Diao Xiaosan se come por error un bollo lleno de licor
—HERMANO, o mejor debería decir, Tío, pareces turbado. Tus ojos están cubiertos por unos párpados hinchados y pareces estar roncando —dijo secamente Cabeza Grande Lan Qiansui—. Si no estás interesado en la vida de los cerdos, puedo pasar a contarte la historia de los perros.
—Oh, no, no, no, estoy muy interesado, en serio. Pero ya sabes. Supongo que no siempre estuve a tu lado durante esos años en los que fuiste un cerdo. Al principio trabajaba en el criadero de cerdos, pero mi tarea no consistía en alimentarte. Después, más adelante, todo lo que oíamos de tus ilustres méritos llegaba hasta nosotros en forma de rumor. Tengo muchas ganas de que me cuentes tus experiencias, hasta el último detalle. No malinterpretes mis párpados hinchados, el hecho de que mis ojos estén cerrados, ya que eso significa que me estoy concentrando.
—Los acontecimientos que sobrevinieron fueron muy variados y complejos. Sólo puedo contarlos por encima y me tengo que limitar a los incidentes más notables —dijo Cabeza Grande Lan Qiansui.
Aunque Ximen Bai alimentaba con esmero a mi madre puerca, yo seguí siendo un lactante como si todavía fuera un lechón —en lo que se podría llamar extracción—, lo cual le produjo una parálisis en la mitad trasera de su cuerpo. Sus patas traseras eran como estropajos secos, así que tenía que arrastrarse alrededor de la pocilga empleando sus patas delanteras. Por entonces yo casi era tan grande como ella. Mi pelo era tan reluciente que parecía que lo habían encerado y mi piel lucía un saludable color rojo que desprendía una deliciosa fragancia. La piel de mi pobre madre estaba asquerosa y sus apestosos cuartos traseros, cubiertos de inmundicias. Ella aullaba cada vez que metía una de sus tetas en mi boca y de sus pequeños ojos empezaban a resbalar lágrimas. Se arrastraba por el suelo, tratando de escapar de mí y comenzaba a suplicar:
—Hijo, mi buen hijo, demuestra un poco de compasión por tu madre. Me estás chupando el tuétano de los huesos. ¿Es que no ves el estado tan miserable en el que me encuentro? Ya eres un cerdo completamente desarrollado, así que deberías comer alimento sólido, igual que yo.
Pero yo hacía oídos sordos a sus plegarias, la tumbaba de lado con mi hocico y envolvía mi morro alrededor de dos tetas al mismo tiempo. Mientras mis orejas se llenaban de sus agudos gritos de agonía, no podía evitar sentir que las tetas que antes segregaban aquella leche tan dulce se habían vuelto ásperas y sin gusto y ya no producían más que una pequeña cantidad de líquido rancio, salado y pegajoso más parecido al veneno que a la leche. Asqueado, la hacía rodar con mi hocico. Podía escuchar sus gritos de dolor mientras me maldecía: «Oh, Dieciséis, eres una bestia sin conciencia, un demonio. Has sido engendrado por un lobo, no por un cerdo…».
Ximen Bai recibió una reprimenda de Hong Taiyue por la parálisis que padecía mi madre puerca.
—Secretario —dijo entre lágrimas—, eso lo ha provocado la perseverancia de su hijo, no ha sido una negligencia por mi parte. Si hubieras visto de qué manera come, como si fuera un lobo o un tigre, estarías de acuerdo en que hasta una vaca habría acabado paralizada, con él siempre colgado de su teta…
Hong Taiyue miró el interior de la pocilga. De un salto me puse de pie sobre mis patas traseras, sin ser consciente de que los únicos cerdos que eran capaces de adoptar esa postura eran los que adiestraban en el circo. A mí me parecía algo perfectamente natural. Coloqué las patas delanteras levantadas sobre la pared, de forma que mi cabeza se situó justo por debajo de la barbilla de Hong Taiyue, que dio un paso hacia atrás, sorprendido, y miró a su alrededor. Después de asegurarse de que estábamos solos, dijo en voz baja a Ximen Bai:
—No es culpa tuya. Aislaré a este rey de los cerdos y asignaré a alguien para que lo alimente.
