Una copiosa nevada aísla la aldea, Jinlong toma el mando
DURANTE aquel largo invierno, cuando cada tres días veía una nevada ligera y cada cinco otra copiosa, las líneas telefónicas que conectaban la aldea de Ximen con la comuna y la capital del condado quedaban cubiertas de nieve. En aquel tiempo, todas las transmisiones procedentes del condado se realizaban mediante cables telefónicos, así que cuando estos se cubrían las estaciones de repetición quedaban inservibles. Y cuando las carreteras estaban bloqueadas por los bancos de nieve, no llegaban los periódicos. La aldea de Ximen quedaba aislada del mundo exterior.
Deberías recordar aquellas nieves de invierno. Todas las mañanas mi padre te sacaba fuera de la aldea. Si hacía buen tiempo, los rojos rayos de sol empapaban la nieve y el hielo con toda su fuerza. Mi padre solía coger las riendas con la mano derecha y llevar el cuchillo que le quitó al carnicero con la izquierda. Los dos exhalasteis vapor de color rosa por vuestra boca y vuestra nariz. El pelo que había alrededor de tu boca y la barba y las cejas de mi padre estaban cubiertos de hielo. Te dirigiste al campo, al sol, machacando la nieve bajo los pies.
Armado con fervor revolucionario, mi medio hermano Ximen Jinlong apeló a su imaginación para liderar a los hermanos Sun —sus cuatro guerreros protectores— y a un grupo de muchachos aburridos —sus soldados gamba y sus generales cangrejo— así como, sin pronunciar una sola palabra, a un puñado de adultos a los que les encantaba presenciar un buen espectáculo, con el fin de llevar a la Revolución Cultural a su segundo año, momento en el que la primavera llegó a la tierra.
Construyeron una plataforma debajo del albaricoquero con tablones de madera, luego colgaron centenares de serpentinas de paño rojo de las ramas del árbol para representar las flores. Cada noche, el cuarto hermano Sun —Cachorro de Tigre— se subía a la plataforma e, hinchando las mejillas, soplaba su clarín para llamar a las masas con el fin de que se congregaran. Era una hermosa y pequeña trompeta de bronce adornada con una borla roja. La primera vez que cayó en sus manos, Cachorro de Tigre hinchó las mejillas y empezó a practicar. Todos los días la tocaba y emitía sonidos que recordaban a una vaca mugiendo. Pero durante las jornadas que conducían a la primavera consiguió dominar el instrumento y fue capaz de interpretar dulces melodías, la mayoría de ellas extraídas de piezas folclóricas populares. Era un joven con talento, de los que aprenden rápido, sea cual sea la empresa que tenga entre manos. Mi hermano ordenó al pueblo que montara un viejo cañón oxidado encima de la plataforma y que realizara varias docenas de agujeros en la pared del complejo para las troneras y, a continuación, ordenó que apilaran algunos adoquines a lo largo de cada agujero. Aunque no había armas de fuego que empuñar, los más jóvenes de la aldea, armados con lanzas decoradas con borlas rojas, permanecían haciendo guardia entre los agujeros. Cada cierto tiempo, Jinlong se subía a la plataforma y oteaba los alrededores con un par de prismáticos hechos en casa; daba la impresión de que era un general que observaba los movimientos del enemigo. El aire era tan gélido que sus dedos parecían zanahorias lavadas en agua helada. Sus mejillas, en consecuencia, estaban tan rojas como las manzanas de finales de otoño. Vestido únicamente con su túnica militar y unos pantalones sin forrar, con el fin de preservar la imagen adecuada, se había recogido las mangas y sólo llevaba una gorra de imitación del ejército. El pus y la sangre emanaban de los sabañones que le habían salido en las orejas y se sonaba la nariz de continuo. Físicamente era un desastre, pero estaba lleno de energía. El fuego de la pasión ardía en sus ojos.
Viéndolo allí con aquel atuendo, mi madre decidió trabajar durante toda la noche confeccionando un abrigo forrado para él. Con el fin de preservar la imagen de un comandante, Huzhu ayudó a dar al abrigo un aspecto militar. Incluso cosieron un motivo floral en el cuello con hilo blanco. Mi hermano se negó a ponérselo.
—Madre —dijo sombríamente—, no te quejes como una anciana. El enemigo podría atacar en cualquier momento y mis hombres están ocupando sus puestos bajo la nieve y el hielo. ¿Acaso voy a ser yo la única persona que lleve un abrigo forrado?
Mi madre miró a su alrededor y descubrió que los «cuatro guerreros sirvientes» de mi hermano y sus perritos falderos estaban vestidos de manera parecida, con uniformes militares de imitación que habían teñido de marrón, y también tenían que sonarse la nariz constantemente, cuya punta congelada parecía un fruto de espino. Y, no obstante, en sus rostros se reflejaba una mirada de dignidad sagrada.
