XVII. Los gansos salvajes se caen, el pueblo se muere, un buey se pone furioso

Los desvaríos y la exaltación se convierten en una composición

—POR lo que respecta a lo que sucedió a continuación, ¿consideras que es necesario seguir narrando o quieres que lo deje aquí? —le pregunté a Cabeza Grande.

Lanzó una mirada de soslayo, como si me estuviera prestando atención. Pero yo sabía que sus pensamientos estaban en otra parte. Sacó un cigarrillo de mi cajetilla, lo pasó bajo su nariz para olerlo y retorció el labio sin decir una palabra, como si estuviera contemplando algo muy importante. Ese es un mal hábito en el que alguien de tu edad no debería caer. Si empiezas a fumar a los cinco años, cuando cumplas los cincuenta tendrías que fumar pólvora, ¿verdad? Cabeza Grande me ignoró y ladeó la cabeza. Su oreja se agitaba nerviosamente, como si se esforzara por escuchar algo.

—No diré nada más —dije—. De todos modos, no hay mucho más que decir, ya que eso es todo lo que vivimos.

—No —replicó—, ya has empezado, así que debes terminar.

Le dije que no sabía por dónde empezar.

Cabeza Grande puso los ojos en blanco.

—Comienza por el mercado. Concéntrate en la parte más divertida.

Vi a muchas personas desfilando por el mercado, algo que nunca dejaba de excitarme y de deleitarme.

Vi al jefe del condado Chen, el hombre que se había mostrado muy amistoso con papá, desfilando a la vista de todos por el mercado. Tenía la cabeza afeitada y le quedaba al descubierto su morena piel (después, en sus memorias, dijo que se había afeitado la cabeza para que los Guardianes Rojos no pudieran tirarle del pelo), y alrededor de su cintura llevaba atado un burro hecho con papel maché. Mientras el aire se llenaba del retumbar de los tambores y del sonido de los gongs, corría al son de los golpes, bailando con una sonrisa bobalicona en su rostro. Parecía uno de los cómicos locales que actúan para el año nuevo. Como había montado el burro de nuestra familia en los viajes de inspección que llevó a cabo durante la campaña de fundición de hierro y de acero, la gente le había puesto el sobrenombre de Jefe Burro. Después, cuando estalló la Revolución Cultural, los Guardianes Rojos quisieron aumentar la curiosidad morbosa, su atractivo visual, y la capacidad para arrastrar a las masas mientras desfilaban los capitalistas, así que le obligaron a llevar ese burro hecho con papel maché. Más tarde, muchos líderes escribieron sus memorias y cuando narraron lo que había ocurrido durante la Revolución Cultural, sus relatos estaban llenos de sangre y lágrimas, y describían aquel periodo como un infierno en la tierra, más terrible que los campos de concentración de Hitler. Pero este oficial escribió acerca de las experiencias que vivió durante los primeros días de la Revolución Cultural empleando un estilo cargado de vida y humor. Escribió que cabalgó sobre su burro de papel en dieciocho desfiles por el mercado y con ello se fue volviendo más fuerte y saludable. Dejó de tener la tensión sanguínea elevada y no volvió a padecer insomnio. Afirmó que el sonido de los tambores y de los gongs le había dado energía; le temblaban las piernas y, al igual que un burro cuando divisa a su madre, golpeaba con los pies en el suelo y resollaba a través de la nariz. Cuando asocié sus memorias con los recuerdos que tenía de él llevando el burro hecho con papel maché, comprendí por qué su rostro estaba adornado con aquella sonrisa bobalicona. Dijo que cuando seguía el ritmo de los tambores y de los gongs y comenzaba a bailar con su burro de papel maché, sentía que poco a poco se iba convirtiendo en un burro, concretamente en el burro negro que pertenecía al campesino independiente Lan Lian, y su mente comenzó a divagar, libre y relajada, como si estuviera viviendo en algún lugar situado entre el mundo real y una ilusión maravillosa. Según él, sentía las piernas como si se hubieran convertido en cuatro pezuñas, sentía que le había crecido la cola y que él y el burro de papel maché que llevaba atado alrededor de la cintura se habían fusionado en un solo cuerpo, como si fuera el centauro de la mitología griega. Como consecuencia de ello, adquirió de primera mano la percepción de lo que se siente siendo un burro, sus alegrías y sus sufrimientos. Los mercados ofrecían pocos artículos de venta durante la Revolución Cultural y la mayoría del ajetreo y del bullicio lo producían las personas que se congregaban para contemplar los diversos espectáculos. Acababa de llegar el invierno, así que la gente iba muy abrigada, salvo los más jóvenes, que preferían el aspecto que les confería la ropa fina. Todo el mundo llevaba brazaletes rojos, que eran especialmente prominentes en los brazos de los jóvenes que llevaban finas chaquetas militares de color caqui o azul. En los abrigos negros de forro raídos de los residentes más ancianos, cubiertos de mugre, los brazaletes eran unos adornos incongruentes. Una vendedora ambulante de pollos se quedó en la entrada de la Cooperativa de Comercio y Aprovisionamiento sujetando un pollo en la mano. También llevaba un brazalete de color rojo.

—¿Tú también te has unido a los Guardianes Rojos, Tía? —le preguntó alguien.

Ella apretó los labios y dijo:

—El rojo hace furor, así pues ¿por qué no me iba a unir?

—¿A qué unidad? ¿A la Montaña Jinggang o al Mono Dorado?

—Vete al infierno —dijo—, y no me hagas perder el tiempo con esas tonterías. Si has venido aquí a comprar un pollo, entonces hazlo. Si no, ¡déjame tranquilo!

El equipo de propaganda apareció montado en un camión soviético que sobró de la guerra de Corea. Su pintura verde original se había difuminado años atrás al ser azotada por los elementos y en la parte superior de la cabina se había colocado una estructura con cuatro altavoces. En el remolque del camión se había montado un generador impulsado por gasolina y a ambos lados del mismo había una columna de Guardianes Rojos vestidos con uniformes del ejército de imitación, cada uno de ellos agarrando el lateral con una mano y sujetando su Pequeño Libro Rojo en la otra. Sus rostros eran de color carmesí, ya fuera como consecuencia del frío o de su pasión revolucionaria. Uno de ellos, una chica que padecía un ligero estrabismo, sonreía de oreja a oreja. Los altavoces bramaban con tanta fuerza que la mujer de un campesino sufrió un aborto, un cerdo corrió desbocado hacia un muro y se golpeó en la cabeza, un corral entero de gallinas echó a volar y los perros del lugar comenzaron a ladrar hasta quedarse afónicos. Los primeros sonidos que se escucharon después de «El Oriente es rojo» fueron el rugido del generador, que se acopló con los altavoces. A estos les siguió la voz melodiosa de una joven. Me subí a un árbol para poder observar lo que había dentro del remolque del camión y me encontré con dos sillas y una mesa sobre la cual reposaban una especie de máquina y un micrófono envuelto en un paño rojo. Una de las sillas estaba ocupada por una chica de pequeñas trenzas, la otra por un muchacho que estaba peinado con la raya en medio. Nunca los había visto antes, pero el muchacho era Pequeño Chang, que había llegado a nuestra aldea durante la Campaña de las Cuatro Limpiezas, al que todos llamaban Burro Rebuznando. Le lancé un grito desde mi posición elevada en el árbol. ¡Pequeño Chang! ¡Pequeño Chang! ¡Burro!

Pero mis gritos fueron engullidos por el sonido de los altavoces.

La chica gritó ante el micrófono y el altavoz transportó su voz como si se tratara de un trueno. Esto es lo que escucharon todos los habitantes del concejo de Gaomi del Noreste: «El seguidor del capitalismo Chen Guangdi, un comerciante de burros que se abrió paso en el Partido, se enfrentó al Gran Salto Adelante, se enfrentó a las Tres Banderas Rojas, es un hermano de sangre de Lan Lian, el campesino independiente del concejo de Gaomi del Noreste que de manera testaruda sigue el camino del capitalismo, y actúa como paraguas protector del campesino independiente. Chen Guangdi no sólo es un reaccionario ideológico, sino que también es una persona inmoral. Ha mantenido relaciones sexuales con una burra y la ha dejado preñada. Ella ha parido un monstruo: ¡un burro con cabeza humana!».

¡Sí! La multitud bramó a modo de aprobación. Los Guardianes Rojos que había en el camión siguieron las consignas que lanzaba Burro Rebuznando: «¡Abajo con el jefe del condado Chen Cabeza de Burro Guangdi! ¡Abajo con el violador de burras Chen Guangdi! ¡Abajo con el asaltador de burras Chen Guangdi!». La voz de Burro Rebuznando, magnificada por el altavoz, se convirtió en una calamidad vocal, y una bandada de gansos salvajes que volaba por encima de las cabezas cayó al suelo como piedras. En esa época, la carne de esas aves era una exquisitez, enormemente nutritiva, una rareza para la gente que se encontraba abajo. Que aquellos gansos cayeran del cielo en un momento en el que la capacidad alimenticia del pueblo estaba tan empobrecida parecía una bendición del cielo, pero en realidad fue todo lo contrario. La gente se volvió loca, empujando, pateando, gritando y vociferando, peor que una manada de perros hambrientos. La primera persona en poner las manos en una de las aves que había caído debió sentirse llena de alegría, quiero decir hasta que todos los demás se abalanzaron sobre ella tratando de arrebatársela. Las plumas se esparcieron por el suelo y salieron flotando por el aire. Era como rasgar una almohada. Le arrancaron las alas al ave; las patas acabaron en las manos de alguna persona y el cuello fue arrancado de su cuerpo y sacudido en el aire, derramando gotas de sangre por todo el lugar. La multitud que se encontraba en las filas de atrás golpeó las cabezas y los hombros de los que se encontraban en la parte delantera como si fueran perros de presa. La gente se caía al suelo, era pisoteada, pateada. Los gritos de ¡madre!…, ¡madre, sálvame!… emergían de docenas de nudos negros de humanidad que borbotaban y se agitaban. Los gritos y chillidos —¡oh, mi pobre cabeza!— se mezclaban con el sonido de los altavoces. El caos se convirtió en una lucha enmarañada y de ahí en una batalla campal. El resultado final fue el siguiente: diecisiete personas fueron pisoteadas hasta la muerte y un número desconocido sufrió diversas lesiones.

