XVI. El corazón de una joven se conmueve mientras sueña con la primavera

El buey exhibe toda su potencia mientras ara un campo

¡AH, buey Ximen! La temporada de plantación de la primavera fue una época feliz para nosotros. La carta que trajo mi padre de la capital provincial cumplió perfectamente su propósito. Por entonces ya te habías convertido en un buey adulto y tu cuerpo sobresalía notablemente del reducido cobijo que proporcionaba nuestro pequeño cobertizo. Los bueyes jóvenes que pertenecían a la Brigada de Producción ya habían sido castrados y todo el mundo pedía a mi padre que te pusiera un anillo en la nariz para que pudieras trabajar, pero no les hizo caso. Yo estaba de acuerdo con él, ya que nuestra relación había ido más allá de la típica entre el campesino y el animal de la granja. No sólo éramos almas gemelas, amigos íntimos, sino que también éramos compañeros de armas que avanzaban de la mano, que permanecían hombro con hombro, unidos en nuestro compromiso de ser campesinos independientes y en nuestra firme oposición a la colectivización.

Nuestros tres coma dos acres de tierra de cultivo estaban rodeados por una parcela de tierra que pertenecía a la comuna. Teniendo en cuenta la proximidad al río Barcaza de Grano, la capa superficial de nuestro suelo era perfecta para arar.

—Con esos tres coma dos acres de tierra y un buey fuerte, hijo mío, tú y yo podemos tener esperanzas de que vamos a comer bien —dijo papá.

Había regresado de la capital provincial con un cuadro agudo de insomnio y muchas veces, en mitad de la noche, me despertaba de un profundo sueño y lo encontraba sentado completamente vestido en el borde del kang, apoyado contra la pared y fumando su pipa. Para mí, el espeso humo del tabaco resultaba ligeramente nauseabundo.

—¿Por qué no estás durmiendo, papá? —le preguntaba.

—Lo haré —dijo—, dentro de un rato. Vuelve a dormir. Voy a dar al buey un poco más de heno.

Me solía levantar a orinar, aunque ya deberías saber todo lo que guarda relación con mojar la cama. Cuando eras un burro y salías a pastar, estoy seguro de que advertías que la ropa de mi cama se estaba secando al sol. Cada vez que Wu Qiuxiang veía a mi madre saliendo a hacer la colada, llamaba a gritos a sus hijas:

—Eh, Huzhu, Hezuo, salid aquí y mirad el mapa del mundo que ha pintado Jiefang en sus sábanas.

Las niñas solían venir corriendo con un palo para señalar las manchas de mi ropa de cama. Esta es Asia, esta es África, aquí está Sudamérica, este es el océano Atlántico, el océano Indico… La humillación hacía que me entraran ganas de ocultarme en un agujero y no salir jamás y despertaba en mí el deseo de prender fuego a aquellas sábanas. Si Hong Taiyue hubiera contemplado aquello, habría dicho:

—Amo Jiefang, podrías colocar ese juego de cama sobre tu cabeza y cargar contra la fortificación de un enemigo. Ninguna bala podría penetrarlo y una granada de mano habría rebotado contra él.

Pero ¿de qué servía sacar a la luz humillaciones pasadas? La buena noticia era que, una vez que me había unido a papá como campesino independiente, mi problema de incontinencia en la cama se había curado por sí solo y aquella era una de las razones más importantes por las que seguía siendo independiente y por las que me oponía a la colectivización. La luz de la luna, cristalina como el agua, tiñó de plata nuestra pequeña habitación. Hasta los ratones que salían en busca de restos de comida se habían convertido en roedores plateados. Escuché los suspiros de mi madre, que procedían del otro lado de la pared, y me di cuenta de que ella también padecía insomnio. No podía dejar de preocuparse por mí y deseaba que papá me hubiera llevado a la comuna para que volviéramos a ser una familia feliz. Pero él era demasiado testarudo como para hacer eso sólo porque ella lo quisiera. La belleza de la luz de la luna disipaba todas mis intenciones de dormir y deseaba ver cómo el buey pasaba la noche en el cobertizo. ¿Aquel animal permanecía despierto toda la noche o podía dormir, tal y como hacen las personas? ¿Dormía tumbado o de pie? ¿Con los ojos abiertos o con los ojos cerrados? Me puse el abrigo sobre los hombros y me deslicé hacia el interior del patio. El suelo estaba frío en contacto con mis pies desnudos, pero no sentí el menor escalofrío. La luz de la luna cada vez era más densa en el patio y teñía el albaricoquero hasta formar una torre de plata que proyectaba una oscura sombra arbórea sobre el suelo. Papá se encontraba fuera, echando comida en un cedazo que parecía más grande de lo que era a la luz del día, mientras un amplio rayo de luna iluminaba sus dos grandes manos. El sonido —shshshshsh— emergía rítmicamente del cedazo, que daba la sensación de permanecer suspendido en el aire. Las manos de papá parecían dos apéndices del cedazo. El alimento se fue vaciando en el interior del pesebre, y después llegó el sonido de la lengua bovina del buey absorbiendo ruidosamente el alimento. Vi los ojos brillantes del buey y olí su caliente hedor bovino.

—Negrito —escuché decir a papá—, mañana empezamos a arar, así que debes comer bien. Necesitarás todas tus fuerzas. Nos sentiremos orgullosos, Negrito, haremos que esos socialistas nos miren. ¡Lan Lian es el campesino más famoso del mundo y el buey de Lan Lian es el mejor buey del mundo!

El buey sacudió su enorme cabeza a modo de respuesta.