Mi hermano se subía a la plataforma todas las mañanas, con un megáfono desvencijado de hojalata en la mano, y daba discursos a sus perros falderos que se apostaban abajo, a los aldeanos que acudían para entretenerse y a toda la aldea, que estaba cubierta de nieve. Adoptaba el tono de un gran hombre, una técnica que había aprendido bajo la tutela de Burro Rebuznando, y exhortaba a sus pequeños generales revolucionarios y a los campesinos pobres y de clase media a abrir los ojos y a intensificar la vigilancia, a defender su tierra hasta las últimas consecuencias, a esperar pacientemente a que llegara la primavera con su calor y sus nuevas flores, momento en el que se podrían unir a las fuerzas principales bajo el mando del comandante en jefe Chang. Su oración a menudo se veía interrumpida por una oleada de toses. Algunos sonidos jadeantes salían de su garganta y todos sabíamos que aquello significaba la existencia de flemas. Pero si se aclaraba la garganta y escupía las flemas mientras estaba subido a la plataforma no iba a conseguir convertirse en comandante, así que se tragaba el material en cuestión, para desagrado de todos los presentes. Las toses cortantes de mi hermano no eran la única causa de la interrupción. Las consignas que se gritaban desde el pie de la plataforma hacían que su discurso se viera interrumpido constantemente. El segundo hermano Sun —Tigre Sun— asumió el liderazgo en la empresa de gritar consignas. Tenía una voz fuerte y profunda, era en cierto modo culto y sabía en qué momento debía gritar para incitar a las masas y conseguir así que alcanzaran la cima del fervor revolucionario.
Durante una tormenta de nieve especialmente fuerte que cayó un día, que fue como si el cielo se hubiera abierto y hubiera enviado diez mil almohadas de plumón sobre la tierra, mi hermano se subió a la plataforma, levantó su megáfono y, cuando estaba a punto de arengar a los presentes, comenzó a tambalearse, dejó caer su megáfono y se dio un golpe contra el suelo. Sorprendido por lo que acababa de ver, el gentío se asustó y acudió corriendo en su ayuda, diciendo todos a la vez:
—¿Qué te ocurre, camarada? Camarada, ¿qué te ocurre?
Mi madre salió llorando de la casa con sólo un abrigo raído sobre sus hombros para resguardarse del frío. Era de piel de cabra y la hacía parecer inusitadamente grande.
El abrigo había sido uno de los abrigos raídos que el anterior jefe de seguridad pública de nuestra aldea, Yang Qi, había comprado en Mongolia Interior en vísperas de la Revolución Cultural. Emitía un fuerte olor rancio y estaba manchado de excrementos de vaca y de leche de oveja seca. Cuando trató de vender esos abrigos, Yang Qi fue acusado de beneficiarse y fue escoltado hasta la comuna por Hong Taiyue, que lo metió en la cárcel. Los abrigos se guardaron en el almacén a la espera de una disposición final por parte de la comuna. Después de que estallara la Revolución Cultural y de que Yang Qi fuera liberado y enviado a casa, se unió a la facción rebelde de Jinlong y se convirtió en la voz más fuerte del pueblo cuando Hong Taiyue fue condenado públicamente. Yang trabajó mucho para ganarse el favor de mi hermano y deseaba desesperadamente ser nombrado comandante adjunto del destacamento de los Guardianes Rojos de la aldea de Ximen. Pero mi hermano se negó a aceptar su solicitud.
—El destacamento de los Guardianes Rojos de la aldea de Ximen —dijo con tono firme—, disfruta de un liderazgo no unificado. No hay lugar para los adjuntos.
En el fondo, despreciaba a Yang Qi, un hombre repulsivo y poco agraciado que tenía unos ojos astutos. Considerado uno de los secuaces del proletariado, poseía un vientre lleno de pensamientos malvados y era una persona extraordinariamente destructiva. Se le podría utilizar, pero no darle un puesto de autoridad. Personalmente escuché a mi hermano decir eso a sus seguidores de confianza en los cuarteles generales. Mostrando su desagrado por no haber salido airoso en su intento de ganarse su favor, Yang Qi decidió conspirar con el cerrajero Han Liu para entrar en el almacén y llevarse los abrigos que le habían quitado, ya que había decidido venderlos en la calle. Como el viento silbaba con fuerza, la nieve caía copiosamente y los carámbanos colgaban como dientes de sierra de los aleros de las casas, era el tiempo perfecto para llevar abrigos de piel de cabra. Los aldeanos se congregaron, dando la vuelta a los abrigos —manchados, sucios, parcheados, cubiertos de excrementos de ratón y con un hedor nauseabundo— sobre sus manos. Yang Qi, que tenía un tono de voz suave, hablaba de sus productos raídos y podridos como si hubieran formado parte del vestuario imperial. Cogía un abrigo corto negro, le sacudía el pelo grasiento y desvencijado: paf, paf. Escucha esto. Echa un vistazo. Siéntelo, pruébatelo. Escucha, es como un gong de latón. Mira, es como seda y satén. Mira otra vez, el pelo es negro como la pintura y empezarás a sudar en cuanto te lo pongas. Con uno de estos abrigos sobre tus hombros, puedes gatear por el hielo y