V. Ximen Bai es procesada por desenterrar un tesoro

Un burro interrumpe el proceso y salta por encima de un muro

AHORA que había escuchado tantas palabras de elogio hacia mis nuevas herraduras, me encontraba de buen humor y mi maestro estaba encantado con lo que el jefe del distrito le había comentado. El amo y el maestro, Lan Lian y yo, avanzamos felices a través de los campos de otoño bañados en oro. Aquellos eran los mejores días de mi vida como burro. Sí, es mejor ser un burro al que todo el mundo adora que un ser humano desesperado. Tal y como escribió vuestro hermano nominal en la obra «El burro negro»:

Las pezuñas se sentían ligeras con las cuatro herraduras nuevas.

avanzando por la carretera como el viento.

Olvidando la vida anterior mal concebida.

el burro Ximen se sentía feliz y relajado.

Levantó la cabeza y gritó a los cielos.

hii-haa, hii-haa.

Cuando llegamos a la aldea, Lan Lian cogió un rastrojo de hierba tierna y flores salvajes amarillas y lo puso alrededor de mi cuello, por detrás de mis orejas. Allí nos encontramos con Han Huahua, la hija del albañil Han Shan, y con la burra propiedad de su familia, que portaba un par de cestas en las alforjas. Una de ellas contenía a un bebé tocado con una cola de piel de conejo y en la otra llevaba un cerdito blanco. Lan Lian comenzó a hablar con Huahua mientras yo mantenía contacto visual con su burra. Los seres humanos estaban inmersos en su conversación y nosotros teníamos nuestra manera propia de comunicarnos. La nuestra se basaba en los olores corporales, en el lenguaje gestual y en el instinto. Durante su breve conversación, mi amo se enteró de que Huahua, que se había casado con un hombre de una aldea lejana, había regresado para celebrar el septuagésimo cumpleaños de su madre y ahora estaba de vuelta a casa. El bebé que transportaba en la cesta era su hijo y el cerdito era un regalo que le habían hecho sus padres. Por entonces, los animales vivos, como los cerditos, los corderos o los pollitos, eran los mejores regalos que se podían hacer. Los premios que entregaba el gobierno muchas veces consistían en caballos o vacas o conejos de pelo largo. Mi amo y Huahua tenían una relación especial y recordé los tiempos en los que yo todavía era Ximen Nao, cuando Lan Lian solía salir con su ganado y Huahua con sus ovejas, y los dos jugaban retozando en la hierba. La verdad es que yo no estaba interesado lo más mínimo en lo que hablaban ahora. Como potente burro macho que era, mi preocupación inmediata era la burra de las cestas en las alforjas que se encontraba justo delante de mí. Ella era más vieja que yo, ya que aparentaba tener entre cinco y siete años, que le calculé por la profundidad del hueco en su frente. Naturalmente, ella también podía adivinar mi edad con la misma facilidad o, incluso, mayor. No se debe asumir que yo era el burro más inteligente por el simple hecho de que era una reencarnación de Ximen Nao —durante un tiempo, me aferré a ese errónea impresión—, ya que ella podría haber sido la reencarnación de alguien mucho más importante. Cuando nací, mi pelaje era gris, pero se fue oscureciendo con el tiempo. Si en aquella época no hubiera sido casi negro, mis pezuñas no habrían llamado tanto la atención. Ella era una burra de color gris, todavía bastante esbelta, de rasgos delicados y dientes perfectos, y cuando acercó su boca a la mía, recibí de sus labios una bocanada de aromático pastel de alubias y de salvado de trigo. Las emanaciones sexuales salieron por los poros de su piel y, al mismo tiempo, sentí el calor de la pasión ardiendo en mi interior, un poderoso deseo de montar sobre ella. Era algo contagioso, una intensa necesidad de hacerlo que ascendía por todo mi cuerpo.

—¿Dónde vives sienten el mismo fervor por la cooperativa que aquí?

—Teniendo en cuenta que es el mismo jefe del condado quien lidera la producción, no hay forma de evitarlo —dijo Huahua con aire melancólico.

Me situé detrás de la burra, que posiblemente me estaba ofreciendo sus cuartos traseros. La esencia de la pasión se fue haciendo cada vez más intensa. Tomé aire con fuerza y sentí como si un fuerte licor estuviera bajando por mi garganta. Enseñé los dientes y apreté los orificios nasales con el fin de evitar que se escapara algún olor desagradable. Era una postura que derritió enseguida su corazón. Al mismo tiempo, mi vara negra se extendió heroicamente y golpeó con fuerza contra mi vientre. Aquella era una oportunidad única en la vida y, además, muy fugaz. Justo cuando estaba levantando mis patas delanteras para consumar el encuentro, mi mirada se detuvo en el bebé que se encontraba dentro de la cesta de las alforjas, profundamente dormido, por no mencionar, por supuesto, al cerdito chillón. Si quería levantar las patas y montar sobre aquella burra, mis herraduras recién estrenadas podían lastimar a esos dos pequeños seres vivos. Y si hacía eso, el burro Ximen podía contar con que iba a pasar el resto de la eternidad en el Infierno, sin la menor posibilidad de renacer bajo ninguna otra forma. Mientras sopesaba las posibilidades, mi amo tiró de las riendas, obligándome a bajar mis pezuñas delanteras hasta el suelo, mientras Huahua gritaba alarmada y rápidamente dejaba a su burra «fuera de peligro».