—Eso es lo que le he sugerido al presidente Huang, pero ha dicho que quería esperar a que regresaras…
—Cualquier retrasado mental debería ser capaz de decidir algo tan trivial —protestó.
—Lo hace por el respeto que todos te tienen —dijo Ximen Bai, que le miró antes de bajar la cabeza y murmurar—: Eres un revolucionario veterano que siente gran preocupación por el pueblo y lo trata de manera justa…
—Ya basta de charla —dijo Hong Taiyue haciendo un movimiento con la mano mientras miraba el rostro sonrojado de Ximen Bai—. ¿Todavía vives en aquella cabaña del cementerio? Creo que será mejor que te traslades al almacén. Puedes ir a vivir con Huang Huzhu y con ellos.
—No —dijo Ximen Bai—. Tengo un pasado turbio. Soy anciana y estoy sucia y no quiero molestar a los jóvenes.
Hong Taiyue miró a Ximen Bai a la cara y, a continuación, se dio la vuelta y contempló los frondosos girasoles.
—Ximen Bai —dijo con voz suave—, ojalá no hubieras sido terrateniente…
Lancé un gruñido. Tenía que hacer algo para dar voz a mis sentimientos enfrentados. Para ser sinceros, en realidad no estaba celoso, sino que la relación que había entre Hong Taiyue y Ximen Bai, que cada día era más desconcertante, me hacía sentir desdichado de forma instintiva. No se vislumbraba el final y ya conoces el final trágico que tuvo, pero ya contaré los detalles más adelante.
Me trasladaron a una pocilga grande, recién construida y de un solo ocupante que formaba parte de la hilera que estaba a cien metros de las doscientas pocilgas abarrotadas. El albaricoquero con la copa más alta se encontraba al fondo de la hilera y daba sombra a la mitad de mi guarida. Vivía en una pocilga que estaba abierta por delante, donde los aleros eran largos, de tal modo que no había nada que evitara que los rayos de sol penetraran con fuerza. El suelo estaba cubierto de ladrillos y había un agujero en la pared, tapado por una verja de acero que hacía que me resultara sencillo aliviarme sin necesidad de ensuciar mis cuartos traseros. Una pila de tallos de sorgo dorado contra la pared de mi dormitorio hacía que la sala oliera a fresco. Caminé sin rumbo alrededor de mi nuevo hogar, disfrutando del olor de los ladrillos nuevos, de la tierra nueva, del ejemplar de árbol parasol de madera fresca y de los tallos frescos de sorgo, y todo ello me hacía sentir feliz. Comparado con el hogar apestoso e inmundo que compartía con mi vieja puerca, mis nuevos dominios eran toda una mansión. La pocilga estaba bien ventilada, era soleada y había sido construida con materiales respetuosos con el entorno y que no emanaban vapores tóxicos. No tienes más que mirar el travesaño de madera, tan nuevo y recién talado que la savia todavía brotaba de su blanquecino interior por los extremos. Los tallos de sorgo que crecían en la pared de mi hogar también eran frescos y sus secreciones de fluidos todavía estaban húmedas, todavía eran fragantes y, apostaría a que todavía estaban deliciosos. Pero ese era mi nuevo hogar y no estaba dispuesto a destrozarlo sólo por satisfacer mi apetito. Con ello no quiero decir que no pudiera darles un bocado sólo para ver qué tal sabían. Podía ponerme de pie sobre mis patas traseras y caminar como los seres humanos, pero quería mantener esa habilidad en secreto durante el mayor tiempo posible.
Lo que más me agradó fue que mi nuevo hogar contara con electricidad. Tenía una lámpara con una bombilla de cien vatios que colgaba de la viga. Más tarde me enteré de que las doscientas nuevas pocilgas contaban con electricidad, pero estaban iluminadas con bombillas de veinticinco vatios. La cuerda del interruptor estaba suspendida junto a una de las paredes y lo único que tenía que hacer era levantarme, agarrarla con mi pezuña hendida y tirar ligeramente de ella para encender la luz. Aquello era fantástico; la brisa primaveral de la modernización había soplado en la aldea de Ximen junto con el viento de Levante de la Revolución Cultural. Rápido, apágala, no dejes que se enteren de que sé cómo encenderla.
