinaron. Luego tú, Jiefang, y los demás transportasteis la mezcla hasta las pocilgas y la vertisteis en los abrevaderos. El olor del alcohol inundó tanto las cochiqueras que los cerdos, que tenían menos capacidad para soportar el alcohol, se emborracharon con sólo inhalar los vapores.

Por entonces yo era un cerdo semental que pronto tendría que cumplir con una tarea muy especial, una tarea que requería tener un cuerpo en perfecto estado. El líder de la granja, Ximen Jinlong, lo sabía mejor que nadie, y se aseguró desde el primer momento de que me alimentaran convenientemente, incluso con carne, y nada de relleno de semillas de algodón. El relleno de semillas de algodón tenía algo que podía matar a los espermatozoides. Mi alimento contenía pastel de alubias, boniatos secos y una pequeña cantidad de hojas finas. Desprendía una fragancia embriagadora, era altamente nutritivo y era lo bastante bueno como para que la gente pudiera comer, cuanto más los cerdos. A medida que pasaba el tiempo y cambiaban los conceptos, la gente empezó a reconocer que me daban una comida muy sana. Su valor nutritivo y su seguridad suponían una mejora considerable respecto a las aves de corral, el pescado y la carne que los humanos comen normalmente.

Pues bien, también colocaron un cacillo lleno de alcohol en mi alimento. Para ser sinceros, yo tenía una respetable capacidad para soportar el alcohol. No era ilimitada, pero un par de tragos no afectaban mi lucidez mental, mi conciencia ni mis movimientos. No era como mi vecino, ese payaso de Diao Xiaosan que se había emborrachado después de comer un par de bollos empapados en licor. Pero un cacillo de aquel licor en mi comida se me subió a la cabeza en unos minutos.

¡Mierda! Estoy mareado, mis patas son como de algodón y me siento como si estuviera flotando en una nube. Mi hogar comenzó a dar vueltas, el albaricoquero empezó a tambalearse y los desagradables gritos y gruñidos de los cerdos procedentes del monte Yimeng comenzaron de repente a llenar mis oídos y me parecieron deliciosas canciones populares. Era el alcohol, lo sabía. Cuando Diao Xiaosan se emborrachó, se le pusieron los ojos en blanco y perdió el conocimiento; roncaba y lanzaba fuertes ventosidades. Pero yo era diferente: quería bailar y cantar. Como era el Rey de los Cerdos, conservaba mi compostura y mi conducta graciosa incluso cuando estaba borracho. Salvo que olvidé mantener en secreto mis habilidades especiales. Todos los ojos comenzaron a fijarse en mí mientras me elevaba en el aire, como una criatura humana saltando hasta la luna, ascendiendo por el albaricoquero, donde aterricé con soltura sobre dos ramas adyacentes. Si se hubiera tratado de un álamo o de un sauce, no cabría duda de que habría partido las ramas, pero las de los albaricoqueros tienen mucha resistencia y para mí era como cabalgar sobre una ola. Vi a Lan Jiefang y a los demás mientras atravesaban el Jardín del Albaricoque con comida para los cerdos; vi el humo rosa que se elevaba de las cocinas provisionales de las pocilgas y, por último, vi a mi vecino Diao Xiaosan tumbado boca arriba, con las patas al aire, tan borracho que podrías abrirle el vientre y no habría lanzado la más mínima queja. A continuación, vi a las encantadoras gemelas Huang y a la hermana mayor de Mo Yan con sus impolutos monos blancos de trabajo bordados en el pecho con las letras rojas Granja de Cerdos del Jardín del Albaricoque, observando al Maestro Lin, el barbero traído de los cuarteles generales de la comuna, mientras les enseñaba a colocar las tijeras en la mano. El Maestro Lin, cuyo cabello era tan áspero como el pelo de los cerdos, poseía un rostro fino y enjuto y unos nudillos grandes y huesudos. Tenía un fuerte acento del sur y las chicas apenas eran capaces de comprender una sola palabra de lo que decía. Observé cómo la maestra de la cola de caballo que hablaba mandarín enseñaba con paciencia a los jóvenes a bailar y a cantar. Enseguida nos enteramos de que la obra de teatro se llamaba La pequeña cerdita roja va a Pekín, una famosa obra de teatro cuya música tenía sus raíces en la tradición popular. El papel de la Niña Roja lo interpretaba la niña más hermosa de la aldea; los demás papeles los representaban chicos, todos ellos con máscaras de cerdo con expresiones estúpidas. Mientras observaba bailar a los niños y les escuchaba cantar, mis células artísticas se pusieron en marcha y comencé a mover el cuerpo, lo cual hizo que crujieran las ramas sobre las que me encontraba posado. Abrí la boca para cantar y me sorprendí —mejor dicho, me asusté— por los estridentes gruñidos que salieron de ella. En todo momento pensaba que sería capaz de cantar como los seres humanos y, sin embargo, ¿qué fue lo que conseguí lanzar? ¡Gruñidos! ¡Qué deprimente! Pero me recordé a mí mismo que los pájaros miná podían imitar el habla humana y que había oído decir que los perros y los gatos también pueden hacerlo y, pensando mucho, recordé cómo, tanto cuando era un burro como cuando era un buey, en los momentos críticos, podía emitir algunos sonidos humanos a través de mi ronca garganta capaces de despertar a un sordo.

Mi «discurso» atrajo la atención de las chicas que estaban aprendiendo a hacer cortes de pelo a los cerdos. La hermana de Mo Yan fue la primera en reaccionar:

—¡Mirad, hay un cerdo en el árbol!

Mo Yan, que intentaba por todos los medios que le asignaran un trabajo en la granja de cerdos, pero al que Hong Taiyue le negaba cualquier oportunidad, entornó los ojos y gritó:

—Si los americanos pueden llegar a la luna, ¿por qué te impresiona tanto que haya un cerdo en un árbol?

Sus palabras, por desgracia, fueron ahogadas por los gritos de las chicas. Nadie le escuchó. A continuación, dijo:

—Hay un jabalí salvaje en la selva de Sudamérica que construye su nido en la copa de un árbol. Son mamíferos que tienen plumas y ponen huevos que eclosionan en siete días.

Una vez más, sus palabras fueron ahogadas por los gritos de las chicas y nadie le escuchó. De repente, comencé a pensar que deseaba hacerme amigo de ese tipo. «Compañero —quería decirle—, puesto que eres capaz de comprenderme, un día que tengas tiempo te invito a un trago».

