VI. La ternura y el profundo afecto dan como fruto una pareja perfecta

La sabiduría y el valor rivalizan con los malvados lobos

ME dirigí a toda velocidad hacia el sur después de haber volado sobre una pared carcomida. Cuando mis pezuñas delanteras aterrizaron en el barro casi me rompí una pata y entonces me invadió el pánico. Traté de sacar las patas del barro, pero lo único que conseguí fue hundirme todavía más. Así que me detuve, me calmé y coloqué las patas traseras sobre el suelo firme. A continuación, me tumbé y rodé hacia un lado, consiguiendo liberar mis patas delanteras. Después de eso, salí de la zanja, haciendo buenas las palabras que una vez escribió Mo Yan: «Una cabra puede trepar a un árbol, un burro es un buen escalador».

Seguí al galope por la carretera en dirección suroeste.

Probablemente recordarás que he hablado de la burra que pertenecía al albañil, la que llevaba al hijo y al cerdito de Han Huahua de vuelta a casa después de haber visitado a su familia política. Pues bien, ella —la burra— debió salirse de sus casillas durante el viaje de vuelta. Cuando partimos cada uno por nuestro camino, acordamos que pasaríamos juntos aquella noche. Las palabras que dicen los seres humanos no se pueden retirar, ni siquiera puede hacerlo una manada de caballos; y para los burros, una promesa es una promesa, y dijimos que nos esperaríamos, sin importarnos el tiempo que tuviera que pasar.

Fui persiguiendo el rastro sensacional que la burra dejó en el aire que envolvía el anochecer y galopé por la carretera que había tomado, produciendo un estrépito con mis pezuñas, que atravesaban el aire de la noche. Era casi como si estuviera siguiendo el sonido de mis propias pisadas, o como si el sonido me estuviera persiguiendo a mí. Las espigas que crecían junto a la carretera estaban marchitas y de color amarillo en aquella noche de finales de otoño, el rocío se había convertido en escarcha y las luciérnagas que revoloteaban entre la hierba con sus parpadeantes luces verdes creaban una iluminación moteada en el suelo. Mi nariz estaba invadida por el hedor que colgaba del aire, que sabía que procedía de un viejo cadáver cuya carne llevaba tiempo descomponiéndose, pero cuyos huesos seguían apestando.

Los parientes políticos de Han Huahua vivían en la aldea del Viejo Zheng. Su residente más rico, Zheng Zhongliang, había sido uno de los amigos de Ximen Nao, aunque pertenecían a generaciones distintas. Me acordé de la época en la que hablábamos de los buenos espíritus y él me daba golpecitos en el hombro y decía:

—Mi joven amigo, acumular riqueza crea enemigos, dispensarla proporciona buena fortuna. Disfruta de la vida mientras puedas, aprovecha los placeres mientras sea posible y cuando se haya acabado tu riqueza, la fortuna te sonreirá. No tomes el camino equivocado…

Ximen Nao, condenado Ximen Nao, no te metas en mis asuntos. Ahora soy un burro al que el fuego de la lujuria le está quemando en su interior. Cuando Ximen Nao entra en escena, aunque sólo sea con sus recuerdos, lo único que consigo es la recreación de una historia llena de sangre y corrupción. Entre las aldeas de Ximen y el Viejo Zhang un río corre a través de los campos abiertos. A ambos lados de la corriente una docena de colinas serpentean como dragones retorcidos, cubiertas con arbustos de tamarisco con tal profusión que no podía ver a través de ellos. Allí se había librado una importante batalla, con aviones y tanques, y los espíritus de las víctimas de aquella contienda todavía permanecían en el lugar donde murieron. Las camillas habían llenado las calles de la aldea del Viejo Zhang, cargadas de soldados heridos, con sus gritos y sus lamentos acompañando los agudos graznidos de los cuervos que inundaban el aire. Pero ya basta de hablar de la guerra, ya que en esas ocasiones es cuando los burros suelen transportar metralletas y munición en el fragor de la batalla y un burro negro y atractivo como yo no habría sido capaz de evitar que lo hubieran reclutado.

