X. Sintiéndome privilegiado por realizar una gloriosa tarea… transporto al jefe del condado

Al encontrarme con un trágico contratiempo, me rompo una pata delantera

DESPUÉS de pasar dos días corriendo salvaje por el territorio del concejo de Gaomi del Noreste, mi ira poco a poco se fue mitigando y el hambre me obligó a subsistir con hierbas silvestres y corteza de árbol. Esta tosca dieta me hizo recordar lo duro que era vivir como un burro. La añoranza del alimento fresco al que me había acostumbrado me devolvió a la vida de animal doméstico común y comencé a regresar a la aldea, acercándome a la morada de los humanos.

A mediodía de aquella jornada, alcancé los arrabales de la aldea de la familia Tao, donde vi un carro de caballos apoyado detrás de un descollante ginkgo. El intenso aroma de los pasteles de alubias mezclados con paja de arroz llenó mi olfato. Dos mulas que habían estado tirando del carro se encontraban de pie detrás de una cesta que colgaba de un caballete triangular repleta de fragante comida.

Siempre había menospreciado a los mulos, unos animales bastardos que ni eran caballos ni eran burros, y deseaba con todas mis fuerzas tener la oportunidad de darles un buen mordisco. Pero aquel día lo último que tenía en la cabeza era pelearme con nadie. Lo único que quería era acercarme a la cesta y conseguir mi ración de algún buen alimento con el que reponer las fuerzas agotadas durante los dos días que había pasado corriendo de un extremo del territorio al otro.

Contuve la respiración y me acerqué a ellas con cautela, tratando por todos los medios de que la campanilla que tenía colgada del cuello no anunciara mi llegada. Aunque aquella campanilla, que me había colocado el héroe de guerra cojo, realzaba mi estatura, había veces en las que jugaba en mi contra. Cuando corría como el viento, era una señal de paso de un poderoso héroe, pero al mismo tiempo me impedía liberarme de la persecución a la que me tenían sometido los humanos.

La campanilla tintineó. Las cabezas de las dos mulas, que eran mucho más grandes que yo, se levantaron. Supieron enseguida lo que andaba buscando, patearon el suelo y bufaron amenazadoramente, para advertirme que no debía invadir su territorio. Pero con toda esa deliciosa comida que había ante mis ojos, ¿cómo iba a limitarme a darme la vuelta y salir? Analicé la situación: la mula negra de cuello negro estaba uncida a los listones de la carreta, así que no me preocupaba. El segundo animal, una joven mula negra que se encontraba atada con una correa y encadenada, también tendría problemas para vérselas conmigo. Lo único que tenía que hacer para llegar hasta la comida era permanecer lejos del alcance de sus dientes.

Trataron de intimidarme lanzando rebuznos ensordecedores y extraordinariamente irritantes. Malditas bastardas, no seáis tan cicateras, ahí hay comida suficiente para todos. ¿Por qué la queréis toda para vosotras? Hemos entrado en la era del comunismo, en la que lo mío es tuyo y lo tuyo es mío. Conseguí ver una abertura. Corrí hacia la cesta y di un enorme bocado. Ellas me mordieron y los pedazos de comida salieron por los aires. Maldita sea, si lo que queréis es morder, yo soy el maestro. Tragué el bocado de alimento, abrí la boca de par en par y mordí en la oreja a la mula que estaba amarrada. Mastiqué ruidosamente y envié la mirad de su oreja al suelo. El siguiente mordisco aterrizó en el cuello de la otra mula y me dejó con un bocado de crin. Aquello desató el caos. Agarrando la cesta con los dientes, retrocedí a toda velocidad. La mula que estaba atada pasó al ataque. Me di la vuelta, mostrándole mi trasero antes de lanzarle una coz con las dos patas. Una pezuña no alcanzó más que el aire pero la otra le golpeó en la nariz. El dolor le atravesó el cuerpo de la cabeza a las patas. A continuación, cerró los ojos, se levantó y corrió en círculos hasta que se le enredaron las patas en la cuerda.