A algunos de los muertos se los llevaron sus familiares, otros fueron arrastrados hasta la puerta de la Sección del Carnicero para esperar su identificación y eliminación. Algunos de los heridos fueron conducidos a la clínica o se los llevaron a casa sus parientes, unos cuantos se fueron caminando o arrastrándose por su propio pie; otros se marcharon cojeando a donde quisiera que fueran, otros se limitaron a quedarse en el suelo llorando o gimiendo. Aquellas fueron las primeras muertes que se registraron en el concejo de Gaomi del Noreste durante la Revolución Cultural. A lo largo de los meses siguientes, aunque se libraron algunas batallas, con ladrillos y baldosas que volaban por los aires y todo tipo de armas, desde cuchillos hasta pistolas o palos, el número de víctimas no fue nada en comparación con este incidente.

Yo me encontraba perfectamente a salvo en el árbol, desde donde vi con todo detalle cómo se desarrollaron los acontecimientos. Vi a las aves caer del cielo y observé cómo eran desmembradas por el populacho. Fui testigo de todo tipo de expresiones de cólera —codicia, locura, aturdimiento, sufrimiento, ferocidad— durante el incidente; escuché de todo, desde gritos de tormento a exclamaciones de júbilo; olí sangre y muchos otros tipos de olores perniciosos; y sentí tanto corrientes heladas como olas ardientes en el aire. Todo aquello me recordaba a los relatos de los tiempos de guerra y, aunque los anales del condado de la Revolución Cultural registraron el caso de los gansos salvajes como un caso de gripe aviaria, en aquel momento creí, como sigo creyendo ahora, que fueron abatidas por el excesivo volumen de los altavoces.

Después de que se calmaran las cosas, los desfiles volvieron a comenzar, aunque el incidente hizo que la multitud que los observaba actuara con precaución. Se abrió un camino gris en el lugar del mercado donde hacía unos instantes las cabezas se habían golpeado entre sí, un lugar que ahora estaba salpicado de manchas de sangre y cadáveres mutilados de aves. Las brisas que transportaban un hedor intenso hacían volar las plumas aquí y allá. La mujer que unos instantes antes vendía pollos avanzaba cojeando por la calle, frotándose la nariz y secándose los ojos con su brazalete rojo, sin parar de gemir: «Mis pollos, oh, mis pobres pollos…, devolvedme los pollos, malditos cabrones, merecéis que os peguen un tiro…».

El camión se encontraba aparcado entre los mercados de ganado y de muebles viejos. En aquel momento los Guardianes Rojos se habían bajado del camión y se encontraban sentados con calma sobre un tronco que olía a resina de pino. El jefe Song, el cocinero con la cara llena de picaduras que procedía de la cocina comunitaria, salió con dos cubos de sopa de alubias para dar la bienvenida a los pequeños generales de la Guardia Roja que procedían del escaño del condado, y su vapor fragante flotaba en el aire desde los rebosantes cubos.

Cara Picada Song llevó un cuenco de sopa al camión, donde se lo ofreció con ambas manos a Burro Rebuznando y a la Guardiana Roja que se encontraba al mando de la retransmisión. Haciendo caso omiso de su ofrecimiento, la comandante gritó en el micrófono: «¡Expulsemos a los demonios del buey y a los espíritus de la serpiente!».

Ante aquella señal, los demonios del buey y los espíritus de la serpiente, liderados por el jefe del condado Chen Guangdi, salieron corriendo del recinto con alegría desmedida. Como ya habíamos visto, el cuerpo del Jefe Burro Chen se había fusionado con el burro hecho de papel maché y cuando salió a escena, lucía una cabeza humana. Pero eso cambió en cuanto hizo unos cuantos movimientos. En una de esas escenas que sólo se ven en las películas o en la televisión, sus orejas se hicieron más largas y se pusieron tiesas, como hojas gruesas que crecen de un tronco tropical o como enormes mariposas grises que emergen de los capullos. Su piel parecía satén que brillaba con lustre elegante, cubierta por una capa de largos y suaves cabellos que sin duda resultaban blandos al tacto. A continuación, su rostro se alargó; sus ojos se hicieron más grandes y se desplazaron lejos de la nariz, que cada vez era más ancha, de color blanco y cubierta de pelos cortos y suaves, sin duda blandos al tacto. Su boca se combó y se dividió en un par de labios gruesos y carnosos, también sin duda blandos al tacto. Dos hileras de enormes dientes blancos se cubrieron al principio de labios de burro, pero en el momento en el que depositó la mirada en la Guardiana Roja, con su brazalete rojo, sus labios se echaron hacia atrás e hicieron su aparición unos dientes enormes. Años atrás, habíamos tenido un burro, así que conocía muy bien las costumbres de esos animales y sabía que cuando uno de ellos echa hacia atrás los labios es que está excitado sexualmente y va a mostrarnos su enorme órgano sexual, que hasta entonces estaba perfectamente envainado. Por suerte, el jefe del condado Chen conservaba los suficientes instintos humanos como para que su transformación en burro resultara incompleta y, aunque echó hacia atrás los labios, mantuvo su órgano sexual oculto a la vista de todos los presentes. Fan Tong, antiguo secretario del Partido de la comuna, fue el siguiente en aparecer. En efecto, era el antiguo secretario del jefe Chen, el que amaba tanto la carne de burro, sobre todo su órgano masculino, así que los Guardianes Rojos le prepararon uno con un enorme nabo blanco, la verdura más abundante del concejo de Gaomi del Noreste. De hecho, no había que inventarse gran cosa: unos cuantos tajos con un cuchillo en la cabeza y un poco de tinta negra era todo cuanto hizo falta. Hay muy pocas cosas más fértiles que la imaginación del ser humano. No hacía falta decir a nadie lo que representaba aquel nabo de cabeza negra. Este camarada Fan, con el rostro torcido en una mueca, se movía lentamente debido a la grasa que transportaba en su cuerpo. No podía mantener el ritmo de los tambores y los gongs y entonces la columna de demonios de buey y de espíritus de serpiente se sintió completamente confusa. Un Guardián Rojo trató de remediar la situación golpeándole en el trasero, pero lo único que consiguió fue hacer que saltara y gritara de dolor. A continuación, los golpes pasaron a su cabeza, que trató de proteger con la polla falsa de burro en su mano. Pero se partió en dos, sacando a la luz su verdadera naturaleza de nabo: blanco, crujiente y con alto contenido en agua. La multitud se rio ruidosamente, incluyendo a los Guardianes Rojos. Fan Tong fue entregado a dos Guardianas Rojas, que le obligaron a comerse las dos mitades de la polla falsa de burro delante de todo el mundo. La tinta negra, dijo, era tóxica, y se negó a ingerirla. Los rostros de las Guardianas Rojas enrojecieron, como si hubieran sido humilladas.

—Tú, rufián, maldito y apestoso rufián. Una paliza sería demasiado buena para ti. Lo que necesitas es que te pateen.

Retrocedieron un paso y comenzaron a dar patadas a Fan Tong, que rodó por el suelo, gritando lastimosamente.

—Pequeñas generales, pequeñas generales, no me deis patadas. Me lo comeré, me lo comeré.

Acercó el nabo a la boca y le dio un mordisco.

—Más rápido, come más rápido.

Le dio otro mordisco. Sus mejillas se hincharon tanto que no podía ni masticar, así que trató de engullirlo y acabó atragantándose, hasta que se le pusieron los ojos en blanco. Una docena o más de demonios de bueyes y espíritus de serpientes seguían al Jefe Burro del condado, cada uno de ellos realizando su propio truco y su particular exhibición, un espectáculo extraordinariamente entretenido para los ojos de los espectadores. Los tambores, los gongs y los címbalos se manejaban con gran destreza profesional, ya que los músicos eran miembros de la división de percusión de la ópera del condado. Su repertorio consistía en docenas de cadencias y los músicos locales no estaban a su nivel. Comparándolos con ellos, nuestro equipo de percusión de la aldea de Ximen era como una pandilla de chiquillos golpeando unos trozos de metal tratando de asustar a los gorriones.

El desfile por la aldea de Ximen avanzaba desde el este del mercado. Sun Long —Dragón Sun— transportaba un tambor sobre su espalda. Sun Hu —Tigre Sun— lo golpeaba desde atrás. El gong lo tocaba Sun Bao, Pantera Sun; y los címbalos los manejaba Sun Biao, Cachorro de Tigre Sun.