Pero mis palabras también se perdieron entre los gritos de las chicas.

Ellas, que estaban completamente encantadas, vinieron corriendo hacia mí, conducidas por Ximen Jinlong. Saludé con mi pezuña izquierda.

—¿Cómo estáis? —dije.

Ellas no me comprendieron, por supuesto, pero sabían que era un gesto de amistad. Entonces comenzaron a partirse de risa.

—¿De qué os reís? ¡A ver si os comportáis!

Lo sé, lo sé. Esas chicas que tanto se reían seguían sin comprenderme. Frunciendo el ceño, Jinlong dijo:

—Este nos esconde algunos trucos en la manga. Esperemos que mañana vuelva a subirse al árbol durante la conferencia.

Abrió la puerta de mi pocilga y dijo a las chicas que se encontraban a sus espaldas:

—Vamos, chicas, comenzaremos por este.

Trepó al árbol y me rascó la barriga con mano experta. Me sentí tan bien que podía haberme muerto allí mismo.

—Cerdo Dieciséis —dijo—, vamos a darte un baño y a cortarte el pelo. Cuando hayamos terminado, serás el cerdo más atractivo del mundo. Espero que cooperes y des buen ejemplo al resto de la piara.

Se dio la vuelta e hizo un gesto a los cuatro milicianos que se encontraban detrás de él, que comenzaron a trepar y —lo has adivinado— cada uno de ellos me agarró por una pata. Eran fuertes y, como estaban acostumbrados a tratar rudamente a las personas, me hicieron mucho daño mientras me bajaban a tirones del árbol.

—¡Malditos estúpidos! —grité enfadado—. En lugar de dedicaros a encender incienso en el templo, estáis destruyendo al ídolo.

Mis maldiciones les entraron por un oído y les salieron por el otro mientras me llevaban a rastras hasta la olla llena de agua con sal y me metían en su interior. El miedo me proporcionó unas fuerzas que desconocía y el licor que había consumido se convirtió en sudor frío. De repente, un pensamiento me golpeó en la cabeza como un martillo: recordé que antes de que entrara en vigor la nueva ley de carnicería, la carne de cerdo se consumía sin quitar la piel y los cerdos que llevaban al matadero eran arrojados a ese tipo de ollas para que se les ablandaran las cerdas, que se afeitaban antes de que les cortaran la cabeza y las patas, luego les rajaban el vientre y los colgaban de un gancho para ser vendidos. En el instante en que mis patas golpearon el fondo de la olla, salté con tanta rapidez que los asusté a todos. Pero tuve la mala suerte de saltar de una olla a otra y esta vez el agua caliente me empapó. No sabría describir con palabras lo bien que me sentí en aquel momento. Aquello acabó con mi voluntad de luchar. Esta vez no tuve fuerzas para saltar fuera de la olla. Las chicas la rodearon y empezaron a frotarme con cepillos ásperos bajo las órdenes de Ximen Jinlong. Yo lancé un gemido, mis párpados se cayeron y estuve a punto de quedarme dormido. Cuando acabaron, los milicianos me sacaron de la olla y cuando el aire fresco sacudió mi cuerpo, me sentí torpe y ligero como una pluma. Después las chicas comenzaron a utilizar las tijeras, cortaron el pelo de mi cabeza y cepillaron mi lomo. Ximen Jinlong pensó que sería bueno cortar el pelo en ambos sentidos, formando flores de ciruelo, pero acabaron por afeitarme de arriba abajo. Jinlong no podía hacer nada para impedirlo, salvo pintar en mi cuerpo algunos eslóganes con pintura roja: Compañero de la revolución, en el lado izquierdo, Trae beneficios para el pueblo, en el derecho. A continuación decoró los eslóganes añadiendo algunas flores de ciruelo y girasoles con pintura roja y amarilla, y me convirtió en una especie de tablón de anuncios. Cuando acabó, dio un paso hacia atrás para admirar su obra, luciendo una sonrisa traviesa que no podía ocultar la satisfacción que sentía por sí mismo. Todo el mundo gritaba y decía que tenía muy buen aspecto.

Si hubieran podido, habrían adornado a todos los cerdos de la granja tal y como hicieron conmigo, para que así todos se convirtieran en una obra de arte andante. Pero eso habría sido muy difícil. El simple hecho de bañarlos en agua con sal estaba descartado, sobre todo porque el día en el que se iba a celebrar la conferencia se acercaba rápidamente. Como no tenía ninguna solución obvia, Jinlong tuvo que modificar sus planes. Propuso realizar algunos dibujos artísticos sencillos de maquillaje facial, una tarea que encomendó a veinte hombres y mujeres inteligentes y habilidosos. Después de entregarles un cubo de pintura y dos pinceles, les dio instrucciones para que pintaran las caras de los cerdos mientras estos todavía se encontraban bajo la influencia del alcohol: pintura roja para los cerdos blancos, blanca para los negros, y amarilla para todos los demás. Durante unos instantes, los jóvenes estuvieron inmersos en su trabajo, pero los resultados por lo general fueron pésimos. Aunque el cielo de finales de otoño estaba claro y el aire era fresco, un hedor terrible permanecía suspendido sobre las pocilgas, y aquella no era el tipo de atmósfera que fomentaba un buen ambiente de trabajo. Las mujeres jóvenes se dedicaron desde el primer momento a emprender la tarea que tenían entre manos y se negaron a realizar un trabajo negligente, sin importar cuánto esfuerzo les costara. Los hombres jóvenes no sentían ese interés. Se limitaron a echar la pintura sobre el cuerpo de los cerdos. Los blancos acabaron llenos de puntos rojos por todo el cuerpo, como si les hubieran alcanzado con un impacto de carabina cargada de perdigones rojos, y a los cerdos negros les pusieron la cara blanca, lo que hacía que parecieran viejos y astutos bribones u oficiales traidores del juzgado. Uno de los jóvenes, Mo Yan, para ser precisos, pintó unas gafas blancas de montura grande en cuatro animales negros y la patas de rojo a cuatro puercas blancas.