—Quieren que te ponga un anillo en la nariz —prosiguió papá—. ¡Bobadas! Mi buey es como mi hijo, más humano que animal. Te trato como si fueras un hombre y no un buey. ¿Acaso la gente le pone anillos en la nariz a los hombres? Y quieren que te castre. ¡Doble bobada! ¡Les dije que se fueran a casa y castraran a sus hijos! ¿Qué te parece, Negrito? Antes de que llegaras, Negrito, tenía un burro, el mejor burro del mundo. Un trabajador incansable, como tú, más humano que animal y siempre predispuesto a recurrir a la violencia. Todavía hoy estaría vivo si no lo hubieran matado durante la campaña de fundición del acero. Pero, pensándolo bien, si aquel burro no hubiera muerto, no te tendría a ti. Sabía que tú eras lo que yo quería desde el primer momento en que clavé los ojos sobre ti en aquel mercado de ganado.

Negrito, no puedo dejar de pensar que eres la reencarnación de aquel burro, que el destino nos ha unido.

No podía ver el rostro de mi padre entre las sombras, sólo sus manos apoyadas en el abrevadero, pero sí vi los ojos de color verde mar del buey. El pelaje del buey, que era de color castaño cuando lo llevamos a casa, se había oscurecido hasta teñirse casi de negro, y por esa razón papá lo llamaba Negrito. Lancé un estornudo que asustó a papá. Azorado, salió del cobertizo.

—Ah, eres tú, hijo. ¿Qué haces ahí parado? Vuelve a casa y trata de dormir.

Luego levantó la mirada hacia las estrellas.

—Muy bien —dijo—, iré contigo.

Mientras yacía tumbado medio dormido, escuché cómo papá salía en silencio de la cama y me pregunté por qué lo hacía. En cuanto salió por la puerta, me levanté, y cuando llegué al patio la luz de la luna parecía ser todavía más brillante, casi como unas sábanas ondulantes de seda que se extendían sobre mi cabeza, de un color blanco inmaculado, brillante, y tan frías que tenía la sensación de que podía arrancarlas del cielo y envolverlas alrededor de mi cuerpo o hacer una bola con ellas y metérmelas en la boca. Miré hacia el cobertizo del buey, que se había vuelto más grande y más iluminado, se había evaporado la oscuridad y los excrementos del buey parecían bollos blancos al vapor. Pero, para mi sorpresa, ni papá ni el buey se encontraban en el cobertizo. Sabía que le había seguido y que había entrado allí. Entonces, ¿cómo diablos se había podido desvanecer? Y no sólo él, sino también el buey. No se habían podido convertir en rayos de luna, ¿verdad? Avancé hasta la puerta de salida y miré a mi alrededor. Y entonces lo comprendí. Papá y el buey habían salido. Pero ¿qué estarían haciendo ahí fuera en mitad de la noche?

No se oía el menor ruido por la calle. Los árboles, los muros, el suelo, todo estaba teñido del color de la plata. Incluso las proclamas propagandísticas que colgaban en los muros eran sorprendentemente blancas: Descubramos a los que ostentan el poder dentro del Partido y que están siguiendo la senda del capitalismo. ¡Llevemos a cabo la Campaña de Limpieza hasta su conclusión! Ximen Jinlong había escrito esa proclama. ¡Vaya un genio! Hasta entonces nunca le había visto escribir un eslogan, pero aquel día apareció con un cubo lleno de tinta negra y un pincel impregnado de tinta saturada hecho de fibras de cáñamo retorcidas y escribió aquella proclama en nuestra pared. Cada trazo era vigoroso, cada línea era recta y uniforme, cada bucle era poderoso. Cada carácter, al menos tan grande como una cabra preñada, levantaba gritos de admiración en todos los que lo contemplaban y hacía que mi hermano fuera el joven más culto y más respetado de toda la aldea. Incluso los estudiantes universitarios que conformaban la Brigada de las Cuatro Limpiezas y los trabajadores de otras brigadas no sólo le admiraban, sino que eran sus mejores amigos. Ya era miembro de la Liga Joven Comunista y, por lo que escuché, había enviado una solicitud para afiliarse al Partido. Mi hermano, que era un participante activo en las iniciativas del Partido, se acercaba lo máximo posible a los miembros del Partido para que le ayudaran a conseguir su propósito. Chang Tianhong, un miembro destacado de la Brigada de las Cuatro Limpiezas y antiguo portavoz de los estudiantes en la Academia de Bellas Artes de la provincia, enseñó a mi hermano los entresijos de los estilos musicales occidentales. Durante aquel invierno, había días en los que los dos se ponían a entonar canciones revolucionarias, arrastrando las notas durante más tiempo que el rebuzno de un burro. Sus duetos se convirtieron en una apertura estándar de las congregaciones que celebraban los miembros de la brigada. Al amigo de mi hermano, al que llamábamos Pequeño Chang, a menudo se le veía entrando y saliendo de nuestro recinto. Su pelo era rizado natural y tenía un rostro pequeño y pálido, con unos enormes ojos brillantes, una boca amplia, una barba incipiente que parecía de color azul y una prominente nuez. Era un joven grande y alto que destacaba entre los demás jóvenes de la aldea. Muchos de sus envidiosos compañeros le pusieron un mote, Burro Rebuznando, y como mi hermano estudiaba canto con él, su mote era Burro Júnior. Los dos «burros» eran como hermanos y estaban tan unidos que de lo único que se lamentaban era de que no pudieran entrar en los mismos pantalones.