—Mi padre me dio instrucciones de que, como ella está en celo, tengo que estar muy atenta. Lo había olvidado por completo. De hecho, me dijo que me asegurara y vigilara al burro que pertenece a la familia de Ximen Nao. ¿Te lo puedes creer? Aunque Ximen Nao lleva muerto unos cuantos años, mi padre todavía piensa que eres su peón de labranza y se refiere a tu burro como el burro de Ximen Nao.

—Eso es mejor que pensar que es una reencarnación de Ximen Nao —dijo mi amo riendo.

Aquello me conmocionó notablemente. ¿Acaso conocía mi secreto? Si sabía que su burro en realidad era Ximen Nao reencarnado, ¿iría en mi contra? La bola roja que se encontraba suspendida en el cielo estaba a punto de esconderse. Había llegado la hora de que mi amo y Huahua se despidieran.

—Ya hablaremos la próxima vez, Hermano Lan —dijo—. Mi hogar se encuentra a quince li de aquí, así que será mejor que me vaya.

—Así pues, tu burra no lo va a hacer esta noche, ¿verdad?

Huahua sonrió y dijo con tono conspirador:

—Es una burra muy inteligente. Después de darle de comer y de beber, sólo tengo que quitarle las riendas y ella va corriendo a casa sola. Siempre lo hace.

—¿Por qué tienes que quitarle las riendas?

—Para que nadie pueda atraparla y robárselas. Las riendas hacen que vaya más despacio.

—Oh —dijo mi amo mientras se golpeaba en la barbilla—. ¿Quieres que te acompañe hasta tu casa?

—Gracias —dijo—, pero esta noche representan una obra de teatro en la aldea, así que, si te vas ahora, estás a tiempo de verla.

Huahua se dio la vuelta y comenzó a avanzar con su burra, pero se detuvo unos pasos después, se giró y dijo:

—Hermano Lan, mi padre opina que no deberías ser tan testarudo, que sería mejor que compartieras tu tierra con todos los demás.

Mi maestro sacudió la cabeza pero no respondió. A continuación, me miró a los ojos y dijo:

—Vamos, socio. Sé lo que estás pensando y casi me metes en un problema. ¿Qué opinas? ¿Debería llevarte al veterinario y pedirle que te haga un apaño?

Me dio un vuelco el corazón y mi escroto se encogió. Nunca había sentido tanto miedo en mi vida. No lo hagas, amo. Quería gritar, pero las palabras se atoraron en mi garganta y emergieron en forma de rebuznos: hii-haa, hii-haa.

Ahora que habíamos llegado a la aldea, mis nuevas herraduras resonaban sobre la carretera de adoquines. Aunque tenía otras cosas en la cabeza, el recuerdo de los hermosos ojos y del tierno morro rosáceo de la burra, así como del olor de su afectuosa orina en mi hocico, casi me volvió loco. Y, sin embargo, mi anterior vida como ser humano hacía que fuera un burro poco común. Todos los infortunios por los que había pasado en el mundo de los humanos ejercían una fuerte atracción sobre mí. Observaba cómo la gente se dirigía a cualquier parte y percibía todo lo que hablaba a su paso. Me enteré de que en el recinto estatal de Ximen, ahora convertido en la Oficina del Gobierno de la aldea, sede central de la cooperativa y, por supuesto, hogar de mi amo Lan Lian y de Huang Tong, estaban exhibiendo una urna de cerámica barnizada y pintada llena de objetos de valor. La urna había sido desenterrada por los trabajadores mientras montaban un escenario al aire libre sobre el que se iba a representar la obra de teatro. Enseguida imaginé las miradas turbias que se dibujaban en los rostros de la gente cuando contemplaron los objetos que sacaron de la urna, y los recuerdos de Ximen Nao volvieron a salir a la luz para diluir los sentimientos de amor que invadían al burro Ximen. Ni siquiera recordaba haber escondido oro, plata o joyas en ese lugar. Habíamos ocultado un centenar de dólares de plata en el corral, así como una suma considerable de dinero en las paredes de la casa, pero lo había encontrado la Brigada de Campesinos Pobres durante los rastreos que efectuaron cuando se puso en marcha el movimiento de reforma agraria. La pobre Ximen Bai tuvo que sufrir enormemente por ello.

Al principio, Huang Tong, Yang Qi y los demás, con Hong Taiyue al mando, encerraron a Ximen Bai, Yingchun y Qiuxiang para vigilarlas e interrogarlas. A mí me aislaron en una habitación aparte para no presenciar los interrogatorios, aunque podía oírlos perfectamente. ¡Desembucha! Escuché el crujido de los sonidos de las varas de sauce y de las porras golpeando sobre las mesas. Y escuché cómo gritaba esa puta de Qiuxiang:

—Jefe de la aldea, líder del grupo, buenos tíos y hermanos, yo nací pobre, en el hogar Ximen me alimentaron con cáscaras y verduras podridas, nunca me trataron como a un ser humano y fui violada por Ximen Nao, agarrada por las piernas por Ximen Bai y por los brazos por Yingchun, para que así Ximen Nao pudiera penetrarme.