Por fin, la conferencia sobre la crianza de cerdos se llevó a cabo, y como ya había desvelado mi truco secreto de escalar árboles, no había razón para que me contuviera. En un intento por evitar que los cerdos dieran guerra e impresionar a las autoridades que nos iban a visitar, la calidad del alimento aumentó y se duplicó la cantidad de licor. Cuando dio comienzo la conferencia, los cerdos estaban completamente borrachos. El olor a alcohol que flotaba en el aire era inconfundible, pero Jinlong anunció sin el menor rubor que lo que olían era un alimento recién fermentado y perfeccionado. Explicó que el nuevo alimento necesitaba muy pocos ingredientes de buena calidad, pero su valor nutritivo era muy elevado y evitaba que los animales molestaran o corretearan por todas partes. Comían, dormían y engordaban. En los últimos años, la falta de alimento nutritivo, que había influido negativamente en el índice de nacimiento de los cerdos, se había convertido en objeto de gran preocupación. La elaboración de este nuevo alimento fermentado solucionaba ese problema y allanaba el camino para que la comuna pudiera desarrollar activamente su empresa de crianza de cerdos.

—Estimados líderes, camaradas. Estoy encantado de anunciarles que nuestro nuevo alimento fermentado es un gran descubrimiento a nivel internacional. Lo elaboramos con hojas, hierba y tallos de grano. En otras palabras, hemos convertido los artículos desechados en comida de cerdo de gran calidad, que a su vez produce un alimento más nutritivo para nuestros ciudadanos y cava una tumba para los imperialistas, los revisionistas y los reaccionarios.

Una brisa fresca acarició mi vientre mientras me mecía en el albaricoquero. Una bandada de audaces gorriones que había aterrizado sobre mi cabeza estaba picoteando las migas que se me habían quedado en la comisura de la boca, y me llegaban hasta las orejas. Sus picos puntiagudos producían un efecto entumecedor, incluso un poco doloroso, en mis ultrasensibles orejas, con su tensa red de capilares y nervios, y creaban una especie de tratamiento de acupuntura. Sentía tal placer que apenas podía mantener los ojos abiertos. Sabía que a Jinlong nada le habría gustado más en este mundo que me quedara dormido ahí arriba. De ese modo, podría dar uso a esa lengua tan desatada que tiene —podía hablar hasta resucitar a un cerdo— y decir lo que quisiera. Pero yo no quería dormir. En la larga historia de la humanidad, seguramente aquella fue la primera conferencia dedicada específicamente a los cerdos, ¿y quién podría decir que alguna vez iba a llegar a producirse una segunda? Si me dormía durante un acontecimiento tan especial, los remordimientos me durarían trescientos años. Como era un cerdo consentido, podía dormir durante todo el tiempo que quisiera. Pero ahora no era uno de esos momentos. Batí mis orejas como una manera de cachetear mis mejillas y de hacer saber a todos que tenía unas orejas comunes, no como las que adornaban las cabezas de los cerdos Yimeng, que permanecían erguidas como las de los perros. Me di cuenta, por supuesto, de que durante esos días había multitud de perros urbanos cuyas orejas colgaban como calcetines desgastados. La gente moderna tiene demasiado tiempo libre, así que unen a todo tipo de animales que no guardan relación entre sí para que se apareen y produzcan estrafalarias crías, una verdadera blasfemia para Dios, que algún día los castigará a todos por ello. Después de batir mis orejas con fuerza para ahuyentar a algunos gorriones, cogí una hoja de color rojo sangre del albaricoquero, me la metí en la boca y comencé a masticar. Su sabor amargo y desagradable servía como si fuera tabaco para mantenerme bien despierto. A continuación, desde mi posición dominante, comencé a observar todo lo que sucedía a mi alrededor para conseguir hacerme una idea completa del ambiente que se respiraba en la conferencia sobre la crianza de cerdos. Tomé notas mentales completas de tal manera que superaba a las máquinas más tecnológicamente avanzadas de hoy en día, ya que estas se limitan a registrar sonidos e imágenes, mientras que yo podía incluir todo tipo de sabores y sentimientos.

No discutas conmigo. La hija de Pang Hu te ha trastornado tanto la mente que, aunque acabas de cumplir los cincuenta, tus ojos ya están vidriosos y tus reacciones están mermadas, y ambas cosas son claros síntomas de demencia. Así que te aconsejo que no te aferres tan obstinado a tus opiniones ni pienses que puedes debatir conmigo. Puedo decirte confidencialmente que cuando se celebró la conferencia sobre la crianza de cerdos en la aldea de Ximen, la aldea no contaba con red eléctrica. Está bien, dijiste para tus adentros, en aquel tiempo la gente estaba incrustando postes de hormigón en los campos en las afueras de la aldea, pero eran para extender cables de alto voltaje hasta la granja estatal, que pertenecía al Distrito Militar de Jinan, y para ello se contrataron unos cuerpos de construcción y producción independientes. Sus líderes eran militares en activo, su mano de obra la formaban rústicos licenciados del instituto procedentes de Qingdao y Jinan. No hace falta decir que una congregación como aquella requería la existencia de electricidad. Tendríamos que esperar una década para que la electricidad llegara a la aldea de Ximen. En aquel momento, la falta de una red eléctrica provocaba que cuando caía la noche durante la convención, salvo la granja de los cerdos, la oscuridad envolviera a toda la Brigada de Producción de la aldea de Ximen.

Es cierto, mi pocilga estaba iluminada por una bombilla de cien vatios, que aprendí a encender y apagar. La electricidad la suministraba la Granja de Cerdos del Jardín del Albaricoque. En aquellos días la llamábamos «potencia generada por nosotros mismos». Un motor diésel de doce caballos se encargaba de generar la potencia. Aquel invento había sido idea de Jinlong. Si no me crees, ve a preguntar a Mo Yan. Un día apareció con una idea loca que acabó en desgracia. Dentro de un rato te lo cuento.