Comí como si no existiera el mañana. Pero, al final, el día de mañana llegó, cuando el carretero, con un fardo azul atado alrededor de su cintura y un látigo en la mano, salió de un patio próximo gritando a pleno pulmón. El látigo era como una extensión de su brazo y resultaba preocupante. Los palos no me asustaban, ya que eran fáciles de esquivar. Pero un látigo es algo impredecible. Alguien que sepa cómo manejar uno puede derribar con él a un poderoso caballo. Lo había visto hacer muchas veces y no quería que me lo hicieran a mí. ¡Oh, ah, aquí viene! Tenía que ponerme fuera de peligro, algo que conseguí, aunque ahora sólo podía mirar la cesta de alimento. El carretero corrió detrás de mí, mientras yo recorría una larga distancia. Él se detuvo, sin quitarle el ojo a la cesta de comida. A continuación, examinó a sus mulas heridas y profirió una sarta de insultos.

Dijo que si tuviera un rifle, lo único que iba sacar de allí sería una bala. Aquello me hizo reír. Hii-haa, hii-haa. Con ese rebuzno quise decir que si no tuviese un látigo en la mano, correría hasta él y le mordería en la cabeza. El carretero captó el sentido de mi rebuzno, dándose cuenta, evidentemente, de que yo era un burro conocido que iba por ahí mordiendo a las personas. Ni siquiera se atrevió a dejar caer su látigo ni a presionarme demasiado. Miró a su alrededor, tratando de encontrar ayuda, y percibí que me tenía miedo y, al mismo tiempo, me quería atrapar entre sus garras.

Capté el olor de una banda de hombres que se aproximaba. Eran los milicianos que habían ido a buscarme unos días atrás. Ojalá tuviera tiempo para comerme la mitad de lo que quería, pero un bocado de ese alimento de suprema calidad era el equivalente a diez bocados de lo que había estado comiendo. Mi energía se recuperó y mi espíritu combativo se revitalizó. No vais a doblegarme, malditos imbéciles de dos piernas.

Justo entonces, un objeto cuadrado, de color verde hierba y muy extraño, pasó a toda velocidad a mi lado, rebotando de un lado a otro y arrastrando polvo tras él. En ese momento me di cuenta de que era un vehículo soviético parecido a un jeep. En realidad, durante esos días aprendí muchas más cosas: ahora puedo distinguir un Audi, un Mercedes, un BMW y un Toyota. También lo sé todo acerca de las lanzaderas espaciales de los Estados Unidos y de los portaaviones soviéticos. Pero en aquel momento yo no era más que un burro, un burro del año 1958. Aquel extraño objeto, con sus cuatro ruedas de caucho, sin lugar a dudas era más rápido que yo, al menos si el suelo era liso. Pero no había nadie que me igualara cuando el terreno era irregular. Permitidme que repita el comentario al respecto que hizo Mo Yan: «Una cabra puede trepar a un árbol y un burro es un buen escalador».

Para que me resulte más sencillo contar mi historia, digamos que sabía lo que era un jeep soviético. Me producía miedo, pero también despertaba mi curiosidad y me preguntaba cuánto tiempo iban a necesitar los militares para alcanzarme y rodearme. El jeep soviético bloqueó mi vía de escape cuando se detuvo a menos de un centenar de metros de mí y vomitó a tres hombres. A uno de ellos lo reconocí al instante: era el antiguo jefe del distrito, que ahora ocupaba el puesto de jefe del condado. No había cambiado demasiado en todos los años que habían pasado desde que lo había visto por última vez. Incluso las ropas que llevaba a su espalda parecían las mismas que lucía en el pasado.

No tenía ninguna razón especial para discutir con el jefe del condado Chen. De hecho, las alabanzas que me dirigió en los años anteriores seguían llegándome al corazón. También había sido un comerciante de burros y me gustaba. En una palabra, era un jefe del condado que mantenía un vínculo afectivo con los burros y yo no sólo confiaba en él, sino que en realidad me alegraba de verle.

Con un gesto de la mano, hizo una señal a sus hombres para que no se acercaran demasiado. A continuación, con otro gesto, indicó a los milicianos que se encontraban detrás de mí, que querían capturarme o atarme para llevarse los honores, que se quedaran donde estaban.