—¡Esa es una maldita mentira! —La que gritó fue Yingchun.

Se oyeron golpes y me di cuenta de que alguien las estaba separando.

—¡Todo lo que dice es mentira! —Esa era Ximen Bai.

—En su casa yo era menos que un perro, menos que un cerdo. Tíos, hermanos mayores, soy una mujer oprimida, soy como vosotros. Soy una de vuestras hermanas de clase social, sois vosotros los que me habéis rescatado de un mar de amargura, os lo debo todo. Nada me gustaría más que sacarle los sesos a Ximen Nao y entregároslos en bandeja, nada me haría más feliz que arrancarle el corazón y el hígado para que os lo comierais acompañado de vino… Pensad un momento, ¿por qué iban a decirme dónde han escondido el oro y la plata? Vosotros, hermanos de clase, debéis comprender lo que os digo —rogó Qiuxiang entre lágrimas.

Yingchun, por su parte, ni lloró ni hizo ninguna escena. Se limitó a aferrarse a su sencilla defensa:

—De lo único que me ocupaba era de realizar las tareas diarias y de cuidar de los niños. Aparte de eso, no sé nada más.

Y tenía razón, ya que esas dos no tenían ni idea de dónde se habían escondido los objetos de valor de la familia. Esa información sólo la conocíamos Ximen Bai y yo. Una concubina es sólo eso, no es alguien en quien se pueda confiar. A diferencia de la verdadera esposa. Ximen Bai guardó silencio hasta que se vio obligada a hablar.

—La familia no es más que una cáscara vacía —dijo—, que la gente puede pensar que estaba llena de oro y plata, cuando en realidad apenas llegábamos a final de mes. Había muy poco dinero para los gastos de la casa, pero él no solía dármelo.

Podía imaginármela perfectamente mientras decía esas palabras: fulminando con la mirada, con sus enormes ojos en blanco, a Yingchun y Qiuxiang. Yo sabía que despreciaba a Qiuxiang, pero Yingchun había venido con ella como doncella y cuando te rompes un hueso, los tendones siguen conectados. Había pensado que Yingchun fuera mi concubina para que pudiera seguir adelante con mi estirpe. Y Yingchun había cumplido con su parte del trato, dándome dos gemelos, un niño y una niña. Por otra parte, meter a Qiuxiang en casa había sido una idea frívola mía. El éxito durante los buenos tiempos puede hacer que un hombre pierda la cabeza. Cuando un perro es feliz tal y como le marchan las cosas, levanta la cola; cuando un hombre se siente feliz con el modo en el que marchan las cosas, levanta el pajarito. Sin lugar a dudas, fueron sus extraordinarios y seductores encantos los que me atrajeron: ella coqueteaba con sus ojos y me cautivó con sus pechos. La tentación era demasiado grande para Ximen Nao, que estaba lejos de ser un santo. Ximen Bai dejó bastante claro lo que pensaba:

—Eres el cabeza de familia —dijo airadamente—, pero te advierto que un día de estos esa perra va a ser tu perdición.

Por tanto, cuando Qiuxiang dijo que Ximen Bai le había agarrado las piernas mientras Ximen Nao la violaba, estaba mintiendo. ¿Alguna vez Ximen Bai le pegó? Sí, pero ella también golpeó a Yingchun. Al final, dejaron marchar a Yingchun y a Qiuxiang y, desde el lugar donde me habían encerrado, en una habitación con una ventana, vi a las dos salir del edificio principal. No me dejé engañar por el cabello alborotado y el rostro sucio de Qiuxiang, porque podía ver en sus ojos, que se entornaban de felicidad en sus cuencas, una mirada llena de orgullo. Yingchun, visiblemente preocupada, corrió hacia las habitaciones orientales, donde Jinlong y Baofeng estaban llorando hasta quedarse roncos. ¡Mi querido hijo, mi preciosa niña! Sollocé en silencio. ¿En qué me había equivocado? ¿Qué principios celestiales quebranté para causar semejante sufrimiento, no sólo a mí, sino también a mi esposa y a mis hijos? Pero entonces llegué a la conclusión de que toda aldea tenía terratenientes contra los que luchar, cuyos supuestos crímenes eran expuestos y criticados. Eran expulsados de sus hogares como si fueran basura y sus «cabezas de perro» eran golpeadas hasta que se inundaban de sangre. Había miles y miles, y me pregunté: «¿Es posible que cada uno de ellos, de nosotros, hayamos cometido actos tan viles que ese era el trato que merecíamos?». Parecía nuestro destino inexorable. El Cielo y la Tierra giraban a un ritmo vertiginoso, el sol y la luna intercambiaron sus posiciones. No había escapatoria posible y sólo la protección de los antepasados de Ximen Nao podría mantener mi cabeza sobre los hombros. Teniendo en cuenta el estado en el que se encontraba sumido este mundo, el simple hecho de mantenerse vivo era producto de la pura suerte y pedir algo más habría sido muy pretencioso. Pero no podía evitar preocuparme por Ximen Bai. Si la torturaban hasta que les dijera dónde estaban escondidas nuestras pertenencias, aquello no sólo no mitigaría mis crímenes, sino que sellaría mi condena. Ximen Bai, mi leal esposa, eres una gran pensadora, una mujer de ideas, y no debes perder de vista qué es lo importante en estos momentos tan críticos. El miliciano que vigilaba mi celda, Lan Lian, me bloqueaba la vista de la ventana con su espalda, aunque podía escuchar cómo volvió a empezar el interrogatorio en la casa principal. Esta vez la temperatura se había caldeado considerablemente. Los gritos eran tan ensordecedores como las varas de sauce, los palos de bambú y los látigos golpeados contra la mesa y contra la espalda de Ximen Bai. Los gritos de mi querida esposa me partían el corazón y me desquiciaban los nervios.