Un par de altavoces que colgaba de los laterales del escenario amplificaba las palabras de Ximen Jinlong unas quinientas veces e imaginé que todo el concejo de Gaomi del Noreste se encontraba dentro del alcance de su jactancioso discurso. Al fondo del escenario se alinearon seis mesas que trajeron de la escuela elemental y se cubrieron con un paño rojo. El gobierno del condado y las autoridades de la comuna, vestidos con sus uniformes grises o azules, estaban sentados en seis bancos, que también habían traído de la escuela. El quinto empezando por la izquierda, un hombre cuyo uniforme del ejército se había quedado casi blanco de los muchos lavados a los que había sido sometido, era un comandante de regimiento recién retirado que se encontraba al mando de la división de producción del Comité Revolucionario del Condado. El secretario del Partido de la brigada de la aldea de Ximen, Hong Taiyue, se encontraba sentado a su derecha. Estaba recién afeitado y le acababan de cortar el pelo. Su visible coronilla se había tapado con una gorra gris de estilo militar. Su rostro rojizo parecía una linterna de papel parafinado que brillaba a través de la oscuridad de la noche. Me daba la sensación de que soñaba con ascender en su escalafón. Si el Consejo de Estado creaba un puesto de «comandante de crianza de cerdos», podría ser nombrado para él. Había oficiales gordos y oficiales flacos, y todos ellos miraban hacia el este, hacia el Sol Rojo, de tal modo que sus rostros siempre permanecían sonrosados y los ojos entrecerrados. Uno de ellos, un hombre grueso de piel oscura, llevaba unas gafas de sol, algo que apenas se veía en aquellos tiempos. De su boca colgaba perpetuamente un cigarrillo y parecía el líder de una banda de ladrones. Jinlong se encontraba sentado en un escritorio, también envuelto en un paño rojo, situado en la parte delantera del escenario, y hablaba por un micrófono que estaba envuelto con un satén rojo. En aquellos días, aquel era un equipo tecnológico sorprendentemente moderno. Mo Yan, como siempre lleno de curiosidad, había estado husmeando en el micrófono y lo había probado lanzando un par de ladridos de perro. Los ladridos amplificados sacudieron el huerto de albaricoqueros y llegaron hasta los campos con un efecto sorprendente. Mo Yan más adelante escribió acerca de este asunto en uno de sus relatos. Todo esto viene a demostrar que la potencia del micrófono amplificado que se utilizó en la convención sobre la crianza de cerdos no la proporcionaban los cables de alto voltaje que había extendido el gobierno, sino el motor diésel que teníamos en la Granja de Cerdos del Jardín del Albaricoque. Un cinturón de cuero de cinco metros de largo y veinte centímetros de ancho unía la turbina con el generador. Cuando el motor estaba en marcha, hacía que también se pusiera en marcha el generador, y la consecuencia de todo ello era la energía eléctrica de la que disfrutábamos, algo que parecía casi milagroso. No sólo eran los residentes más retrasados de la aldea de Ximen los que virtualmente se quedaban con la boca abierta ante el milagro que estaban contemplando, sino que incluso yo, un cerdo muy inteligente, no encontraba explicación a lo que tenía ante mis ojos. Me pregunto, ¿qué demonios es esa cosa invisible llamada electricidad? ¿De dónde viene y dónde desaparece? Cuando un fuego se consume deja cenizas, y la comida cuando se digiere deja heces. ¿Pero la electricidad? ¿En qué se convierte? Eso me lleva a recordar el momento en el que Ximen Jinlong colocó la maquinaria en dos habitaciones de ladrillo rojo que estaban próximas al alto albaricoquero que se elevaba en la esquina suroriental de la Granja de Cerdos del Jardín del Albaricoque. Después de trabajar durante todo el día, por la noche tuvo tarea extra con la ayuda de una linterna, un trabajo que resultaba tan misterioso que atrajo a una horda de aldeanos curiosos, incluyendo a casi todas las personas que mencioné anteriormente, con aquel desagradable tipo llamado Mo Yan abriéndose paso a codazos para ponerse en primera fila. No contento con limitarse a mirar, no paraba de hablar, para gran disgusto de Jinlong. Huang Tong agarró varias veces a Mo Yan por la oreja y lo arrastró fuera, pero en menos de media hora siempre volvía a aparecer en primera fila, y se acercaba tanto para mirar que su baba casi se cae sobre el dorso de las grasientas manos de Jinlong.

No me atreví a flexionarme para poder ver mejor y no pude escalar aquel albaricoquero en particular, ya que el maldito tronco era demasiado resbaladizo y las ramas estaban demasiado altas. Parecía uno de esos álamos blancos del norte, que tienen las ramas tan elevadas que les dan la forma de una antorcha. Pero el cielo me volvió a sonreír. Detrás de las habitaciones donde se celebraba el acto se levantaba un enorme montículo de grava en el que estaba enterrado un perro que había muerto por salvar a una niña. El perro, un macho negro, había saltado a las aguas turbulentas del río Barcaza de Grano para salvar la vida a una niña que se había caído por accidente, pero aquel esfuerzo fue demasiado para un perro y murió en el intento.

Como estaba subido al montículo de grava, podía mirar a través de un agujero que se había abierto en la pared, donde se suponía que debería haber una ventana, y veía todo lo que estaba sucediendo en su interior. La linterna de gas iluminaba el lugar como si fuera de día, mientras que el cielo del exterior era completamente negro. Aquello me hizo recordar las consignas que se imparten en las clases de guerra: el enemigo está a la luz y nosotros estamos en la oscuridad. Vemos lo que queremos ver; podemos vigilarle, pero él no puede vernos a nosotros. Así que observé cómo Jinlong pasaba las páginas del manual mugriento y escribía cosas entre las líneas de un periódico. Hong Taiyue sacó un cigarrillo, lo encendió y dio una fuerte bocanada y, a continuación, lo introdujo en la boca de Jinlong. Hong Taiyue, que era un hombre que apreciaba mucho el talento y la inteligencia, era uno de los pocos líderes iluminados que había en aquellos tiempos. También estaban las gemelas Huang, que le secaban la frente a Jinlong con sus pañuelos. Vi que te habías quedado inmóvil cuando Huang Hezuo secaba su frente sudorosa, pero me di cuenta de la expresión de celos que se dibujó en tu rostro cuando Huang Huzhu hizo lo mismo. Sobrevalorabas tu propio atractivo y los acontecimientos que tuvieron lugar más adelante demostraron que la marca de nacimiento azul que había en tu rostro no sólo no te impedía seducir a las mujeres atractivas, sino que en realidad las atraía fuertemente.

No te comento esto con la intención de burlarme de ti. Te respeto demasiado para semejante actitud. Debes ser el único jefe adjunto del condado que está dispuesto a abandonar a su amante sin decir siquiera adiós y de ganarte la vida con el sudor de tu frente.