Él solo, llevando la mano a su boca para dejar escapar un silbido que era música para mis oídos, se acercó hasta mí. Cuando se encontró a dos o tres metros, observé el pastel de alubias que llevaba en la mano y me empapé de su celestial fragancia. Se dirigió hacia donde me encontraba emitiendo una pequeña melodía silbada que me resultaba familiar y que me produjo sensaciones de dulce tristeza. Mi tensión se disipó, mis tensos músculos se relajaron y no deseaba nada más en el mundo que sentir la caricia de las manos de aquel hombre. A continuación, se colocó a mi lado y pasó su mano derecha por mi cuello mientras acercaba el pastel de alubias a mi boca con la otra. Cuando acabé el pastel, me rascó el puente de la nariz y murmuró:

—Montoncito de Nieve, Montoncito de Nieve, eres un buen burro. Qué malas son las personas que no comprenden a los burros que se vuelven salvajes y desbocados. No pasa nada, puedes venir conmigo. Te enseñaré a convertirte en un burro obediente, valiente y de primera categoría al que todo el mundo quiera.

Primero ordenó a los milicianos que se fueran y le dijo a su conductor que regresara a la ciudad. A continuación, se subió a mi lomo, sin silla, como un profesional, colocándose justo en el punto en el que me sentía más cómodo. Era un jinete experto que sabía muy bien cómo tratar a un burro. Con un golpecito en mi cuello, dijo:

—Vámonos, amigo mío.

Desde ese día en adelante, me convertí en la montura del jefe del condado Chen y llevé a un enjuto oficial del Partido con abundante energía por todos los vastos parajes de Gaomi. Hasta ese momento, mis movimientos se habían restringido al concejo de Gaomi del Noreste, pero desde el día en el que me convertí en el compañero del jefe del condado, mis huellas se podían encontrar al norte de las barras de arena del Bohai, al sur de las minas de hierro de la cadena montañosa Wulian, al oeste de las aguas ondulantes del río Soe y al este de la playa rocosa Roja, donde los aromas abundantes en peces del río Amarillo empapaban el aire.

Aquel fue el momento más glorioso de mi vida como burro. Durante esos días, me olvidé de Ximen Nao, me olvidé de todas las personas y de todos los acontecimientos que habían dado color a mi vida e, incluso, me olvidé de Lan Lian, con el que había tenido un vinculo emocional tan estrecho. Ahora, cuando recuerdo aquellos días, me doy cuenta de que el motivo de mi contento era que apreciaba de manera subconsciente el estatus de «oficial». Un burro, por supuesto, respeta y teme a un oficial. El profundo afecto que Chen, el jefe de todo un condado, me demostraba es algo que recordaré hasta el final de mis días. Él mismo me preparaba la comida y no dejaba que nadie más me cepillara el pelaje. Envolvió un lazo alrededor de mi cuello, decorado con cinco bolas rojas de terciopelo, y añadió una borla de seda roja a la campana.

Cuando me montaba para hacer un viaje de inspección, siempre me recibían con todos los honores. Los aldeanos me proporcionaban los alimentos más refinados, me daban agua limpia del arroyo para que bebiera y acicalaban mi pelaje con peines de hueso. A continuación, me llevaban a un lugar en el cual habían extendido arena fina y blanca, donde podía dar vueltas y descansar cómodamente. Todo el mundo sabía que al jefe del condado le hacía muy feliz que todos dispensaran un especial cuidado a su burro. Darme golpecitos en el trasero equivalía a dar golpecitos aduladores en la espalda del jefe del condado. Él era un buen hombre que prefería un burro a un vehículo. Así ahorraba gasolina y era mejor que caminar durante sus viajes de inspección a los parajes mineros de las montañas. Yo sabía, por supuesto, que en el fondo me trataba bien por el profundo afecto que había desarrollado hacia los de mi especie a lo largo de los años en los que trabajó como comerciante de burros. Los ojos de algunos hombres se iluminan cuando ven a una mujer hermosa; el jefe del condado se frotaba las manos cuando veía un burro atractivo. Era algo perfectamente natural que sintiera atracción por un burro con las pezuñas blancas como la nieve y con una inteligencia que estaba a la altura de la de un hombre.

Después de convertirme en la montura del jefe del condado, mi ronzal no servía ya para nada. Este burro arisco con fama de morder a las personas se había convertido, en poco tiempo y gracias al jefe del condado, en un joven burro dócil, obediente e inteligente: nada menos que en un milagro. El secretario del jefe del condado, un camarada llamado Fan, una vez hizo una foto al jefe del condado sentado sobre mi lomo durante un viaje de inspección a las minas de hierro. La envió junto con un breve artículo al periódico provincial, donde fue publicada en primera página.

