XV. Dos hermanos que son la estirpe de un buey se pelean en un banco de arena

Las lineas intactas del destino desembocan en un complicado dilema

DE la misma manera que el burro causó estragos en la oficina del gobierno de la aldea y se corrió la voz entre todos los aldeanos, tú, el fruto bastardo de un buey semental y una hembra mongola, te hiciste famoso por irrumpir en la ceremonia de bienvenida a la comuna de mi madre, Jinlong y Baofeng. Pero aquel día alguien más adquirió fama: mi medio hermano, Jinlong. Todo el mundo vio cómo, gracias a su valerosa intervención, consiguió subyugarte. Según Huang Hezuo, que más tarde se convertiría en mi esposa, su hermana, Huzhu, se enamoró de él cuando saltó sobre tu lomo.

Mi padre todavía no había regresado de la capital de la provincia y no quedaba nada con lo que alimentarte así que, recordando lo que me había dicho antes de partir, te llevé hasta el banco de arena que se encuentra junto al río Barcaza de Grano para que pudieras pastar. Como era uno de los lugares que solías frecuentar cuando eras un burro, lo conocías muy bien.

Aquel año, la primavera llegó tarde, así que todavía no se había derretido la capa de hielo que cubría el río, aunque ya estábamos en el mes de abril. Los quebradizos juncos que crecían en la barra de arena susurraban con el viento cuando los gansos salvajes volaban sobre ellos, algo que hacían con frecuencia y que normalmente asustaba a los rollizos conejos que se ocultaban allí. De vez en cuando, veía a algún hermoso zorro que aparecía repentinamente por entre los juncos.

No éramos los únicos que padecíamos carestía de alimento para los animales: la Brigada de Producción también tuvo que llevar a sus veinticuatro bueyes, cuatro burros y dos caballos al campo para que pastaran, guiados por el pastor Hu Bin y por Jinlong. A mi medio hermana, Baofeng, la habían enviado a estudiar al Departamento de Salud del condado. Unos meses después, regresó convertida en la primera comadrona de la aldea con estudios oficiales. Tanto a ella como a su hermano les habían encomendado importantes tareas en cuanto se unieron a la comuna. Ahora se podría pensar que ser comadrona era una importante tarea, mientras que atender al ganado no. Pero Jinlong tenía la responsabilidad añadida de registrar los puntos de trabajo. Todas las tardes tenía que acudir a una pequeña oficina, donde calculaba en un libro mayor las actividades de trabajo diarias de cada uno de los miembros de la comuna. Si aquella no era una tarea importante, no sé lo que era. Viendo cómo a sus hijos se les encomendaban unas responsabilidades tan importantes, en el rostro de mi madre siempre se dibujaba una sonrisa, pero cuando me veía sacar a pastar al buey, lanzaba un largo suspiro. Después de todo, yo también era su hijo.

Bien, por ahora ya está bien de palabrería. Hablemos de Hu Bin, un hombrecillo menudo cuyo acento delataba que no era de aquí. Hace unos años ejerció como jefe de la oficina de correos de la comuna y estuvo manteniendo una relación ilícita con la pareja de un soldado, por lo que fue sentenciado a pasar un periodo de trabajos forzados. Cuando cumplió su condena, se estableció en nuestra aldea. Su esposa, Bai Lian, una telefonista de la aldea con un rostro grande, redondo y rollizo, labios rojos, preciosos dientes blancos y una voz agradable, mantenía una relación de amistad con muchos de los dirigentes de la comuna. Dieciocho cables telefónicos sobre un poste de abeto de China penetraban por la ventana de su casa y estaban conectados a una unidad que recordaba a un tocador. Cuando yo iba a la escuela elemental, podía escuchar su voz melodiosa que penetraba en el aula: «Hola… ¿Qué número, por favor…? Por favor, espere… La aldea Zheng en línea…». Nosotros, los niños, solíamos colocarnos fuera de su casa y mirar a través de una abertura que había en el papel de su ventana para ver cómo alimentaba a su bebé con un brazo y, con la mano libre, introducía sin esfuerzo la clavija o la sacaba de la centralita. Para nosotros, aquello era un misterio y una maravilla a la vez y no pasaba un día sin que nos dejáramos caer por allí, hasta que un dirigente de la aldea nos veía y nos echaba. Pero en cuanto se marchaba, regresábamos de nuevo para verla. No sólo observábamos a Bai Lian desempeñando su trabajo, sino que también éramos testigos de multitud de escenas que no eran adecuadas para unos niños como nosotros. Les vimos a ella y al representante de la comuna de la aldea coqueteando, incluso llegando al contacto físico, y vimos a Bai Lian regañar a Hu Bin con esa voz melodiosa suya. Y supimos por qué ninguno de los hijos de Bai Lian se parecían entre ellos. Finalmente, el papel de su ventana fue sustituido por un cristal y una cortina y se nos acabó el espectáculo. Lo único que podíamos hacer era escuchar lo que sucedía dentro de la casa. Incluso más tarde, los cables se enterraron y se electrificaron. Un día, Mo Yan sufrió un calambrazo por tocar un cable caliente que se extendía por fuera de la ventana de Bai Lian, y se orinó en los pantalones mientras gritaba de manera patética. Cuando traté de apartarlo del cable, también sufrí una descarga, pero al menos no me meé en los pantalones. Después de aquel episodio, dejamos de merodear por los alrededores de su ventana.