Los cuatro hermanos Sun procedían de una humilde familia de campesinos y era lógico que los instrumentos de percusión estuvieran en sus manos. Estaban precedidos por los demonios de buey y los espíritus de serpiente de la aldea, así como por los seguidores del capitalismo. Hong Taiyue había conseguido salvarse de las Cuatro Limpiezas, pero no de la Revolución Cultural.

Llevaba sobre la cabeza un capirote de papel y sobre la espalda le habían pegado un cartel escrito con letras grandes y caracteres antiguos. Nada más verlo me di cuenta de que aquellas letras eran obra de Ximen Jinlong. Hong Taiyue llevaba el hueso de la cadera de un buey con anillos de latón a los lados, como recordatorio de su pasado glorioso. El capirote mal encajado seguía cayéndose hacia un lado, obligándole a levantar el brazo y a sujetarlo con la mano. Si tardaba mucho en hacerlo, un joven de cejas pobladas que se encontraba situado a su espalda le daba una patada en el trasero. ¿Quién era ese joven? Nada menos que mi medio hermano, Ximen Jinlong. Públicamente era conocido como Lan Jinlong. Había sido lo bastante inteligente como para saber que no debía cambiarse el apellido, porque le habría hecho parecer descendiente de un terrateniente tirano, un ser de segunda categoría. Mi padre era un campesino independiente, pero su estatus como peón de labranza no había cambiado. En aquellos tiempos, tener la designación de peón de labranza era como oro que relucía con todo su esplendor. No tenía precio.

Mi hermano llevaba una auténtica túnica del ejército, que había conseguido de su amigo Pequeño Chang. Debajo de la túnica llevaba unos pantalones azules de franela y unos zapatos de plástico de color caqui con la suela blanca. Un amplio cinturón de cuero con una hebilla de latón le rodeaba su cintura. Los soldados de la Ruta Octava o del Nuevo Cuarto Ejército llevaban este tipo de cinturones y ahora él lucía uno. Tenía la camisa arremangada y de su antebrazo colgaba el brazalete de la Guardia Roja. Todos los brazaletes rojos de los aldeanos se habían elaborado con tela roja y se les había añadido una serie de palabras de color amarillo utilizando una plantilla.

El de mi hermano estaba hecho de seda y las palabras se habían grabado con hilo de color dorado. En todo el país sólo había diez como ese, todos ellos elaborados de la noche a la mañana por la mejor costurera del país, que, después de llegar al décimo, comenzó a escupir sangre y murió repentinamente, lo cual, debido a las manchas de sangre que había dejado, realzaba la magnitud de la tragedia. Y mi hermano llevaba uno de aquellos brazaletes, grabado sólo con la palabra Roja, y manchado con la sangre de la costurera. Mi hermana, Ximen Baofeng, le había borrado después la palabra Guardia. Mi hermano consiguió hacerse con un artículo tan apreciado cuando acudió a los cuarteles generales de la facción de la Guardia Roja del Mono Dorado a visitar a su amigo Burro Rebuznando. «Los dos burros», excitados al verse de nuevo después de tanto tiempo, se dieron un apretón de manos, se abrazaron y compartieron un saludo revolucionario, después del cual intercambiaron noticias acerca de lo que había sucedido desde la última vez que se vieron y hablaron de la situación revolucionaria que se vivía en la aldea.

No me encontraba presente en aquel momento, pero estoy seguro de que Burro Rebuznando preguntó por mi hermana, a la que seguramente no había olvidado.

Mi hermano había acudido a la sede del condado para «buscar escrituras». Cuando estalló la Revolución Cultural se estaba cociendo un problema en la aldea, pero nadie sabía cómo atajarlo de raíz. Mi hermano tenía un talento natural para llegar al fondo de cualquier asunto, así que Burro Rebuznando no tuvo más que decir:

—Lucha contra los líderes del Partido de la misma manera que hicimos contra el tirano terrateniente.

Obviamente, tampoco tuvieron la menor clemencia con los terratenientes, los campesinos ricos y los contrarrevolucionarios que ya habían sido machacados por el Partido Comunista.

Mi hermano comprendió con total exactitud qué debía hacer mientras la sangre caliente corría por sus venas. Cuando se marchaba, Burro Rebuznando le entregó el brazalete rojo sin acabar y un ovillo de hilo de seda de color dorado.

—Tu hermana es una joven inteligente —dijo—, así que puede acabarlo de coser.

Mi hermano metió la mano en su mochila y le entregó un regalo de parte de mi hermana: un par de bordados cosidos con hilos de varios colores. Para las chicas de nuestra área, entregar a alguien unos bordados era una petición virtual de matrimonio. El dibujo consistía en un par de patos mandarines retozando en el agua. Los colores rojos y verdes, las puntadas exquisitamente realizadas y el dibujo mordaz delataban un profundo afecto. «Los dos burros» se sonrojaron. Mientras aceptaba el regalo, Burro Rebuznando dijo:

—Por favor, di a la camarada Lan Baofeng que las mariposas y los patos mandarines representan sentimientos que pertenecen a los terratenientes y a los seguidores del capitalismo. La estética proletaria se encuentra en los pinos verdes, en el sol rojo, en los inmensos océanos, en las elevadas montañas, en las antorchas, en las guadañas y en las hachas. Si quiere hacer un bordado, debería concentrarse en esos motivos.

Mi hermano asintió con solemnidad, prometiendo transmitirle sus palabras. A continuación, el comandante se quitó la túnica del ejército que llevaba puesta y dijo con tono sombrío:

—Me la dio un amigo mío que es instructor militar. Mira, tiene cuatro bolsillos y es una auténtica túnica del ejército. El tipo que se encarga de la compañía de accesorios del condado trajo una flamante bicicleta marca Ciervo Dorado y no se la quise intercambiar.

En cuanto regresó a la aldea, mi hermano organizó en ella una división de la Guardia Roja del Mono Dorado. Cuando se izó la bandera, la aldea se levantó a modo de respuesta. La mayoría de los aldeanos jóvenes sentían un temor reverencial hacia mi hermano y ahora tenían la oportunidad de ponerse detrás de él. Ocuparon los cuarteles generales de la brigada, vendieron un burro y dos bueyes por mil quinientos yuan y compraron tela de color rojo, con la que hicieron brazaletes, banderas rojas y borlas rojas para las lanzas, además de un megáfono y diez cubos de pintura roja, que utilizaron para pintar las puertas, las ventanas y las paredes del cuartel general. Incluso pintaron el albaricoquero que se elevaba en el patio de color rojo intenso. Cuando mi padre mostró su desaprobación, Tigre Sun lanzó pintura roja al rostro de papá, y la mitad de su cara quedó de color azul y la otra mitad de color rojo. Jinlong se apartó a un lado para observar a una fría distancia cómo mi padre maldecía a aquellos jóvenes. Sin el menor miramiento, mi padre se encaró con Jinlong.

—¿Acaso se ha producido otro cambio dinástico, joven maestro? —preguntó.

Jinlong se limitó a quedarse allí con las manos en las caderas y el pecho hinchado y dijo bruscamente:

—En efecto, así ha sido.

—¿Eso significa que Mao Zedong ya no es el presidente? —preguntó papá con educación.

Jinlong, que no estaba preparado para aquella pregunta, hizo una pausa antes de responder de manera airada:

—¡Pintadle de rojo la mitad azul de su rostro!

Los hermanos Sun —Dragón, Tigre, Pantera y Cachorro de Tigre— se precipitaron sobre él. Dos de ellos sujetaron a papá por los brazos, uno de ellos le agarró por el cabello y el último de los hermanos agarró la brocha y cubrió el rostro de mi padre con una gruesa capa de pintura roja. Mientras papá reaccionaba maldiciendo amargamente, la pintura se metió en su boca y tiñó sus dientes de rojo. Verlo era todo un poema, con dos agujeros negros en los ojos dentro de los cuales podría deslizarse en cualquier momento la pintura que resbalaba de sus cejas. Mi madre salió de la casa, llorando y gritando:

—Jinlong, es tu padre. ¿Cómo puedes tratarle de esa manera?

Jinlong respondió con frialdad:

—Toda la nación es roja y no dejamos un solo punto sin tocar. La Revolución Cultural se ha puesto en marcha para sellar el destino de los seguidores del capitalismo, de los terratenientes, de los campesinos ricos y de los contrarrevolucionarios. Ningún campesino independiente se va a deslizar por entre las rendijas. Si se niega a abandonar sus actividades independientes y continúa por el camino del capitalismo, le ahogaremos en un cubo de pintura negra.

Papá se quitó la pintura roja de su rostro para evitar que siguiera resbalando por sus ojos, que era lo que más temía, pero lo único que consiguió hacer, el pobre hombre, fue extenderla por los ojos. Cegado por la pintura, comenzó a dar saltos de dolor y a gritar de manera desesperada. Muy pronto se agotó de tanto saltar y comenzó a rodar por el suelo, donde se cubrió de los pies a la cabeza con los excrementos de pollo. Los pollos de mamá y de Qiuxiang, llenos de pánico al contemplar toda la pintura roja y a un hombre con la cara pintada de rojo, tuvieron miedo de quedarse en sus corrales y comenzaron a volar por encima de la pared, a posarse sobre las ramas del albaricoquero, e incluso sobre los aleros de la casa, y allá donde aterrizaban dejaban las marcas de sus garras.

—Jiefang, hijo mío —gritó mamá invadida por la tristeza—, ve a buscar a tu hermana, tráela para que impida que tu padre se quede ciego.