¡Larga vida a la paz! En los tiempos de paz, un burro puede tener una cita libremente con la hembra que haya elegido. Acordamos encontrarnos en la ribera del río. La luz de la luna y de las estrellas se reflejaba en sus superficiales aguas, como reptantes serpientes de plata. Acompañado por el sonido tenue de los insectos del otoño y refrescado por la brisa de la noche, me aparté de la carretera, ascendí por la duna arenosa y me metí en el río, que me cubría las patas. El olor del agua me recordaba lo seca que tenía la garganta y aumentó mi deseo de beber.

Y fue lo que hice, aunque me aseguré de no beber demasiada cantidad de esa agua dulce y fría que arrastraba el río, ya que necesitaba correr un poco más y no quería que en mi estómago se removiera demasiado líquido. Mi sed se apagó, ascendí por la ribera opuesta y atravesé un camino serpenteante, saliendo y entrando de los arbustos de tamarisco hasta que me encontré encima de una elevada duna, donde me invadió el olor de la burra, denso y poderoso. Mi corazón latía con fuerza contra mis costillas, la sangre de mi cuerpo comenzó a hervir, mi excitación era tan fuerte que perdí la capacidad de rebuznar y sólo pude emitir gemidos entrecortados. Mi querida burra, mi tesoro, mi ser más adorable, mi amor, mi amante…, oh, cómo quiero abrazarte, envolver mis patas alrededor de tu cuerpo, mordisquear tus orejas, besarte los ojos y los párpados y la nariz y los labios rosas como pétalos de flores. Mi querida, mi deseada, lo único que temo es que mi respiración pueda derretirte, que pueda romperte cuando monte sobre ti. Mi pequeña burra de diminutos pies, sé que estás cerca. Mi pequeña burra de diminutos pies, no sabes cuánto te amo.

Corrí desbocado siguiendo el rastro del olor, pero a mitad de camino de la orilla mis ojos se encontraron con una escena que puso a prueba mi valor. Mi burra se encontraba corriendo salvajemente entre el tamarisco, dando vueltas y más vueltas y lanzando coces con sus pezuñas, rebuznando a pleno pulmón, como si tratara de intimidar a alguien con sus gritos. Estaba rodeada y se había convertido en la posible víctima de un par de lobos grises. Pausadamente, tomándose su tiempo, algunas veces actuando como un equipo, otras de manera individual, tanteaban, iban y venían, amagaban y atacaban. Eran un par de depredadores traicioneros y letales que esperaban pacientemente a que la burra se agotara. Cuando sus fuerzas y su voluntad se consumieran, se tumbaría en el suelo y ellos se lanzarían directos a su garganta. Entonces, después de beber su ración de sangre, le desgarrarían el abdomen y comerían sus ya indefensos órganos vitales. Sólo la muerte podía esperar a cualquier burro que se encontrara en mitad de la noche con un par de lobos que actuaban en equipo. Mi pequeña burra, si yo no hubiera aparecido, tu desafortunado destino se habría sellado. El amor te ha salvado. ¿Acaso hay algo más que pueda borrar los temores innatos de un burro y enviarle al rescate de una muerte segura? No. El amor es el único que puede conseguirlo. Lanzando una llamada a las armas, yo, el burro Ximen, salí a toda velocidad de la orilla y me dirigí directamente hacia el lobo que estaba siguiendo de cerca a mi amada. Mis pezuñas golpearon la arena y el polvo mientras descendía desde mi posición privilegiada. Ningún lobo, ni siquiera un tigre, podría haber evitado la punta de lanza que le acometía. El animal se percató demasiado tarde de mi presencia como para apartarse a tiempo, le golpeé con fuerza y voló por los aires. A continuación, me di la vuelta y le dije a mi burra:

—No tengas miedo, mi amada, ¡estoy aquí!

Ella se acercó a mí. Sentí la violencia con la que se agitaba su pecho y percibí el sudor que cubría su cuerpo. Le mordisqueé el cuello para reconfortarla y darle valor.

