El buey Ximen se aloja en el hogar de Lan Lian
—A menos que me equivoque —aventuré bajo la mirada aviesa y penetrante del niño de cabeza grande Lan Qiansui—, fuiste un burro que fue golpeado en la cabeza por un aldeano hambriento. Te desplomaste en el suelo, donde tu cuerpo fue desmembrado y devorado por una banda de aldeanos hambrientos. Lo vi con mis propios ojos. En mi opinión, tu espíritu revoloteó por la escena en el recinto de la finca Ximen durante unos minutos antes de regresar al inframundo donde, después de muchas idas y venidas, volviste a renacer al mundo exterior, esta vez en forma de buey.
—Exactamente —dijo con un ligero tono de melancolía en su voz—. Al describir para ti mi vida como burro, he establecido una conexión con la mitad de lo que sucedió después. Durante los años que pasé siendo un buey, estuve pegado a ti como una sombra y tú estás bien enterado de las cosas que me sucedieron, así que no tiene sentido que las vuelva a repetir, ¿no es cierto?
Estudié su cabeza, que era mucho más grande que lo que su edad o su cuerpo parecían indicar. Analicé su enorme boca, con la que no paraba un minuto de hablar. Estudié toda su miríada de expresiones, apareciendo durante un minuto y desvaneciéndose después —la dispersión natural y desenfrenada de un burro, la fuerza y la inocencia de un buey, la violencia y la glotonería de un cerdo, la fidelidad y el servilismo de un perro, la naturaleza inquieta y despierta de un mono—, y estudié la expresión de preocupación por el mundo mezclada con un toque de desconsuelo que complementaba todo lo comentado anteriormente. Todos los recuerdos relacionados con su vida como buey aparecieron de forma rápida y tumultuosa, como las olas que golpean en la orilla, o las polillas que son arrastradas a la llama, o las ralladuras de hierro que son atraídas hacia un imán, o los aromas que fluyen hacia el interior de los orificios de la nariz, o los colores que se escurren sobre un fino papel, o mi añoranza por aquella mujer que nació con el rostro más hermoso del mundo, interminable, eternamente presente…
Mi padre me llevó al mercado a comprar un buey. Era el primer día de octubre de 1964. El cielo estaba limpio, el aire era fresco y la luz del sol radiante. Los pájaros volaban por el cielo, las langostas pegaban su blando abdomen sobre la dura tierra para depositar sus huevos. Los recogí del suelo y los coloqué sobre una brizna de hierba para poder llevármelos a casa y allí freírlos y comérmelos.
El mercado estaba muy animado, ahora que los tiempos difíciles habían quedado atrás. Las cosechas aquel otoño fueron inusualmente abundantes, lo cual explicaba todos aquellos rostros llenos de felicidad. Cogiéndome de la mano, mi padre me llevó hasta el mercado de ganado. Lan Lian era mi padre. Todos me llamaban Lan Lian júnior. Cuando la gente nos veía juntos, a menudo suspiraba: padre e hijo, ambos señalados por las marcas de nacimiento en su rostro, aparentemente temerosos de que la gente no pudiera saber que estaban emparentados.
En el mercado de ganado se podían encontrar mulas, caballos y burros. Aquel día sólo había dos burros: uno de ellos era una hembra gris con las orejas blandas y una mirada abatida y llena de melancolía. Sus ojos carecían de vida y estaban cubiertos de una pegajosa mucosidad amarilla en las comisuras. No hizo falta que miráramos dentro de su boca para saber que se trataba de una yegua vieja. El otro burro, un macho negro castrado que era casi tan grande como un mulo, tenía una cara blanca y desagradable. Una cara blanca significaba que no podía tener descendencia. Como si se tratara de un villano en una ópera de Pekín, poseía una mirada venenosa. ¿Quién iba a querer un animal como aquel? Ese ejemplar necesitaba que lo enviaran al matadero sin mayor demora. «La carne del dragón en el Cielo, la carne de burro en la Tierra». Los dirigentes del Partido de la comuna eran seguidores fervientes de la carne de burro cocida, especialmente el recién llegado secretario del Partido, que anteriormente había ejercido como secretario del jefe del condado Chen. Se llamaba FanTong, que en chino sonaba parecido a «cubo de arroz». Tenía una capacidad sorprendente para la comida.