Armado con una lanza decorada con una borla roja que había arrebatado de la mano de un Guardián Rojo e invadido por la ira, estaba determinado a llenar el cuerpo de Jinlong de agujeros y ver qué era lo que emanaba del interior de este hermano que había dado la espalda a su propia familia. Tenía la sensación de que su sangre tenía que ser negra. Los gritos de angustia de mi madre y los gemidos de dolor de papá me obligaron a contener mi deseo de llenar a Jinlong de agujeros, al menos por el momento. Salvar la vista de mi padre estaba por encima de cualquier otra cosa. Salí corriendo a la calle, arrastrando la lanza.

—¿Has visto a mi hermana? —pregunté a una anciana de cabellos grises.

La anciana sacudió la cabeza mientras se secaba las lágrimas. Ni siquiera estaba seguro de que me hubiera entendido.

—¿Has visto a mi hermana? —pregunté a un anciano calvo de hombros encorvados.

El hombre sonrió tontamente y colocó la mano en una oreja. Ah, es sordo y no puede oírme.

—¿Has visto a mi hermana? —pregunté a un camarada que tiraba de un carro, agarrándole por el hombro.

Su carro se inclinó y cayeron montones de lustrosas piedras, que se golpearon entre sí mientras bajaban rodando por la calle. El camarada sacudió la cabeza y dejó asomar una sonrisa triste en su rostro. Tenía todo el derecho del mundo a estar enfadado, pero no era así. Se trataba de Wu Yuan, uno de nuestros campesinos ricos, un hombre que era capaz de sacar las notas más tristes de una flauta, que tocaba con elegancia exquisita. Pertenecía a la vieja escuela, un hombre que se podría decir que simpatizaba con el tirano terrateniente Ximen Nao. Salí corriendo y dejé que Wu Yuan cargara de nuevo las piedras en la carreta, ya que las tenía que entregar en el recinto Ximen por orden del comandante de la facción de la Guardia Roja del Mono Dorado de la Rama de la Aldea de Ximen. Me di de bruces con Huang Huzhu. La mayoría de las chicas de la aldea se había dejado el pelo corto, con una raya, como los chicos, y sacaron a la luz su cuello y su cuero cabelludo. Sólo ella seguía luciendo obstinadamente una coleta que llevaba atada en el extremo con un lazo rojo: una moda que se consideraba feudal, conservadora, reaccionaria, una actitud que rivalizaba sin duda con la de mi padre, que se negaba obstinado a abandonar el cultivo de las tierras de manera independiente. Sin embargo, tiempo atrás, aquella coleta le había proporcionado un buen servicio, ya que cuando se representó el modelo de ópera revolucionaria La linterna roja, pudo hacer sin problemas el papel de Li Tiemei, un personaje que llevaba una coleta como aquella. Incluso las actrices de la compañía de ópera del condado a las que se había asignado el papel de Li Tiemei tenían que llevar coletas postizas. Nuestra Li Tiemei tenía una coleta auténtica y todos y cada uno de sus cabellos estaban clavados en su cuero cabelludo. Más tarde me enteré de por qué Huang Huzhu estaba tan empeñada en llevar la coleta. La razón era que por el interior de su cabello corrían multitud de finos capilares. Si se lo cortaba, habrían comenzado a derramar sangre. Su cabello era grueso y frondoso, unas cualidades que muy pocas veces se pueden encontrar.

—Huzhu —dije cuando me tropecé con ella—, ¿has visto a mi hermana?

Ella abrió la boca, como si quisiera decir algo, pero la volvió a cerrar de inmediato. Se mostró como una persona fría, malvada, absolutamente desagradable. No podía dejar que su expresión me molestara.

—Te he hecho una pregunta —dije levantando la voz—: ¿Has visto a mi hermana?

Fingiendo que no lo sabía, me preguntó:

—¿Y quién es tu hermana?

—Jodida Huang Huzhu, ¿me estás diciendo que no sabes quién es mi hermana? Si no sabes eso, entonces ni siquiera debes saber quién es tu propia madre. Mi hermana, Lan Baofeng, la asistente sanitaria, la «doctora descalza».

—Ah, esa —dijo con un ligero y extraordinariamente desafiante rictus en su boca. Luego respondió de forma adecuada, pero dejando entrever ciertos celos—. Está en la escuela, liada con Ma Liangcai. Ve ahora o te lo perderás. En cuestión de un minuto, dos perros, uno cruzado y una perra, uno más excitado que el otro, estarán apareándose.

Aquello me sorprendió. Nunca hubiera esperado un lenguaje tan vulgar como aquel de una persona tan anticuada como Huzhu.

—¡Otro logro de la Gran Revolución Cultural! —dijo fríamente Cabeza Grande Lan Qiansui. Sus dedos sangraban en abundancia. Le entregué la medicina que le había preparado de antemano y él se la frotó sobre los dedos, que dejaron de sangrar al instante.

El rostro de la joven enrojeció, se le hinchó el pecho y en ese momento me di cuenta exactamente de qué era lo que estaba a punto de suceder. Aunque ella no estuviera enamorada en secreto de Ma Liangcai, verlo retozar con mi hermana le molestaba muchísimo.

—Ahora no puedo preocuparme por ti —dije—. Ya me ocuparé más adelante, maldita fulana. Ya sé que estás enamorada de mi hermano. Aunque, no, ese ya no es mi hermano, no lo es desde hace mucho tiempo. No es más que la mala semilla de Ximen Nao.

—Lo mismo se podría decir de tu hermana —dijo.

Aquello me detuvo. Sentía como si mi garganta estuviera atascada con una pasta pegajosa.

—Son diferentes —dije por fin—. Ella es una persona decente y amable, de buen corazón, con la sangre roja, un ser humano. Es mi hermana.

—Ya casi no le queda nada de humanidad. Apesta como un perro. Es la semilla bastarda de Ximen Nao y una perra cruzada y eso se huele cada vez que llueve —dijo Huzhu, rechinando los dientes.

Hice girar mi lanza. Durante el periodo revolucionario el pueblo tenía el poder de ejecutar a las personas. La Comuna del Pueblo de la Montaña Jia aprobó que la autoridad para ejecutar se redujera al nivel de la aldea, y la aldea de Mawan había asesinado a treinta y tres personas en un solo día, la más anciana de ellas de ochenta y ocho años y la más joven de trece. Algunos fueron apaleados hasta la muerte y otros fueron cortados por la mitad con las guadañas. Apunté mi lanza hacia su pecho. Ella lo sacó para tocar la punta.

—Adelante, mátame si tienes agallas. Ya he vivido lo suficiente.

Las lágrimas emanaban de sus encantadores ojos. Ahí había algo extraño, algo que no podía averiguar. Huzhu y yo habíamos crecido juntos. Habíamos jugado juntos en la orilla del río, desnudos como el día en el que nacimos, y ella había demostrado un interés tan especial por mi pequeño miembro que un día corrió a casa llorando, diciendo a su madre, Wu Qiuxiang, que quería uno para ella. ¿Cómo es que Jiefang tiene uno y yo no? Wu Qiuxiang se colocó debajo del albaricoquero y me lanzó una regañina:

—Jiefang, maldito gamberro, si vuelves a aprovecharte de Huzhu te cortaré el pito cuando no estés mirando.

Tenía la sensación de que aquello había sucedido ayer, pero ahora, de repente, Huzhu se había vuelto tan enigmática como una tortuga de río. Me di la vuelta y salí corriendo. Las lágrimas de una mujer siempre me rechinaban. En cuanto una mujer empieza a llorar, noto cómo la pena me invade la nariz. Me siento mareado. He padecido ese tipo de debilidad durante toda mi vida.

—Ximen Jinlong ha arrojado pintura roja a los ojos de mi padre —grité—, y tengo que encontrar a mi hermana para salvarle la vista…

—Le está bien empleado. Esa es tu familia, perro come carne de perro…

Su odioso comentario me desconcertó. Imagino que podrás decir que en aquel momento me escapé de Huzhu, aunque mi creciente odio hacia ella se vio temperado por la misma proporción de afecto constante. Sabía que ella no sentía nada por mí, pero al menos me había dicho dónde se encontraba mi hermana.

La escuela elemental estaba situada en el extremo occidental de la aldea, cerca de la muralla. Tenía un espacioso patio rodeado por una pared hecha de ladrillos procedentes de varios cementerios, lo cual aseguraba que en aquel lugar siempre habría espíritus de los muertos que saldrían por la noche a vagar por los alrededores. Una amplia arboleda de pinos situada detrás de la pared servía como hogar a los búhos, cuyos aullidos metían el miedo en el cuerpo a todos los que los escuchaban. Era un milagro que aquellos árboles no hubieran sido talados para utilizarlos como combustible durante la campaña de fundición de hierro y acero, algo que se podía atribuir al hecho de que había un viejo ciprés que comenzaba a sangrar cada vez que alguien intentaba cortarlo. ¿Quién ha visto alguna vez sangrar a un árbol? Era como el cabello de Huzhu, que sangraba si se lo cortaba. Así, las únicas cosas que se conservaron fueron las más insólitas.