La Campaña de las Cuatro Limpiezas de la aldea produjo mucha inquietud en la vida de todos los dirigentes: Huang Tong, el comandante de unidad de la milicia y comandante de la brigada, fue relevado de sus cargos por apropiación indebida de dinero. Hong Taiyue, el secretario del Partido de la aldea, fue expulsado de su cargo por asar y comerse una cabra negra que se estaba cuidando en el vivero de cabras de la brigada. Pero les restituyeron en sus puestos de forma inmediata. Aunque el contable de la brigada, que robó alimento para caballos de la Brigada de Producción, no tuvo tanta fortuna. Su despido fue inapelable. Las campañas políticas, como las obras de teatro, son espectáculos, acontecimientos donde se utilizan tambores y gongs clamorosos, banderas ondeadas al viento, proclamas en las paredes, y son presenciadas por los miembros de la comuna que trabajan durante el día y acuden a las congregaciones por las noches. Yo era un pequeño campesino independiente, pero el ruido y la excitación también me atraían. Aquellos eran días en los que deseaba desesperadamente unirme a la comuna, para así poder seguir a «los dos burros» y ver el espectáculo. La conducta refinada de «los dos burros» no pasó desapercibida a las mujeres jóvenes y estaba claro que el amor flotaba en el aire. Observando con frío distanciamiento, me di cuenta de que mi hermana Ximen Baofeng se había enamorado de Pequeño Chang, mientras que las gemelas, Huang Huzhu y Huang Hezuo, se habían enamorado de mi hermano. Ninguna de ellas se había enamorado de mí. A lo mejor, para ellas yo no era más que un pequeño muchacho estúpido. ¿Cómo podían saber que la llama del amor también ardía en mi corazón? Estaba enamorado en secreto de Huzhu, la hija mayor de Huang Tong.

Bien, basta de hablar de ello. Así pues, salí a la calle y seguí sin encontrar el menor rastro de papá ni del buey negro. ¿Era posible que hubieran volado hasta la luna? Me creé una imagen mental de papá montado sobre los lomos del buey, con las pezuñas pisoteando las nubes, la cola moviéndose arriba y abajo como un timón mientras levitaban, elevándose cada vez más y más en el aire. Tenía que tratarse de una ilusión, porque papá no volaría hasta la luna y me dejaría aquí solo. Por tanto, sabía que tenía que mantener los pies plantados en el suelo y buscarlos en el mismo plano en el que me encontraba yo. Permanecí inmóvil, concentrando toda mi energía. En primer lugar, inspiré con los orificios nasales completamente abiertos. Aquello funcionó. No se habían ido muy lejos. Se encontraban al suroeste de donde yo estaba, en la proximidad de la decrépita muralla de la aldea, en uno de los lugares donde hay niños muertos, un punto donde los aldeanos solían arrojar a los niños que morían durante su infancia. Más adelante, se echó tierra fresca para nivelar el suelo y se convirtió en la era de la brigada. El terreno, que era perfectamente plano, estaba rodeado por una pared que llegaba a la altura de la cintura, a lo largo de la cual se habían perdido algunos sillares y algunas piedras de molino. Era uno de los lugares preferidos de los niños para jugar. Se perseguían unos a otros, vestidos únicamente con petos rojos, con su desnudo trasero expuesto al aire. Yo sabía que en realidad se trataba de los fantasmas de los niños muertos que salían a jugar cuando había luna llena. Esos animosos niños, tan hermosos, formaban una fila y saltaban de un sillar a una piedra de molino y de una piedra de molino a un sillar. Su líder era un pequeño niño que llevaba una cola de caballo y que lucía un reluciente silbato en la boca, que hacía sonar rítmicamente. Los demás niños saltaban al son del sonido del silbato, en perfecta cadencia, todo un espectáculo para la vista. Yo estaba tan fascinado que casi me entraron ganas de unirme a su número. Cuando se cansaron de saltar de una piedra a otra, treparon por el muro y se sentaron en fila, con las piernas colgando mientras golpeaban la tapia con los talones y entonaban una canción que me conmovió tanto que metí la mano en el bolsillo y saqué un puñado de alubias negras fritas. Cuando estiraron la mano, coloqué cinco alubias en cada una y en ellas observé un fino vello amarillo. Eran unos niños encantadores, con unos ojos brillantes y unos preciosos dientes blancos. Desde la parte superior del muro se escuchaba el crujido de las alubias y un embriagador aroma a tostado. Papá y el buey estaban excavando hoyos en la era cuando, de repente, más niños de los que era capaz de contar aparecieron en la parte superior del muro. Metí la mano en el bolsillo. ¿Qué iba a hacer si lo que querían eran alubias negras? Papá llevaba la ropa pegada al cuerpo con un pedazo de paño en forma de flor de loto en cada hombro y una pieza elevada en forma de cuerno de lámina fina sobre su cabeza. Había pintado el lado derecho de su rostro con pintura lubricante roja, que creaba un notable contraste con la marca de nacimiento azul de su lado izquierdo. Mientras excavaba, estaba lanzando una serie de órdenes ininteligibles que para mí sonaban como maldiciones, pero estaba seguro de que los niños rojos de la pared podían comprender hasta la última palabra de lo que decía, porque daban palmas rítmicamente, golpeaban los talones contra el muro y no paraban de silbar. Algunos de ellos incluso sacaron pequeños cuernos de sus petos y los comenzaron a tocar a modo de acompañamiento, mientras que otros cogieron algunos tambores del otro lado de la pared, los colocaron entre las rodillas y les imitaron. Al mismo tiempo, nuestro buey familiar, que lucía un satén de color rojo entre los cuernos y una enorme flor de satén rojo sobre la frente que le hacían parecer un novio lleno de júbilo, se encontraba corriendo por los confines de la era. Su cuerpo resplandecía, sus ojos eran brillantes como el cristal, sus pezuñas parecían linternas encendidas que le transportaban en un paso grácil, fluido y sereno. Cada vez que pasaba cerca de los niños rojos, estos golpeaban sus tambores y mostraban a gritos su aprobación, despertando una oleada de vítores. En total, dio diez vueltas o más alrededor del círculo antes de unirse a papá en el centro, donde fue recompensado con un pedazo de pastel de alubias. Después, papá le frotó la cabeza y le dio unos golpecitos en el trasero.