Enviar a cuidar del ganado a Hu Bin, que llevaba una gorra de fieltro con orejeras, gafas de minero, un uniforme andrajoso debajo de un mugriento gabán del ejército, con un reloj de bolsillo en una faltriquera, y un libro de códigos en la otra, era un insulto al sentido común. Pero alguien debería haberle dicho que mantuviera la bragueta subida. Mi hermano le dijo que vigilara al ganado para que no se perdiera, pero él se limitaba a sentarse a la orilla del río bajo la luz del sol a ojear su libro de claves y a leer en voz alta, hasta que se le caían las lágrimas y comenzaba a sollozar. Entonces, levantaba la voz a los cielos:

—¿Qué he hecho para merecer esto? No fue más que una vez, eso es todo, ni siquiera llegó a tres minutos, y ahora no tengo nada que me haga feliz.

Los bueyes de la brigada se dispersaron por la orilla del río, tan desnutridos que se les podían contar las costillas. Aunque sus abrigos estaban pelados, este momento de libertad inyectó vida a sus ojos. Parecían estar encantados con la suerte que les había tocado correr. Yo te sujetaba por el ronzal para que no te mezclaras con los demás y traté de llevarte hasta donde la hierba era más nutritiva y sabrosa. Pero tú te resististe y me arrastraste de nuevo hacia la orilla del río, donde los juncos habían crecido extraordinariamente el año anterior y lucían unas hojas moteadas de color blanco como cuchillos, hasta un punto donde a veces resultaba imposible ver a los bueyes de la brigada. Tú eras tan fuerte que no sirvió de nada que tratara de conducirte, ni siquiera con el ronzal. Me arrastraste por donde quisiste. Por entonces, ya eras un buey completamente adulto, con los cuernos descollando de tu frente como si fueran bambú nuevo, relucientes como el fino jade. La inocencia infantil de tus ojos había dado paso a una mirada furtiva y un tanto sombría. Me arrastraste por los juncos y te acercabas cada vez más a los bueyes de la brigada, que estaban empujando los juncos en todas las direcciones mientras mordisqueaban las hojas muertas. Levantaban la cabeza para rumiar, haciendo tanto ruido que parecían estar masticando hierro, lo cual les daba la apariencia de que no eran bueyes, sino jirafas. Vi a tu madre, la hembra de Mongolia, con su cola retorcida. Vuestras miradas se encontraron. Ella te llamó, pero no le respondiste. Te limitaste a mirarla como si fuera una extraña o, incluso peor, como si se tratara de una feroz enemiga. Mi hermano agitó su látigo para airear su frustración. No habíamos vuelto a hablar desde que se había unido a la comuna y ahora no estaba por la labor de empezar a hacerlo. Si Jinlong quería iniciar una conversación, no le haría ningún caso. La pluma estilográfica que colgaba de su bolsillo relucía con fuerza y me invadió una sensación que no era fácil de describir. Permanecer con mi padre como campesino independiente no había sido una decisión que hubiera tomado después de una profunda reflexión. En realidad fue algo que decidí en el fragor de aquel momento, en cierto modo fue como observar una obra de teatro en la cual uno de los actores se había perdido y otro había decidido subir al escenario para ejercer de sustituto. Una actuación necesita un escenario y un público y yo no tenía ni una cosa ni la otra. Estaba solo. Lancé una mirada a mi hermano, que me había dado la espalda mientras hacía que las puntas de los juncos salieran volando por los aires cada vez que agitaba el látigo, como si manejara una espada. El hielo que cubría el río había comenzado a derretirse y las grietas dejaban entrever el agua azul que había debajo, en la que se reflejaban unos rayos de sol cegadores. La tierra que se extendía al otro lado del río pertenecía a una granja gobernada por el estado. Las hileras de edificios modernos, con sus tejados rojos, creaban un contraste notable con las casas de la granja de techo de paja y tierra compacta que había en la aldea. Del otro lado del río llegó un rugido ensordecedor y me di cuenta de que la época de cosecha de la primavera estaba a punto de comenzar y de que los equipos de trabajo de la granja estaban probando y preparando la maquinaria. Incluso pude ver las ruinas de unos hornos primitivos que algunos años atrás se utilizaban para fundir acero y que presentaban un aspecto que se asemejaba al de unas tumbas abandonadas. Mi hermano se detuvo, arrancando las puntas de los juncos con su látigo, se quedó de pie de espaldas a mí y dijo fríamente:

—¡No deberías hacer ese trabajo sucio!

—¡No deberías estar tan orgulloso de ti mismo! —repliqué, pensando que tenía que pagarle con la misma moneda.

—A partir de hoy, pienso darte una paliza todos los días hasta que lleves al buey a la comuna —dijo, dándome todavía la espalda.

—¿Darme una paliza? —dije, sabiendo que él era mucho más grande y más fuerte que yo, así que tuve que ocultar mi temor con fanfarronadas—. Ja, ¡inténtalo! Te voy a golpear con tanta fuerza que no quedarán suficientes restos para enterrarte.

Se giró, mirando hacia mí.

—Estupendo —dijo—. Esta es tu oportunidad.

Me alcanzó con el extremo del látigo, me quitó el sombrero de la cabeza y lo depositó suavemente sobre una mata de hierbas.

—No quiero hacer enfadar a nuestra madre por haber ensuciado tu sombrero.

A continuación, me golpeó en la cabeza con el extremo del látigo.

No me dolió demasiado. En la escuela, me golpeaba muchas veces la cabeza contra el marco de la puerta y los demás niños a menudo me lanzaban trozos de ladrillo y de azulejos y aquello dolía mucho más. Pero nada podía haberme hecho perder tanto los estribos. El ataque de cólera se fusionó en mi cabeza con el rugido de las máquinas que se encontraban en el extremo opuesto del río y vi las estrellas. Sin pensarlo un instante, arrojé el ronzal y corrí hacia él. Mi hermano se apartó de un salto y me dio una patada en el trasero según pasaba a su lado. Acabé tirado sobre las hierbas, abierto de piernas y brazos, y casi se me mete en la boca una piel de serpiente.

La piel de serpiente, también conocida como muda de serpiente, tiene propiedades medicinales. Un año, a Jinlong le salió en la pierna un furúnculo del tamaño de un cazo pequeño y no paraba de gritar de dolor. Recomendaron a mi madre que friera un poco de muda de serpiente con huevos, así que me envió a buscarla. Como no pude encontrar ninguna, mi madre me dijo que era un completo inútil. Así pues, mi padre volvió a salir conmigo y encontramos una serpiente negra de casi dos metros de largo con una capa de piel fresca, lo cual significaba que la había mudado hacía poco. La lengua negra y bífida de la serpiente no nos alcanzó la mano por poco. Mi madre frio la muda con siete huevos, un plato dorado que olía maravillosamente y que me hizo salivar. Traté de no mirar hacia él, pero mis ojos siguieron su camino. Qué buen hermano eras por entonces.

—Venga —dijiste—, compartámosla.

—No, no es para mí, la necesitas para ponerte mejor —dije.

Vi cómo se te llenaban los ojos de lágrimas… y, fíjate, ahora me estás golpeando. Cogí la piel con los dientes e imaginé que era una serpiente venenosa mientras me abalanzaba de nuevo sobre él.