Encontré a mi hermana en la oficina de la escuela. No había el menor romanticismo entre ella y Ma Liangcai, sino que le estaba curando una herida. Alguien le había golpeado y se le había abierto una brecha en la cabeza, y mi hermana le estaba colocando un vendaje que únicamente le dejaba al descubierto un ojo para que pudiera ver cuando caminara, los orificios nasales para que pudiera respirar y la boca para que pudiera comer y beber. A mí me recordaba a los soldados nacionalistas que habíamos visto en las películas después de que hubieran sido golpeados hasta la extenuación por las fuerzas comunistas. Ella presentaba el típico aspecto de una enfermera, pero absolutamente desprovista de expresión, como si estuviera esculpida en mármol frío y pulido. Todas las ventanas estaban destrozadas y todos los pedazos de cristales rotos habían sido robados por los niños, que se los llevaban a casa para dárselos a sus madres, la mayoría de las veces para que pelaran patatas con ellos. La gente había colocado los pedazos más grandes en los marcos tapizados de las ventanas con el fin de poder ver el exterior y que así entrara un poco de luz solar. A última hora de la tarde de agosto el viento soplaba con fuerza desde los pinos, transportando el aroma de la resina y haciendo volar los papeles de la mesa de la oficina hasta arrojarlos al suelo.

—Toma dos pastillas, tres veces al día —le dijo mi hermana—. Después de las comidas.

Él forzó una sonrisa.

—No las desperdicies —dijo—. No tendré la oportunidad de tomarlas ni antes ni después de las comidas, porque no voy a comer. Estoy en huelga de hambre como muestra de mi oposición a la rapiña que han llevado a cabo esos fascistas. Procedo de tres generaciones de campesinos pobres, nuestras raíces son rojas. Entonces, ¿por qué me han golpeado?

Mi hermana le lanzó una mirada de simpatía y dijo amablemente:

—Profesor Ma, no te enfades, eso hará que la herida empeore…

El profesor extendió las manos y agarró la mano de mi hermana.

—Baofeng —dijo casi de manera histérica—. Baofeng, quiero gustarte, quiero que seas mía… Durante todos estos años, pienso en ti mientras como, mientras duermo, mientras salgo a pasear. No sé qué hacer conmigo, me siento tan confuso. No sé cuántas veces he subido a una pared o a un árbol mientras todo el mundo cree que estoy pensando en mis estudios, pero en realidad estoy pensando en ti…

Supuse que todos esos disparates relacionados con el amor emergían de un pequeño agujero hecho en los absurdos vendajes. Sus ojos desprendían un brillo extraño, como si fueran pedazos húmedos de carbón. Mi hermana trató de soltarse de sus manos: echó la cabeza hacia atrás y la sacudió de un lado a otro para escapar del agujero en sus vendajes que había en la boca del maestro.

—No luches contra mí —dijo—, hazme caso…

Ma Liangcai estaba comenzando a vociferar. ¡Aquel tipo no tenía escrúpulos, hermana! Lancé un grito mientras abrí la puerta de una patada y entré corriendo a la habitación armado con mi lanza. Ma Liangcai soltó bruscamente las manos de mi hermana y cayó de espaldas, se golpeó con la palangana y derramó el agua por todo el suelo de ladrillo.

—¡Te voy a matar! —grité mientras clavaba la lanza en la pared.

Ma Liangcai perdió el equilibrio y se sentó de golpe sobre el húmedo periódico, evidentemente asustado y ridículo. Saqué la punta de la lanza de la pared y dije a Lan Baofeng:

—Hermana, Jinlong ordenó que echaran pintura roja a los ojos de papá. Cuando me fui se encontraba en el suelo retorciéndose de dolor. Mamá me dijo que viniera a buscarte. Te he buscado por todas partes. Ven conmigo e impide que papá se quede ciego.

Baofeng agarró su mochila médica, lanzó una mirada fugaz a Ma Liangcai, que estaba temblando en una esquina, y salió corriendo delante de mí, con tanta rapidez que no podía seguir su ritmo. Su mochila se balanceaba de un lado a otro, golpeando ruidosamente contra su espalda mientras corría. Ya habían salido las estrellas y en el cielo occidental Venus brillaba con intensidad junto a una luna en cuarto creciente.

Mi padre todavía se encontraba retorciéndose en el patio y nadie podía calmarle. Seguía frotándose los ojos y gritando de dolor, haciendo que a todo el mundo le corriera un escalofrío por la espalda. Todos los aduladores de mi hermano se habían marchado, dejándole a solas con sus protectores, los cuatro hermanos Sun. Mi madre y Huang Tong estaban sujetando a mi padre por los brazos para impedir que siguiera frotándose los ojos. Pero era demasiado fuerte para ellos y continuamente se soltaba los brazos, como si fuera un resbaladizo siluro. Mi madre, jadeando de agotamiento, seguía maldiciendo:

—Jinlong, bestia sin conciencia, puede que no sea tu padre biológico, pero te ha criado desde que eras niño. ¿Cómo puedes ser tan salvaje?

Mi hermana entró corriendo en el recinto como una salvadora caída de los cielos.

—Lan Lian —dijo mi madre—, deja de agitarte. Baofeng está aquí. Baofeng, ayuda a tu padre, no permitas que se quede ciego. Ya sé que es una persona muy testaruda, pero es un buen hombre y siempre ha sido especialmente bueno contigo y con tu hermano…

La noche no había caído del todo, pero el color rojo que cubría completamente el recinto y el rostro de papá se había tornado de un tono verde oscuro. El olor de la pintura estaba suspendido en el aire.

—Trae agua y date prisa.

Mi hermana seguía sin respiración. Mi madre corrió hacia el interior de la casa y volvió con un cazo lleno de agua.

—¡Eso no es suficiente! Necesito mucha agua, cuanta más mejor.

Cogió el cazo, apuntó al rostro de papá y dijo:

—Cierra los ojos, papá.

Lo cierto es que en todo momento habían estado cerrados, ya que no era capaz de abrirlos. Mi hermana vertió todo el agua en su rostro.

—¡Más agua! —gritó bruscamente—. ¡Agua! ¡Agua!

Yo estaba conmocionado al escuchar una exclamación como aquella saliendo de la boca de mi dulce hermana. Mamá llegó desde la casa con un cubo de agua, tropezándose mientras avanzaba hacia nosotros. Sorprendentemente, la esposa de Huang Tong, Wu Qiuxiang, una mujer cuyo único temor era que las cosas marcharan bien, ya que deseaba la peor de las suertes absolutamente a todo el mundo, salió de la casa también con un cubo de agua. La oscuridad había caído. Desde las sombras, mi hermana gritó:

—¡Arrojadla toda en la cara!

Un cubo entero de agua tras otro empaparon el rostro de mi padre, creando el sonido de las olas al romper en la orilla.

—¡Traedme un farol! —ordenó mi hermana.

Mi madre entró corriendo en la casa y salió con un pequeño farol de queroseno, caminando con cuidado y tapando la temblorosa llama con su mano. La brisa soplaba y apagó la llama. Mi madre perdió el equilibrio y cayó de bruces al suelo. El farol rodó a lo largo del patio y detecté el olor del queroseno que se elevaba desde una esquina lejana de la pared. Escuché cómo Jinlong decía en voz baja a uno de sus pelotilleros:

—Ve a encender la lámpara de gasolina.

Aparte del sol, la fuente de luz más intensa que había en aquel momento en la aldea de Ximen era una lámpara de gasolina. Aunque sólo tenía diecisiete años, Cachorro de Tigre era el experto de la aldea en prender aquella lámpara. Podía encenderla en sólo diez minutos, mientras que los demás necesitaban media hora. Al final, todos acababan rompiendo siempre el filamento de mimbre, pero a él nunca le sucedía eso. Se quedaba mirando al filamento, tan blanco que hacía daño a los ojos, y escuchaba ensimismado el silbido del gas.

El recinto estaba negro como la tinta, pero comenzaba a brillar una luz desde el interior de la casa, como si se estuviera extendiendo un incendio. Las miradas de sorpresa se dibujaron en los rostros de todos mientras Cachorro de Tigre Sun emergió de los cuarteles generales de la Guardia Roja de la aldea de Ximen con una lámpara de gas sujeta a un poste, como si estuviera sacando el sol para envestir la pared roja y el rojo árbol de un color escarlata radiante, fiero y cegador. Todos los rostros de la multitud se hicieron inmediatamente visibles: Huang Huzhu, de pie bajo el umbral de la puerta de su casa, manoseando la punta de su coleta como si fuera la hija mimada de una familia feudal; Huang Hezuo, bajo el albaricoquero, lanzando miradas aquí y allá, con su corte de pelo a lo chico comenzando a crecer y las burbujas emanando de entre sus dientes; Wu Qiuxiang corriendo por todas partes, como si tuviera muchas cosas que decir, pero nadie con quien hablar; Ximen Jinlong, con las manos en las caderas en mitad del patio, una mirada sombría en sus ojos y el ceño fruncido como si estuviera ponderando cuestiones muy importantes; tres de los hermanos Sun situados alrededor de Ximen Jinlong como una jauría de perros de carreras; y, por último, Huang Tong, que estaba muy ocupado echando agua sobre el rostro de mi padre. El agua: una parte de ella salpicaba en la luz radiante y otra se derramaba por su rostro. Mi padre por entonces ya se había puesto de pie, con las manos colocadas sobre las piernas estiradas, el rostro erguido para recibir el baño de agua. Estaba tranquilo: no más agitaciones violentas, no más gritos de angustia. Lo más probable era que la llegada de mi hermana le hubiera tranquilizado. Mi madre se encontraba gateando por el suelo y murmurando:

—Mi farol. ¿Dónde está mi farol?