Pero ya basta de charla. Después de que se encendiera el motor, lo probaron y descubrieron que efectivamente era capaz de producir energía eléctrica. Y Jinlong se convirtió en la segunda persona más poderosa de la aldea de Ximen. Ahora me doy cuenta de todos los prejuicios que sentías hacia tu medio hermano, pero lo cierto es que te beneficiaste de aquella relación. Si no hubiera sido por él, ¿te habrían puesto al mando de la unidad de ganado? ¿O habrías sido lo bastante afortunado como para convertirte en un trabajador con contrato en la Planta de Procesamiento de algodón en el otoño del segundo año?

Y sin esa experiencia, ¿habrías sido capaz de abrirte paso entre los distintos escalafones militares? Tienes que culparte únicamente a ti mismo por el embrollo en el que actualmente te encuentras metido. Es culpa tuya que no fueras capaz de dominar tu polla. De todos modos, ¿de qué sirve toda esa palabrería? Deja que Mo Yan escriba acerca de todas esas cosas en sus historias.

La conferencia fue desarrollándose sin el menor contratiempo. Después de que Jinlong hiciera un resumen de su amplia y avanzada experiencia, entregó el micrófono al oficial de producción uniformado para que se sumara a su discurso. El hombre se levantó resueltamente de la mesa, donde habló sin haber preparado un discurso, con elocuencia y autoridad, aunque nadie pudo escucharlo. Un hombre que parecía ser su secretario se acercó en cuclillas a la mesa y enderezó el micrófono, pero no lo suficiente como para que llegara a la boca del oficial. El secretario sabía muy bien lo que debía hacer: colocó el banco encima de la mesa y puso el micrófono sobre él. Una década más tarde, a este individuo de mente despierta le otorgarían el puesto de director de la oficina del comité revolucionario del condado, en parte gracias a este suceso. La consecuencia inmediata que tuvo su idea fue extender la potente voz del antiguo comandante del regimiento por todos los rincones.

—Todo cerdo nacido es una bala de cañón que se ha disparado contra la fortaleza de los imperialistas, de los revisionistas y de los reaccionarios…

Mientras lanzaba su incendiario mensaje a la multitud, agitaba el puño. Aquel grito y aquel gesto le recordaron a este cerdo inteligente y experimentado una escena de una película y me preguntaba si ser disparado desde un cañón no sería una experiencia negativa y estremecedora. ¿Y qué sucedería si un cerdo gordo de repente cayera en el interior de la fortaleza de los imperialistas, de los revisionistas y de los reaccionarios? Probablemente se morirían de puro gozo.

Ya eran las diez de la mañana y no había el menor indicio de que el discurso fuera a acabar pronto. Dirigí la mirada hacia un par de jeeps verdes que se encontraban aparcados en el borde del claro. Los conductores lucían guantes blancos y estaban recostados sobre las cabinas; uno de ellos fumaba relajado y el segundo, claramente aburrido, comprobaba su reloj de pulsera cada pocos segundos. En aquella época, un jeep producía mayor respeto del que hoy despiertan un Mercedes o un BMW, y un reloj era un objeto más precioso de lo que hoy es un anillo de diamantes. Aquel reloj relucía bajo la luz del sol y atraía la mirada de multitud de jóvenes. Cientos de bicicletas permanecían aparcadas en varias hileras situadas detrás de los jeeps, ya que eran el medio de transporte habitual de toda la población que había acudido desde todos los puntos del condado, la comuna y la aldea. Una docena aproximada de milicianos armados formaba un semicírculo de protección alrededor de toda esta riqueza material, un claro símbolo del estatus de sus poseedores.

—Debemos cabalgar sobre el poderoso viento de Levante de la Revolución Cultural con el fin de aplicar debidamente el programa de crianza de cerdos que ha sido diseñado en la directiva suprema de nuestro gran líder el Presidente Mao, para estudiar la notable experiencia que ha adquirido la Brigada de Producción de la aldea de Ximen, y para elevar la crianza de cerdos a la categoría de la política…

El oficial hablaba con fervor, acentuando su discurso con gestos forzados. Las burbujas de brillante saliva se congregaban en la comisura de sus labios, como si fuera un cangrejo atado con paja de arroz.

—¿Qué está pasando? —preguntó Diao Xiaosan mientras se incorporaba sobre sus cuartos traseros empapados en orina.

Tenía una mirada vacía y sus ojos inyectados en sangre delataban los efectos del alcohol que había ingerido. Yo no tenía el menor deseo de entablar una conversación con ese retrasado mental, pero él se elevó y apoyó la barbilla en el borde de la pared para observar lo que estaba sucediendo fuera. Tenía tanta resaca que no era capaz de mantener el equilibrio y en cuanto despegaba las patas delanteras del suelo sus patas traseras cedían y le depositaban en sus propios desagradables excrementos. Ese cerdo casi ridículamente antihigiénico tenía orina y heces apiladas en cada esquina de su pocilga. Qué mala suerte la mía por tener que vivir puerta con puerta con alguien como él. Tenía el rostro manchado de pintura blanca y sus protuberantes dientes frontales estaban amarillos, como si fueran un par de incrustaciones de oro que le hubieran regalado unos ricos advenedizos.

Observé cómo una figura oscura salía a hurtadillas de entre el público —la reunión estaba abarrotada, entre tres mil y cinco mil personas— y se dirigía hacia la enorme tina de cerámica que estaba situada detrás del albaricoquero. Cuando llegó a su altura, se inclinó y miró en su interior. Enseguida me di cuenta de qué era lo que quería: agua con azúcar. Pero hacía tiempo que se había acabado. Las personas que habían ido antes que él habían bebido en abundancia, no porque estuvieran sedientas, sino porque contenía azúcar, uno de los productos más codiciados en aquella época y que sólo se conseguía con una tarjeta de racionamiento. En aquellos días, un bocado de azúcar probablemente resultaba más satisfactorio de lo que hoy es el sexo. Con el fin de dar buena imagen a lo largo de todo el condado, los líderes de la Brigada de Producción de la aldea de Ximen habían convocado a los miembros de la comuna para que revisaran todos y cada uno de los detalles de la conferencia. Uno de los puntos principales era prohibir a cualquier miembro de la comuna, ya fuera adulto o niño, que se sirviera agua con azúcar, bajo la amenaza de que cualquiera que tuviera la audacia de desobedecer esa orden perdería un centenar de puntos laborales. El desagradable aspecto que presentaban los rostros de la gente que procedía de las aldeas colindantes mientras luchaban por beber era vergonzoso y me sentí orgulloso de los habitantes de la aldea de Ximen por su alto grado de conciencia o, debería decir, por su alto grado de autocontrol. Me di cuenta de las miradas de perplejidad que había en sus ojos mientras observaban beber agua con azúcar a los forasteros y, aunque sabía que esas miradas representaban todo tipo de sentimientos complejos, seguía admirando a mi pueblo. No debía de ser sencillo contenerse de aquella manera.