Entré en mi nuevo hogar en pleno otoño, cuando la luz del sol era más roja que blanca, y el sol encarnado teñía las hojas de color carmesí. Cada atardecer o cada amanecer, cuando el sol se metía o se levantaba, durante el desayuno o durante la cena de los criadores de cerdos, las pocilgas estaban extrañamente tranquilas. En ese momento aprovechaba para levantarme sobre mis patas traseras y, con las patas delanteras dobladas por delante de mi cuerpo, comenzaba a comer las hojas del albaricoque. Eran un poco amargas, pero estaban llenas de fibra y me ayudaban a reducir la tensión sanguínea y a mantener mis dientes limpios.
Un día, cuando las hojas de albaricoque eran de color rojo intenso, aproximadamente el décimo día del décimo mes lunar —sí, ese mismo día, mi memoria seguía siendo aguda—, a primera hora, justo después de que el sol, grande, rojo y apacible, hubiera ascendido a los cielos, Lan Jinlong, a quien no veía desde hacía mucho tiempo, regresó a la granja. Venía acompañado por los cuatro hermanos Sun, que le atendían en todas y cada una de sus necesidades y deseos, y por el contable de la brigada, Zhu Hongxing, que había comprado 1057 cerdos al precio sorprendentemente bajo de 5000 yuan, es decir, a menos de cinco yuan por cabeza. Me encontraba realizando mis ejercicios matinales cuando escuché el sonido de los motores. Miré hacia fuera justo a tiempo para ver tres vehículos con remolque acercándose hacia mí desde más allá del huerto de albaricoqueros. Estaban tan cubiertos de polvo que daba la sensación de que venían directamente del desierto, y sus capotas estaban tan sucias que resultaba imposible ver de qué color eran. Daban saltos y traqueteaban mientras avanzaban a través de la arboleda que se extendía detrás de las pocilgas y entraron en un claro lleno de ladrillos y azulejos rotos y de tallos de trigo cubiertos de barro. Presentaban el aspecto de un monstruo de cola larga y se tomaron su tiempo para detenerse del todo.
Segundos después vi a Lan Jinlong, con el cabello desarreglado y una expresión de grima, saltar de la primera cabina. A continuación, Zhu Hongxing y Dragón Sun se apearon del segundo vehículo y, después, los tres hermanos Sun restantes y Mo Yan bajaron del último. Los cuatro rostros de este último grupo estaban cubiertos de polvo, hasta el punto de parecer los guerreros de terracota del Primer Emperador. Entonces escuché los gruñidos de los cerdos encerrados en los tres remolques; se hacían cada vez más estridentes, hasta convertirse en un coro de gritos. ¡Qué excitado estaba! Sabía que había llegado el día de los cerdos. No pude ver a esos recién llegados; sólo era capaz de escucharlos y de oler el extraño aroma de sus excrementos. Estaba dispuesto a apostar que era un lote bastante desagradable.
Hong Taiyue llegó corriendo como el viento en su flamante Ciervo Dorado. Las bicicletas eran algo extraño por aquel entonces y sólo los secretarios tenían permiso para comprarlas. Hong Taiyue aparcó su bicicleta al borde del claro y la dejó apoyada contra un albaricoquero al que le habían cortado la mitad de la copa. No le puso un candado, lo cual demostraba la prisa que tenía. Saludó a Jinlong con los brazos abiertos, como si fuera un héroe conquistador. Sin embargo, no creo que estuviera a punto de darle un abrazo, ya que eso era una costumbre de los extranjeros, algo que los chinos no practicaban durante la época en la que se criaban cerdos. Así pues, cuando Hong Taiyue alcanzó el punto en el que se encontraba Jinlong, bajó los brazos, luego los estiró y le dio una palmadita en el hombro.
—Ya veo que los has comprado.
—Mil cincuenta y siete de golpe, excediendo la cuota que nos habían asignado —dijo Jinlong mientras comenzaba a tambalearse y, antes de que Hong Taiyue pudiera cogerle, se cayó al suelo.
Casi inmediatamente los cuatro hermanos Sun y Zhu Hongxing, que estaba sujetando un maletín Naugahyde, también comenzaron a tambalearse. Sólo Mo Yan estaba pleno de energía. Levantó los brazos y gritó:
—¡Hemos contraatacado! ¡Hemos vencido!