tumbarte en la nieve sin tener la menor sensación de frío. Un abrigo negro de piel de cabra casi nuevo por sólo diecinueve yuan, lo cual es casi lo mismo que encontrar uno tirado en la calle. Adelante, adelante Tío Segundo Zhang, pruébatelo. Oh, oh, mi querido tío. Ese abrigo te queda como si el sastre mongol lo hubiera hecho para ti. Un centímetro más y sería demasiado largo, un centímetro menos y se habría quedado demasiado corto. Y bien, ¿qué opinas, es lo bastante cálido para ti? ¿No? Tócate la frente, estás sudando, ¿y dices que no da calor? ¿Ocho yuan? Si no fuera porque somos vecinos, no lo vendería ni por quince. ¿No puedes subir más de ocho? Viejo Tío, ¿qué puedo decir? El otoño pasado, me invitaste a fumar un par de tus pipas, así que estoy en deuda contigo. Un hombre no puede descansar hasta que no subsana una deuda. Muy bien, entonces dame nueve yuan y que sepas que pierdo dinero con esta venta. Nueve yuan y es tuyo. Llévatelo a casa, pero primero hazte con un pañuelo y sécate el sudor de la frente. No querrás cogerte una gripe. ¿Ocho dices? ¿Qué tal ocho con cincuenta? Así yo lo rebajaré un poco y tú subirás otro poco. Después de todo, eres de una generación mayor que la mía. Si fueras otra persona te habría golpeado con tanta fuerza en la oreja que te habría mandado rodando hasta el río. Ocho yuan es como darte una transfusión de propia sangre, tipo cero, la misma que la de la doctora Bethune. Muy bien, ocho yuan, pero viejo Zhuang, ahora eres tú la persona que me debe un favor. Contó los billetes pegajosos: cinco, seis, siete, ocho, muy bien, el abrigo es tuyo. Ahora llévatelo y enséñaselo a la señora de la casa. Siéntate con él puesto durante media hora y te garantizo que se derretirá la nieve de tu tejado. El calor que desprendes, incluso desde la lejanía, convertirá la nieve de tu patio en pequeños ríos y los carámbanos que cuelgan de los aleros se desplomarán al suelo…
Las fuerzas de los Guardianes Rojos aparecieron ruidosamente por la calle. Mi hermano avanzaba con valentía, mientras sus «cuatro sirvientes guerreros» formaron animados a su alrededor. Llevaba un arma metida en la funda de su cinturón, una pistola que le había quitado al profesor de educación física de la escuela elemental. La luz se reflejaba en su tambor de cromo, que tenía la forma de la polla de un perro. Los «cuatro sirvientes guerreros» también llevaban cinturones, hechos con el pellejo de una vaca de la Brigada de Producción que había muerto de hambre hacía poco tiempo. Los cinturones, que no estaban bien secos ni del todo curtidos, apestaban un poco. Cada uno de ellos llevaba un revólver metido en el cinturón. Eran los que utilizaba la compañía de ópera de la aldea y todos ellos estaban tallados hermosamente en olmo por el hábil carpintero Du Luban, y luego pintados de negro. Presentaban un aspecto tan real que si cayeran en manos de bandidos se podrían utilizar para cometer un atraco. La parte trasera del cinturón de Dragón Sun se había vaciado para dejar sitio a un resorte, a un gatillo y a un detonador de fulminantes. Cuando se disparaba, producía un sonido más estridente que el de las pistolas reales. La pistola de mi hermano utilizaba fulminantes y cuando apretaba el gatillo, sonaba dos veces. Todos los seguidores de los «cuatro sirvientes guerreros» llevaban lanzas con borlas rojas sobre los hombros, con las puntas de metal pulidas con papel de lija, así que estaban muy afiladas. Si clavabas una en un árbol, resultaba muy difícil sacarla de él. Mi hermano conducía sus tropas a paso rápido. Las llamativas borlas rojas contrastaban con la virginal nieve y creaban un cuadro espectacular. Cuando se hallaron aproximadamente a cincuenta metros del lugar en el que Yang Qi estaba vendiendo sus exuberantes productos, mi hermano sacó la pistola y disparó al aire: ¡Bang! ¡Bang! Dos bocanadas de humo se disiparon con rapidez por encima de su cabeza.
—¡Camaradas! —gritó—. ¡A la carga!
Blandiendo sus lanzas y sus armas, las palabras «muerte, muerte, muerte» tronaron por encima de sus cabezas mientras avanzaban por la nieve, convirtiéndola en barro que emitía crujidos sonoros. En cuanto llegaron a su altura, mi hermano les hizo una señal y rodearon a Yang Qi y a una docena aproximada de posibles compradores de abrigos de piel de cabra.
Jinlong miró hacia mí y yo le devolví la mirada. A decir verdad, yo me sentía muy solo y me habría encantando unirme a su unidad de Guardianes Rojos. Sus movimientos misteriosos, aunque solemnes, me excitaban. Las pistolas que lucían en su cinturón los «cuatro sirvientes guerreros» me excitaban todavía más. Eran impresionantes, aunque no fueran de verdad, y sentía deseos de poseer una como aquellas. Así que le pedí a mi hermana que le dijera a Jinlong que quería unirme a su unidad de Guardianes Rojos. Él le dijo:
—La agricultura independiente no es un objetivo de la revolución y eso no le permite ser un Guardián Rojo. En el momento en el que lleve a su buey a la comuna le aceptaré e incluso le nombraré líder de un equipo.