—¡Confiesa! ¿Dónde habéis escondido el oro y la plata?

—No tenemos oro ni plata…

—Ah, Ximen Bai, eres tan testaruda que tengo la sensación de que no lo vas a confesar hasta que no te demos una paliza.

Esa voz parecía la de Hong Taiyue, aunque no estaba del todo seguro. Luego sólo se escuchó el silencio. Pero duró apenas unos instantes, antes de que Ximen Bai comenzara a lanzar gritos de dolor que me pusieron los pelos de punta. ¿Qué le estaban haciendo? ¿Qué puede obligar a una mujer a lanzar semejantes gritos?

—¿Nos lo vas a decir o no? Si no lo haces, recibirás más ración de lo mismo.

—Está bien, te lo diré… Te lo diré…

Mi corazón se quedó de piedra. Adelante. Confiesa. Después de todo, un hombre sólo puede morir una vez. Para mí es mejor morir que permitir que ella sufra por mi culpa.

—Confiesa, ¿dónde lo escondisteis?

—Está escondido, está escondido en el Templo del Dios de la Tierra, al este de la aldea, en el Templo del Dios de la Guerra, al norte de la aldea, en la bahía del Loto, en el vientre de una vaca… No sé dónde está escondido porque no hay nada que esconder. Durante la campaña de la primera reforma agraria dimos todo lo que poseíamos.

—Tienes muy poca vergüenza, Ximen Bai, al tratar de engañarnos de ese modo.

—Dejadme marchar, os aseguro que no sé nada…

—¡Arrastradla fuera!

Escuché cómo la amenazaba un hombre que se encontraba en la casa, alguien que probablemente estaba sentado en el sillón de caoba en el que yo solía descansar. Junto a ese sillón había una mesa octogonal sobre la cual colocaba mi pincel de escritura, el tintero, la tablilla para la tinta y el papel. Colgando de la pared situada detrás de la mesa había un pergamino de la longevidad. Detrás del pergamino existía un hueco en el que estaban ocultos veinte lingotes de oro que pesaban treinta gramos cada uno, cuarenta monedas de plata que pesaban un kilo y medio, y todas las joyas de Ximen Bai. Vi a dos milicianos armados arrastrar a Ximen Bai hacia el exterior de la casa. Su cabello estaba alborotado, sus ropas rasgadas y rotas, y se encontraba empapada en sudor. No sabría decir si lo que goteaba de su cuerpo era sudor o sangre, pero cuando vi el aspecto que tenía me di cuenta de que Ximen Nao no había matado una mosca en toda su vida. De repente me percaté de que los milicianos que la sacaron eran un pelotón de fusilamiento. Me habían atado los brazos a la espalda así que lo único que podía hacer, como Su Qing portando una espada en su espalda, era golpear la cabeza contra el marco de la ventana y gritar. ¡No la ejecutéis!

—Tú, vulgar cabrón desollador —increpé a Hong Taiyue—, por lo que a mí respecta, un solo pelo de mi escroto vale más que tú, pero al dejarme caer en las manos de los campesinos de clase baja la fortuna no me ha sonreído. No puedo luchar contra las leyes del cielo. Me rindo, podéis considerarme como vuestro humilde nieto.

Soltando una carcajada, Hong Taiyue me respondió:

—Me alegro de que veas las cosas de ese modo. Sí, yo, Hong Taiyue, soy una persona vulgar y, si no fuera por el Partido Comunista, seguiría golpeando ese hueso de buey durante el resto de mi vida. Pero las tornas han cambiado para ti, y a nosotros, los campesinos pobres, nos ha cambiado la suerte. Hemos ascendido hasta la cima del mundo. Al ajustar cuentas con personas como tú, lo único que hacemos es recuperar las riquezas que habíais acumulado. He razonado contigo más veces de las que soy capaz de recordar. No has proporcionado sustento a tus jornaleros y a tus granjeros arrendatarios, Ximen Nao, y tú y tu familia habéis vivido de nuestra mano de obra. Escondernos tus riquezas ha sido un crimen imperdonable, pero si nos las entregas ahora, estamos dispuestos a tratarte con más indulgencia.