—No tengas miedo, estoy a tu lado. No hay nada que temer de esos lobos. Quédate aquí mientras les machaco la cabeza con mis pezuñas de acero.

Los ojos de los lobos se tiñeron de verde cuando, hombro con hombro, tomaron posiciones, llenos de ira por mi repentina aparición, como si hubiera caído del cielo. Si no hubiera sido por mí, ya se estarían dando un banquete de carne de burro. Yo sabía que no iban a aceptar la derrota, que después de haber descendido de las montañas no querían ni podían dejar pasar esa oportunidad. Su estrategia había sido llevar a la pobre burra hasta la orilla arenosa, plagada de arbustos de tamarisco, con la esperanza de que se hundiera en la arena suelta. Para que pudiéramos ganar la batalla, teníamos que apartarnos cuanto antes del suelo arenoso. Después de que ella empezara a bajar de la duna, me di la vuelta y la seguí, avanzando de espaldas. Los lobos imitaron nuestro movimiento, primero siguiéndome, pero luego separándose y corriendo hacia donde nos encontrábamos para realizar un ataque frontal.

—Mi amada —dije—. ¿Ves el río que corre a los pies de esta duna? Allí el suelo es de piedra, bueno y duro, y las aguas poco profundas son lo bastante claras como para ver el fondo. Lo único que tenemos que hacer es dar un salto brusco hasta el río. Una vez que estemos en el agua, los lobos habrán perdido su ventaja y la victoria será nuestra. Debes reunir todo el valor que tengas, mi amada, y bajar por esta pendiente. Nuestro tamaño y la inercia juegan a nuestro favor. Además, así también les echaremos arena a los ojos. Por tanto, debemos dar ese gran salto, ya que así lograremos estar a salvo.

Preparada para hacer exactamente lo que le indiqué, se acercó a mí y despegamos las pezuñas del suelo, saltando por encima de los arbustos de tamarisco. Las ramas flexibles rozaron nuestros vientres. Era como cabalgar sobre una ola y enseguida fuimos como dos olas de la marea avanzando hacia la orilla. A través de mi visión periférica observé cómo los lobos tropezaban y se caían, presentando un aspecto patético en su persecución. No alcanzaron la orilla del río y sus pelajes se llenaron de arena, hasta que estuvimos a salvo en el agua y pudimos recuperar la respiración. Le dije a mi amada que bebiera.

—Bebe despacio, amada mía, no te atragantes ni bebas demasiado o te enfriarás.

Sus ojos se llenaron de lágrimas mientras me acariciaba el trasero.

—Te amo, mi buen hermano pequeño —dijo—. Si no hubieras aparecido para rescatarme, en este momento me encontraría dentro del estómago de los lobos.

—Al salvarte, mi amada, también me he salvado a mí mismo. He padecido una profunda depresión desde que he renacido como burro. Pero desde que te conocí, me he dado cuenta de que incluso algo tan inmundo como un burro puede conocer la felicidad suprema cuando existe el amor. En mi anterior vida yo era un hombre, un hombre con una esposa y dos concubinas, pero para mí sólo había sexo, y no amor. Pensaba equivocadamente que era un hombre feliz, pero ahora reconozco lo desdichado que era. Y un macho que tiene la fortuna de rescatar a su amada de las fauces de los lobos, que tiene la oportunidad de demostrar su valor y su inteligencia delante de su ser amado, es afortunado de poder satisfacer su vanidad masculina. Gracias a ti, mi amada, me he convertido en un burro honorable y en el animal más feliz que habita sobre la faz de la Tierra.

Nos mordisqueamos mutuamente para aliviar el comezón, nos rascamos nuestros respectivos pellejos, éramos la pareja perfecta, nuestros sentimientos mutuos se acentuaron con palabras de ternura, hasta el punto de que casi olvidé a los lobos que se encontraban en la orilla del río.