Levantó la voz para que pudiera escuchar hasta la última palabra sin necesidad de que mi hermana tuviera que repetírmela. Pero unirse a la comuna, y especialmente llevar al buey, no era una decisión que estuviera dispuesto a tomar. Papá no había dicho una palabra desde el incidente en el mercado. Se limitaba a mirar al frente, con la mirada perdida en el rostro, sujetando el cuchillo de carnicero en la mano a modo de amenaza. Después de perder medio cuerno, el buey seguía teniendo la misma mirada perdida. Miraba a la gente por el rabillo de sus entrecerrados ojos, con el abdomen subiendo y bajando mientras emitía un leve gruñido, como si estuviera preparado para enterrar su cuerno sano en el vientre del primero que se pusiera a tiro. Nadie se atrevía a acercarse al cobertizo, donde permanecían papá y su buey. Mi hermano llevaba cada día a sus Guardianes Rojos hasta el recinto para agitar un poco las cosas, con gongs y tambores, haciendo intentos de disparar el cañón, atacando a los elementos nocivos y gritando proclamas. Mi padre y su buey parecían no escuchar una palabra. Pero yo sabía que si cualquiera de ellos tenía el valor de entrar en el cobertizo del buey, habría un derramamiento de sangre. Bajo esas circunstancias, si yo trataba de llevar al buey a la comuna, aunque papá diera su aprobación, el buey nunca lo haría. Así que salir a ver cómo Yang Qi vendía sus abrigos de piel de cabra no era más que un intento de matar el tiempo.
Mi hermano levantó el brazo y apuntó con su pistola al pecho de Yang Qi. Temblando, ordenó: «¡Detened al usurero!». Los «cuatro sirvientes guerreros» corrieron y apuntaron sus revólveres de pega a la cabeza de Yang Qi desde cuatro direcciones.
—¡Levanta las manos! —gritaron al unísono.
Yang Qi se limitó a sonreír.
—Chicos —dijo—, ¿creéis que me vais a asustar con los nudos de la madera de un olmo? Adelante, disparad si tenéis pelotas. Estoy preparado para morir como un héroe, para morir por la causa.
Dragón Sun apretó el gatillo. Un estridente crujido, una humareda amarilla, un cañón de pistola roto y la sangre derramándose por entre los dedos pulgar e índice; el olor de la pólvora permaneció suspendido sobre las cabezas de todos los presentes. Yang Qi, asustado por el ruido, se quedó pálido. Un instante después, sus dientes comenzaron a castañetear. Bajó la mirada hacia el agujero que se había abierto en la pechera de su abrigo.
—Hermanos —dijo—, ¡lo habéis hecho!
A lo que mi hermano respondió:
—La revolución no es una fiesta de cumpleaños.
—Yo también soy un Guardián Rojo —dijo Yang Qi.
Mi hermano replicó que ellos eran los Guardianes Rojos del presidente Mao, mientras que él no era más que una facción de los Guardianes Rojos donde sólo había gentuza. Como Yang Qi tenía ganas de discutir, mi hermano dijo a los hermanos Sun que le llevaran a los cuarteles generales para ser denunciado y juzgado. A continuación, ordenó a las tropas de los Guardianes Rojos que confiscaran los abrigos de piel de cabra que Yang Qi tenía sobre la hierba, junto a la carretera.
La reunión pública para denunciar y juzgar a Yang Qi duró toda la noche. Encendieron una hoguera en el recinto utilizando madera de muebles que habían obligado a los elementos nocivos de la sociedad a partir y a llevar hasta allí. Entre aquella leña se incluían varios muebles muy valiosos de madera de sándalo y de palo de rosa. Todos fueron quemados. Las hogueras y las reuniones para realizar una censura pública eran asuntos que se llevaban a cabo por las noches. El fuego derretía la nieve que se acumulaba en los tejados, y esta daba lugar a un barro negro y viscoso. Mi hermano sabía que no había demasiados muebles que pudiera utilizar como leña, pero tuvo una idea. Feng Jun, un aldeano con el rostro picado por la viruela que se había ido al norte de China, una vez le contó que, gracias a la savia, los pinos de hoja perenne pueden arder. Así pues, mi hermano dijo a sus Guardianes Rojos que llevaran a los elementos nocivos por detrás de la escuela elemental y les obligaran a talar algunos pinos. Uno tras otro, los árboles caídos fueron arrastrados a lo largo de toda la calle hasta el exterior de los cuarteles generales del complejo por un par de caballos escuálidos de la aldea.
La denuncia de Yang Qi se centró en sus actividades capitalistas, en su abuso verbal en el uso del término «pequeños generales» y en su plan fallido de crear una organización contrarrevolucionaria. Después de golpearle y de patearle sin compasión, le sacaron del recinto. Los abrigos de piel de cabra pasaron a manos de los Guardianes Rojos que estaban de servicio aquella noche. Cuando la marea revolucionaria comenzó a barrer toda la tierra, mi hermano sólo dormía en la oficina original del brigada, que ahora se había convertido en el cuartel general de mando, vestido con su uniforme y siempre en compañía de sus cuatro sirvientes guerreros y de una docena o más de subalternos. Extendieron un poco de paja y unas mantas por el suelo, y el complemento de los abrigos recién adquiridos les permitió estar calientes.