El rojo sol de poniente componía una escena un tanto solemne y trágica. Hong Taiyue se sumó a los líderes de la brigada y a los milicianos para transportar a los compradores de cerdos que habían realizado un servicio tan meritorio, así como a los tres conductores, hacia los edificios que albergaban a los cuidadores de animales.
—Huzhu, Hezuo, id a buscar a las mujeres y decidles que preparen fideos y huevos a estos hombres como reconocimiento a sus servicios —gritó—. Luego traed a unos cuantos para que descarguen los camiones.
Lancé mi primera mirada hacia los mortecinos animales mientras bajaban las puertas traseras de los camiones. ¡Eso no eran cerdos! ¿Cómo puede nadie llamarles cerdos? Algunos eran grandes y otros eran pequeños, de diferentes colores y todos resultaban repugnantes, estaban cubiertos de sus propias inmundicias y apestaban a kilómetros. Empujé un par de hojas de albaricoque con mi morro. Pensaba que iban a traer algunos pequeños cerdos para hacerme compañía y proporcionar un harén al futuro rey de los cerdos. ¿Quién tuvo la idea de traer a un puñado de monstruosas crías de lobo y de cerdo? No tuve ánimo para seguir mirando, pero sus divertidos acentos despertaron mi curiosidad. Viejo Lan, es posible que albergara en mi interior el espíritu de un hombre, pero todavía sigo siendo un cerdo, y te aconsejaría que no esperes demasiado de mí. Si los seres humanos son animales curiosos, ¿qué esperabas entonces de un cerdo?
Apoyé mis patas delanteras y mi barbilla en la horcadura de un árbol para reducir la presión que soportaban mis patas traseras. Las ramas se doblaron y agitaron. Un pájaro carpintero que se encontraba en las ramas agachó la cabeza y se quedó mirándome fijamente, con sus ojos negros y saltones llenos de curiosidad. Como desconocía el lenguaje de los pájaros, no pude hablar con él, pero estoy seguro de que estaba asombrado conmigo. Observé a través de las hojas de mi árbol cómo descargaron a los recién llegados. Todos estaban semiinconscientes, apenas podían mantenerse en pie y era un grupo que inspiraba lástima. Una puerca que tenía un hocico cilíndrico y orejas puntiagudas, aparentemente demasiado vieja y débil como para recorrer largas distancias, se desmayó en cuanto tocó el suelo. Algunos se iban para los lados, otros se desparramaban por el suelo y otros se frotaban contra la corteza de los albaricoqueros: rasca, rasca. ¡Dios mío, qué pellejos más gruesos! Sí, tenían pulgas y sarna, así que debía mantenerme a cierta distancia de ellos. También había un macho negro que me llamó la atención. Estaba famélico, pero daba la sensación de que era inteligente y brillante. Su aspecto era el siguiente: hocico largo, la cola le arrastraba por el suelo, cerdas densas y duras, fuerte, trasero respingón, patas gruesas, ojos pequeños y agudos, dos dientes frontales amarillos que sobresalían de sus labios. En resumen, estaba a un paso de convertirse en un jabalí. Mientras que todos los demás parecían estar agotados del largo viaje, este andaba por los alrededores mirándolo todo, como si fuera un matón que se pasea silbando con los brazos cruzados. Unos cuantos días después, Jinlong le puso nombre a ese cerdo: Diao Xiaosan. Ese era el nombre de un personaje maléfico de la ópera de estilo revolucionario Shjiabang. Sí, era el tipo malo que arrebataba su fardo a una chica y quería aprovecharse de ella.
Diao Xiaosan y yo pasamos juntos muchos buenos momentos, pero hablaré de eso más adelante.
