Bai Yingchun consuela frenéticamente a un burro huérfano
EL hombre que se encontraba detrás del burro con una amplia sonrisa en su rostro era mi peón de labranza Lan Lian. Lo recordaba como un joven frágil y escuálido, y me sorprendió ver que en los dos años transcurridos desde mi muerte se había convertido en un joven robusto y fornido.
Lan Lian era un huérfano que encontré tirado bajo la nieve delante del Templo del Dios de la Guerra, y que llevé a mi casa. Aquel día, su cuerpo, envuelto en un saco de arpillera y con los pies descalzos, estaba rígido por el frío; su rostro se había tornado de color púrpura y su cabello era un amasijo de mugre. Mi propio padre había muerto recientemente, pero mi madre todavía estaba viva y gozaba de buena salud. Había recibido de mi padre la llave de bronce del cofre de alcanfor donde guardamos las escrituras de más de ochenta acres de tierra de cultivo y los objetos de oro, plata y de valor de la familia. Por entonces yo tenía veinticuatro años y acababa de casarme con la segunda hija del hombre más rico de Baima, o Caballo Blanco, Bai Lianyuan. Su nombre de infancia era Albaricoque y todavía no tenía nombre de adulta, así que cuando entró a formar parte de mi familia, simplemente se la conocía como Ximen Bai. Como hija de un hombre acaudalado, era una mujer culta y estaba bien versada en los temas relacionados con la propiedad; tenía una constitución frágil, pechos como peras dulces y una parte inferior del cuerpo bien proporcionada. Tampoco era mala en la cama. De hecho, el único defecto que tenía una compañera tan perfecta era que todavía no me había dado un hijo.
En aquella época, me encontraba en la cima del mundo. Disfrutaba cada año de unas cosechas abundantes y los campesinos arrendatarios pagaban gustosos sus rentas. Los graneros estaban a rebosar. El ganado prosperaba y nuestra mula negra había parido dos gemelos. Era como un milagro, ese tipo de cosas que pertenecen más a la leyenda que a la realidad. Una multitud de aldeanos vino a ver a las mulas gemelas y nos llenó los oídos con sus palabras de halago. Los recompensamos con té de jazmín y cigarrillos de la marca Fuerte Verde. El adolescente Huang Tong nos robó un paquete de cigarrillos y algunos aldeanos le trajeron arrastrándole de una oreja hasta mí. El joven pícaro tenía el cabello amarillo, la piel amarilla y unos astutos ojos de color amarillo que daban toda la impresión de que constantemente concebían pensamientos malignos. Le dejé marchar haciendo un ademán con la mano, e incluso le di un paquete de té para que se lo llevara a casa y se lo entregara a su padre, Huang Tianfam, un hombre decente y honesto que elaboraba un exquisito doufu y era uno de mis campesinos arrendatarios. Aquel hombre cultivaba cinco acres de excelente tierra enfrente del río y era una verdadera lástima que tuviera un hijo tan díscolo. Me trajo una cesta llena de un doufu tan denso que se podían colgar los pedazos de un gancho, acompañada de otra cesta repleta de disculpas. Le dije a mi esposa que le diera medio metro de lana para que se lo llevara a casa y pudiera hacerse un par de zapatos para el año nuevo. Huang Tong, oh, Huang Tong, después de todos esos magníficos años que pasamos tu padre y yo, no deberías haberme disparado con aquella carabina. Sí, ya sé que te limitabas a cumplir órdenes, pero podrías haberme disparado en el pecho y así dejar que mi cadáver presentara un aspecto decente. ¡Eres un cabrón desagradecido!
Yo, Ximen Nao, un hombre digno, magnánimo y sin prejuicios, era respetado por todos. Me había encargado del negocio de la familia durante los peores años. Tuve que enfrentarme a las guerrillas y a los soldados títeres, pero las propiedades de mi familia se incrementaron con la adquisición de un centenar de acres de tierra de cultivo, y el número de caballos y de vacas pasó de cuatro a ocho; compramos un pequeño carromato con neumáticos de goma; pasamos de tener dos peones de labranza a cuatro, de una doncella a dos, y contratamos a un par de ancianas para que cocinaran para nosotros. Por tanto, así era como estaban las cosas cuando me encontré a Lan Lian delante del Templo del Dios de la Guerra, medio congelado, casi sin aliento en su cuerpo. Cada mañana me levantaba temprano para recoger estiércol. Es posible que no me creas, ya que yo era uno de los hombres más ricos del concejo de Gaomi del Noreste, pero lo cierto es que siempre he tenido una ética de trabajo encomiable. En el tercer mes araba los campos, en el cuarto plantaba las semillas, en el quinto recogía el trigo, en el sexto plantaba melones, en el séptimo sacaba las alubias con la azada, en el octavo recolectaba el sésamo, en el noveno recogía el grano y en el décimo preparaba el suelo. Incluso en el gélido duodécimo mes, no dejaba que me tentara el abrigo de un cálido lecho. He salido con mi cesta a recoger estiércol de perro cuando el sol apenas se había asomado. La gente se burlaba de mí porque decía que una mañana me levanté tan temprano que confundí dos piedras con estiércol. Eso es absurdo. Tengo un buen olfato y puedo husmear el estiércol de perro a distancia. No se puede llegar a ser un buen terrateniente si no le das importancia al estiércol de perro.