Una vez me encontré con Lan Lian mientras desempeñaba mi cometido de ser la montura del jefe del condado. Mi amo bajaba por una montaña con dos cestas de mineral de hierro mientras que yo ascendía la montaña con el jefe del condado sobre mi lomo. Cuando me vio, soltó el palo con el que transportaba las cestas y se le derramó el mineral de hierro, que rodó ladera abajo. El jefe del condado se irritó mucho:

—¿Qué pasa contigo? El hierro es demasiado valioso como para perderlo, aunque sólo sea una roca. Baja y vuelve a subirlo.

Estoy seguro de que Lan Lian no escuchó una sola palabra de lo que el jefe del condado le había dicho. Sus ojos se encendieron mientras se acercó a mí, me pasó los brazos por el cuello y dijo:

—Negrito, mi viejo Negrito…, por fin te encuentro…

Reconociendo que se trataba de mi anterior dueño, Chen se dirigió al secretario Fan, que nos seguía a todas partes a lomos de un caballo demacrado, y le hizo una seña para que se ocupara de aquel asunto. Fan, siempre atento a los deseos de su jefe, se bajó del caballo y llevó a Lan Lian a un lado.

—¿Qué crees que estás haciendo? Este es el burro del jefe del condado.

—No, no es cierto, es mío, mi Negrito. Perdió a su madre al nacer y sólo pudo sobrevivir gracias a que mi esposa le alimentó con gachas de mijo durante los primeros días de su vida. Hemos basado en él nuestro modo de subsistencia.

—Aunque lo que dijeras fuera cierto —dijo el secretario Fan—, si el jefe del condado no hubiera actuado como lo hizo, un grupo de milicianos habría convertido a tu burro en picadillo. Ahora desempeña una importante tarea, llevando al jefe del condado a las aldeas y ahorrando a la nación los gastos de un jeep. El jefe del condado no puede pasar sin él y debería alegrarte saber que tu burro está desempeñando un papel tan importante.

—Eso me da igual —replicó Lan Lian con testarudez—. Lo único que sé es que es mi burro y me lo voy a llevar.

—Lan Lian, viejo amigo —dijo el jefe del condado—, estamos pasando por un periodo extraordinario y este burro me ha sido de enorme ayuda, permitiéndome atravesar estos senderos montañosos. Así pues, digamos que tengo a tu burro a modo de préstamo temporal y, en cuanto los proyectos de fundición de hierro hayan finalizado, puedes llevártelo. Me ocuparé de que el gobierno te pague una remuneración durante el tiempo que dure ese periodo de préstamo.

Lan Lian no había acabado, pero un oficial de la cooperativa se acercó, se lo llevó de nuevo a un lado de la carretera y dijo con firmeza:

—Como un maldito perro que no sabe lo afortunado que es de que lo lleven en una silla de transporte, deberías dar las gracias a tus antepasados por acumular tanta buena suerte, que es la razón por la que el jefe del condado ha elegido montar en tu burro.

Levantando la mano para que aquel hombre detuviera su arenga, el jefe del condado dijo:

—¿Cómo es posible, Lan Lian? Eres un hombre con un carácter fuerte y te admiro por ello. Pero no puedo evitar sentir lástima por ti y, como oficial jefe de este condado, espero que pronto estés llevando a tu burro a la cooperativa y dejes de resistirte a la tendencia que marca la historia.

El oficial de la cooperativa retuvo a Lan Lian a un lado del camino para que tanto el jefe del condado como yo pudiéramos pasar y cuando vi la mirada que había en los ojos de Lan Lian sentí remordimientos y me pregunté: ¿esto se podría considerar un acto de traición hacia mi amo en la medida que voy ascendiendo de estatus? El jefe del condado debió intuir mis sentimientos, ya que me dio unos golpecitos en la cabeza y me dijo a modo de consuelo:

—Vamos, Patas de Nieve. Transportar al representante del condado supone realizar una contribución más importante que andar siempre detrás de Lan Lian. Tarde o temprano, se afiliará a la Comuna del Pueblo y, cuando lo haga, serás una propiedad pública. ¿No sería perfectamente normal que el jefe del condado cabalgue a lomos del burro de la Comuna del Pueblo?