Esta vez no consiguió apartarse. Enlacé mis brazos alrededor de su cuerpo y hundí mi cabeza bajo su barbilla para empujarle. Pero consiguió meter hábilmente su pierna entre las mías, me agarró por los hombros y saltó sobre la otra pierna para no caerse. Mis ojos se depositaron accidentalmente en los tuyos, en el retoño bastardo de un buey semental y de una hembra de Mongolia. Te encontrabas de pie a un lado, tranquilamente, mirando abatido y sin ninguna esperanza, y tengo que admitir que me decepcionaste. Estaba luchando contra alguien que te había arrancado un trozo de oreja y había hecho que sangraras por la nariz. ¿Por qué no acudiste a ayudarme? Para derribarle, lo único que tenías que hacer era darle un suave empujoncito en la región lumbar. Si hubieras puesto un poco más de empeño, lo habrías lanzado en volandas y, cuando hubiera aterrizado, lo habría inmovilizado en el suelo. De ese modo, yo habría ganado y él habría perdido. Pero no moviste un dedo. Ahora, por supuesto, entiendo por qué te comportaste así: él era tu hijo, mientras que yo no era más que tu mejor amigo. Yo te cepillaba el pelo, te espantaba los tábanos, lloraba por ti. Para ti era difícil elegir entre uno de los dos y yo pensaba que lo que querías era que lo dejáramos, que nos separáramos, que nos diéramos la mano y volviéramos a ser buenos hermanos. Sus piernas seguían enredadas entre las hierbas y casi se caía, pero mientras pudiera seguir saltando, conseguiría mantener el equilibrio. Mis fuerzas se agotaron con rapidez y acabé tumbado como un buey. La presión que ejerció sobre mi pecho se hacía insoportable. De repente, un dolor agudo sacudió mis orejas. Me había quitado las manos de los hombros y estaba tirando de ellas. Luego escuché cómo la voz aguda de Hu Bin se elevaba a nuestras espaldas.

—¡Bien! ¡Genial! ¡Luchad! ¡Luchad!

Estaba dando palmadas. Con el dolor haciendo estragos en mi cuerpo, los gritos de Hu Bin me distrajeron y tu negativa a acudir en mi ayuda me decepcionó, mientras sentía cómo la pierna de Jinlong se enroscaba en torno a la mía. Me lanzó sobre mi espalda, se subió encima de mí y clavó su rodilla en mi estómago. Aquello dolía mucho y pensé que me iba a orinar en los pantalones. Sujetando todavía mis orejas, me apretó la cabeza contra el suelo. Veía las nubes blancas y un intenso sol en el cielo azul y, entonces, contemplé el rostro largo, angular y enjuto de Ximen Jinlong, con un bigote velloso por encima de sus labios finos y duros, su puente alto de la nariz y unos ojos que lucían un brillo amenazador. Estaba claro que por sus venas no corría pura sangre china Han. A lo mejor, como mi buey, tenía un pasado racial mezclado, y mientras observaba ese rostro pude imaginar la similitud que guardaba con Ximen Nao, un hombre al que nunca conocí, pero cuya apariencia se había convertido en objeto de leyenda. Me apetecía maldecir, pero me estaba tirando de las orejas con fuerza, estirando la piel que se extendía alrededor de las mejillas y de la boca con tanta fuerza que ni siquiera podía explicar qué le estaba pasando a mi rostro. Me levantó la cabeza y la golpeó varias veces contra el suelo, una vez por cada palabra que pronunciaba:

—¿Vas-a-afiliarte-a-la-comuna-sí-o-no?

—Nunca…, jamás me afiliaré…

Mis palabras salieron de mis labios bañadas en saliva.

—Como ya he dicho, a partir de hoy voy a darte una paliza cada día hasta que aceptes unirte a la comuna. Y no sólo eso, sino que cada día será peor que el anterior.

—¡Se lo voy a decir a nuestra madre!

—¡Ella es la que me ordenó que hiciera esto!

—Ya veremos lo que dice papá —dije con un tono más acomodado.

—No, tienes que afiliarte antes de que regrese. Y no sólo tú, sino también el buey que te acompaña.

—Él siempre ha sido bueno contigo. ¿Así es como se lo pagas?

—Quiero que te unas a la comuna para pagarle lo que le debo.

Hu Bin nos estuvo rodeando todo el tiempo. En un estado casi de éxtasis, se estaba tirando de sus propias orejas, frotándose las mejillas, dando palmas con las manos y hablando sin parar. Alrededor de nosotros, el cornudo de corazón negro con su sombrero verde que se tenía en tan gran estima sentía un enorme placer viendo pelear a dos hermanos. De hecho, le producía un enorme deleite contemplar las miserias y el dolor de los demás. En ese momento, me demostraste de qué pasta estabas hecho.