Pero había una persona a la que le resultaba demasiado difícil dominarse. No es necesario que te dé su nombre para saber de quién se trataba. Se inclinó sobre la tina como si fuera un caballo con la intención de beber agua, tratando de lamer las últimas gotas que se encontraban depositadas en el fondo. Pero su cuello era demasiado corto y la tina era demasiado profunda, así que encontró un cacillo, se estiró para inclinar la tina y vertió en el cacillo el agua acumulada. Cuando dejó caer la mano, la tina volvió a ponerse recta y podría asegurar por el cuidado con que sujetaba el cacillo que su esfuerzo no había sido en vano. Llevó el cacillo hasta su boca o la boca hasta el cacillo, no estoy seguro de ello. Por el aspecto que adoptaba su rostro, me percaté de que estaba disfrutando de un breve trago de buena vida. Apuró con el cacillo hasta la última gota de dulce líquido que quedaba en la tina, con un ruido que me hacía rechinar los dientes. Aquello era peor que escuchar los estridentes altavoces y me hizo sentir tenso e incómodo. Deseaba con todas mis fuerzas que alguien le impidiera seguir avergonzando a toda la aldea de Ximen. Tenía miedo de que me cayera del árbol si seguía mirándole mucho tiempo y podía escuchar a los demás cerdos.

—Deja de rascar la tina —gritaban a través de una neblina de alcohol—. ¡Nos estás poniendo de los nervios!

A continuación, inclinó las dos tinas y se introdujo dentro de una, probablemente para lamer el fondo. Es una auténtica maravilla tener una boca tan codiciosa. Volvió a emerger después de unos segundos, con las ropas brillando y apestando a algo dulce. Si hubiera sido primavera, no habría tardado en aparecer cubierto de abejas y mariposas, pero estábamos en invierno y en aquella época del año no había ninguno de esos animales. Sin embargo, sí había diez o quince enormes moscas gordas que zumbaban a su alrededor, y dos de ellas aterrizaron sobre su cabello desarreglado y enroscado.

—… Y debemos emplear diez veces más pasión y dedicar un centenar de veces más de empeño en expandir la notable experiencia que ha adquirido la aldea de Ximen. Todos los miembros de la comuna y de la Brigada de Producción deben hacerse cargo de este objetivo personalmente. Los trabajadores, los jóvenes, las mujeres y las organizaciones de masas deben esforzarse por trabajar de forma conjunta. Debemos incrementar la lucha de clases y reforzar el control y la vigilancia de todos los terratenientes, de los campesinos ricos, de los contrarrevolucionarios, de los elementos perjudiciales y de los derechistas, y debemos permanecer en guardia ante el posible sabotaje que ejerzan las clases enemigas ocultas…

A continuación, presté toda mi atención a Mo Yan quien, sonriendo y silbando felizmente, se dirigió hacia la sala del generador, donde el motor diésel traqueteaba, así que le seguí con la mirada, observando cómo penetraba en su interior.

—Los encargados de los almacenes de cada brigada deben impedir con rigurosidad el uso de pesticidas y su introducción en el alimento de los cerdos por parte de los enemigos de clase…

Jiao Er, el vigilante de servicio del generador, se encontraba apoyado contra la pared, profundamente dormido al calor del sol, lo cual dio a Mo Yan la oportunidad de llevar a cabo su fechoría. Se quitó el cinturón, se bajó los pantalones, agarró su miembro con las dos manos —hasta ese momento no tenía la menor idea de lo que planeaba hacer— y apuntó con él al cinturón de la máquina, mojándolo con un intenso chorro de orina. Se escuchó un sonido extraño antes de ver cómo resbalaba el cinturón y golpeaba el suelo como si fuera una boa muerta. De repente, el altavoz se quedó en silencio mientras el generador emitía un chirrido y su motor seguía girando inútilmente. Pareció como si el claro del bosque y el millar de personas que había en él se sumergieran bajo el agua, ya que la voz del orador de repente se oyó débil y ahogada, como las pompas apagadas de los peces cuando alcanzan la superficie. La atmósfera deseada quedó hecha añicos. Vi cómo Hong Taiyue se ponía de pie, seguido por Ximen Jinlong, y juntos se dirigían hacia la sala donde se encontraba el generador. En aquel momento me di cuenta de que Mo Yan había hecho algo terrible y de que le esperaba un fruto amargo.

Mo Yan, que era demasiado estúpido como para darse cuenta del problema en el que se había metido, seguía de pie delante del cinturón que se había deslizado. Mostraba un gesto de desconcierto, preguntándose cómo aquella poca cantidad de líquido que había arrojado podía haber hecho que el cinturón se saliera de su sitio. Lo primero que hizo Ximen Jinlong cuando entró precipitadamente en la habitación fue abofetear a Mo Yan en la cabeza. Lo segundo que hizo fue dar un puntapié a Mo Yan en el trasero y lo tercero que hizo fue agacharse, coger la correa y volverla a colocar en la turbina. Pero en cuanto la soltó, volvió a salirse. Trató de colocarla de nuevo, esta vez empleando una barra de metal para fijarla, y consiguió dejarla en su sitio. A continuación, tapó la correa con una capa de cera y la sujetó.

—¿Quién te ha dicho que hagas esto? —le gritó a Mo Yan.

—Nadie…

—Entonces ¿por qué lo has hecho?

—Para refrescar la correa.

La interrupción producida por el fallo de los altavoces había sido un golpe tan duro para el mandatario de los cuarteles generales de producción que puso un abrupto punto y final a su discurso. Después de un breve momento de confusión, la hermosa profesora de la escuela elemental Jin Meili subió al escenario para anunciar el siguiente punto del programa. Empleando un agradable acento mandarín que no sonaba demasiado estándar, anunció a las masas que se habían congregado en el claro del bosque y, lo que era más importante, a los oficiales que por entonces habían ocupado sus asientos a ambos lados del escenario, lo siguiente:

—¡Ahora comenzará la obra de teatro representada por el Equipo de Propaganda del Pensamiento de Mao Zedong de la Escuela Elemental de la Aldea de Ximen!