Observé cómo los miembros de la comuna, bajo la dirección de Hong Taiyue, conducían a los cerdos hacia el interior de las doscientas pocilgas. Aquello era un caos. Los animales, cuyo coeficiente de inteligencia era muy bajo, estaban acostumbrados a correr libremente, y no se dieron cuenta de la realidad de que, una vez dentro de las pocilgas, podrían vivir de forma fácil y cómoda. Pensaban que los iban a reunir para llevarlos al matadero, así que no paraban de chillar y gruñir, corrían por todas partes para ponerse a salvo y chocaban entre sí, peleando como bestias arrinconadas. Hu Bin, que había hecho todas esas malas acciones cuando yo era un buey, se cayó de espaldas por culpa de un cerdo blanco que le embistió en el estómago. Trató por todos los medios de ponerse de pie, con el rostro pálido y bañado en sudor frío, sujetándose el vientre con las manos y gimiendo. Este paleto desafortunado que albergaba malos pensamientos y que tenía una opinión demasiado elevada de sí mismo quería meter las narices en casi todo y siempre se llevaba la peor parte. A pesar de que era un ser despreciable, también inspiraba lástima. Probablemente recordarás cómo ajusté cuentas con él en el banco de arena que se encuentra a orillas del río Barcaza de Grano, ¿verdad? Pues bien, en los años siguientes, se fue haciendo viejo y empezó a tener problemas para hablar, ya que se le habían caído los dientes. Y ahí estaba yo, un cerdo que ni siquiera tenía un año, joven y lleno de energía, disfrutando plenamente de la vida. Haber renacido una y otra vez puede agotar a cualquiera, pero también tiene sus ventajas.
Otro animal, un macho castrado y lleno de ira que había perdido media oreja y que tenía un anillo en el hocico, mordió a Chen Dafu en el dedo. Este individuo sórdido, que tiempo atrás había tenido un romance ilícito con Qiuxiang, gritó con tanta fuerza que hacía pensar que el cerdo le había arrancado toda la mano. En contraste con esos hombres tan inútiles, las mujeres de mediana edad y movimientos lentos —Yingchun, Qiuxiang, Bai Lan y Zhao Lan— se agacharon, estrecharon los brazos, emitieron una serie de sonidos agradables con la lengua y, luciendo unas amplias sonrisas amistosas, se acercaron a algunos cerdos que habían sido arrinconados. A pesar de los excrementos que cubrían a los animales, la repugnancia no se reflejaba en los rostros de esas mujeres, que lucían unas sonrisas genuinas. Los cerdos gruñeron pero no salieron corriendo, así que las mujeres estiraron los brazos, haciendo caso omiso a los excrementos que les cubrían el cuerpo, y les rascaron el lomo. Los cerdos nunca dejan pasar la oportunidad de recibir un buen rascado, y a todo el mundo le gusta que le halaguen. La resistencia que presentaban los animales se había evaporado. Cerrando los ojos llenos de felicidad, se tambalearon un rato y luego se echaron al suelo. Lo único que tenían que hacer las mujeres era coger a sus aterciopelados prisioneros y, sin parar de rascarles entre las patas, llevarlos al interior de las pocilgas.
Hong Taiyue dedicó multitud de elogios a las mujeres y recriminó a los rudos y derrotados hombres.
Entre un clamor ensordecedor, todos salvo tres de los mil cincuenta y siete cerdos que procedían de la zona del monte Yimeng fueron atrapados y metidos en las pocilgas. Uno de ellos, una hembra amarilla llena de suciedad, murió, al igual que un joven de color blanco y negro. El tercero era el matón negro Diao Xiaosan, que se deslizó debajo de uno de los vehículos y se negó a salir. Wang Chen, un miembro principal de la milicia, salió del comedor con un tronco de árbol plano y trató de sacar al cerdo azuzándole con él. Diao Xiaosan lo partió en dos de un mordisco después de mantener un forcejeo y, aunque no pude ver a Diao debajo del vehículo, imaginé perfectamente la escena que se estaba representando ahí abajo. Cuando partió en dos el tronco de un mordisco, las cerdas de su lomo se erizaron y sus ojos se llenaron de una luz verde que daba miedo. No era un cerdo, sino una bestia salvaje, un animal que a lo largo de los meses siguientes me iba a enseñar muchas cosas. Comenzó siendo mi enemigo y acabó siendo mi consejero. Como ya dije antes, la historia de Diao Xiaosan y el Cerdo Dieciséis llenará las próximas páginas, que están teñidas de multitud de atrevidos colores.