Cubierta de barro, tenía un aspecto terrible, especialmente bajo la luz cegadora de la lámpara de gas, que mostraba su cabello de color blanco plateado. Parecía mucho mayor de lo que decía su edad, ya que todavía no había alcanzado los cincuenta, y sentí mucha pena por ella. Daba la sensación de que la pintura que había en el rostro de papá se había diluido un poco, pero todavía era de color rojo intenso, y las gotas de agua resbalaban como gotas de lluvia que descienden por una hoja de loto. Los mirones se habían congregado fuera del recinto, hasta que la puerta de entrada adquirió un tono oscuro de tanta gente que había. Mi hermana permanecía allí tan tranquila, como un general en el campo de batalla.

—Traed aquí la lámpara —dijo.

Cachorro de Tigre Sun la acercó, dando pasos muy pequeños. El segundo de los hermanos Sun —Tigre— salió volando de los cuarteles generales con una banqueta, probablemente obedeciendo las órdenes de mi hermano, y la colocó a un par de metros de mi padre para que su hermano tuviera un lugar donde colocar el farol. Mi hermana abrió su mochila y sacó un poco de algodón y un par de pinzas. Cogiendo un pedazo de algodón con las pinzas, lo empapó en agua y limpió la zona que se encontraba alrededor de los ojos de mi padre. A continuación, le limpió los párpados. Mi hermana trabajó con gran cuidado y rapidez. Cuando acabó, llenó una jeringuilla de agua y ordenó a mi padre que abriera los ojos, pero no pudo.

—¿Puede venir alguien a abrirle los ojos? —preguntó mi hermana.

Mamá se levantó, llevando consigo todo el barro.

—Jiefang —dijo mi hermana—, ven a abrir los ojos a papá.

Me agité con fuerza. Los ojos de papá me asustaban.

—¡Date prisa! —dijo.

Clavé la lanza en el suelo y me acerqué a ella, avanzando de puntillas como un pollo en la nieve. La miré fijamente, luego miré la jeringuilla que llevaba en la mano y traté de abrir uno de los ojos de papá. Su grito de dolor me cortó como un cuchillo y retrocedí de un salto de puro temor.

—¿Qué te pasa? —me preguntó mi hermana enfadada—. ¿Es que quieres que papá se quede ciego?

Huang Huzhu, que estaba mirando desde el umbral de su puerta, se acercó ágilmente hacia nosotros. Llevaba un abrigo de cuadros rojos sobre una blusa de alegres colores, con el cuello levantado. Su coleta iba de un lado a otro a lo largo de la columna vertebral. Al día de hoy, después de que hayan pasado muchos años, todavía puedo verla. La distancia que había del umbral de su puerta hasta nuestro buey era de aproximadamente treinta pasos. Bajo la intensa luz de la lámpara de gas, esos treinta pasos fueron un hermoso espectáculo en sí mismos, proyectando las sombras de una hermosa mujer. Todas las miradas estaban depositadas en ella, pero ninguna era más intensa que la mía. Después de todas las cosas terribles que había dicho de mi hermana, ahí estaba, avanzando valientemente para ser su ayudante.

—¡Yo lo haré! —dijo empleando un tono de voz decidido que flotó en el aire como un petirrojo.

El barro no la detuvo. ¿Qué más daba si sus hermosos zapatos de suela blanca se manchaban? Todo el mundo sabía que era una joven muy inteligente y hábil. Los bordados que mi hermana cosió eran muy hermosos, pero no tanto como los de Huzhu. Cuando el albaricoquero estaba en flor, se solía colocar debajo de él, con la mirada fija en las flores, y hacía volar los dedos mientras transfería las flores a la plantilla y conseguía que fueran más hermosas y frágiles que las que había en el árbol. Guardaba esos bordados en pequeños montoncitos debajo de su almohada y yo me preguntaba a quién se los iba a entregar. ¿A Burro Rebuznando? ¿A Ma Liangcai? ¿A Jinlong? ¿Qué pasaba conmigo?

Sus ojos brillaban con el extraordinario resplandor de la lámpara de gas, al igual que sus dientes. No cabía duda de que era una belleza, con un hermoso trasero redondo y unos senos desafiantes, y yo, preocupado sólo por seguir a mi padre en su obsesión por ser un campesino independiente, había pasado por alto la belleza que se encontraba justo a mi lado. En aquel breve momento, el tiempo que tardó en caminar desde el umbral de su puerta hasta el cobertizo de nuestro buey, me enamoré perdidamente de ella. Se inclinó, extendió sus delicados y largos dedos y abrió uno de los ojos de papá, que lanzó un grito de dolor, aunque escuché un pequeño sonido cuando se abrió el párpado, como las burbujas que suelta un pez desde el fondo del agua. La cuenca del ojo parecía una herida abierta de la cual emanaban fluidos sanguinolentos. Mi hermana apuntó con la jeringuilla y vertió un lento chorro de agua plateada, controlando la fuerza de tal modo que el riego fuera efectivo sin llegar a dañar el globo ocular. Una vez dentro, el agua se convirtió en sangre y luego resbaló por su rostro.

Papá lanzó un grito de dolor. Con el mismo grado de precisión y la misma rapidez, mi hermana y Huzhu, enemigas mortales que habían alcanzado un pacto de silencio para trabajar juntas, regaron el otro ojo de mi padre. A continuación, lo limpiaron —izquierda, derecha, izquierda, derecha— una y otra vez. Finalmente, mi hermana aplicó unas gotas en ambos ojos y los cubrió con un vendaje.

—Jiefang —dijo—, lleva a papá a casa.

Me acerqué corriendo y lo levanté cogiéndolo por las axilas. Conseguir que se pusiera de pie era como sacar un nabo de una tierra cubierta de barro.

En aquel momento un extraño sonido —que era una mezcla entre un lamento, una risa y un suspiro— emergió del cobertizo del buey. Se trataba de nuestro buey. Dime, ¿estabas llorando, riéndote o suspirando?

—Sigue adelante con tu historia —dijo fríamente Cabeza Grande Lan Qiansui—. No me preguntes esas cosas.

La sorprendida congregación de mirones se volvió hacia el cobertizo, que estaba lleno de luz. Los ojos del buey eran como lámparas que emitían una luz de color azul y de su cuerpo irradiaban emanaciones de luz dorada. Papá trató con esfuerzo de llegar al cobertizo.

—¡Mi buey! —gritó—. Tú eres todo lo que tengo, eres mi única familia.

El tono de desesperación que se percibía en esos gritos congeló el corazón de todos los presentes que los escucharon. Puede que Jinlong te haya traicionado pero mi hermana, mi madre y yo te queremos. ¿Cómo puedes decir que el buey es tu única familia? Tal vez su cuerpo sea el de un buey, pero su corazón y su alma eran las de Ximen Nao, así que todas las personas que se encontraban en el patio —su hijo, su hija, su primera y su segunda concubina, así como sus peones de labranza y yo, el hijo de su peón de labranza— despertaron sensaciones en él que resultaban contradictorias: amor, odio, enemistad y agradecimiento.

—Es posible que yo no estuviera tan implicado como lo podías estar tú —dijo Cabeza Grande Lan Qiansui—. Es posible que emitiera aquel sonido extraño porque me había atragantado con un manojo de hierba. Pero has cogido un asunto sencillo y le has dado la vuelta, complicándolo de forma deliberada en tu confusa narración.

Por aquel entonces vivíamos en un mundo cargado de confusión y resultaba difícil hablar de él con claridad. Pero permíteme que retome el relato donde lo había dejado: el desfile de la aldea de Ximen avanzó por el extremo oriental del mercado, acompañado por los sonidos de los gongs y de los tambores, así como por las banderas rojas que ondeaban al viento. El comandante de la brigada Huang Tong desfilaba obligado por Jinlong y sus Guardianes Rojos, que también obligaban a hacerlo al antiguo secretario del Partido, Hong Taiyue, junto al antiguo jefe de seguridad, Yu Wufu, al campesino rico Wu Yuan, al traidor Zhang Dazhuang y a Ximen Bai, la esposa del terrateniente Ximen Nao, todos ellos considerados elementos nocivos de la vieja guardia. Mi padre, Lan Lian, también iba escoltado. Hong Taiyue apretaba con fuerza los dientes y llevaba la vista al frente. Zháng Dazhuang lucía un semblante de preocupación. Wu Yuan no paraba de llorar. Ximen Bai estaba desaliñada y cubierta de suciedad. La pintura no se había limpiado del rostro de mi padre. Sus ojos estaban inyectados en sangre y llenos de lágrimas. Las lágrimas eran consecuencia de tener las córneas dañadas y no de ningún tipo de debilidad interna. En el cartel hecho con cartulina que se encontraba alrededor del cuello de papá el propio Jinlong había escrito: Campesino independiente obstinado y apestoso. Papá cargaba nuestro arado sobre sus hombros, el mismo que le habían entregado durante la reforma agraria. Llevaba una cuerda de cáñamo alrededor de la cintura que estaba unida a una serie de riendas, que a su vez estaban atadas a un buey. Era una reencarnación del tirano terrateniente Ximen Nao. En otras palabras, de ti mismo. Tienes total libertad para interrumpirme cuando quieras y retomarlo donde lo habíamos dejado. Puedes relatar lo que sucedió después. Yo veo el mundo a través de los ojos humanos, pero los tuyos pertenecen al universo animal, así que es posible que puedas contar una historia más interesante. ¿No? Muy bien, en ese caso proseguiré. Tú eras un buey muy fuerte, con cuernos como el acero, amplios hombros, músculos poderosos y ojos incandescentes que irradiaban malevolencia. En los cuernos llevabas enganchados un par de zapatos raídos. Aquella fue una ocurrencia del hermano Sun que era un experto en el uso de la lámpara de gas. La única razón por la que te los puso era para que presentaras un aspecto lamentable y no quería decir que trataras con mujeres de moral ligera, tal y como suelen simbolizar ese tipo de cosas. Aquel hijo de puta de Jinlong iba a incluirme en el desfile público, pero le amenacé con mi lanza decorada con borlas. Soy capaz de clavársela a cualquiera que trate de hacerme desfilar, le dije. Aquello le sorprendió, pero prefirió mostrar discreción a la vista de mi intransigencia. No pude evitar pensar que si papá se hubiera levantado como hice yo blandiendo la guadaña y agitándola delante del cobertizo, amenazando con utilizarla, mi hermano habría tenido que retroceder. Pero mi padre fue el único que dio su brazo a torcer, dejando que le sacaran y le colocaran un cartel alrededor del cuello. Si nuestro buey hubiera mostrado su fuerte temperamento, nadie habría podido colgarle un par de zapatos raídos en sus cuernos ni le habría podido hacer desfilar por la calle, pero también se había dejado llevar obedientemente.