Eran lobos hambrientos, que salivaban sólo con pensar en el sabor de nuestra carne. Aquella pareja no se daba por vencida y, aunque deseaba enormemente consumar nuestra relación, sabía que eso sólo nos llevaría a la tumba. Se estaban limitando a esperar a que hiciera algo parecido. Al principio, se quedaron expectantes sobre las rocas y bebieron agua como perros. Después, se sentaron sobre sus caderas, levantaron la cabeza hacia el cielo y aullaron a la gélida media luna.

En varias ocasiones perdí el sentido de la razón y me levanté sobre mis patas traseras para montar a mi amada. Los lobos avanzaron hacia nosotros antes de que mis patas delanteras tocaran su cuerpo, pero mi abrupta parada hizo que regresaran de nuevo a la ribera. Estaba claro que les sobraba la paciencia y yo sabía que necesitaba pasar al ataque, pero sólo podría hacerlo si contaba con la cooperación de mi amada. Juntos nos precipitamos hacia la posición que ocupaban los lobos en la orilla del río. Ellos dieron un salto para ponerse a salvo y, a continuación, ascendieron lentamente la duna arenosa. Pero no íbamos a caer en aquella trampa. En su lugar, cruzamos el río y galopamos en dirección a la aldea de Ximen. Los lobos se lanzaron al agua, que les llegaba a la altura del vientre y ralentizó su paso.

—Vamos tras ellos, mi amada —dije—. Acabemos de una vez con esos salvajes.

Una vez trazada la estrategia, virtualmente volamos de nuevo hacia el río, donde saltamos y salpicamos agua en sus ojos para confundirles antes de atacarles con nuestras pezuñas. Los lobos trataron de huir, pero su pelaje mojado resultaba muy pesado. Me di la vuelta y apunté con mis pezuñas hacia uno de ellos, pero estaba fuera de mi alcance, así que me giré y lancé una coz a la espalda del segundo lobo, que le sumergió bajo el agua, donde le sujeté con mis pezuñas mientras las burbujas salían a la superficie. Mientras tanto, el primer lobo saltó al cuello de mi amada. Viendo el peligro en el que se encontraba, abandoné mi intención de ahogar al lobo y lancé una coz con mis patas traseras, golpeando al atacante en toda la cabeza. Sentí cómo se partía el cráneo y observé cómo se tambaleaba y caía redondo al agua. El movimiento de su cola delataba que todavía estaba vivo. Mientras tanto, su medio ahogado compañero había conseguido alcanzar la orilla a rastras, con el pelo pegado a su cuerpo, que ahora se revelaba enjuto, huesudo y bastante desagradable. Mi amada avanzó a toda velocidad hacia la orilla, le cortó el camino de huida y comenzó a golpearle con sus pezuñas. Girando y retorciéndose para evitar el aluvión de coces, resbaló y rodó de nuevo hasta el agua, yo volví a ponerme de espaldas y le golpeé con fuerza en la cabeza. Las luces verdes de sus ojos se apagaron lentamente. Para asegurarme de que los dos estaban muertos, lanzamos por turnos nuestras pezuñas contra el cuerpo de los lobos hasta que tocaron las rocas del lecho del río. El agua estaba manchada por el barro y la sangre de los lobos.

Ascendimos juntos por el cauce, sin detenernos, hasta que el agua volvió a estar clara y dejamos de oler a sangre de lobo. Ella se giró para mirarme y me frotó el pellejo afectuosamente mientras emitía un sonido gorgoteante. Después, me rodeó y me ofreció la posición ideal.

—Te quiero, mi amado. Monta.

—Yo, un burro puro e inocente con un cuerpo hermoso y dotado con unos genes superiores, con el fin de que no se pierda la estirpe de un linaje superior, te los voy a entregar, junto con mi virginidad, mi amada burra de Huahua, sólo para ti.

A continuación, me elevé como una montaña, sujeté su cuerpo con mis patas delanteras y empujé hacia delante. De repente apareció la profunda sensación de un inmenso placer, que me inundaba a mí y la inundaba a ella. ¡Dios mío!