El jefe del condado Chen sentía un cariño especial por los burros. El secretario Fan estaba enamorado de la carne de burro. Cuando mi padre vio a los dos viejos y desagradables animales, su rostro se tornó sombrío y las lágrimas empaparon sus ojos. Sabía que estaba pensando en el burro negro que tuvimos, el Patas de Nieve del que tanto se había escrito en los periódicos, el que había conseguido algo que ningún otro burro en el mundo podría igualar. No era el único que echaba de menos a aquel burro. Yo también lo añoraba. Cuando recordaba los años que pasé en la escuela elemental, me acordé de lo orgullosos que estábamos de él los tres niños. Y no sólo nosotros: Huang Huzhu y Huang Hezuo, las gemelas, también lo estaban. Aunque mi padre y Huang Tong, y mi madre y Qiuxiang apenas hablaban entre ellos y casi nunca se saludaban, siempre sentí una cercanía especial hacia las gemelas Huang. Si quieres saber la verdad, me sentía más unido a ellas que a mi medio hermana, Lan Baofeng.
Los dos comerciantes de burros al parecer conocían a Lan Lian, ya que asintieron con la cabeza y sonrieron de manera significativa. Padre me arrastró inmediatamente hasta el mercado de bueyes, como si estuviera huyendo de algo o como si hubiera recibido una señal del cielo. Nunca podríamos comprar un burro, ya que ningún burro en el mundo podría compararse al que tuvimos años atrás.
El mercado de burros estaba casi abandonado, pero al mercado de bueyes le sucedía todo lo contrario, ya que se podían encontrar animales de todos los tamaños, formas y colores.
—¿Cómo es que hay tantos bueyes, papá? Pensé que los habían matado a todos durante los tres años de hambruna que acabamos de pasar. Es como si todos estos animales hubieran brotado de la tierra o algo parecido.
Había bueyes procedentes del sur de Shandong, bueyes de Shaanxi, bueyes de Mongolia, bueyes de Henan Occidental y un puñado de especies mezcladas. Entramos en el mercado y, sin detenernos a mirar más, nos fuimos directos a un toro joven al que acababan de colocar el ronzal. Por su aspecto, se diría que contaba un año de edad, tenía un pelaje de color castaño, una piel satinada y unos ojos enormes y brillantes que delataban que era un animal tan inteligente como díscolo. Con sólo mirar sus fuertes pezuñas, se podía decir que era rápido y poderoso. Aunque era joven, ya tenía la complexión de un buey adulto completamente desarrollado, como un hombre joven que luce pelusilla encima del labio. Su madre, una mongola de cuerpo alargado, tenía una cola que arrastraba por el suelo y cuernos que apuntaban hacia delante. Aquellos bueyes daban grandes zancadas, eran animales impacientes por naturaleza, podían soportar el frío extremo y que los tratasen con dureza, sobrevivían fácilmente en estado salvaje, eran excelentes delante de un arado y sabían muy bien cómo tirar de un carro. El propietario del animal era un hombre de mediana edad, de complexión pálida y labios finos que no le llegaban a cubrir los dientes, y llevaba una pluma en el bolsillo de su uniforme, que había perdido varios botones. Tenía el aspecto de un contable o de un tendero. Un muchacho con el cabello enmarañado que padecía estrabismo permanecía detrás del propietario. Aparentaba mi edad y, al igual que yo, era un estudiante fracasado. Nos revisamos mutuamente con la mirada; había una chispa de identificación.
—¿Habéis venido al mercado a comprar un buey? —me gritó el muchacho y, a continuación, añadió de forma conspirativa—: Este es mestizo. Su padre es un semental suizo y su madre es mongola.