El buey bajó la cabeza y la lanzó contra el trasero de Hu Bin, tirándolo por el aire como un abrigo en desuso, levantándolo dos metros del suelo antes de que la gravedad ejecutara su magia y lo arrojara a los juncos, sobre un funesto declive, donde anunció su aterrizaje con un grito que era tan retorcido como la cola del buey de Mongolia. Gateando sobre sus pies, Hu Bin se tambaleó entre los elevados juncos, que se doblaron emitiendo un estruendoso crujido.

El buey volvió a la carga y Hu Bin salió otra vez despedido por los aires.

Ximen Jinlong me soltó inmediatamente, se incorporó de un salto, levantó el látigo y lo descargó sobre el buey. Me puse de pie, pasé mis brazos alrededor de su cuerpo y lo lancé al suelo. Aterricé encima de él. ¡Cómo te atreves a golpear a mi buey! Eres un hijo del terrateniente sin el menor sentido de la amistad, alguien que paga la amabilidad con odio. ¡Te ha comido la conciencia un perro! El hijo del terrateniente arqueó la espalda hacia arriba y me lanzó por encima de su cuerpo. A continuación, se puso de pie, me golpeó con el látigo y corrió al rescate del lloroso Hu Bin, que estaba agitándose y tambaleándose mientras trataba de escapar de los alrededores plagados de juncos, como un perro apaleado. ¡Era un espectáculo digno de contemplar! Al menos, aquel malvado hombre había recibido su merecido y se había hecho justicia. Habría sido perfecto si también hubieras castigado a Ximen Jinlong antes de dar su merecido a Hu Bin. Pero, por supuesto, ahora me doy cuenta de que estabas haciendo cierto aquel dicho de que un vigoroso tigre no come carne de su propia especie, así que tu conducta era comprensible. Tu hijo Ximen Jinlong comenzó una persecución látigo en mano, Hu Bin huía corriendo, aunque no sería preciso decir que corría. Los botones de su desvencijado abrigo del ejército, el emblema de su gloriosa historia, salían rebotados a medida que su abrigo ondulaba con el viento como las alas rotas de un pájaro muerto. Se le había caído el sombrero y se quedó atrapado entre el barro bajo las pezuñas del buey.

—¡Socorro! ¡Salvadme!

En realidad, no es eso lo que escuché, pero sabía que las palabras que salían de su boca encerraban una súplica para que alguien acudiera a su rescate. Mi buey, valiente, encarnando algunos rasgos humanos, había emprendido una persecución feroz. Mantenía la cabeza baja mientras corría y de sus ojos emanaban unos rayos de color rojo que me daban la sensación de historia repetida. Sus pezuñas levantaban la tierra alcalina de color blanco y la arrojaban sobre los juncos como metralla que cubrió mi cuerpo y el de Ximen Jinlong y, mucho más allá, salpicó el agua liberada del río como si fuera granizo. El olor del agua limpia inundó mis orificios nasales, junto al aroma del hierro derritiéndose y el perfume del barro que hasta hacía unos minutos estaba helado, además del hedor de la orina de una hembra de buey. El olor de un animal en celo significaba la llegada de la primavera, el renacimiento de multitud de seres. La temporada de apareamiento ya casi había llegado. Las serpientes, las ranas, los sapos y todo tipo de insectos que habían estado en letargo durante todo el invierno comenzaban a despertarse. Infinitas variedades de hierbas y de verduras comestibles estaban saliendo de su profundo sueño. Los vapores que se encontraban encerrados en el suelo comenzaban a liberarse y se mezclaban con el aire. Se acercaba la primavera. Aquel día el buey perseguía a Hu Bin, Ximen Jinlong perseguía al buey y yo perseguía a Ximen Jinlong. Y la primavera de 1965 corría junto a nosotros.