Pero volvamos a lo que estábamos contando antes: mi madre salió precipitadamente de la casa con el abrigo de piel de cabra sobre los hombros, que le hacía parecer inusitadamente grande. El abrigo se lo había entregado mi hermano a mi hermana, ya que ella fue antes la doctora de los Guardianes Rojos, y luego la doctora de la aldea. Siguiendo su naturaleza filial, mi hermana entregó el abrigo a mi madre para que se resguardara del frío. Mamá se acercó corriendo hacia el lugar donde yacía tumbado mi hermano, se arrodilló junto a él y le levantó la cabeza.
—¿Qué te ocurre, hijo mío?
El rostro de mi hermano se había teñido de color púrpura. Los labios estaban secos y se habían agrietado y de sus orejas emanaban pus y sangre. Todos tenían la sensación de que se había convertido en un mártir.
—Tu hermana, ¿dónde está tu hermana?
—Se fue a casa de Chen Dafu para ayudarle en el parto de su bebé.
—Jiefang —sollozó mi madre—, sé un buen chico y ve a buscarla.
Miré a Jinlong, luego a los ahora Guardianes Rojos sin líder y me dolió el corazón. Después de todo, teníamos la misma madre. Sin lugar a dudas, a él le gustaba que todos hicieran su voluntad y eso me ponía un poco celoso. Pero lo cierto es que le admiraba. Tenía un talento poco frecuente, lo sabía, y no deseaba que muriera. Así que salí corriendo del recinto y bajé por la calle; me dirigí hacia el oeste durante doscientos metros y luego giré hacia el norte por un callejón, donde Chen Dafu y su familia vivían en tres habitaciones con un techo de paja y una pared de tierra apelmazada, en el recinto que se encontraba más próximo al río y que se extendía un centenar de metros a lo largo del callejón.
El escuálido perro de los Chen me saludó con un ladrido furioso, así que agarré un ladrillo y se lo arrojé, y le golpeó en la pata. Después de soltar una serie de gritos de dolor, entró corriendo en el patio a tres patas, justo en el momento en el que Chen Dafu apareció desde el interior de la casa blandiendo un enorme e intimidatorio palo.
—¿Quién ha golpeado a mi perro?
—¡He sido yo! —respondí con una mirada de enfado.
Al ver que se trataba de mí, aquel hombre alto y oscuro se aplacó. La expresión de su rostro se relajó mientras dejaba asomar una sonrisa ambigua. ¿Qué razones tenía para sentir miedo de mí? Verás, una vez tuve un problema con él. Un día fui testigo de lo que él y la esposa de Huang Tong, Wu Qiuxiang, estaban haciendo en el bosque de sauces. Avergonzada por haber sido atrapada en el acto, Qiuxiang salió corriendo, agachada a la altura de la cintura, y abandonó la palangana y el mazo con los que hacía la colada. Una prenda de ropa a cuadros flotaba en el río. Mientras se abrochaba los pantalones, Chen Dafu me amenazó:
—Si se lo dices a alguien, te mataré.
—Eso si Huang Tong no te mata primero a ti —respondí.
Su tono de voz se suavizó y optó por adoptar la táctica de hacerme la pelota, afirmando que podía conseguir que la nieta de su esposa se casara conmigo. La imagen de una niña de cabello de color de arena con pequeñas orejas y mocos en sus labios flotó en mi mente.
—¡Al infierno! —dije—. ¿Quién quiere a esa nieta tuya de pelo amarillo? Preferiría quedarme soltero toda la vida a casarme con alguien tan feo como ella.
—Ah, hijo mío, estás poniendo el listón muy elevado. Te aseguro que voy a ver cómo tú y esa niña tan fea os casáis un día.
—En ese caso, supongo que preferirás coger una roca y golpearme con ella hasta la muerte —dije.
—Chico —respondió—, hagamos un pacto de caballeros. Tú no le dices a nadie lo que has visto aquí y yo no trato de concertarte una boda con la nieta de mi esposa. Si no cumples tu promesa, haré que mi esposa lleve a su nieta hasta tu casa y la meta en tu cama. Después de eso, le obligaré a que diga a todo el mundo que la violaste.
¿Qué te parece eso?, pensé durante unos instantes. Tener a esa niña fea y estúpida sentada en mi cama y que luego dijeran a todo el mundo que la violé me pondría en graves aprietos. A pesar del dicho, «una persona recta no tiene miedo de una sombra sesgada y los excrementos secos no se pegan a las paredes», pensé que me iba a ser muy difícil salir airoso de aquella situación. Así que llegamos a un acuerdo. Pero con el tiempo, teniendo en cuenta el modo en el que me trató, me percaté de que él estaba más asustado de mí que yo de él. Por esa razón no tenía de qué preocuparme, aunque hubiera dejado cojo a su perro, y por eso podía responderle de aquella manera.
—¿Dónde está mi hermana? —dije—. Necesito encontrarla.
—Está con mi esposa, dando a luz a un bebé.
Eché una mirada a los cinco niños llenos de mocos que corrían por el patio, cada uno de ellos ligeramente más alto que el otro, y me burlé de él:
—Menuda esposa tienes, pariendo a todas horas como una perra, uno tras otro.
Chen Dafu apretó los dientes.