Se aparearon en la granja. Inseminación artificial. El toro semental pesaba ochocientos kilos, era como una pequeña montaña. Si estás en el mercado, este es el que deberías comprar. No te acerques a la hembra.
—¡Cierra el pico, pequeño mocoso! —gritó el hombre del rostro cetrino—. ¡Si te escucho decir otra palabra, te coso la boca!
Dejando escapar una risita tonta, el muchacho sacó la lengua y se marchó corriendo por detrás del hombre. A continuación señaló sin que le viera la madre que tenía la cola torcida, para asegurarse de que le había advertido.
Mi padre se agachó y extendió la mano hacia el joven buey, como un miembro de la clase aristocrática que invita a una joven dama enjoyada y bien vestida a bailar en un salón brillantemente iluminado. Muchos años después, vi ese mismo gesto en las películas extranjeras y no pude evitar acordarme de mi padre y de aquel joven buey. Los ojos de mi padre resplandecieron, de una manera que en mi opinión sólo se puede ver en los ojos de una persona querida de la que te han separado de manera cruel durante un largo periodo de tiempo. Lo que verdaderamente me sorprendió fue que el buey se incorporó, agitó la cola y lamió la mano de mi padre, primero una vez y luego otra. Mi padre le acarició el cuello.
—Me llevo este.
—No puedes comprar sólo uno —dijo el comerciante en un tono que zanjaba cualquier negociación—. No lo puedo separar de su madre.
—No tengo más que un centenar de yuan —insistió mi padre—, y sólo quiero a este joven.
A continuación, sacó el dinero de un bolsillo interior y se lo entregó al comerciante de bueyes.
—Puedes llevarte a los dos por quinientos yuan —respondió el hombre—. No voy a repetirme. O los compras o ya puedes largarte. No tengo tiempo para discutir.
—Te he dicho que sólo tengo cien yuan —dijo mi padre tirando el dinero a los pies del comprador—. Sólo quiero al joven.
—¡Recoge tu dinero!
Mi padre se encontraba sentado en cuclillas delante del joven buey, con una intensa emoción emanando de su rostro. Acarició al animal. Obviamente, no había escuchado el comentario del comerciante.
—Adelante, Tío, véndeselo… —dijo el muchacho.
—¡Guárdate tus opiniones! —dijo el hombre mientras entregaba al muchacho el ronzal de la madre—. ¡Llévatela!
Avanzó unos pasos y apartó a mi padre del joven buey para llevarlo junto a su madre.
—Nunca he visto a nadie como tú —dijo—. Ni se te ocurra llevártelo sin mi aprobación.
Ahora, por supuesto, comprendo por qué insistía tanto en comprar aquel animal en particular, pero en ese momento no sabía que el buey era la última reencarnación de Ximen Nao y del burro Ximen. En aquel momento pensaba que mi padre estaba sometido a tanta presión debido a su contumaz insistencia en seguir siendo un campesino independiente que no se encontraba bien mental o emocionalmente. Ahora estoy convencido de que había un vínculo espiritual entre él y aquel buey.
Al final compramos el buey. Era inevitable, ya que todo había sido preparado de antemano en el inframundo. Cuando mi padre y el comerciante de bueyes ya lo habían arreglado todo, el secretario del Partido de la Brigada de Producción de la aldea de Ximen, Hong Taiyue, el comandante de la brigada, Huang Tong, y algunas personas más entraron en el mercado. Vieron a la madre del buey y, por supuesto, al joven animal. Hong abrió hábilmente la boca de la madre.
—Los dientes se encuentran en mal estado. Este animal pertenece a los matarifes.
—Hermano Mayor —dijo el comerciante de bueyes con un tono de desprecio—, nadie dice que tengas que comprar mis animales, pero no puedes hablar así de ellos. ¿Cómo te atreves a decir que esos dientes se encuentran en mal estado? Te aseguro que si la brigada no estuviera tan mal de dinero, no se la vendería ni por todo el oro del mundo. La llevaría a casa para aparearla y así tener otro ternero la próxima primavera.