—¡Mirad qué milagro! —cantó con una voz más resonante que la de «los dos burros».

Cabeza Grande Lan Qiansui me lanzó una mirada de desconcierto y me di cuenta de que no se acababa de creer mi narración. Tal vez lo habías olvidado, después de todos estos años, o a lo mejor lo que vi aquella noche no fue más que un sueño. Pero fuera o no fuera un sueño, lo cierto es que tú participaste en él. O tal vez debería decir que, sin ti, aquel sueño no habría tenido lugar.

Cuando se apagó el grito de papá, hizo restañar su látigo en el suelo, y este produjo una pequeña explosión que sonó como si hubiera golpeado contra un plato de cristal. El buey se puso a dos patas hasta quedar casi en posición vertical, apoyándose únicamente sobre las patas traseras. Aquella no era una maniobra difícil para un buey, ya que imita la postura de apareamiento de un toro. Lo que no resultaba tan sencillo era el modo en el que mantuvo las patas y la parte superior del cuerpo en posición vertical, sin nada que le ayudara a mantener el equilibrio salvo sus patas traseras. Luego comenzó a caminar, con un paso difícil, pero lo bastante airoso como para despertar exclamaciones de estupefacción en todos los presentes. Un buey tan pesado era capaz de ponerse a dos patas y caminar apoyándose en los cuartos traseros, y no sólo durante cuatro o cinco pasos, o durante nueve o diez pasos, sino durante todo el camino que circundaba la era. Aquello era algo que nunca habría imaginado, y mucho menos que hubiera visto con mis propios ojos. Arrastró la cola por el suelo, con las patas delanteras cruzadas por delante de su pecho, como si fueran un par de brazos mal desarrollados. Su vientre quedaba completamente a la vista, sus testículos del tamaño de una papaya se agitaban de un lado a otro, y era casi como si la única finalidad de aquel espectáculo fuera hacer una demostración de su masculinidad. Los niños rojos que seguían subidos al muro, y que normalmente siempre estaban dispuestos a hacer ruido, se limitaron a quedarse sentados con la boca abierta y miradas de incredulidad en sus rostros. Los niños no recuperaron la compostura hasta que el buey no dio una vuelta completa y volvió a tener las cuatro patas apoyadas en el suelo. Aplaudieron con fuerza, golpearon los tambores, soplaron los cuernos y silbaron.

Y lo que vino a continuación fue todavía más milagroso. El buey bajó la cabeza hasta que estuvo en contacto con el suelo y luego, estirándose con fuerza, despegó las patas traseras de la era, como cuando los seres humanos hacemos el pino, pero infinitamente más difícil de realizar. Parecía imposible que un animal que pesaba ochocientos catties o más pudiera soportar todo el peso únicamente sobre su cuello. Pero el buey de nuestra familia lo consiguió. Déjame describir una vez más aquellos testículos del tamaño de una papaya: levantados contra la piel de su vientre, parecían ser un tanto superfluos…

Aquella mañana saliste a trabajar por primera vez a arar el campo. Nuestro arado estaba hecho de madera y sus hojas, que habían sido forjadas por un herrero de Anhui, relucían como un espejo. La Brigada de Producción ya no utilizaba arados de madera como el nuestro, porque habían sido sustituidos por arados de acero de la marca Gran Cosecha. Decididos a aferrarnos a la tradición, rechazamos aquellas herramientas industriales, que apestaban a pintura. Como habíamos elegido seguir siendo independientes, dijo papá, era importante mantener las distancias con el colectivo en todos los sentidos. Y como los arados de la marca Gran Cosecha eran herramientas del colectivo, no servían para nosotros. Nuestras ropas estaban hechas con tejido local, fabricábamos nuestras propias herramientas y utilizábamos lámparas de queroseno y pedernal para encender fuego. Aquella mañana, la Brigada de Producción sacó a los campos nueve arados, se diría que para competir con nosotros. En la orilla oriental del río, los tractores de la granja estatal también habían salido al campo, pintados de color rojo intenso, lo cual les daba el aspecto de un par de diablos rojos. El humo azul ondulaba desde sus chimeneas mientras proferían un ruido ensordecedor. Cada uno de los nueve arados de la Brigada de Producción estaba tirado por un par de bueyes que trabajaba en formación de gansos en vuelo y estaba guiado por campesinos que contaban con mucha experiencia, mientras conducían a sus equipos con el rostro tenso, como si estuvieran participando en una ceremonia solemne, en lugar de estar arando los campos para recoger una buena cosecha.

Hong Taiyue, ataviado con un flamante uniforme, llegó al límite del campo. Su aspecto era mucho más viejo, con el pelo teñido de gris, los músculos de las mejillas enjutos y las comisuras de la boca combadas. Jinlong avanzaba detrás de él, con un cuaderno de notas en la mano izquierda y una pluma en la derecha, como si fuera una especie de reportero. Por más vueltas que le daba, no era capaz de imaginar qué iba a registrar. Espero que no fuera hasta la última palabra que pronunciara Hong Taiyue. Después de todo, a pesar de su trayectoria como revolucionario, Hong Taiyue no era más que el secretario del Partido de una pequeña aldea y, como los líderes rurales de aquella época eran todos iguales, no tenía motivos para presumir demasiado. Además, había asado y comido una cabra que pertenecía al colectivo y casi le habían despedido durante la Campaña de las Cuatro Limpiezas, lo cual suponía que su posición política no era, ni mucho menos, la ideal.