Hu Bin cayó al suelo dejando escapar un ruido sordo, como si fuera un perro tras una pila de excrementos. El buey lo embistió una y otra vez, haciéndole recordar la escena del herrero martilleando su yunque. Cada embestida hacía salir un débil quejido de la boca de Hu Bin, cuyo cuerpo parecía más fino, más largo y más ancho, como una empanada de vaca. Ximen Jinlong entró en escena y restañó su látigo sobre tu trasero, una y otra vez, y cada golpe dejaba una marca de color rojo. Pero no te volviste hacia él, no ofreciste la menor resistencia, aunque en ese momento deseé con todas mis fuerzas que lo hubieras hecho y que hubieras embestido a mi hermano por todo el río y hubieras hecho que atravesara el hielo y que acabara medio hundido o medio congelado hasta la muerte —dos medio muertes habrían dado como resultado una muerte completa—, aunque en realidad no quería que muriera, ya que eso hubiera destrozado a mi madre, que sabía que le quería más de lo que me quería a mí. Así pues, rompí algunos juncos gruesos y, mientras te azotaba en el trasero, yo le azoté a él en la cabeza y en el cuello. Perturbado por mis azotes, se dio la vuelta y utilizó su látigo contra mí. ¡Ay! ¡Madre mía! Aquello no sólo me dolió, sino que también rasgó mi abrigo forrado. Me produjo un corte en la mejilla del que comenzó a brotar sangre. A continuación, te diste la vuelta.

Oh, cómo me hubiera gustado que le hubieras embestido. Pero no lo hiciste. Sin embargo, mi hermano reculó con cautela. A cambio, lanzaste un sonido bajo y rezongón. Tus ojos estaban tan llenos de tristeza. El sonido que dejaste escapar fue, después de todo, una llamada a tu hijo, algo que no fue capaz de comprender. Te acercaste a él; lo que querías era acariciarle, pero eso tampoco lo comprendió. Pensó que le estabas persiguiendo, así que levantó su látigo y lo dejó caer sobre ti. Fue un golpe brutal y dio justo en el blanco: te golpeó en el ojo. Tus rodillas se doblaron; las lágrimas manaron de tus ojos y cayeron ruidosamente al suelo.

—Ximen Jinlong —grité horrorizado—. ¡Maldito canalla, has dejado ciego a mi buey!

Volvió a golpearte en la cabeza, esta vez incluso con mayor fuerza, abriendo una brecha en tu cara. Esta vez fue sangre lo que se derramó por el suelo. ¡Mi buey! Me acerqué a toda velocidad y te cubrí la cabeza. Mis lágrimas resbalaban sobre tus cuernos juveniles. Te protegí con mi enjuto cuerpo. Adelante, Ximen Jinlong, utiliza tu látigo, arranca mi abrigo a tiras, despedaza mi carne como si fuese barro y espárcela sobre la hierba muerta, pero no voy a permitir que vuelvas a golpear a mi buey. Sentí cómo tu cabeza palpitaba sobre mi pecho. Cogí un poco de tierra alcalina, la froté sobre tus heridas y arranqué un trozo de forro de mi abrigo para secarte las lágrimas. Tenía pánico de que te hubiera dejado ciego. Pero, como dice el refrán, no se puede lisiar a un perro ni cegar a un buey: tu sentido de la vista estaba a salvo.

A lo largo del mes siguiente, se repitió la misma escena cada día: Ximen Jinlong me presionaba para que me uniera a la comuna antes de que regresara mi padre. Yo decía que no, él me golpeaba y mi buey la tomaba con Hu Bin. Y cada vez que Hu Bin era el objetivo de sus embestidas, se escondía detrás de mi hermano. Los dos —mi hermano y el buey— se cuadraban durante varios minutos uno delante del otro, sin ceder terreno, hasta que ambos retrocedían y así pasaba el día sin que se produjeran mayores incidentes. Al principio, parecía inevitable que tuviera lugar un combate a muerte, pero a medida que pasaba el tiempo, aquello se convirtió en un juego. Lo que más orgullo me producía era el temor que mi buey producía en Hu Bin, y cómo aquella boca cruel y maligna suya perdía su insolencia. Había llegado el momento de lanzar golpes. Mi buey bajaba la cabeza y embestía, sus ojos se teñían de color rojo y su cuerpo se tensaba antes de ir a la carga. Lo único que podía hacer el aterrado Hu Bin era esconderse detrás de mi medio hermano, que nunca más volvió a levantar el látigo contra mi buey. A lo mejor tenía algún tipo de presentimiento. Después de todo, erais padre e hijo y debía existir algún tipo de conexión entre los dos. Respecto a los golpes que mi hermano me propinaba, también se convirtieron en más simbólicos que reales. Era a consecuencia de la bayoneta que yo llevaba en mi cinturón y del casco que me había puesto después de aquella primera violenta pelea. Había cogido los dos complementos de una pila de residuos que había encontrado durante la campaña de fundición del acero que tuvo lugar unos años atrás. Después de mantenerlos ocultos durante tanto tiempo en el cobertizo del buey, ya era hora de darles una utilidad.