Había tanta nieve acumulada que los edificios, los árboles y las calles estaban enterrados y sólo se veía el color blanco. Todos los perros estaban escondidos, por lo que aquel día no había estiércol. Pero yo salí de todos modos.
El aire era fresco y limpio, el viento todavía soplaba suave y a esa hora tan temprana te podías encontrar con todo tipo de fenómenos misteriosos y extraños: la única manera de verlos era levantándote temprano. Caminé desde la calle Frontal a la calle Trasera y di una vuelta alrededor de la muralla fortificada que rodea la aldea justo a tiempo para ver cómo el horizonte cambiaba del rojo al blanco, dibujando un amanecer deslumbrante cuando el sol se elevó en el cielo y tiñó el vasto paisaje nevado de un rojo intenso, tal y como hace en el legendario Reino de Cristal. Encontré al niño delante del Templo del Dios de la Guerra, medio enterrado en la nieve. Al principio imaginé que estaba muerto y pensé en pagarle un ataúd modesto donde enterrarle con el fin de alejar a los perros salvajes de su cadáver. Sólo un año antes, un hombre desnudo había muerto congelado delante del Templo del Dios de la Tierra. Estaba rojo de la cabeza a los pies, con su miembro sobresaliendo erguido como una lanza, un hecho que dio lugar a muchas carcajadas. Ese extravagante amigo vuestro, Mo Yan, escribió acerca de esta historia: «El hombre murió, pero su verga seguía viva». Gracias a mi generosidad, el cadáver de ese hombre, el único que murió junto a la carretera pero cuya verga seguía llena de vida, fue enterrado en el viejo cementerio que se encuentra al oeste de la ciudad. Las buenas obras como esa tienen una enorme influencia y son más trascendentes que los monumentos o las biografías. Posé mi cesta de estiércol y di un empujón al muchacho, que se desplomó. Todavía estaba caliente, por lo que deduje que seguía vivo. Me quité mi abrigo forrado y envolví su cuerpo con él. A continuación, lo levanté y lo llevé a casa. Los rayos del sol de la mañana iluminaban por encima de mi cabeza el cielo y el suelo. La gente se encontraba fuera de sus casas retirando la nieve con palas, así que muchos aldeanos fueron testigos de la caridad de Ximen Nao. Sólo por eso, el pueblo no me debería haber disparado con la carabina. ¡Y por esa razón, señor Yama, no me deberías haber devuelto al mundo reencarnado en un burro! Todo el mundo dice que salvar una vida es mejor que construir una pagoda de siete pisos y yo, Ximen Nao, puedo afirmar sin temor a equivocarme que salvé una vida. Yo, Ximen Nao, y no sólo una vida. Una primavera, durante la hambruna, vendí veinte celemines de sorgo a bajo precio y dispensé a mis campesinos arrendatarios de tener que pagar la renta. Eso hizo que muchas personas pudieran seguir viviendo. Y ahora observa mi miserable destino. ¿Es que no hay justicia en el Cielo o en la Tierra, en el mundo de los hombres o en el reino de los espíritus? ¿Es que no hay el menor sentido de la conciencia? Protesto enérgicamente. ¡Estoy desconcertado!
Me llevé al joven a casa y lo tumbé sobre un cálido lecho situado en el barracón de los arrendatarios. Estaba a punto de encender una hoguera para que se calentara cuando el capataz, el viejo Zhang, dijo:
—Te aconsejo que no hagas eso, mi amo. Un nabo congelado debe descongelarse lentamente. Si lo calientas, se empezará a pudrir.