—No hables así. Eres demasiado joven como para decir cosas hirientes como esa. Verás cuando crezcas.
—No tengo tiempo para discutir contigo —dije—. He venido a buscar a mi hermana.
Me di la vuelta y me dirigí a su ventana.
—¡Hermanita! —grité—. Mamá me ha pedido que venga a buscarte. ¡Jinlong se está muriendo!
El llanto de un recién nacido salió del interior de la casa y arrastró a Chen Dafu hacia la ventana como si se le hubiera prendido fuego en los pantalones.
—¿Qué es? —gritó.
La mujer que había en el interior respondió con voz débil:
—Tiene cosita entre las piernas.
Chen se cubrió el rostro con las dos manos y caminó en círculos pequeños por la nieve que se había acumulado debajo de la ventana.
—¡Wu! —soltaba al final de cada círculo—. ¡Wu! El anciano que está en los cielos por fin ha abierto los ojos y Chen Dafu ahora tiene un heredero.
Mi hermana salió corriendo de la casa y me preguntó qué ocurría.
—Jinlong se está muriendo —dije—. Se cayó de la plataforma y se golpeó contra el suelo. No va a durar mucho.
Mi hermana se abrió paso a codazos a través de la multitud y se arrodilló junto a Jinlong. Primero puso el dedo debajo de la nariz, luego le frotó la mano y, por último, le tocó la frente.
—Llevadlo dentro —ordenó—, y deprisa.
Los cuatro asistentes guerreros le levantaron y le llevaron hacia la oficina, pero mi hermana los detuvo.
—¡Metedlo en casa y ponedlo sobre el kang!
Los guerreros dieron la vuelta y lo llevaron a casa de mi madre, donde le esperaba el caliente kang. Mi hermana lanzó miradas de soslayo a las hermanas Huang, Huzhu y Hezuo, que observaban la escena con los ojos llenos de lágrimas. La piel clara de sus rostros estaba salpicada de sabañones que parecían cerezas maduras.
Lo primero que hizo mi hermana fue quitarle el cinturón de cuero que Jinlong llevaba día y noche y lo arrojó, junto con la pistola de fogueo, hacia una esquina, donde fue a parar sobre un ratón curioso, que lanzó un chillido y se murió, mientras la sangre emanaba de su nariz. A continuación, le quitó los pantalones a mi hermano para exponer sus nalgas descoloridas y cubiertas de piojos. Frunciendo el ceño, abrió una ampolla con un par de pinzas, extrajo un poco de líquido con una jeringuilla y la introdujo de cualquier manera en él. En total, le puso dos inyecciones y le aplicó un goteo. Hábilmente encontró una vena en su primer intento, justo cuando Wu Qiuxiang entró con un cuenco de té de jengibre, que tenía pensado dar a mi hermano con una cuchara. Con los ojos, mi madre buscó ansiosa la opinión de mi hermana, que se limitó a asentir sin compromiso. Wu Qiuxiang comenzó a meter la cuchara con el té de jengibre en la boca de mi hermano, al tiempo que abría y cerraba su propia boca, algo muy típico en las madres, un gesto que no se puede fingir. Wu Qiuxiang se veía a sí misma como la verdadera madre de mi hermano. Yo sabía que sus sentimientos hacia mi hermano y mi hermana eran complejos, ya que las relaciones que había entre nuestras dos familias eran difíciles, por decirlo de manera suave. Su boca se movía al mismo tiempo que la de mi hermano, no porque hubiera ningún vínculo especial entre nuestras familias, sino por los sentimientos que habitaban en el corazón de sus hijas y porque durante la revolución había sido testigo del talento excepcional que tenía mi hermano. Estaba decidida a que una de sus hijas se casara con él, ya que parecía el yerno perfecto. Aquel pensamiento se quedó grabado en mi memoria y borró la preocupación que sentía por la supervivencia de mi hermano. Nunca sentí demasiado afecto por Wu Qiuxiang, pero después de verla salir corriendo del bosque de sauces, doblándose a la altura de la cintura, sentí que aquel día estuvimos verdaderamente próximos. Eso fue porque cada vez que nos encontrábamos, su rostro se sonrojaba y hacía todo lo posible por evitar el contacto visual. Comencé a fijarme en ella: tenía una cintura fina y unas orejas pálidas con un lunar rojo en el lóbulo. Su risa, que era profunda y baja, tenía cierto magnetismo. Una noche me encontraba en el cobertizo, ayudando a papá a dar de comer al buey, cuando se deslizó silenciosamente y me entregó dos huevos de gallina calientes. Me pasó el brazo por encima y me colocó la cabeza sobre su pecho.
—Eres un buen muchacho —dijo suavemente—. No has visto nada, ¿verdad?
En la oscuridad, escuché al buey golpear su cuerno sano contra un poste. Sus ojos eran como antorchas encendidas. Asustada, Wu Qiuxiang me apartó y se deslizó fuera del cobertizo. Yo la seguí, una silueta cambiante bajo la luz de las estrellas, experimentando una serie de sensaciones que no podría describir.