Demostrando una perfecta eficiencia, papá alineó el arado y comprobó los arreos del buey, sin dejar que yo hiciera ninguna tarea salvo mirarle emocionado, lo que me trajo a la mente las cabriolas que él y el buey hicieron en la era la noche anterior. La presencia de la poderosa figura de nuestro buey me recordaba lo difícil que había sido su maniobra. No le pregunté a mi padre por ello, ya que en mi interior deseaba que realmente hubiera sucedido y no fuera producto de un sueño.

Hong Taiyue, con las manos apoyadas en las caderas, estaba dando instrucciones a sus subordinados, citando desde Quemoy y Matsu hasta la guerra de Corea, desde la reforma agraria hasta la lucha de clases. A continuación, dijo que la producción agrícola era la primera batalla que había que emprender contra el imperialismo, el capitalismo y los campesinos independientes que habían elegido el camino capitalista. Hizo un relato de las experiencias que había vivido durante la época en la que se dedicaba a golpear la cadera de su buey y, aunque su discurso estaba salpicado de errores, su voz era enérgica, sus palabras estaban bien hilvanadas y los campesinos se sentían tan intimidados que se quedaron petrificados en el sitio. Y los bueyes hicieron lo mismo. Entre ellos vi a la madre de nuestro buey —la mongola—, que se podía identificar de manera inmediata por su cola larga y torcida. Parecía estar lanzando miradas hacia el lugar donde nos encontrábamos y me di cuenta de que estaba buscando a su hijo. Y, en ese momento, no pude evitar sentirme avergonzado por tu conducta. La primavera pasada, cuando estaba peleándome con mi hermano en el banco de arena después de que te hubiera sacado a pastar, vi que trataste de montarla. Eso se llama incesto y es un delito. Naturalmente, eso no sirve demasiado para los bueyes, pero tú no eras un buey ordinario, ya que fuiste un hombre en tu vida anterior. Por supuesto, existe la posibilidad de que en la vida anterior de tu madre ella fuera tu amante, pero al fin y al cabo ella fue la que te parió: cuanto más profundizo en los misterios de esta rueda de la vida, más confuso me siento.

—¡Quítate ahora mismo esos pensamientos de la cabeza! —gritó Cabeza Grande.

De acuerdo, ya los he borrado. Recordé el momento en que mi hermano Jinlong se encontraba apoyado sobre una rodilla con su cuaderno de notas colocado sobre la otra pierna y escribiendo a un ritmo frenético. En ese momento, Hong Taiyue dio la orden: ¡Empezad a arar! Los campesinos desenvolvieron los látigos de los hombros, los hicieron restañar en el aire y gritaron todos a una: «Ha lei-lei-lei». Era una orden que los bueyes comprendieron inmediatamente. Los arados de la Brigada de Producción avanzaron al instante, levantando olas de barro a ambos lados. Sentí que me invadía una creciente ansiedad y dije suavemente:

—Papá, debemos comenzar. Él sonrió y dijo al buey: —Muy bien.

Negrito, empecemos a trabajar. Sin necesidad de recurrir al látigo, papá habló con dulzura a nuestro buey, que comenzó a avanzar. El arado se clavó profundamente y lanzó a mi padre hacia atrás.

—No con tanta fuerza —dijo papá.

Tira despacio. Pero el sobre motivado buey parecía dispuesto a dar grandes zancadas. Sus músculos estaban hinchados, el arado se estremeció y unas grandes cuñas de barro, reluciendo a la luz del sol, se levantaron hacia los lados. Papá ajustó el arado mientras seguían avanzando para evitar que se atascara. Como antiguo peón de labranza que era, sabía muy bien lo que estaba haciendo. Lo que más me sorprendió fue que nuestro buey, que era la primera vez que salía al campo, se moviera en línea recta, aunque sus movimientos resultaban un tanto extraños y su respiración se volvía, de vez en cuando, bastante irregular. Papá no tenía que guiarlo ni controlarlo. Aunque nuestro arado estaba siendo tirado por un único buey y los arados de la Brigada de Producción por equipos de dos, rápidamente sobrepasamos al arado que iba en cabeza. Yo estaba tan orgulloso que no podía contener mi excitación. Mientras corría de un lado a otro, nuestro buey y el arado creaban la imagen de un velero que convertía el barro en olas de cresta blanca. Vi cómo los campesinos de la Brigada de Producción se fijaban en nosotros. Hong Taiyue y mi hermano se levantaron, se apartaron a un lado y observaron con los ojos llenos de hostilidad. Después de que nuestro arado hubiera alcanzado los límites de nuestra parcela de tierra y dado la vuelta, Hong Taiyue se colocó delante de nuestro buey y gritó:

—¡Detente ahora mismo, Lan Lian!

Con los ojos llenos de fuego, el buey siguió avanzando, obligando a Hong Taiyue a apartarse asustado del camino. Conocía muy bien, al igual que los demás, cómo era el carácter de nuestro animal. No tuvo más elección que colocarse detrás de nuestro arado y decirle a papá:

—Te lo advierto, Lan Lian, no te atrevas a tocar con tu arado la tierra que pertenece al colectivo.

Papá respondió, sin arrogancia, pero tampoco con humildad:

—Mientras tus bueyes no toquen mi tierra, el mío no pisará la tuya.