—Yo soy el único responsable de ocultar mi dinero y mis objetos de valor. Las mujeres no tienen nada que ver en esto. Sabía que no se podía confiar en ellas, que todo lo que tenías que hacer era aporrear la mesa para conseguir que revelaran hasta el último de nuestros secretos. Estoy dispuesto a entregar todo lo que poseo, tanta riqueza que te quedarás sorprendido, suficiente para que compres un cañón, pero debes darme tu palabra de que soltarás a Ximen Bai y de que no cargarás con mis crímenes a Yingchun ni a Qiuxiang, ya que ellas no saben nada.

—No tienes que preocuparte por eso —dijo Hong—. Actuaremos según dictan las normas.

—Muy bien. En ese caso, desátame las manos.

Los milicianos me miraron con cierto recelo y, a continuación, miraron a Hong Taiyue.

Este, de nuevo entre risas, dijo:

—Tienen miedo de que vayas a revolverte como una bestia arrinconada, de que vayas a intentar lo que sea para escapar.

Me limité a sonreír. Él mismo me desató las manos, incluso me ofreció un cigarrillo. Yo lo acepté, aunque había perdido la sensibilidad en las manos, y me senté en mi sillón, desplomándome con desánimo. Por fin, me levanté y arranqué el pergamino.

—Romped la pared con la culata de los rifles —dije a los milicianos.

Se quedaron mudos de asombro al ver todas las riquezas que sacaron del hueco y sus miradas me decían lo que estaban pensando. En su interior, albergaban el deseo de salir corriendo con ese tesoro y probablemente soñaban con llevar una vida llena de opulencia y ocio: si esta casa me la hubieran cedido y me encontrara con este tesoro escondido…

Mientras se sentían conmocionados por tanta riqueza, me agaché, agarré un revólver que se encontraba escondido debajo del sillón y disparé al suelo de baldosas. La bala rebotó y fue a dar contra la pared. Los milicianos se tiraron al suelo muertos de miedo. Sólo Hong Taiyue permaneció de pie, el muy cabrón, demostrando de qué pasta estaba hecho.

—¿Has oído eso, Hong Taiyue? Si hubiera apuntado a tu cabeza, en este momento estarías tirado en el suelo como un perro muerto. Pero no lo hice, no apunté hacia ti ni hacia tus hombres, ya que no tengo cuentas que ajustar con ninguno de vosotros. Si no hubierais venido a luchar contra mí, alguien lo habría hecho en vuestro lugar. Así están las cosas hoy en día. Todas las personas ricas están condenadas a correr la misma suerte. Y por esa razón no os he tocado un pelo de la cabeza.

—En eso tienes razón —dijo—. Eres un hombre que sabe cómo están las cosas, un hombre con una perspectiva amplia y, como hombre, te respeto. Más que eso, eres un hombre con el que estaría encantado de compartir una botella, incluso con el que haría un juramento de hermandad. Pero hablando como miembro de las masas revolucionarias, tú y yo somos enemigos irreconciliables y estoy obligado a acabar contigo. No es una cuestión de odio personal, sino de odio entre clases. Como representante de la clase que está condenada a la eliminación, podrías haberme disparado a matar, pero eso me habría convertido en un mártir de la revolución. El gobierno te habría ejecutado, convirtiéndote en un mártir contrarrevolucionario.

Me eché a reír, incluso solté una carcajada. Me reí con tanta fuerza que lloré. Cuando terminé, dije:

—Hong Taiyue, mi madre era una budista devota y nunca en toda mi vida he sido culpable de matar nada ni a nadie, ya que tengo con ella unas obligaciones filiales. Me dijo que si alguna vez mataba algo o a alguien, después de su muerte ella sufriría tormento en la otra vida. Por tanto, si lo que quieres es un martirio, tendrás que buscarte a otra persona. Por lo que se refiere a mí, ya he vivido lo suficiente. Ya es hora de que muera. Pero mi muerte no estará relacionada con tus supuestas clases. He acumulado riqueza gracias a que he obrado con inteligencia, he trabajado mucho y he sido afortunado y nunca albergué el pensamiento de pertenecer a ninguna clase. Y sin lugar a dudas no voy a morir convertido en un mártir de ningún tipo. Por lo que a mí respecta, vivir de esta manera me llenaría de todo tipo de penalidades sin sentido. Hay demasiadas cosas que no comprendo, que me hacen sentir incómodo, así que lo mejor será morir —dije, mientras me ponía la pistola en la sien—. Hay una urna que contiene un millar de dólares de plata enterrada en el corral. Te pido disculpas, pero tendrás que escarbar entre los excrementos de los animales para encontrarla y eso supone que tendréis que cubriros el cuerpo de un insoportable hedor antes de que los dólares de plata estén en vuestras manos.