Seré sincero contigo. Cuando me apretó la cabeza contra su pecho, mi pequeño miembro se puso erecto. Me pareció que era algo terriblemente negativo y me molestó durante mucho tiempo después. Estaba embelesado con la larga trenza de Huang Huzhu y desde aquel momento también me sentí embelesado por ella. Me vi atrapado en un mundo de fantasía, deseando que Wu Qiuxiang casara a Hezuo, la hija con el corte de pelo a lo chico, con Jinlong, y me dejara casarme con Huzhu. Pero lo más probable es que casara a Huzhu con mi hermano. Ella no era más que diez minutos mayor que su hermana pero, aunque sólo fuera un minuto, seguía siendo la hermana mayor, y es habitual que las hermanas mayores se casen primero. Yo estaba enamorado de Huzhu, pero teniendo en cuenta la relación ambigua que existía entre su madre y yo, que me había apretado la cabeza contra su pecho en el cobertizo del buey y había hecho que mi miembro se excitara, no había la menor posibilidad de que ella me dejara casarme con Huzhu. Aquello me dolía, me hacía sentir ansiedad, me invadía un sentimiento de culpabilidad. Y por si esto no era suficiente, Hu Bin me había dado todo tipo de información errónea acerca del sexo cuando llevábamos los animales a pastar. Cosas como: «Diez gotas de sudor equivalen a una gota de sangre y diez gotas de sangre equivalen a una gota de semen». O: «Después de la primera eyaculación, un chico deja de crecer». Todos esos conceptos disparatados se aferraron con fuerza a mi interior y tuve la sensación de que el futuro que tenía por delante resultaba desolador. Observando el cuerpo finamente desarrollado de Jinlong y luego mi escuálida complexión, y por último la voluptuosa figura de Huzhu, no pude evitar sentir una corriente de desesperación. Incluso llegué a contemplar la posibilidad de suicidarme. ¿No sería maravilloso ser un buey de cabeza hueca?, pensé. Ahora, por supuesto, sé que eras cualquier cosa menos un cabeza hueca, que en realidad había todo tipo de pensamientos corriendo a través de tu mente y no te limitabas a los asuntos del mundo mortal, sino que incluían cuestiones del inframundo, del pasado, del presente y del futuro.
Mi hermano iba mejorando poco a poco. Estaba pálido como un fantasma, pero dispuesto a liderar la revolución. Durante los días que permaneció inconsciente, mi madre había lavado su ropa en agua hirviendo y había ahogado a todos los piojos, pero su elegante túnica militar Dracon había quedado tan terriblemente arrugada después del lavado que parecía que una vaca la había masticado y escupido. Su gorra del ejército de imitación se había desteñido y arrugado y daba la sensación de que no era más que el escroto de un toro castrado. Cuando contempló el deterioro que sufrían su túnica y su gorra, le entró un ataque de pánico. Se puso furioso y la sangre oscura comenzó a resbalar por su nariz.
—Madre —dijo—, después de lo que has hecho, ¿por qué no me matas?
Azorada por los remordimientos, Yingchun no sabía qué decir. A medida que la ira de mi hermano amainaba, la tristeza le invadía interiormente y las lágrimas comenzaron a resbalar por su rostro. Se incorporó en el kang, se cubrió la cabeza con el edredón y durante los dos días siguientes no comió ni bebió nada, ni tampoco respondió a nada de lo que le decían los demás. La pobre mamá entraba y salía de la habitación, una y otra vez, luciendo algunas úlceras frías en las comisuras de los labios, que eran un claro síntoma de ansiedad.
—Ay, ¿cómo pude ser tan estúpida? —murmuraba—. ¡Qué mujer más estúpida soy!
Al final, mi hermana no pudo soportarlo por más tiempo. Tiró de la ropa de cama y dejó a la vista a un joven demacrado y con una barba incipiente que yacía con los ojos hundidos.
—¡No es más que una vieja túnica! —dijo, claramente irritada—. ¿Acaso merece la pena que hayas estado a punto de empujar a mamá al suicidio?
Jinlong se incorporó con los ojos relucientes, y suspiró. Las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos antes de empezar a hablar:
—No sabes lo que esa túnica significaba para mí. ¿Conoces el dicho: «Los seres humanos necesitan ropa hermosa y los caballos necesitan una buena montura»? Aquella túnica era lo que me permitía dar órdenes e intimidar a los elementos nocivos.
—Bueno, pero ahora ya no se puede hacer nada para remediarlo —dijo mi hermana—. ¿Acaso esperas que la túnica recobre su forma original por el hecho de que estés tumbado en la cama como si fueras un moribundo?
Mi hermano meditó sobre ello unos instantes.
—Muy bien, me voy a levantar. Tengo hambre.
Aquellas dos últimas palabras hicieron que mi madre entrara corriendo en la cocina y comenzara a preparar fideos y a freír algunos huevos. La fragancia de los alimentos enseguida saturó el recinto.
Huang Huzhu entró en la casa tímidamente mientras mi hermano engullía la comida.
—Bien, jovencita —comentó mi madre con notable interés—, todos compartimos el mismo recinto, pero esta es la primera vez que has entrado en nuestra casa en una década.
Mi madre la miró con inequívoco afecto. Huzhu no miró a mi hermano, tampoco miró a mi hermana, ni tampoco miró a mi madre. Se limitó a mirar al fardo arrugado en el que se había convertido la túnica de mi hermano.