Sabía que Hong Taiyue trataba de poner las cosas difíciles, porque nuestros tres coma dos acres formaban una cuña en la tierra de la Brigada de Producción. Como nuestra parcela tenía un centenar de metros de largo y sólo una veintena de metros de ancho, era difícil no tocar su parte cuando el arado llegaba al extremo o avanzaba por los límites. Pero cuando ellos araban los límites de su tierra, era igualmente difícil evitar que tocaran la nuestra. Papá no tenía nada que temer.

—Preferimos sacrificar unos cuantos metros de tierra arada antes que poner un pie en tus tres coma dos acres —dijo Hong Taiyue.

Hong Taiyue podía hacer una afirmación tan arrogante, ya que la Brigada de Producción contaba con mucha tierra. Pero ¿y nosotros? Con los pocos acres que trabajábamos, no podíamos sacrificar ninguno. Pero papá tenía un plan:

—No voy a sacrificar ni un centímetro de mi tierra —dijo—. Y no encontraréis una sola pisada de nuestro buey en la tierra del colectivo.

—Me has dado tu palabra, no lo olvides —dijo Hong Taiyue.

—Muy bien, te doy mi palabra.

—Quiero que no les quites el ojo de encima, Jinlong —dijo Hong Taiyue—. Si ese buey llega a poner una pezuña en nuestra tierra…

Hizo una pausa y, a continuación, prosiguió:

—Lan Lian, si tu buey pisa nuestra tierra, ¿cuál sería el castigo?

—Puedo cortarle la pata a mi buey —dijo papá en tono desafiante.

¡Aquello me sobresaltó enormemente! No había un límite claro entre nuestra tierra y la que pertenecía al colectivo, no había más que una roca en el suelo cada cuarenta metros, y mantener la línea recta mientras se avanzaba no era una tarea fácil, cuanto más si se trataba de un buey tirando de un arado.

Como papá estaba empleando el método de hendidura para arar —comenzando desde la mitad del terreno y avanzando hacia fuera del mismo— el riesgo de pisar su tierra era mínimo durante unos instantes. Así que Hong Taiyue dijo a mi hermano:

—Jinlong, vuelve a la aldea y prepara el tablón de anuncios. Puedes regresar y seguir vigilándoles esta tarde.

Cuando volvimos a casa para almorzar, una multitud se había congregado alrededor del tablón de anuncios que habían colocado en nuestra pared. El tablón, de dos metros de ancho y tres de largo, servía como punto de información donde la aldea podía manifestar su opinión públicamente. En el espacio de unas pocas horas, mi talentoso hermano había creado un espectáculo para la vista con tiza roja, amarilla y verde. En los bordes había dibujado tractores, girasoles y vegetación, algunos miembros de la comuna detrás de arados de acero, con su rostro resplandeciente, y bueyes tirando de los mismos, con los rostros también resplandecientes. A continuación, en la esquina inferior derecha, pintado de blanco y azul, había dibujado un demacrado buey y dos personas enjutas, un adulto y un niño que, obviamente, éramos papá y yo con nuestro buey. En medio del tablón había escrito utilizando caracteres antiguos: CULTIVO DE PRIMAVERA: EL PUEBLO ES FELIZ, LOS BUEYES ESTÁN MUGIENDO. Debajo de aquella escritura irregular había añadido: Una clara comparación entre la actividad efervescente de la Comuna del Pueblo y de la Granja Estatal que, con incesante energía, están inmersas en el cultivo de primavera, y vemos al obstinado campesino independiente de la aldea, Lan Lian y a su familia, que cultiva la tierra con un solo buey y un arado, el buey con la cabeza agachada, el campesino con aspecto alicaído, su buey como si fuera un perro descarriado, miserable y ansioso, después de haber llegado a un callejón sin salida.

—Papá —dije—, mira cómo nos hacen parecer.

Con nuestro arado sobre su hombro y llevando detrás al buey, dibujó una sonrisa tan fría y brillante como el hielo.

—Puede escribir lo que quiera —dijo papá—. Ese muchacho tiene talento. Todo lo que dibuja parece real.

Las miradas de los transeúntes se apartaron del tablón y se dirigieron hacia nosotros, seguidas de sonrisas de complicidad. Los hechos eran más evidentes que las palabras. Teníamos un buey poderoso y nuestros rostros azules resplandecían, por lo que, gracias a una buena mañana de trabajo, nos encontrábamos de muy buen humor y nos sentíamos muy orgullosos de nosotros mismos.

Jinlong estaba apostado a un lado, observando su obra maestra y a sus espectadores. Huang Huzhu se encontraba apoyada contra el marco de su puerta, sujetando la punta de su trenza con la boca y los ojos clavados en Jinlong. Su mirada deslumbrante demostraba que sus sentimientos de amor habían ido en aumento. Mi medio hermana, Baofeng, avanzó por la calle hasta llegar a nuestra altura desde el oeste, con una mochila médica de cuero que tenía pintada una cruz roja colgada de la espalda. Después de haber aprendido las nociones de las comadres y a poner inyecciones, se había convertido en la enfermera de la aldea. Huang Hezuo avanzó a trompicones desde el este. Al parecer, acababa de aprender a montar en bicicleta, así que le resultaba difícil mantener una trayectoria recta. Cuando vio a Jinlong apoyado contra la pared, gritó: «¡Oh, no, cuidado!», y siguió avanzando hacia él, que se apartó de un salto y agarró la rueda con una mano y el manillar con la otra. Huang Hezuo casi aterriza en su regazo.