Por entonces, ya se había recuperado la electricidad en los altavoces, de donde salían unos gritos estridentes transmitidos por el aire como dardos dirigidos hacia los pájaros que sobrevolaban sus cabezas. La maestra Jin se había cortado la coleta para la representación y se peinaba el cabello tal y como lo hacía Ke Xiang, la heroína del drama de la Revolución Cultural La linterna roja. Aquello le daba un aspecto más valiente y, al mismo tiempo, le hacía parecer más hermosa y competente que nunca. Yo me encontraba observando cómo la gente se sentaba a los lados del escenario. Todos los ojos estaban depositados en ella. Algunos de los hombres observaban su rostro, otros miraban su cintura; los ojos del primer secretario de la Comuna Vía Láctea, Cheng Zhengnan, estaban pegados a su trasero hermosamente redondo. Diez años más tarde, después de una década de tiempos difíciles, Jin Meili acabaría casándose con Cheng, que por entonces era el secretario del Partido del Comité de Ley y Política del Condado. Había seis años de diferencia entre ellos, lo cual en su momento no cayó bien a la gente. Pero hoy en día, nadie se fijaría en eso.

Cuando terminó de hablar, la maestra Jin se apartó a un lado del escenario, donde se había colocado un acordeón sobre una silla, cuyos botones esmaltados relucían bajo la luz del sol. Ma Lingcai se encontraba junto a ella sujetando una flauta de bambú; lucía un aspecto sombrío. Después de colocarse el acordeón, la maestra Jin se sentó y comenzó a tocar con maestría. Rápidamente se unió a ella Ma, que emitió un sonido que podía atravesar las nubes y sacudir las rocas. Mientras tocaban una pequeña pieza de introducción, un grupo de cerditos revolucionarios con petos rojos que tenían la palabra lealtad bordada ponían en movimiento las patas y rodaban y trepaban hasta el escenario. Eran unos cerditos tan inconscientes, ruidosos y estúpidos que necesitaban la dirección de un líder, que llegó en la persona de una joven muchacha de zapatos rojos, Pequeña Roja, que subió de un salto al escenario. Su madre era una mujer rústica dotada de un enorme talento artístico que procedía de Qingdao, así que estaba bendecida con buenos genes y una capacidad importante para aprender. La entrada de Pequeña Roja arrancó un aplauso de entusiasmo entre los presentes, mientras que la de los cerditos sólo produjo una oleada de risitas socarronas. Pero me hicieron feliz. Nunca en la historia del mundo un cerdo había actuado en un escenario para los seres humanos. Era una novedad que a los verdaderos cerdos nos hizo sentir tremendamente orgullosos. Desde el lugar donde me encontraba sentado en el árbol, levanté una pezuña y envié un saludo revolucionario a Jin Meili, la maestra que había creado la coreografía de la obra de teatro. También quería saludar a Ma Liangcai, que tocaba muy bien la flauta, y a la madre de Pequeña Roja, que se había merecido mis respetos por su habilidad como esposa de un campesino para producir una progenie tan magnífica. Conseguir transmitir a los demás su talento para la danza era algo digno de respeto, pero todavía merecía más respeto el modo en el que permanecía por detrás del escenario y aportaba el canto para la danza de su hija. Tenía una voz de contralto fuerte y, al mismo tiempo, dulce —en una de sus posteriores historias, Mo Yan escribiría que ella tenía una voz baja, que le ganó la humillación de toda la gente que supiera un poco de música—, y cuando las notas emergieron de su garganta, comenzaron a bailar en el aire como si fueran tiras de satén.

Somos cerdos rojos revolucionarios que hemos llegado a Tiananmen desde Gaomi —cantaban, aunque esa letra no sería apropiada hoy en día, pero en aquella época era perfecta, y la historia no se puede cambiar por capricho.

Los cerditos caminaban apoyados sobre las manos, con sus zapatos rojos levantados en el aire mientras no paraban de dar palmadas. El aplauso fue sonoro, largo y entusiasta.

Cuando acabó la danza —con gran éxito, debería añadir—, llegó mi turno. Como me había reencarnado en un cerdo, la sinceridad me obliga a decir que Jinlong me trató bien, y como antaño habíamos disfrutado de una especial relación entre padre e hijo, quería dedicar un número a las autoridades y hacerle quedar bien ante sus ojos.

Traté de ponerme de pie, pero todavía me sentía bastante mareado, mi visión estaba borrosa y notaba un zumbido en los oídos. Aproximadamente diez años más tarde, invité a un puñado de mis amigos caninos —perros y perras— a celebrar una fiesta en la que bebimos licor Sichuan Wuliangye, Maotai de Guizhou, brandy francés y whisky escocés, y finalmente me di cuenta de por qué aquel día en la conferencia sobre la crianza de cerdos, me dolía tanto la cabeza, se me iban los ojos y me pitaban los oídos. El problema no era mi capacidad para soportar el alcohol, sino el matarratas de licor de boniato que nos hicieran beber. Por supuesto, en este sentido debo confesar que, aunque la moralidad pública por entonces era algo importante, al menos la gente no era tan inmoral como para sustituir alcohol industrial por licor fermentado. Un tiempo después, cuando volví a reencarnarme en perro, un amigo mío, un pastor alemán experimentado, inteligente y sabio al que le habían encomendado la tarea de cuidar una pensión regida por el gobierno de la ciudad, llegó a la siguiente conclusión: la gente en los años cincuenta era inocente, en los años sesenta era fanática, en los setenta tenía miedo de su propia sombra, en los ochenta sopesaba meticulosamente las palabras y los actos de los demás y en los noventa simplemente era mala. Lo siento, creo que me estoy adelantando a los acontecimientos. Es un truco que Mo Yan utiliza a todas horas y he sido tan tonto como para dejar que me afecte en mi modo de hablar.

Consciente de que había hecho algo terrible, Mo Yan esperó dócilmente en la sala del generador a que Jinlong fuera a imponerle un castigo. Cuando Jiao Er regresó después de haberse echado la siesta y descubrió a Mo Yan ahí parado, le espetó:

—¿Qué haces aquí, pequeño estúpido? ¿Planeando más travesuras?