—No hay problema —dijo Hong Taiyue—. Por un millar de dólares de plata no sólo estoy dispuesto a escarbar entre el estiércol, sino que me revolcaría en una piscina llena de inmundicias si fuera necesario. Pero te pido que no te suicides. Quién sabe, quizá te dejamos que vivas lo bastante como para ver cómo nosotros, los campesinos pobres, ascendemos y se nos tiene en cuenta, para ver cómo nos llenamos de orgullo, para ver cómo nos convertimos en propietarios de nuestro propio destino y creamos una sociedad justa e igualitaria.

—Lo siento, pero no me apetece vivir. Como Ximen Nao, estoy acostumbrado a hacer que la gente asienta con la cabeza y se postre ante mí, y no al revés. Tal vez nos veamos en la próxima vida. ¡Caballeros! —dije apretando el gatillo.

Pero no sucedió nada, un fiasco. Y cuando bajé la pistola para ver qué había pasado, Hong Taiyue me la arrebató de las manos. Sus hombres se precipitaron sobre mí y me volvieron a atar.

—Amigo mío, después de todo, no eres tan listo —dijo Hong Taiyue mientras levantaba la pistola—. No debiste comprobar qué le había pasado. La virtud de un revólver está en la frecuencia con la que falla. Si hubieras apretado el gatillo otra vez, la siguiente bala habría entrado en la cámara y ahora te encontrarías en el suelo masticando una baldosa como un perro muerto.

Se echó a reír con aire de satisfacción y ordenó a los milicianos que salieran y empezaran a cavar. Después, se volvió de nuevo hacia mí.

—Ximen Nao —dijo—. No creo que estuvieras tratando de engañarme. Un hombre que está a punto de suicidarse no tiene ninguna razón para mentir…

Arrastrándome tras él, mi amo se las arregló para entrar por la puerta mientras, siguiendo las órdenes de los oficiales de la aldea, los milicianos expulsaban a la gente a golpes. Los cobardes no se podían mover lo bastante rápido, ya que tenían los rifles clavados en su espalda, mientras que los más valientes se abrían paso a empujones para ver qué estaba sucediendo. Es fácil imaginar lo difícil que era para mi amo conducir a un enorme y fuerte burro a través de esa puerta. La aldea había planeado trasladar a las familias Lan y Huang fuera del recinto para así poder dedicarlo a las oficinas del gobierno. Pero como no había edificios vacíos en los que recolocarlas, y como mi amo y Huang Tong no eran unas cabezas fáciles de afeitar, conseguir que se mudaran habría sido más difícil que escalar a los cielos, al menos en los tiempos que corrían. Eso significaba que a diario yo, el burro Ximen, podía entrar y salir por la misma puerta que los jefes de la aldea, por no hablar de los oficiales del distrito o del concejo que venían cuando realizaban sus viajes de inspección.

Mientras el clamor persistía, la multitud que se agolpaba en el recinto empujaba y era empujada, hasta que los milicianos, que no estaban de humor para molestarse en mitigar la algarabía, se apartaron para fumar tranquilamente un cigarrillo. Desde el lugar donde me encontraba, en mi cobertizo, podía ver cómo el sol desplegaba sus rayos dorados sobre las ramas del melocotonero mientras se ocultaba. Un par de milicianos armados hacía guardia debajo del árbol custodiando un objeto que tapaban con sus pies para impedir que fuera visto por la multitud. Pero yo sabía que se trataba de la urna llena de objetos de valor, y la multitud presionaba cada vez más cerca de él. Juraría a los cielos que los tesoros que contenía esa urna no tenían nada que ver con Ximen Nao: conmigo. Pero entonces, mi corazón dejó de latir cuando vi a la esposa de Ximen Nao, Ximen Bai, salir del edificio principal custodiada por un miliciano que llevaba una escopeta y por el jefe de la seguridad pública.

Su cabello parecía una bola de hilo enmarañado y estaba cubierta de suciedad, como si hubiera salido de un agujero excavado en el suelo. Sus brazos colgaban torpemente a lo largo de los costados mientras se balanceaba con cada paso que daba para no perder el equilibrio. Cuando la multitud vociferante que se congregaba en el recinto la vio, guardó silencio y abrió paso de manera instintiva para despejar el camino que conducía al edificio principal. Hubo un tiempo en el que la puerta de mi finca daba a una pared sobre la que estaban grabadas las palabras Buena fortuna, pero había sido demolida por un par de milicianos ávidos de dinero en una segunda inspección llevada a cabo durante la reforma agraria. Pensaban que dentro de la pared estaba oculto un centenar de lingotes de oro, pero lo único que encontraron fue un par de tijeras oxidadas.

Ximen Bai tropezó con una piedra y se cayó al suelo, y se quedó allí tumbada, boca abajo. Yang Qi le dio una patada.

—¡Levántate de una maldita vez! —gritó—. ¡Deja de fingir!

Sentí cómo una llama azul se encendía dentro de mi cabeza y pateé el suelo lleno de rabia y ansiedad. Me di cuenta de que el pesar invadía los corazones de los aldeanos que se encontraban en el recinto, así que la atmósfera se volvía cada vez más tenebrosa. La esposa de Ximen Nao estaba sollozando. Ximen Bai dobló la espalda y trató de levantarse apoyándose en las manos, parecía una rana herida.