Me fijé en Huang Huzhu, que sacudió la cabeza con tanta fuerza que agitó la coleta. Con el rostro enrojecido, salió a toda velocidad y entró en la casa. Yo tenía el corazón roto y sentía simpatía hacia Huzhu y desprecio hacia Hezuo, que se había dejado el pelo corto y se lo peinaba con una raya un tanto masculina, un estilo que por entonces estaba muy de moda entre los estudiantes de educación secundaria de la comuna. El peluquero, Ma Liangcai, un experto jugador de pimpón que también tocaba muy bien la armónica, era el responsable de todos aquellos cortes de pelo. Iba por ahí vestido con un uniforme azul que de tanto lavarlo se había quedado casi blanco y su cabello era espeso, los ojos negros y profundos, lucía en el rostro algunas marcas de acné, y siempre olía como el jabón de mano. Sentía cierta atracción por mi hermana. A menudo llevaba su escopeta de aire comprimido a nuestra aldea para disparar a los pájaros y siempre tenía éxito. En cuanto los gorriones les veían tanto a él como a su escopeta de aire comprimido, echaban a volar hacia lugares desconocidos. El centro de salud de la aldea estaba situado en una habitación ubicada justo en el este de la casa principal de la finca Ximen. Eso significaba que, cada vez que el muchacho aparecía por la clínica de la localidad, oliendo a jabón de mano, tenía suerte si podía escapar a las miradas de los miembros de nuestra familia y, si de alguna manera lo conseguía, solía caer bajo el escrutinio de los miembros de la familia Huang. El muchacho nunca dejaba pasar la oportunidad de acercarse a mi hermana, que solía fruncir el ceño y trataba de no mostrar de manera evidente su sentimiento de indudable desagrado cuando conversaba desganada con él. Yo sabía que mi hermana estaba enamorada de Burro Rebuznando, pero este había caído en las garras del equipo de las Cuatro Limpiezas y se había desvanecido como una comadreja en el bosque. Como mi madre veía que este matrimonio estaba muy lejos de celebrarse, suspirando presa de la frustración, lo único que podía hacer era tratar de razonar con mi hermana.

—Baofeng, sé muy bien lo que sientes, pero ¿estás siendo realista? Él se ha criado en la capital provincial, donde fue a la universidad. Es un hombre con talento y de aspecto atractivo y tiene ante sí un futuro brillante. ¿Cómo podría alguien como él estar enamorado de ti? Escucha a tu madre y renuncia a esos pensamientos. Reduce un poco tus suspiros. El Pequeño Ma trabaja como maestro en la planilla pública. No tiene mal aspecto, es culto, toca la armónica y es un tirador de primera. Es único entre un centenar, si me lo preguntas, y como se ha fijado en ti, ¿por qué hay que dudar? Adelante, dile que sí. Mira bien los ojos de las hermanas Huang, la carne está justo delante de ti y si no la comes, otra lo hará por ti…

Todo lo que decía mi madre tenía sentido. Para mí, Ma Liangcai y mi hermana estaban hechos el uno para el otro. Estaba claro que no sabía cantar como Burro Rebuznando, pero podía hacer que su armónica sonara como los pájaros canoros y podía despojar a la aldea de gorriones con su escopeta de aire comprimido, y Burro Rebuznando carecía de esas dos cualidades. Pero mi hermana tenía una naturaleza bastante testaruda, como la de su padre. Mi madre ya podía hablar hasta que se le agrietaran los labios que la respuesta de mi hermana siempre era:

—Madre, yo decidiré con quién me caso.

Aquella misma tarde regresamos al campo. Jinlong, con una guadaña de metal sobre su hombro, nos seguía de cerca. La reluciente hoja de su herramienta estaba tan afilada que podía rebañar la pezuña de un buey de una sola pasada si así fuera su deseo. Su actitud de abandonar a los amigos y a la familia me disgustaba y yo aprovechaba la menor oportunidad de hacerle saber cómo me sentía. Le llamaba el perrito faldero de Hong Taiyue y un cerdo desagradecido. Él me ignoraba, pero cada vez que le bloqueaba el camino, me lanzaba tierra a la cara. Cuando yo trataba de desquitarme, papá me lo impedía con un grito de enfado. Parecía tener ojos en la nuca y siempre sabía lo que iba a hacer yo. Me agaché y recogí un terrón.

—Jiefang, ¿qué crees que estás haciendo? —bramó.

—¡Quiero enseñarle una lección a ese cerdo! —dije con tono airado.

—¡Cierra el pico! —gritó—. Si no lo haces, te voy a zurrar la badana. Es tu hermano mayor y está trabajando en un puesto de oficial, así que no te interpongas en su camino.

Después de dos rondas de labranza, los bueyes de la Brigada de Producción estaban jadeando por el esfuerzo, especialmente la hembra de Mongolia. Incluso desde la lejanía podíamos escuchar lo que sonaba como una gallina confundida tratando de hacer emerger el grito de un gallo altanero de lo más profundo de su garganta, y me acordé de lo que aquel muchacho me había susurrado el día que compramos el joven buey. Había dicho que su madre era una «tortuga caliente» que no estaba dotada para desempeñar un trabajo duro y que no servía para nada durante los cálidos días de verano. Ahora sabía que no había dicho la verdad. No sólo eran sus dificultades para respirar, sino que también tenía espuma en la boca. Aquello no era un espectáculo agradable de ver. Finalmente, se desplomó y se quedó tumbada en el suelo, con los ojos en blanco, como si fuera una vaca muerta. Todos los demás bueyes dejaron de trabajar y los campesinos corrieron hacia ella. Comenzaron a escucharse todo tipo de opiniones. El término «tortuga caliente» había sido la idea original de un viejo campesino. Uno de los hombres recomendó ir al veterinario, pero esa sugerencia fue acogida con frío desdén. Se escuchó comentar que ya no se podía hacer nada por ella.