El comandante de la facción de los Guardianes Rojos del Mono Dorado, Pequeño Chang, Burro Rebuznando y el comandante de la Rama de la Aldea de Ximen de la Facción del Mono Dorado, Jinlong, Burro Júnior, se unieron en mitad del mercado, es decir, en la plaza que se encontraba delante del comedor de la Cooperativa de Comercio y Aprovisionamiento, donde se dieron la mano e intercambiaron saludos revolucionarios. Daba la sensación de que de sus ojos emanaban destellos rojos y de que sus corazones latían con fervor revolucionario. Es posible que estuvieran pensando en cómo las fuerzas combinadas de los campesinos, de los trabajadores y de los soldados de China en Jinggangshan se habían propuesto plantar banderas rojas por toda Asia, África y Sudamérica y liberar a todos los miembros oprimidos del proletariado del abismo del sufrimiento. Las dos unidades de Guardianes Rojos se unieron, condado y aldea. Los dos grupos de seguidores del capitalismo se unieron, con el Burro Jefe del Condado Cheng Guangdi, el Secretario Polla de Burro Fan Tong, un extraño enemigo de clase, Hong Taiyue, un seguidor del capitalismo que golpeaba el hueso de la cadera de su buey y el perro faldero de Hong Taiyue, Huang Tong, que se había casado con la concubina de un terrateniente. Lanzaban miradas furtivas a su alrededor, dejando que sus expresiones faciales ocultaran sus pensamientos reaccionarios. Bajad la cabeza. Más abajo. ¡Más abajo! Los Guardianes Rojos seguían empujando sus cabezas hacia abajo, cada vez más y más, hasta que sus cuartos traseros estaban todo lo elevados en el aire que sus facultades físicas les permitían. Un empujón más y se quedarían de rodillas. Pero, por el contrario, sus asaltantes los echaron hacia atrás tirándoles del pelo y del cuello. Mi padre se negó a bajar la cabeza y, debido a la relación especial que tenía con Ximen Jinlong, los demás Guardianes Rojos le dejaron en paz. Burro Rebuznando fue el primero en hablar. Se subió a una mesa que se había sacado del comedor. Con la mano izquierda apoyada en la cadera, agitó en el aire la derecha, realizando una serie de gestos: una tajada de espada, una puñalada de bayoneta, un puñetazo, una llave de judo, cada uno de los gestos se correspondía con el discurso, con el tono, con la cadencia. La saliva se acumulaba en las comisuras de los labios, sus palabras se erizaban con ferocidad, pero carecían de la menor sustancia, como condones rojos que se hinchan adoptando la forma de calabazas de cera que vuelan, golpeando ruidosamente entre sí hasta que explotan y emiten un ruido ensordecedor. Uno de los episodios más interesantes de la historia del concejo de Gaomi del Noreste guardaba relación con una enfermera que había hinchado un condón hasta que explotó y le hirió los ojos. Burro Rebuznando era un maestro de la oratoria. Se había preparado siguiendo a Lenin y a Mao Zedong, especialmente en el modo en el que ponía el brazo derecho formando un ángulo recto, inclinaba la cabeza hacia atrás, sacaba la barbilla y dirigía la mirada hacia el horizonte. Cuando gritaba: «¡Atacar, atacar y volver a atacar a las clases enemigas!», sonaba como si Lenin hubiera vuelto a nacer. El Lenin de Lenin en 1918 había llegado al concejo de Gaomi del Noreste. El silencio se extendió entre la multitud, como si las gargantas del pueblo se hubieran apretado hasta cerrarse, pero sólo durante unos instantes, y a continuación emergieron los gritos de «¡Viva!» lanzados por los analfabetos, y los de «¡Larga vida!» emitidos por sus equivalentes. Los gritos de «¡Viva!» y de «¡Larga vida!» no iban dirigidos a Burro Rebuznando pero, como un condón hinchado, se sintió tan transportado por ellos que virtualmente llegaba a flotar. Incluso se podían escuchar algunos reproches como: «¡No podemos tratar con ligereza a ese bastardo!», emitidos por un veterano que había estudiado en una escuela privada, que era capaz de leer prácticamente todo y que se dejaba caer por los alrededores de la barbería, donde decía a los hombres que se cortaran el pelo. Pregúntame cómo se escribe cualquier carácter que quieras y si no soy capaz de conseguirlo, te pagaré el corte de pelo. Un par de maestros de educación secundaria le preguntaron cómo se escribían varios caracteres complicados que encontraron en los diccionarios y ni siquiera ellos pudieron superarle. Un maestro decidió engañarle inventándose un carácter, un sencillo círculo con un punto en el centro. El hombre hizo un comentario desdeñoso:

—¿Crees que puedes superarme? Este carácter se pronuncia peng, y es el sonido que emite una piedra cuando se arroja a un pozo.

—Esta vez te he pillado —dijo el maestro—. Me lo he inventado.

—Al principio —dijo el hombre—, todos los caracteres los tuvo que inventar alguien.

El maestro se quedó perplejo con sus palabras. El hombre, satisfecho de sí mismo, sonrió. Burro Júnior siguió a Burro Rebuznando en la banqueta, pero su discurso fue una mala imitación del que lanzó su predecesor.

Ahora, Buey Ximen, debería relatarte lo que estabas haciendo en el mercado aquel día. Al principio, avanzabas dócilmente detrás de mi padre, imitándole paso por paso. Pero tu gloriosa imagen y tu conducta obediente les resultaron extrañas a la gente, sobre todo a mí. Eras un animal con carácter que había mostrado un comportamiento extraordinario en los meses y en los años anteriores. Si, en aquel momento, hubiera sido consciente de que el alma arrogante de Ximen Nao y el recuerdo de un burro famoso estaban ocultos en lo más profundo de tu interior, me habría sentido decepcionado por tu comportamiento. Deberías haber contraatacado, deberías haber sembrado el caos en el mercado, deberías haber desempeñado un papel importante en aquel episodio carnavalesco, como uno de esos toros de las corridas que se celebran en España. Pero no lo hiciste. Mantuviste la cabeza agachada, con los zapatos desvencijados colgando de los cuernos, un símbolo de vergüenza, rumiando lentamente tu bolo alimenticio, tal y como todo el mundo podía deducir de los sonidos que emitían tus estómagos. Y así te comportaste, desde la primera hora de la mañana hasta el mediodía, desde que el aire era frío hasta que se volvió cálido, hasta que el suelo se calentó con el sol, hasta que la fragancia de los bollos asados emergió del comedor de la Cooperativa de Comercio y Aprovisionamiento. Un joven que sólo tenía un ojo con un abrigo desvencijado colocado sobre sus hombros salió cojeando del mercado, arrastrando tras de sí a un impresionante perro amarillo. Era un infame asesino de perros. Había nacido en el seno de una familia pobre y, tras quedarse huérfano pronto, fue enviado a una escuela administrada por el gobierno sin que tuviera que pagar nada por ella. Pero, como odiaba el colegio con todas sus fuerzas, echó por tierra lo que podría haber sido un futuro glorioso y, prefiriendo llevar una vida de completa libertad antes que dedicarse a los libros y al estudio, no hizo el menor intento por hacer las cosas bien y el Partido no pudo hacer nada por impedirlo. Disfrutaba al máximo de la vida, matando perros y vendiendo su carne. En aquel momento, la carnicería privada era una práctica ilegal, tanto si se trataba de cerdos como de perros. El gobierno tenía el monopolio de ese mercado, pero dejó una puerta abierta a este asesino de perros particular. Cualquier gobierno, independientemente de cómo esté constituido, solía tratar a alguien como él con manga ancha. Era un enemigo natural de los perros. No era un tipo ni muy alto ni muy grande y no tenía unos pies especialmente ligeros, además de ser corto de vista. Un perro no habría tenido el menor problema para despedazarlo miembro por miembro. Pero todos los perros, desde el más dócil al más violento, metían la cola entre las patas, se encogían, con el miedo desnudo en su mirada, gimoteando e implorando en cuanto lo veían, aceptando su suerte mientras dejaban que les pusiera una cuerda alrededor del cuello y los colgara de un árbol. A continuación, solía arrastrar al animal estrangulado hasta un agujero situado debajo del puente de piedra, donde vivía y trabajaba, con el fin de despellejarlo y limpiarlo con agua del río. Después lo troceaba y metía la carne en una olla. Encendía la cocina con leña y ponía el agua a hervir hasta que salía un denso humo desde debajo del puente; mientras la corriente seguía avanzando, la fragancia a carne de perro inundaba todo el lugar.