Los musculosos milicianos y Diao Xiaosan estaban igualados en fuerzas y el tronco no supuso más que un pobre ataque. Una multitud que se había congregado miraba la escena sin pronunciar palabra. Hong Taiyue se agachó para mirar debajo del vehículo. Otros hicieron lo mismo y traté de componer una imagen de ese bribón testarudo y robusto. Por fin, algunos de los mirones decidieron acudir en ayuda de Wang Chen e hicieron que sintiera desprecio por todos. Un combate justo habría sido uno contra uno. Un puñado de hombres no puede sentirse orgulloso de atrapar a un cerdo. Me preocupaba que tarde o temprano el tronco le obligara a salir de debajo del vehículo, como si arrancaran un enorme nabo de la tierra, pero en ese momento escuché un crujido. Los hombres que sujetaban el tronco se cayeron de espaldas formando una montonera y se llevaron con ellos la mitad del tronco, en cuyo extremo se observaban las marcas de los dientes.
Un clamor de aprobación salió de las gargantas de la multitud. A todo el mundo le hizo gracia: odian las pequeñas equivocaciones y las excentricidades sin importancia, pero adoran los grandes pecados y lo grotesco. El comportamiento de Diao Xiaosan no había alcanzado el nivel de gran pecado ni de grotesco, pero había sobrepasado con creces la categoría de pequeña equivocación y de excentricidad. Alguien sacó otro tronco y volvió a probar con él. Un crujido procedente de debajo del vehículo hizo que el hombre arrojara el tronco y huyera muerto de miedo. Tras ese incidente, las ideas comenzaron a agolparse rápidamente: algunos sugirieron pegarle un tiro, otros recomendaron atravesarle con una lanza y otros prefirieron hacerle salir con humo. Hong Taiyue acalló todas esas crueles sugerencias.
—¡Esas ideas apestan más que la mierda! —dijo severamente—. Se supone que debemos «criar» cerdos, no «abrasar» cerdos.
Entonces, alguien sugirió pedir a una de esas valientes mujeres que se arrastrara por debajo del vehículo y empezara a rascar al cerdo. Hasta el canalla más salvaje respetaría al sexo débil, ¿no es cierto? Ni siquiera el cerdo más malvado puede comportarse como una bestia si una mujer le rasca, ¿verdad? Parecía una buena idea, pero la cuestión obvia era a quién enviar. Huang Tong, que se suponía que todavía era vicepresidente del Comité Revolucionario, pero que en realidad no tenía la menor autoridad, dio una respuesta:
—Cuando se ofrecen grandes recompensas, las mujeres valientes responden. La que repte por debajo del vehículo y someta a ese salvaje matón recibirá una prima de tres puntos en el trabajo. Luciendo una sonrisa, Hong Taiyue dijo: —¡Eso suena como si fuera tarea perfecta para tu esposa! Wu Qiuxiang salió rápidamente del fondo de la multitud—. Tú y tu bocaza —espetó a Huang Tong—. ¡No haces más que meter la pata a todas horas! No me metería ahí debajo ni por trescientos puntos en el trabajo.
Sus palabras todavía colgaban en el aire cuando Ximen Jinlong salió de la sala de elaboración de alimentos para cerdos de la residencia de los cuidadores de cerdos, que se encontraba en el extremo más alejado del huerto de albaricoqueros, entre las encantadoras hermanas Huang. Las apartó de un empujón, pero ellas se juntaron y le siguieron, como si fueran un par de atractivas guardaespaldas. Al final de esta procesión se encontraban Ximen Baofeng, con su equipo médico a la espalda, Lan Jiefang, Bai Xinger, Mo Yan y otros. Salvo Ximen Jinlong, que sonreía, los demás avanzaban cargando varios cubos con alimento para cerdos. Podía oler la fragancia que desprendían incluso con las hojas de albaricoque cubriendo mi nariz: era un amasijo hecho con pasta de semillas de algodón, boniatos, pasta de alubias negras y hojas de boniato. Un vapor blanco y lechoso se elevaba por encima de los cubos de madera bañados por el sol, y su aroma se extendía por toda la zona y formaba grandes nubes de humo. Era una procesión abigarrada, aunque había cierta solemnidad en ella, como una especie de cocineros que llevaran comida a los soldados en primera línea, y me di cuenta de que los cerdos medio muertos de hambre del monte Yimeng iban a estar masticando ruidosamente en poco tiempo. Sus días de ocio y comodidades se habrían acabado.