Aquello tenía su lógica, así que dejé que el muchacho entrara en calor de forma natural sobre la cama y pedí a alguien de la casa que calentara un cuenco de agua de jengibre dulce, que vertí despacio en su boca mientras la mantenía abierta con unos palillos. En cuanto el agua de jengibre penetró en su estómago, el muchacho comenzó a gemir. Una vez que conseguí arrebatarlo de las garras de la muerte, le pedí al viejo Zhang que cortara el mugriento pelo al muchacho y le quitara las pulgas que habitaban en su cuerpo. Le dimos un baño y le pusimos ropa limpia. A continuación, lo llevé a que conociera a mi anciana madre. Era un pequeño muy inteligente. En cuanto la vio, se postró de rodillas ante ella y gritó: «¡Abuela!». Eso conmovió a mi madre, que cantó «Amita Buda» y preguntó de qué templo procedía aquel pequeño monje. Le preguntó al chico su edad, pero él sacudió la cabeza y dijo que no lo sabía. ¿Dónde está tu casa? No estaba seguro de conocer la respuesta. Cuando le preguntó por su familia, el muchacho sacudió la cabeza como si fuera uno de esos muñecos tentetieso. Así que le dejé que se quedara con nosotros. Era un monito inteligente. En cuanto puso los ojos en mí comenzó a llamarme Papá de Acogida y a mi mujer la llamó Madame Bai Madre de Acogida. Pero tanto si era un hijo de acogida como si no, mi intención era que se pusiera a trabajar, ya que hasta yo mismo me encargaba de realizar los trabajos manuales, y eso que era el terrateniente. Si no trabajas, no comes. No era más que una nueva forma de expresar una idea que llevaba en boga mucho tiempo. El muchacho no tenía nombre, pero como lucía una mancha de nacimiento de color azul en el lado izquierdo de la cara, le dije que le llamaría Lan Lian, o Rostro Azul, así que se apellidaría Lan. Pero él replicó:
—Quiero tener el mismo nombre que tú, Padre de Acogida, ¿por qué no me llamas Ximen Lanlian?
Yo le dije que no, que el nombre Ximen no lo podía utilizar cualquiera, pero que si trabajaba duro durante veinte años, ya veríamos qué decisión tomábamos. Comenzó ayudando al capataz a cuidar del caballo y del burro (ah, señor Yama, ¿cómo puedes ser tan malvado de convertirme en un asno?) y poco a poco fue ascendiendo hasta ocuparse de trabajos más importantes. No había que dejarse engañar por su constitución débil y su frágil apariencia, ya que trabajaba con gran eficiencia y poseía buen juicio y una considerable serie de recursos, todos ellos asimilados para compensar su falta de fortaleza física. Y ahora, viendo sus amplios hombros y sus musculosos brazos, se podría decir que se había convertido en un hombre con todas las de la ley.
—¡Eh, eh, el burrito ya ha nacido! —gritó mientras se agachaba. Estiró sus grandes manos y me ayudó a ponerme de pie, causándome más vergüenza e ira de lo que podría pensar.
—¡No soy un burro! —quise protestar—. ¡Soy un hombre! ¡Soy Ximen Nao!
Pero mi garganta estaba oprimida igual que cuando los dos demonios de rostros azules me habían ahogado. No era capaz de hablar por mucho que lo intentara. Desesperación, terror, cólera. Escupí saliva y de mis ojos resbalaron amargas lágrimas. Su mano se deslizó y me caí al suelo, justo en mitad de todo ese pringoso líquido amniótico y de la placenta, que tenía la consistencia de la gelatina.
—¡Traedme una toalla, deprisa! —gritó Lan Lian.
Una mujer embarazada salió de la casa y mi atención se centró al instante en las pecas de su rostro ligeramente hinchado y en sus enormes ojos redondos y afligidos. Hii-haa, hii-haa: ella es mía, es la mujer de Ximen Nao, es mi primera concubina, Yingchun. La introdujo mi esposa en la familia para que trabajara como doncella. Tenía un rostro agraciado, con unos ojos enormes y una nariz recta, la frente amplia, la boca ancha y una mandíbula cuadrada. Y, lo que era más importante, sus generosos pechos, con sus insolentes pezones y una pelvis amplia hacían que, sin lugar a dudas, fuera capaz de tener hijos. Mi esposa, que al parecer era estéril, envió a Yingchun a mi lecho con un encargo que era fácil de comprender y estaba cargado de sinceridad. Dijo:
—Señor del Feudo —ya que así era como me llamaba—, quiero que la aceptes. El agua buena no debe regar los campos de otras personas.