Se levantó un viento maligno y agitaba las banderas con tanta ferocidad que uno de los postes se partió en dos y la bandera que sujetaba comenzó a dibujar círculos en el aire y a danzar durante unos instantes antes de aterrizar sobre la cabeza del buey. En ese momento fue cuando te pusiste furioso, que era exactamente lo que había estado esperando, tanto yo como muchos de los presentes en el mercado. Esta farsa sólo podía terminar en un tumulto.

Comenzaste a agitar la cabeza en un intento por quitarte de encima la bandera. Sé lo que se siente cuando se mira al sol con la cabeza cubierta con una bandera roja, de color rojo intenso, como un inmenso océano, como si el sol se encontrara sumergido en un océano de sangre, y yo estaba invadido por la sensación de que el final del mundo había caído sobre mí. Como no soy un buey, no sé cómo te sentiste con una bandera roja cubriéndote la cabeza, pero la violencia de tus movimientos me hizo pensar que te había invadido el miedo. Las puntas de tus cuernos de acero eran las de un toro de lidia. Si se hubieran atado a ellos un par de cuchillos, podrías haber diezmado a la multitud y haber ensartado a los supervivientes. Incluso después de muchas sacudidas de tu cabeza y de diversos barridos de tu cola, la bandera roja seguía atada sobre tus cuernos y, sin que se te pasara el pánico, echaste a correr. Sin embargo, tus riendas estaban atadas a la cintura de mi padre así que tú, un buey de cuatro años que pesaba casi quinientos catties, sin un gramo de indeseable grasa, un animal lleno del vigor que otorga la juventud y de una fuerza inimaginable, echaste a correr y arrastraste tras de ti a mi padre como si fuera un ratón en la cola de un gato. Corriste directo hacia la multitud, provocando gritos y alaridos de terror. Mi hermano podría haber estado dando el mejor discurso que nunca se haya lanzado hasta entonces y nadie lo habría escuchado. Lo cierto es que todos habían acudido a contemplar el espectáculo y no les importaba en absoluto si eras revolucionario o contrarrevolucionario.

—¡Quitadle la bandera de la cabeza! —gritó alguien.

Pero ¿quién iba a estar dispuesto o a tener el valor de hacerlo? Quitártela habría puesto punto final a un buen espectáculo. Mientras corría para ponerse a salvo, la gente sin darse cuenta formaba racimos apiñados. Las ancianas lloraban, los niños gimoteaban. ¡Maldita sea, me has machacado los huevos! ¡Estás pisando a mis hijos! ¡Me habéis roto el cuenco, malditos cabrones! Unos minutos antes, cuando los gansos salvajes caían del aire, la gente se había agolpado en el centro del patio. Ahora, ante la carrera del buey, la gente corría como loca a derecha e izquierda para apartarse de su camino. Apilados unos sobre otros, algunos corrían hacia la pared, donde eran aplastados como si fueran finos pasteles. Otros corrían hacia el interior de la rejilla del carnicero, donde caían fulminados al suelo junto a la costosa carne cruda de cerdo de la que algunos pedazos se introducían en sus bocas. Antes de cornear a nadie en las costillas, el buey machacó a un pequeño cerdo. El vendedor, un carnicero llamado Zhu Jiujie, que era tan terriblemente grosero que muy bien podría haber sido miembro de la familia imperial, agarró su cuchillo de carnicero y lo agitó delante de la cabeza del buey. El animal se detuvo en seco, pateando ruidosamente, con el vientre palpitando, la espuma acumulada en la boca, los ojos inyectados en sangre, mientras un líquido, salpicado de sangre, rebosaba del muñón de un cuerno astillado. Este líquido era la esencia del buey, lo que se conoce como «esencia de cuerno de buey», que tenía fama de ser un remedio excepcional para mejorar la virilidad masculina, hasta diez veces más poderoso que el extracto de hoja de palma que se encuentra en la isla Hainan. Un oficial particularmente corrupto, un antiguo miembro del Comité Provincial del Partido que fue expuesto por los Guardianes Rojos, había tomado a una chica de unos veinte años como esposa cuando él ya tenía el cabello de color gris. Demasiado viejo como para poder comportarse debidamente en la cama, pidió algún remedio que le permitiera recuperar su virilidad y todo el mundo le recomendó esta esencia de cuerno de buey. Envió a algunos de sus secuaces a obligar a todos los granjeros del condado que pertenecía a su provincia a enviar a un lugar secreto los toros jóvenes que no estuvieran castrados y no se hubieran apareado, donde les cortaron los cuernos y se extrajo el preciado líquido. A continuación, los huesos fueron machacados y entregados a su jefe, el oficial superior. Te puedo asegurar que su cabello gris volvió a ser negro, sus arrugas desaparecieron y su órgano se levantó como una metralleta con un cañón desviado, para acabar con una falange de mujeres como el que enrolla una esterilla.

Llegados a este punto, tengo que hablar de mi padre. Todavía no se había curado de su lesión. Al principio, todo lo que veía estaba teñido de rojo. Después de que sucediera ese incidente, no tenía ni idea de dónde se encontraba. Lo único que podía hacer era ir dando tumbos por detrás del buey, pero enseguida abandonó aquella idea, pasó los brazos alrededor de su cuello y fue arrastrado por detrás del buey como una pelota atada. Afortunadamente, llevaba un abrigo acolchado que absorbió la mayor parte de los golpes y evitó que sufriera lesiones importantes. Cuando el buey perdió su cuerpo y dejó de correr, papá no tardó un segundo en ponerse de pie y desatar la cuerda que llevaba alrededor de la cintura. Si el buey empezaba otra vez a correr, esta vez no volvería a ser arrastrado. Pero entonces miró hacia abajo y vio la mitad mutilada del cuerno del buey en el suelo y lanzó un grito de terror, que casi le hizo desmayarse de la conmoción. Mi padre había afirmado que el buey era su familia, toda su familia, así que era lógico que estuviera afectado, que sintiera dolor, que estuviera enrabietado, dado que un miembro de su familia había sido herido. Su mirada se posó en el rostro grueso y aceitoso del carnicero de cerdos, Zhu Jiujie. Hubo un periodo de la historia en la que ningún chino tenía el suficiente aceite en su dieta, los oficiales y los carniceros de cerdos como aquel no sólo se comieron los alimentos más ricos en grasa y en aceite, sino que lo hicieron con total satisfacción, disfrutando orgullosos de la buena vida que les ofrecía el comunismo. Como campesino independiente, mi padre no sentía el menor interés por los asuntos de la comuna. Pero ahora aquel carnicero de cerdos de la Comuna del Pueblo había cortado un cuerno a nuestro buey y mi padre había gritado horrorizado: «¡Mi buey!», antes de caer desmayado. Sabía que si no se hubiera desmayado en aquel momento habría cogido el cuchillo del carnicero y habría ido a por la enorme y grasienta cabeza del desollador de cerdos. No quiero ni pensar adonde habría conducido aquello. Me alegré de que se desmayara. Pero el buey estaba mucho más despierto y te puedes imaginar cómo le dolía haber perdido un cuerno. Lanzando un sonoro mugido, levantó la cabeza y cargó contra el grueso carnicero. Lo que más me llamó la atención en aquel momento fue la mata de cabellos largos que sobresalía del ombligo del buey, como si fuera un fino pincel para escribir hecho con pelo de lobo. También estaba en movimiento, subiendo y bajando, como si compusiera una línea de caracteres chinos. Aparté la mirada de aquel místico pincel de escritura justo a tiempo para ver cómo el buey retorcía la cabeza a un lado y clavaba su cuerno sano en el prominente vientre de Zhu Jiujie. Su cabeza siguió moviéndose, así que el cuerno no se hundió hasta la empuñadura. A continuación, sacudió la cabeza hacia arriba como una montaña de carne en erupción y del agujero que había en el vientre de Zhu Jinjie se vertieron grandes pedazos amarillentos de grasa.

Mi padre recuperó la conciencia después de que todos hubieran huido y lo primero que hizo fue coger el cuchillo del carnicero para ponerse en guardia delante de su buey de un solo cuerno. Aunque no dijo nada, la mirada decidida que había en sus ojos lanzaba sin lugar a dudas un desafío a los Guardianes Rojos que le rodeaban: tendréis que matarme para acabar con este buey. La grasa que derramaba Zhu Jiujie recordaba a los Guardianes Rojos la disposición tiránica y la conducta desagradable de aquel hombre y no podían sentirse más felices. Sujetando el cuchillo del carnicero en una mano y la soga en la otra, papá salió con su buey como un hombre que ha irrumpido en mitad de una ejecución para rescatar al condenado y llevárselo a casa. El sol abrasador hacía tiempo que se había desvanecido y las nubes grises se habían congregado en el cielo. Algunos ligeros copos de nieve danzaban entre las ligeras brisas antes de depositarse en el suelo del concejo de Gaomi del Noreste.