Como podrás darte cuenta, aquel era uno de esos casos en los que la extrema alegría produce dolor; cuando las cosas se llevan al límite, dan la vuelta y se dirigen hacia la dirección contraria. Al anochecer del quinto día después del encuentro con mi antiguo amo, me encontraba llevando a casa al jefe del condado después de visitar una mina de hierro en la montaña del Buey Recostado cuando, de repente, se cruzó en el camino un conejo que venía dando saltos. Asustado, me puse a dos patas y, cuando aterricé, la pezuña delantera derecha se me quedó atrapada entre unas rocas. Caí al suelo, y también lo hizo el jefe del condado, que se golpeó la cabeza contra una roca afilada que le dejó sin sentido y le abrió una brecha. Su secretario inmediatamente ordenó a algunos hombres que bajaran de la montaña al jefe del condado, ya que se encontraba inconsciente. Mientras tanto, algunos granjeros trataron de liberar mi pezuña, pero estaba profundamente atascada. No había manera de sacarla. Tiraron, empujaron y, entonces, escuché un chasquido que salió de las rocas y sentí un dolor tan agudo que también perdí el sentido. Cuando lo recobré, descubrí que mi pezuña delantera derecha y los huesos que la conectaban a la pata todavía estaban atrapados en las rocas y que mi sangre había teñido un tramo importante de la carretera. Estaba superado por el dolor. Sabía que mis servicios como burro se habían acabado. El jefe del condado ya no iba a poder utilizarme más y ni siquiera mi amo tendría el menor interés por alimentar a un burro que ya no podía trabajar. Lo único que me esperaba era el cuchillo del carnicero. Se deslizaría por mi garganta y, una vez que hubiera derramado toda la sangre que hay en mi cuerpo, me desollarían y cortarían mi cuerpo en pedazos de sabrosa carne que acabaría en el estómago de los seres humanos… Será mejor que acabe con mi propia vida. Miré por el barranco y distinguí entre la niebla la aldea que se encontraba abajo. Lanzando un estridente Hii-haa, rodé por la carretera en dirección al barranco, pero me detuvo un grito que salió de la garganta de Lan Lian.

Mi amo había subido corriendo la montaña. Estaba empapado en sudor y sus rodillas se encontraban salpicadas de sangre. Era evidente que había tropezado y se había caído durante el ascenso. Con la voz distorsionada por las lágrimas que resbalaban desde sus ojos, gritó:

—Negrito, mi viejo Negrito…

Pasó los brazos alrededor de mi cuello mientras algunos granjeros alzaban mi rabo y me movían las patas traseras para ayudar a levantarme. Un dolor insoportable invadió mi pata herida cuando tocó el suelo y el sudor bañó mi cuerpo. Como una pared derrumbada, me desplomé al suelo por segunda vez.

Escuché cómo uno de los granjeros decía con compasión:

—Se ha quedado cojo e inútil, esas son malas noticias. Pero la buena es que tiene mucha carne en sus huesos. Deberíamos venderlo por una buena cantidad de dinero a los carniceros.

—¡Cierra la puta boca! —maldijo Lan Lian lleno de ira—. ¿Llevarías a tu padre al carnicero si se rompiera una pierna?

Aquello dejó a todos sin palabras. Pero el silencio lo rompió rápidamente el mismo granjero.

—¡Vigila tu boca! ¿Acaso este burro es tu padre?

A continuación, se remangó, listo para pelear, pero le sujetaron los hombres que le rodeaban.

—Deja que se marche —dijeron—. Deja que se marche. Lo último que queremos es enojar a este loco. Es el único campesino independiente de todo el condado. En la oficina del jefe del condado lo saben todo de él.

La multitud se dispersó, dejándonos solos a los dos. La luna en cuarto creciente colgaba del cielo. La escena y la situación me hicieron sentir una pena que iba más allá de las palabras. Después de maldecir al jefe del condado y a aquel grupo de campesinos, mi amo se quitó la chaqueta y la rompió en tiras para atar mi pata herida. Hii-haa, hii-haa. Me dolía mucho. Pasó sus brazos alrededor de mi cabeza y sus lágrimas cayeron sobre mis orejas.