—El hermano Jinlong me dijo que me quedara aquí —replicó Mo Yan, como si esa orden lo justificara.

—¿Y qué? —dijo Jiao Er pomposamente—. Tu «Hermano Jinlong» no me llega ni a lo que tengo colgando entre las piernas.

—Muy bien —dijo Mo Yan mientras comenzaba a salir—. Iré a decírselo.

—¡No te muevas de donde estás! —dijo Jiao Er, que agarró a Mo Yan por el cuello y le obligó a retroceder haciendo volar por los aires los últimos tres botones de su raída chaqueta, que se abrió dejando asomar su barriga—. ¡Le dirás lo que yo te diga o, de lo contrario, eres hombre muerto! —y colocó su puño bajo la nariz de Mo Yan.

—Tendrás que matarme para impedir que hable —respondió Mo Yan, reacio a ceder.

Jiao Er y Mo Yan eran dos de los peores ciudadanos de la aldea de Ximen, así que será mejor que nos olvidemos de ellos. Por mí, pueden hacer lo que quieran en la sala del generador. Mientras tanto, Jinlong condujo a las columnas de asistentes hacia mi pocilga, donde me topé con la multitud sin que mediara una sola palabra de presentación. Habían visto a muchos cerdos chapotear en el lodo, pero nunca habían contemplado a uno encaramado a un árbol. También habían visto multitud de eslóganes pintados de rojo en las paredes, pero nunca en los costados de un cerdo. Las autoridades del condado y de la comuna se echaron a reír hasta que no pudieron más. Los oficiales de la Brigada de Producción se rieron como locos. El jefe del comando de producción, vestido elegantemente con su uniforme, se quedó mirándome fijamente.

—¿Ha escalado hasta allí él solo? —preguntó a Jinlong.

—Sí, así es.

—¿Puede enseñarnos cómo lo hace? —preguntó el comandante—. Lo que quiero decir es que si puedes hacer que baje de ahí y vuelva a subir otra vez.

—Lo intentaré, pero no va a ser fácil —dijo Jinlong—. Es más inteligente que los demás cerdos y tiene unas patas muy poderosas, pero también puede ser muy testarudo y le gusta hacer las cosas a su manera. No acepta bien las órdenes.

Así pues, Jinlong me dio unos golpecitos en la cabeza con una fusta y dijo con una voz que parecía suplicar cooperación y prometer indulgencia.

—Levántate, Cerdo Dieciséis, baja y alíviate.

Todo el mundo se dio cuenta de que quería que actuara para las autoridades. Aliviarme, menuda broma. Aquello me disgustó, aunque comprendí por qué lo hacía. No le decepcionaría, pero tampoco podía mostrarme dócil. No iba a hacer lo que él quisiera sólo porque le diera la gana. Si le obedecía, en lugar de ser un cerdo con personalidad, sería un perrito faldero que hace trucos para agradar a su amo. Chasqueé los labios, lancé un bostezo, puse los ojos en blanco y me estiré. Eso desató las risas de todos los presentes y dio lugar a un comentario interesante:

—Eso no es un cerdo, ya que es capaz de imitar todo lo que hace un hombre.

Los muy idiotas pensaban que no entendía lo que me decían. Para su información, era capaz de entender todo lo que hablaba la gente que procedía de Gaomi, del monte Yimeng y de Qingdao. Y no sólo eso, sino que era capaz de comprender una docena de frases en español que aprendí de un joven pueblerino de Qingdao que soñaba con estudiar algún día en el extranjero. Así que grité algo en español y esos retrasados mentales se quedaron helados en el sitio. Entonces, se echaron a reír. Adelante, reíros, reíros hasta caer en vuestras tumbas y ahorrad un poco de arroz al país. Queréis que eche una meada, ¿no es eso? Pues bien, no hace falta que me baje del árbol para eso. Cuanto más alto esté, más lejos llegará la orina. Así podré divertirme con ellos. Dejaré que vuele desde el lugar donde me encuentro, alternando entre el chorro rápido y el lento, echando un chorro y dejando escapar unas gotitas. Los muy retrasados mentales no podían parar de reír. Yo les miré:

—¿Habéis olvidado que soy una bala de cañón disparada contra la fortaleza de los imperialistas, de los revisionistas y de los reaccionarios? Si una bala de cañón echa una meada, eso significa que se le ha mojado la pólvora, así que, ¿de qué os reís?

Los retrasados mentales debieron haberme entendido porque se rieron hasta que se les cayó el moco de la nariz. Incluso apareció un asomo de sonrisa en el permanente ceño de un oficial que siempre llevaba un viejo abrigo del ejército, como si su rostro de repente se hubiera cubierto con una capa de copos de avena dorada. Señaló hacia mí.

—¡Qué cerdo tan maravilloso! —dijo—. ¡Se merece una medalla de oro!

Por entonces yo era un cerdo que sentía poco interés por la fama y la fortuna, pero escuchar semejante elogio de la boca de un alto oficial hizo que cambiara de idea. Quería aprender a caminar sobre mis manos como los cerdos de Pequeña Roja. Escalar un árbol sería algo especialmente difícil, pero cuando por fin dominara la técnica, todo el mundo se pondría de pie y me miraría. Así que planté mis pezuñas delanteras en la horcadura del árbol y levanté las patas traseras, manteniendo la cabeza baja hasta que quedó apoyada en un espacio que había entre las ramas. Pero aquella mañana había comido demasiado y mis fuerzas se vieron mermadas por mi pesada vejiga. Me apoyé en la rama con todas mis fuerzas, haciendo que se sacudiera y se agitara.

—¡Sí! —dije—. Muy bien, puedo ver el suelo.

En aquel momento todo mi peso estaba apoyado sobre las patas delanteras y la sangre me bajó a la cabeza. Me dolían los ojos, que estaban a punto de salir despedidos de sus cuencas. Aguanta, aguanta diez segundos y lo habrás conseguido. Escuché un aplauso. Lo había hecho. Por desgracia, me resbaló la pezuña delantera, perdí el equilibrio, todo se volvió oscuro y sentí que mi cabeza se golpeaba contra algo duro. ¡Zas! Me desmayé.

¡Maldita sea! Aquel matarratas de licor me había descolocado.