Cuando Yang Qi echaba la pierna hacia atrás, preparado para soltar otra patada, Hong Taiyue le gritaba desde los escalones que no lo hiciera:

—¿Qué estás haciendo, Yang Qi? ¡Después de todos estos años que han pasado desde la Liberación, estás echando lodo a la cara del Partido Comunista por el modo en el que insultas y pegas al pueblo!

El mortificado Yang Qi se quedó quieto, frotándose las manos y murmurando para sus adentros.

Hong Taiyue bajó los escalones y se dirigió hacia el lugar donde estaba tirada Ximen Bai. Se agachó y la ayudó a incorporarse, pero las piernas de Ximen Bai se doblaron cuando trató de ponerse de rodillas.

—Jefe de la aldea —sollozó—, déjame marchar. Te digo de corazón que no sé nada. Por favor, jefe de la aldea, deja vivir a este pobre perro…

—No digas una palabra más, Ximen Bai —dijo, haciendo que se incorporara para que no volviera a ponerse de rodillas.

Hong Taiyue la miró complaciente pero, de repente, su tono de voz se volvió severo. Dirigiéndose a la multitud, dijo con firmeza:

—¡Salid inmediatamente! ¿Qué es lo que buscáis aquí? ¿Qué queréis ver? ¡Vamos, salid de aquí!

Con la cabeza agachada, el gentío comenzó a marcharse.

Hong Taiyue se dirigió a una mujer corpulenta con el pelo largo y liso:

—Yang Guixiang —dijo—, ven a ayudarme.

Yang, que anteriormente fue directora de la Sociedad para la Liberación de la Mujer, en la actualidad se ocupaba de los asuntos relacionados con las mujeres. Era prima de Yang Qi. Encantada de poder colaborar, ayudó a Ximen Bai a entrar en la casa.

—Piénsalo bien, Ximen Bai. ¿Tu marido, Ximen Nao, enterró esta urna? Y mientras lo piensas, ¿recuerdas qué más enterró? Habla, no debes tener miedo, ya que no has hecho nada malo. Ximen Nao es el único culpable.

Los gritos de tortura emergieron de la casa principal y asaltaron mis orejas, que estaban tiesas. En ese momento, Ximen Nao y el burro eran el mismo ser. Yo era Ximen Nao y Ximen Nao ahora era un burro. En aquel momento era el burro Ximen.

—Te digo sinceramente que no lo sé, jefe de la aldea. Ese lugar no pertenece a mi familia y si mi esposo hubiera querido enterrar algo, no lo habría hecho allí…

—¡Golpeadla! —dijo alguien, pegando en la mesa con la palma de la mano.

—¡Colgadla si no confiesa!

—¡Retorcedle los dedos!

Mi esposa gritaba de dolor, suplicando por su vida.

—Piénsalo bien, Ximen Bai. Ximen Nao está muerto, así que todos los objetos de valor que permanezcan enterrados no le van a servir de nada. Pero si los desenterramos, podrán hacer que nuestra cooperativa sea más fuerte. No debes temer nada, todos hemos sido liberados. Nuestra política es no golpear a la gente y, por supuesto, no recurrir jamás a la tortura. Lo único que tienes que hacer es confesar y te prometo que te voy a recomendar para que te ofrezcan un servicio meritorio.

Yo sabía que era sólo la típica palabrería de Hong Taiyue.

Mi corazón flamante[1] estaba lleno de tristeza y me sentí como si alguien me estuviera marcando con un hierro candente o clavándome un cuchillo afilado. Por entonces, el sol se había ocultado y la luna estaba ascendiendo en el cielo, mientras sus fríos rayos grises chorreaban por el suelo, por los árboles y por las escopetas de los milicianos, así como por la resplandeciente urna barnizada.

—Esa urna no pertenece a la familia Ximen y, además, nunca enterraríamos nuestras posesiones en un lugar como ese. Ahí es donde han muerto varias personas y han explotado algunas bombas, donde se congregan los fantasmas, y sería una estupidez por mi parte enterrar algo allí. La nuestra no era la única familia acomodada de la aldea. ¿Por qué somos los únicos a los que se les acusa sin pruebas?

No lo podía soportar más, no podía soportar escuchar a Ximen Bai llorar, y me producía una terrible sensación de dolor y culpabilidad. Ojalá la hubiera tratado mejor. Después de meter a Yingchun y a Qiuxiang en casa, nunca más volví a visitar el lecho de mi esposa, y dejé que una mujer de treinta años durmiera sola una noche tras otra. Ella recitaba sutras y golpeaba el pez de madera, ese bloque de madera hueca con el que mi madre producía un ritmo cuando pronunciaba sus oraciones budistas: clack, clack, clack, clack, clack, clack… Retrocedí, pero estaba atado a un poste de enganche, así que lancé por los aires una cesta andrajosa de una coz que solté con las patas traseras. Arremetí hacia un lado, brinqué hacia el otro, mientras de mi garganta salía una retahíla de rebuznos candentes. Así conseguí aflojar las riendas, me había liberado. Atravesé la puerta, que estaba sin cerrar, de una embestida y avancé hasta la mitad del recinto, donde escuché gritar a Jinlong, que se encontraba descansando apoyado en la pared:

—¡Mamá, papá, el burro se ha soltado!