—Negrito, mi viejo negrito, ¿qué puedo hacer para que te sientas mejor? ¿Cómo pudiste creer lo que decían los oficiales? En cuanto se presentan los primeros problemas, lo único que les importa es salvar a su adorado oficial. Tú les importas una mierda. Si hubieran llamado a un picapedrero para que rompiera las rocas que te atrapaban la pezuña, se podría haber salvado.

En cuanto salieron aquellas palabras de su boca, me soltó la cabeza y corrió hacia el punto rocoso de la carretera donde se había quedado la pezuña arrancada. Se agachó y trató de recuperarla. Lloró, maldijo, jadeó de puro agotamiento y, finalmente, consiguió sacarla. Se quedó de pie sujetándola en la mano, comenzó a sollozar y, cuando vio la herradura, que después de tanto tiempo estaba totalmente pulida, yo me vine abajo y también empecé a llorar.

Gracias a los ánimos de mi amo, conseguí ponerme en pie de nuevo. Los gruesos vendajes hicieron posible a duras penas que apoyara mi pata herida en el suelo pero, desgraciadamente, había perdido el equilibrio. El burro Ximen de patas ligeras había desaparecido y había sido sustituido por un lisiado que agachaba la cabeza y se iba hacia un lado a cada paso que daba. Llegué a pensar en despeñarme por la montaña y así poner fin a esta trágica vida, pero el amor que me demostraba mi amo me impedía hacerlo.

La distancia que había desde la mina de hierro de la montaña del Buey Recostado hasta la aldea de Ximen del concejo de Gaomi del Noreste era de aproximadamente treinta kilómetros. Si hubiera tenido las cuatro patas en buen estado, aquella pequeña distancia no habría merecido la pena ni mencionarla, pero ahora tenía una pata inservible, lo cual hacía que la marcha fuera increíblemente difícil. Iba dejando rastros de carne y de sangre a mi paso, marcados por los terribles gritos de dolor que salían de mi garganta. El dolor hacía que mi piel se agitara como si fueran las ondas de una charca.

Cuando llegamos al concejo de Gaomi del Noreste, mi muñón estaba empezando a apestar y atraía hordas de moscas cuyos zumbidos llenaban nuestros oídos. Mi amo rompió algunas ramas de un árbol y las enredó para fabricar un atizador con el que mantenerlas lejos. La cola colgaba fatigada, demasiado débil como para agitarse y, por culpa de un ataque de diarrea, la mitad posterior de mi cuerpo estaba cubierta de inmundicias. Cada vez que mi amo agitaba la vara mataba muchas moscas, pero enseguida aparecía un número todavía mayor para ocupar su lugar, así que se quitó los pantalones y los rompió en tiras para cambiar los primeros vendajes. En ese momento, no llevaba más que unos calzoncillos y un par de botas de cuero pesadas y de suela gruesa. Era una visión extraña y, a la vez, cómica.

Durante el camino, cenamos bajo el azote del viento y dormimos envueltos en el rocío. Yo comí algunas hierbas secas y él subsistió con algunos boniatos medio podridos que encontró en un campo próximo. Rehuyendo las carreteras, atravesamos caminos angostos para evitar encontrarnos con gente, como si fuéramos soldados heridos que desertan de la escena de la batalla. Entramos en la aldea de Huangpu un día en el que el comedor de la comuna estaba abierto y dejaba escapar unos deliciosos aromas. Escuché cómo rugía el estómago de mi amo. Me miró con los ojos enrojecidos llenos de lágrimas, que se secó con sus sucias manos.

—Maldita sea, Negrito —espetó—, ¿qué estamos haciendo? ¿Por qué nos escondemos de todos? No hemos hecho nada de lo que tengamos que avergonzarnos. Tú te has quedado lisiado mientras trabajabas para el pueblo, así que el pueblo está en deuda contigo y, cuidando de ti de este modo, yo también estoy trabajando para el pueblo. Así pues, vamos, entremos.

Como un hombre que encabeza un ejército de moscas, me llevó hacia el interior de un comedor al aire libre. Las ollas repletas de trozos de cordero salían de la cocina, se colocaban sobre una mesa y se vaciaban de forma casi inmediata. Los afortunados comensales ensartaban los pedazos calientes con finas ramas de árboles y las roían por un lateral. Otros los pasaban de mano en mano, mordisqueando con avidez.