Hong estiró el brazo por fuera de su amplia manga para negociar el precio en la tradición de prueba y ensayo de los mercados de ganado. Pero el hombre lo rechazó haciendo un gesto con la mano.
—Nada de eso. Este es el trato. Ambos por quinientos yuan, es un precio único.
Padre envolvió los brazos alrededor del buey joven y dijo en tono enfadado:
—Este es el buey que quiero, te pagaré cien yuan.
—Lan Lian —se burló Hong Taiyue—. No te metas en problemas. Vete a casa, coge a tu esposa y a tus hijos y afiliaos a la comuna. Si tanto te gustan los animales, te asignaremos el trabajo de cuidar de ellos.
Hong lanzó una mirada al comandante de la brigada.
—¿Qué dices a eso, Huang Tong?
—Lan Lian —dijo Huang Tong—, tu testarudez nos ha convencido. Ya es hora de que te unas a la comuna, tanto por el bien de tu familia como para mejorar la reputación de la Brigada de Producción de la aldea de Ximen. Cada vez que hay una reunión, es inevitable que siempre se plantee la misma pregunta: ¿ese campesino de la aldea de Ximen todavía trabaja de manera independiente?
Mi padre no les hizo caso. Los miembros hambrientos de la Comuna del Pueblo habían matado a nuestro burro negro y se lo habían comido y le habían robado todo el grano que teníamos almacenado. Habría podido entender aquella especie de conducta abominable, pero las heridas que produjeron en el corazón de mi padre no se curaban con tanta facilidad. A menudo decía que él y ese burro no estaban unidos por la tradicional relación entre amo y ganado, sino que eran casi como hermanos, estaban unidos en el corazón. A pesar del hecho de que posiblemente no sabía que el burro negro era la reencarnación del hombre para el que había trabajado, indudablemente pensaba que él y el burro estaban destinados a permanecer juntos. Para él los comentarios de Hong Taiyue y de los demás no eran más que palabrería. Mi padre no mostró el menor interés por responder. Se limitó a agarrarse al cuello del buey y dijo:
—Este es el buey que yo quiero.
—Así que tú eres el campesino independiente —dijo sorprendido el comerciante de burros a Lan Lian—. Hermano, eres una persona especial.
Estudió el rostro de mi padre y, a continuación, el mío.
—Trato hecho. Cien yuan. El buey joven es tuyo.
Se agachó, recogió el dinero del suelo, lo contó y lo guardó en el bolsillo.
—Como sois de la misma aldea —dijo a Hong Taiyue—, puedes beneficiarte de tu asociación con este hermano de rostro azulado. Te venderé esta hembra por trescientos ochenta y te hago un descuento de veinte yuan.
Mi padre desató la cuerda que llevaba alrededor de su cintura y la pasó alrededor del cuello del buey. Hong Taiyue y su séquito colocaron un ronzal nuevo a la hembra y devolvieron el viejo al comerciante. Los tratos a la hora de comprar ganado nunca incluyen los ronzales.
—Será mejor que vengas con nosotros, Lan Lian —dijo Llong Taiyue a mi padre—. Dudo mucho que seas capaz de separar al joven buey de su madre.
Mi padre sacudió la cabeza y se alejó, con el joven buey avanzando obedientemente tras él. No opuso la menor resistencia, aunque la madre vaca mugió para mostrar su dolor y aunque su hijo volvió la cabeza y le respondió. En aquel momento, pensé que probablemente había alcanzado la edad en la que ya no la necesitaba tanto como antes. Ahora me doy cuenta de que tú, el buey Ximen, eras el burro Ximen, y antes de eso, un hombre cuyo destino estaba ligado a mi padre. Por ese motivo se produjo un reconocimiento instantáneo entre ellos y una notable emoción: la separación no era una opción posible.