Merodeé por el recinto durante unos instantes para poner a prueba mis patas y mis pezuñas, que repiqueteaban por las piedras y levantaban chispas. Los rayos de luna relucían sobre mi hermoso y redondo trasero. Lan Lian salió corriendo de su casa y los milicianos llegaron desde el edificio principal. Los rayos de luz de una vela atravesaron el umbral de la puerta abierta e iluminaron una parte del recinto. Troté hasta el albaricoquero, me di la vuelta y lancé una coz con las pezuñas traseras contra la urna barnizada, destruyéndola y emitiendo un enorme ruido, hasta el punto de que algunos pedazos salieron volando por encima del árbol y aterrizaron con estrépito sobre las tejas. Huang Tong salió corriendo de la casa principal, Qiuxiang abandonó las habitaciones orientales. Los milicianos cargaron los rifles, pero yo no tenía miedo. Sabía que no dudarían en disparar a una persona, pero nunca dispararían a un burro. Como animales de corral que son, los burros carecen del entendimiento humano para comprender las cosas y cualquier persona que matara a un burro se convertiría en un animal de granja. Huang Tong se agachó para coger mis riendas sueltas, pero lo único que tuve que hacer fue cocearlo para tirarlo de espaldas. A continuación, agité la cabeza, las riendas sacudieron el aire y golpearon a Qiuxiang en el rostro. Escucharla sollozar era música para mis oídos. Maldita zorra de corazón oscuro, me gustaría montarte aquí mismo. Me incliné sobre ella, pero la gente corrió a detenerme. Aunque nada me iba a impedir entrar en la casa principal. ¡Soy yo, Ximen Nao, he vuelto a casa! Quiero sentarme en mi sillón, fumar mi pipa, coger mi pequeño decantador y beberme unos buenos tragos de fuerte licor y, a continuación, disfrutar de un suculento pollo a la brasa. De repente, la habitación me pareció increíblemente pequeña y mis pisadas resonaron sobre el suelo de baldosa. Las ollas y las sartenes estaban machacadas, los muebles estaban boca abajo o de lado. Observé el enorme y plano rostro de color amarillo dorado de Yang Guixiang, que, por mi culpa, se había visto obligada a apretarse contra la pared. Sus gritos se me clavaban como saetas. Entonces, mis ojos se depositaron en Ximen Bai, mi virtuosa esposa, que se revolcaba débilmente en el suelo de baldosas y que hizo que mi mente se convirtiera en un torbellino. Olvidé que ahora me encontraba en el cuerpo de un burro y con la cara de un asno. Quería agacharme y ayudarla a levantarse, hasta que descubrí que se encontraba tumbada e inconsciente entre mis patas. Tenía ganas de besarla, pero entonces me di cuenta de que estaba sangrando por la cabeza. El amor entre seres humanos y burros está prohibido. Adiós, mi virtuosa esposa. Justo cuando levanté la cabeza y me giré para salir de la habitación, una figura oscura salió desde detrás de la puerta y me rodeó el cuello con sus brazos. Haciendo uso de unas manos que me parecieron garras de acero, cogió mis orejas y mis riendas. Mi cabeza se hundió de dolor. Pero en cuanto pude ver lo que estaba pasando, reconocí al jefe de la aldea, Hong Taiyue, posado sobre mi cabeza como un vampiro. Mi amargo rival. Como ser humano yo, Ximen Nao, nunca luché contra ti, pero no pienso sufrir en tus manos como burro. Lo veía todo rojo. Tratando de aguantar el dolor, eché hacia atrás la cabeza y avancé hacia la puerta. El marco me quitó de encima el parásito del cuerpo: Hong Taiyue se quedó dentro de la habitación.

Lanzando un rebuzno ensordecedor, entré en el recinto, pero varias personas se las arreglaron con gran esfuerzo para cerrar la puerta antes de que pudiera alcanzarla. Mi corazón había rebasado de repente el recinto; era demasiado pequeño para albergarme y corrí como un loco, haciendo que todo el mundo huyera a toda prisa. Oí cómo Yang Guixiang gritaba:

—¡El burro ha mordido la cabeza de Ximen Bai, está sangrando y le ha roto el brazo al jefe de la aldea!

—¡Disparad, matadlo! —gritó otra persona. Escuché cómo los milicianos cargaban sus escopetas y vi a Lan Lian y a Yingchun corriendo hacia mí. Moviéndome a la velocidad más rápida que fui capaz y reuniendo todas las fuerzas que tenía, me dirigí hacia una brecha en la pared que habían abierto las intensas lluvias de verano. Di un salto, me elevé en el aire con mis cuatro pezuñas, me estiré todo lo que pude y pasé por encima de la pared.

Todavía hoy los residentes más viejos de la aldea de Ximen cuentan la leyenda del burro volador que tenía Lan Lian. Naturalmente, donde se relata con mayor detalle es en las historias de Mo Yan.