Cuando papá alcanzó el final de nuestra parcela, se detuvo y dijo a mi hermano:

—Jinlong, no es necesario que me sigas. He dicho que no pondríamos una sola pezuña en tierra pública, así que te estás agotando para nada.

Jinlong respondió con un resoplido y nada más.

—Mi buey no va a pisar tierra pública —repitió—. Pero el acuerdo era que vuestros bueyes y vuestra gente tampoco pisarían mi tierra. Mientras me sigues, estás caminando por mi tierra. De hecho, ahora mismo te encuentras en ella.

Aquello hizo que Jinlong se detuviera en seco. Como un canguro asustado, salió de un salto de nuestra parcela y se dirigió hacia la carretera que discurría por la orilla del río.

—¡Debería rebañar tus pezuñas! —grité.

Su rostro se tornó de color rojo intenso. Estaba demasiado avergonzado como para pronunciar una palabra.

—Jinlong —dijo papá—, ¿qué te parece si tú y yo, padre e hijo, aceptamos la posición de cada uno? Tu corazón está hecho para ser progresista y yo no voy a interponerme en tu camino. De hecho, tienes todo mi apoyo. Tu padre biológico era un terrateniente, pero también fue mi benefactor. Criticarle y atacarle era lo que exigía la situación, algo que hice en beneficio de los demás. Pero le estaré agradecido eternamente. Por lo que se refiere a ti, bueno, siempre te he tratado como mi propia carne y como mi propia sangre y no voy a tratar de impedir que sigas tu camino. Sólo espero que en todo momento haya un poco de calor en tu corazón y que no te conviertas en una persona fría y dura como un trozo de hierro.

—He pisado tu tierra, eso no lo puedo negar —dijo Jinlong con tono desagradable—, y tienes todo el derecho del mundo a cortarme la pierna.

Agitó su guadaña hacia nosotros y la clavó en el suelo entre papá y yo.

—Si no quieres hacerlo, ese es tu problema. ¡Pero si tu buey o cualquiera de vosotros ponéis un pie en la tierra de la comuna, tanto si lo hacéis a propósito como si no, no esperéis ningún trato de favor por mi parte!

La expresión de su rostro y las llamas verdes que parecían emanar de sus ojos hicieron que me recorriera un escalofrío por la espalda y se me pusiera de punta el vello del brazo. Mi medio hermano no era un joven ordinario. Si decía que haría algo, lo haría. Si uno de nuestros pies o una de las pezuñas de nuestro buey cruzaban aquella línea, vendría hacia nosotros con su guadaña sin pestañear. Qué lástima que un hombre como él hubiera nacido en tiempos de paz. Si hubiera nacido sólo unas décadas antes, se habría investido con el manto de héroe, independientemente de para quién hubiera luchado, y si hubiera ido por el camino del bandolerismo, habría sido un rey de las matanzas. Pero, después de todo, estábamos en tiempos de paz, y había pocos motivos para mostrar tanta rudeza, tanto atrevimiento y tenacidad y tanta incorruptibilidad.

Papá también pareció sentirse agitado por lo que había escuchado. Rápidamente miró hacia otro lado y fijó la vista en la guadaña que se encontraba clavada en el suelo, junto a sus pies.

—Jinlong —dijo—, olvida lo que te he dicho. Aliviaré tus preocupaciones y, al mismo tiempo, cumpliré mi palabra enlosando la tierra que se encuentra cerca de la vuestra. Puedes vigilarnos y si piensas que es necesario hacer uso de tu guadaña, adelante. De ese modo no voy a hacer que pierdas más el tiempo.

Se acercó hasta nuestro buey, le frotó las orejas y le dio unos golpecitos en la frente.

—Buey —susurró en su oreja—. ¡Ah, mi buey! No hay nada más que decir. No pierdas de vista el marcador del límite y avanza en línea recta. ¡No te desvíes ni un centímetro!

Después de ajustar el arado y de evaluar el límite, le dio una orden en voz baja y el buey comenzó a caminar. Mi hermano cogió su guadaña y miró con los ojos saltones a las pezuñas del buey. El animal no parecía estar preocupado por el peligro que acechaba a su espalda. Caminaba a ritmo normal, con el cuerpo flexible, la espalda tan recta y firme que podía haber llevado un recipiente lleno de agua sin derramar una sola gota. Papá caminaba detrás de él, avanzando firmemente por el nuevo surco. El trabajo recaía completamente en el buey. Teniendo en cuenta que sus ojos estaban situados a cada lado de la cabeza, me preguntaba cómo era capaz de avanzar formando una línea perfectamente recta. Me limité a mirar cómo el nuevo surco separaba con limpieza nuestra tierra de la de ellos, mientras las marcas del límite quedaban situadas entre las dos parcelas. El buey reducía el paso cada vez que se acercaba a uno de los marcadores de piedra para dejar que papá levantara el arado sobre él. Cada una de las huellas de su pezuña permanecía en nuestro lado, de principio a fin. Jinlong no podía hacer nada. Papá resopló y dijo a Jinlong:

—Ya puedes volver a casa, sin preocuparte por nada, ¿verdad?

Y, de ese modo, Jinlong nos dejó solos, pero no sin antes lanzar una última mirada de desgana a la perfección del buey, a sus brillantes pezuñas, y me di cuenta de lo decepcionado que se sentía por no haber rebanado una de ellas. La guadaña, que se balanceaba sobre su hombro mientras se alejaba, lanzaba destellos de plata bajo la luz del sol y aquella imagen se quedó grabada en mi memoria.