Estaba a punto de salir con mi padre cuando el chico del comerciante se acercó corriendo y me dijo furtivamente:
—Deberías saber que esa hembra es una «tortuga caliente».
Se llamaba «tortuga caliente» a los animales que babeaban y comenzaban a jadear en cuanto se ponían a trabajar en verano. En aquel momento no sabía lo que significaba aquel término, pero puedo asegurar por el modo en el que el muchacho lo dijo que «tortuga caliente» no equivalía a buen ganado. Hasta el día de hoy no sé por qué el muchacho pensó que era importante que yo supiera eso, ni sé qué es lo que me hizo pensar que le conocía de algo.
Mi padre no dijo nada durante el camino de vuelta. Traté de hablar con él unas cuantas veces, pero lancé una mirada a su rostro, que estaba inmerso en sus propios y misteriosos pensamientos, y decidí que no debía entrometerme. Independientemente de cómo lo veas, comprar aquel buey, que me gustó a primera vista, fue algo bueno. Hizo feliz a mi padre y también me hizo feliz a mí.
Mi padre se detuvo en los arrabales de la aldea a fumar su pipa y a echarle una buena mirada. Sin previo aviso, se echó a reír.
Mi padre no se reía a menudo y nunca antes le había oído hacerlo de aquella manera. Aquella risa me asustó. Con la esperanza de que no le hubieran poseído repentinamente, le pregunté:
—¿De qué te ríes, Padre?
—Jiefang —dijo, sin mirar hacia mí, sino con la vista clavada en los ojos del buey—, fíjate en los ojos de este animal. ¿A quién te recuerdan?
Aquello no era lo que esperaba escuchar y pensé que le ocurría algo malo. Pero hice lo que me dijo. Los ojos húmedos y cristalinos del joven buey eran de color negro azulado y tan claros que podía ver mi reflejo en ellos. Parecía estar mirándome mientras rumiaba su bolo. Su boca de color azul pálido se movía lentamente mientras masticaba y, a continuación, tragó un puñado de hierba cuyo bulto descendió hasta su otro estómago, como si fuera un ratón, y luego otro puñado ascendió hasta la boca para ocupar su lugar.
—¿A qué te refieres, Padre?
—¿Es que no lo ves? —dijo—. Sus ojos son una réplica exacta de los ojos de nuestro burro.
Con la ayuda de mi padre, traté de rememorar la imagen de nuestro burro, pero lo único que conseguí ver fue el brillo de su pelaje, su boca, que normalmente estaba abierta por delante de unos enormes dientes blancos, y el modo en el que estiraba el cuello cuando rebuznaba. Pero, por más que lo intenté, no fui capaz de recordar cómo eran sus ojos.
En lugar de presionarme más, mi padre me contó algunas historias relacionadas con la rueda de la transmigración. Me habló de un hombre que soñaba que su padre fallecido le decía:
—Hijo, voy a regresar reencarnado en un buey. Mañana volveré a nacer.
Al día siguiente, tal y como había prometido, la vaca de la familia parió un ternero. Pues bien, el hombre se ocupó especialmente de cuidar a ese joven macho, que un día sería un buey, su «padre». No le colocó un anillo en la nariz ni le puso un ronzal.
—Vamos, Padre —le decía cuando salían al campo.
Después de un duro día de trabajo, solía decirle:
—Es hora de descansar, Padre.
Y entonces el buey descansaba. En ese punto del relato, mi padre se detuvo, para disgusto mío. ¿Qué había pasado? Después de dudar unos instantes, dijo:
—No estoy seguro de que deba contar a un niño este tipo de cosas, pero seguiré adelante. Aquel buey tuvo un «encuentro consigo mismo» —más tarde, me enteré de que un «encuentro consigo mismo» significaba una masturbación—, que fue presenciado por la señora de la casa. «Padre», dijo, «¿cómo puedes hacer una cosa así? Deberías avergonzarte». El buey se giró y embistió con su cabeza contra la pared, muriendo al instante. Ah…
Mi padre lanzó un largo suspiro.