—Aquí está —bramó la multitud—, él nos sacará de este apuro.
—Jinlong —dijo Hong Taiyue—, ten cuidado. Ahí abajo hay un animal despiadado. No quiero verlo lesionado y no deseo ni por lo más remoto que te haga daño. Los dos sois demasiado valiosos para la Brigada de la Aldea de Ximen.
Jinlong se agachó y miró debajo del vehículo. A continuación, agarró un pedazo de baldosa rota y lo lanzó. Pude ver mentalmente a Diao Xiaosan destrozar la baldosa de un mordisco, con una mirada llena de cólera y capaz de helar la sangre brillando en sus diminutos ojos. Jinlong se incorporó, con un indicio de sonrisa en sus mejillas. Conocía a la perfección esa mirada y sabía que significaba que tenía un plan y que casi siempre se trataba de un plan interesante. Susurró algo a Hong Taiyue, como si quisieran ocultar un secreto a Diao Xiaosan. No había necesidad ya que, por lo que yo sabía, ningún cerdo en el mundo, salvo yo, era capaz de comprender el lenguaje humano.
Hong Taiyue sonrió, dio a Jinlong un golpecito en el hombro y dijo:
—¡Sólo tú podías solucionar un problema como este!
Después del tiempo que se tarda en fumar medio cigarrillo, Ximen Baofeng llegó corriendo con un par de bollos al vapor blancos como la nieve que se habían empapado en un líquido, ya que la fragancia de un fuerte licor llenaba el aire, y adiviné lo que Jinlong tenía en mente. Quería emborrachar a Diao Xiaosan. Si yo hubiera sido Diao, no habría caído en la trampa. Pero él lo hizo ya que, después de todo, era un cerdo y carecía de una inteligencia que estuviera a la altura de su fiereza. Jinlong arrojó los bollos empapados en alcohol por debajo del vehículo.
—No los comas, hermano —murmuré para mis adentros—. Si lo haces, caerás en las manos humanas.
Pero él se los comió. ¿Cómo lo supe? Por las sonrisas de triunfo que asomaban en los rostros de Jinlong y Hong Taiyue.
Jinlong se deslizó por debajo del vehículo y sacó a rastras con facilidad al borracho Diao Xiaosan. Arrojó al borracho gruñón a una nueva cochiquera, separada de la mía por una pared. Nuestras pocilgas estaban reservadas para un solo ocupante, específicamente para los sementales. Al parecer, tenían la esperanza de que Diao Xiaosan produjera camadas de nuevos cerdos, lo cual me pareció absurdo.
Yo era un animal fornido de cuerpo largo con un hermoso pellejo rosado, un hocico corto y orejas gruesas: en otras palabras, un cerdo atractivo. Seleccionarme para que fuera semental era algo completamente lógico. Pero ya te he explicado cómo era el aspecto físico de Diao Xiaosan y su falta de gracia. ¿Qué clase de progenie podía producir un animal inferior como aquel? Unos años más tarde, llegué a darme cuenta de que la decisión que tomaron Jinlong y Hong Taiyue había sido la correcta. En los años setenta, cuando había carestía de todo, era difícil encontrar carne de cerdo y la gente ansiaba comer algo que se pudiera derretir en su boca. Pero ahora que el nivel de vida era tan elevado, el pueblo hastiado había perdido el gusto por los animales domesticados. La prole de Diao Xiaosan se podría vender como mascotas. Pero ya llegaremos a eso más adelante.
No hace falta decir, como cerdo de extraordinaria inteligencia que era, que mi primera preocupación era mi protección personal, así que cuando vi que traían a Diao Xiaosan cerca de mí, me di cuenta de qué era lo que tenían en mente. Me tumbé rápido y silencioso encima de una pila de hierba y de hojas secas que había en una esquina de la pared para fingir que estaba durmiendo. Escuché el alboroto que había en la pocilga que estaba junto a la mía, incluyendo los ronquidos de Diao Xiaosan y las alabanzas que me dedicaron Hong Taiyue y Jinlong. Les pude ver porque abrí sólo una rendija del ojo. El sol estaba en lo alto del cielo, iluminando sus rostros con un brillo dorado.