Todo el mundo nos vio entrar, encontrándose de frente con una triste figura, grotesca y desaliñada, cuyo olor era todavía peor que su aspecto. Cansados y hambrientos, les dimos un terrible susto y probablemente también les hicimos sentir bastante asco, lo que produjo que se les quitara el apetito de golpe. Mi amo me dio una palmadita en el trasero, consiguiendo que una nube de moscas volara por los aires, donde se reagruparon y aterrizaron sobre todos aquellos pedazos de cordero y en los utensilios de cocina del comedor. Los comensales protestaron con firmeza.

Una mujer gruesa vestida con ropa de trabajo blanca, que tenía toda la apariencia de ser la encargada, se acercó a nosotros, se tapó la nariz y, con voz baja y apagada, dijo:

—¿Qué creéis que estáis haciendo? ¡Vamos, salid de aquí!

Alguien entre la multitud reconoció a mi amo.

—¿No eres Lan Lian de la aldea de Ximen? ¿De veras eres tú? ¿Qué te ha ocurrido?

Mi amo se limitó a mirar a aquel hombre sin responder y, a continuación, me sacó hacia el patio, donde todos se mantuvieron lo más lejos posible de nosotros.

—Es el único campesino independiente del condado de Gaomi —gritó el hombre a nuestras espaldas—. ¡Le conocen en toda la prefectura Changwei! Ese burro es casi sobrenatural. Mató a un par de lobos y ha mordido a una docena de personas o más. ¿Qué le ha pasado en la pata?

La mujer gruesa se acercó.

—No servimos a los campesinos independientes, así que tenéis que salir de aquí.

Mi amo dejó de caminar y, con una voz llena de abatimiento y pasión, respondió:

—Maldita puerca gorda, soy un campesino independiente y prefiero morir antes de que me sirvan las de tu especie. Pero mi burro es la montura personal del jefe del condado. Estaba llevando al jefe por una montaña cuando su pezuña se quedó atrapada entre unas rocas y se rompió. Esa es una lesión laboral y tienes la obligación de servirle.

Nunca antes había oído a mi amo recriminar a nadie de forma tan vehemente. Su marca de nacimiento se había puesto casi negra. Por entonces, estaba tan escuálido que parecía un gallo desplumado, además de resultar muy apestoso. Avanzó hacia la mujer gruesa, que retrocedió hasta que, cubriendo su rostro con las manos, se echó a llorar y salió corriendo.

Un hombre vestido con un uniforme raído, peinado con raya en medio y con aspecto de ser un oficial local, se acercó hasta nosotros, hurgándose los dientes.

—¿Qué quieres?

—Quiero dar de comer a mi burro, quiero que calientes una bañera de agua y le des un baño y quiero ver a un médico para que le vende su pata herida.

El oficial gritó en dirección a la cocina, haciendo que una docena de personas salieran al patio.

—Haz lo que dice, y date prisa.

Así que me lavaron de la cabeza a la cola con agua caliente y llamaron a un médico, que trató mi pata herida con yodo, aplicó una pomada balsámica al muñón y lo envolvió con una gasa gruesa. Por último, me trajeron un poco de cebada y alfalfa.

Mientras comía, alguien trajo un cuenco con trozos de carne estofada y lo colocó delante de mi amo. Un hombre que tenía aspecto de ser un cocinero del comedor dijo con voz suave:

—Come, Hermano Mayor, no seas testarudo. Toma lo que hay aquí y no pienses en tu siguiente comida. Pasa el día sin necesidad de preocuparte por el mañana. En estos tiempos tan jodidos se sufre unos cuantos días, luego uno se muere y la lámpara se apaga. ¿Qué ocurre, no lo quieres?

Mi amo se encontraba sentado sobre un par de ladrillos descascarillados, encorvado como un jorobado y mirando mi inútil muñón. No creo que hubiera escuchado una sola palabra de lo que el cocinero del comedor le había dicho. Su estómago volvió a rugir y me di cuenta de lo tentadores que podían resultar esos gruesos trozos de carne blanca. En varias ocasiones estiró su mano negra y sucia para coger uno de ellos, pero enseguida los devolvió a su sitio.