—Tía —dijo—, has estropeado la túnica de Jinlong por haberla lavado, pero yo entiendo un poco de tejidos y sé cómo coserla. ¿Estarías dispuesta a dejarme trabajar en ella? Como se suele decir, «tratar a un caballo muerto como si estuviera vivo». A lo mejor puedo devolverle su forma original.
—Jovencita —dijo mi madre, a la que le brillaban los ojos mientras tomaba las manos de Huzhu entre las suyas—, eres realmente joven. ¡Si eres capaz de devolver a la túnica del hermano Jinlong su forma original me postraré de rodillas ante ti y te mostraré mis respetos tres veces!
Huzhu se limitó a coger la túnica, dando un puntapié a la gorra del ejército de imitación hacia la esquina donde se encontraba el agujero del ratón. Después se marchó y todas las esperanzas se depositaron en ella. Mamá quería ver qué truco de magia emplearía Huzhu en la túnica, pero no llegó más allá del albaricoquero antes de que le abandonara el valor. Huang Tong se encontraba de pie junto a su puerta troceando raíces de un olmo con un hacha. Las astillas de madera volaban como balas. En su pequeño rostro todavía se dibujaba un aspecto enigmático que resultaba aterrador. Como seguidor del capitalismo de segunda clase, había sido atacado por mi hermano durante los primeros días de la Revolución Cultural y había sido despojado de sus poderes y funciones. Seguramente tenía el vientre repleto de odio hacia mi hermano, a la espera de encontrar la oportunidad de tomarse cumplida venganza. Sin embargo, yo sabía que sus pensamientos no estaban tan bien definidos. Después de varias décadas viviendo en nuestra sociedad, había aprendido la importancia que tenía meditar las cosas con cuidado. Nunca habría pasado por alto los sentimientos que sus dos queridas hijas albergaban hacia mi hermano. Por tanto, mi madre pidió a mi hermana que fuera a ver qué estaba sucediendo, pero esta se limitó a resoplar desdeñosamente. No estaba seguro de por qué lo hizo, pero sabía por las palabras de hostilidad que Huzhu había dicho a mi hermana que la enemistad entre ellas era profunda. Por tanto, mamá me pidió a mí que fuera.
—Eres demasiado joven como para preocuparte por quedar mal —dijo.
Para ella, yo todavía era un niño, esa era la triste historia de mi vida. Pero como sentía curiosidad por ver cómo Huzhu estaba restaurando la túnica de mi hermano, me acerqué hasta las inmediaciones de su casa. Se me aflojaron las piernas cuando vi a Huang Tong trocear esas raíces de olmo.
A la mañana siguiente, Huzhu apareció con un fardo bajo el brazo. Mi hermano estaba esperando ilusionado fuera de la cama. Los labios de mi madre temblaban, pero no dijo nada. Huzhu parecía estar tranquila, pero las comisuras de su boca y las puntas de sus cejas delataban que se sentía orgullosa. Dejó el fardo encima de la cama y lo abrió. Allí, plegada cuidadosamente, había una túnica restaurada y, encima de ella, una flamante gorra del ejército. Aunque también se había confeccionado con un material blanco teñido de amarillo, estaba tan hermosamente acabada que podía pasar por auténtica. Sin embargo, la pieza principal era una estrella roja que había bordado con lana en la parte frontal. Se la entregó a mi hermano y, a continuación, desplegó la túnica para que la viera. Las arrugas todavía resultaban visibles, pero apenas eran perceptibles. Huzhu bajó la mirada y se sonrojó.
—Tía, la herviste durante demasiado tiempo —dijo con tono de disculpa—. Es todo lo que he podido hacer.
Su modestia fue como un martillo que golpeó en el corazón de mi madre y de mi hermano. Las lágrimas resbalaron desde los ojos de mi madre, mientras mi hermano no pudo evitar estirar el brazo y coger las manos de Huzhu. En lugar de retirarlas de inmediato, dejó que tirara de ella hasta sentarse en el borde del kang. Mi madre abrió la alacena y sacó un trozo de caramelo duro, que partió en pequeños pedazos y se los entregó a Huzhu, pero esta decidió no comerlos, así que mamá literalmente le metió un pedazo en su boca. Mientras chupaba el caramelo, clavó la mirada en la pared y dijo:
—Pruébatela, mira a ver si te vale. Si no te queda bien, puedo modificarla.
Mi hermano se quitó el abrigo acolchado y se puso la túnica y la gorra, ató su cinturón de cuero alrededor de la cintura y colocó la pistola de fogueo en ella. El comandante volvía a ser la figura de absoluta autoridad, puede que incluso más que antes. Ella se comportaba como una costurera de primera categoría, como una auténtica esposa mientras caminaba, examinando a mi hermano, estirando el dobladillo aquí y metiendo el cuello allá. A continuación, se quedó de pie delante de él y ajustó la gorra con las dos manos.
—Parece que está un poco tensa —dijo con cierto tono de lástima—. Pero es el único trozo de tejido que tenía, así que tendrá que servir. Cuando llegue la primavera, iré a la ciudad y compraré unos cuantos centímetros de la mejor tela para hacerte una gorra nueva.
La cosa estaba clara: yo no tenía la menor oportunidad.