Lo cierto es que mi concubina era un campo muy fértil, ya que se quedó embarazada la primera noche que pasamos juntos. Y no sólo se quedó embarazada, sino que tuvo gemelos. A la primavera siguiente dio a luz a un niño y a una niña, en lo que todos calificaron como el nacimiento de un dragón y un ave fénix. Por tanto, al niño le llamamos Ximen Jinlong, o Dragón Dorado, y a la niña Ximen Baofeng, Hermoso Fénix. La comadrona afirmó que nunca había visto a una mujer mejor capacitada para tener bebés, ya que contaba con una amplia pelvis y un canal de parto muy resistente. Los bebés caían en sus manos como melones desplomados de un saco de cáñamo. La mayoría de las mujeres gritan de angustia la primera vez que dan a luz, pero mi Yingchun tuvo sus bebés sin dejar escapar la menor queja. Según la comadrona, lució una sonrisa intrigante de principio a fin, como si para ella tener un bebé fuera una especie de entretenimiento. Aquello sacó de sus casillas a la pobre comadrona. Tenía miedo de que de su útero fueran a salir dos monstruos y la atacaran.
El nacimiento de Jinlong y Baofeng llenó de alegría el hogar de los Ximen. Pero, para no asustar a los bebés ni a su madre, pedí al capataz, el viejo Zhang, y a su ayudante, Lan Lian, que compraran diez hileras de fuegos artificiales, ochocientos en total, las colgaran del extremo meridional de la muralla de la aldea y las prendieran allí. El sonido de todas esas pequeñas explosiones hizo que me sintiera tan feliz que casi sufrí un desmayo. Tenía la extraña costumbre de celebrar las buenas noticias trabajando mucho. Es una comezón que no soy capaz de explicar. Así que, mientras los fuegos artificiales seguían explotando, me levanté las mangas de la camisa, entré en el corral donde guardaba el ganado y saqué diez carros de excrementos que se habían ido acumulando a lo largo de todo el invierno. Ma Zhibo, un maestro del Feng Shui que tenía un don especial para adoptar un aire místico, llegó corriendo al corral y me dijo con tono de preocupación:
—Menshi —ese es mi nombre de cortesía—, mi elegante joven, ahora que tienes una mujer que acaba de dar a luz en la casa, no debes trabajar en los corrales ni remover la tierra y, de ningún modo, debes recoger excrementos ni excavar un pozo. Instigar al Dios Errante no produce ningún bien a los recién nacidos.
El consejo de Ma Zhibo hizo que mi corazón casi diera un vuelco, pero no puedes pedir a una flecha que regrese después de haberla disparado, y cualquier trabajo que merezca la pena comenzar, sin duda, también merece la pena concluirlo. Por tanto, no podía dejarlo, porque sólo había limpiado la mitad del corral. Hay un viejo proverbio que dice: «Un hombre goza de diez años de buena fortuna cuando no sabe lo que es temer a ningún dios ni a ningún fantasma». Yo era un hombre honorable y no tenía miedo de los demonios. Así pues, ¿qué más daba si yo, Ximen Nao, topaba con el Dios Errante? Después de todo, no había sido más que un disparatado comentario de Ma Zhibo, y entonces saqué del estiércol un objeto que tenía una peculiar forma de calabaza. Tenía el aspecto de ser un pedazo de caucho congelado o un trozo de carne helada. Era turbio pero también casi transparente, frágil, aunque bastante flexible. Lo arrojé al suelo al borde del corral para examinarlo con mayor detenimiento. No podía tratarse del legendario Dios Errante, ¿verdad? Observé cómo el rostro de Ma palidecía y su barba de chivo comenzaba a temblar. Con las manos extendidas por delante de su pecho como signo de respeto, pronunció una oración y retrocedió varios pasos. Cuando se golpeó contra la pared, salió a toda velocidad. Con una sonrisa burlona, dije:
—Si este es el Dios Errante, no hay nada que temer. Dios Errante, Dios Errante, si pronuncio tu nombre tres veces y todavía sigues aquí, no me culpes si te trato severamente. ¡Dios Errante, Dios Errante, Dios Errante! Con los ojos cerrados, he gritado tu nombre tres veces.
Cuando los abrí de nuevo, todavía seguía allí, no había cambiado, seguía siendo un pedazo de algo tirado en el corral junto a un montón de excrementos de caballo. Fuera lo que fuera, estaba muerto, así que levanté mi azada y lo partí por la mitad. El interior era igual que el exterior, una especie de goma o de algo congelado, no muy diferente a la savia que emana de los nudos del melocotonero. Lo recogí y lo arrojé por encima de la pared, junto a los excrementos de caballo y los orines de burro, con la esperanza de que fuera un buen fertilizante, de tal modo que a principios de verano el maíz creciera y engendrara mazorcas como el marfil y a finales de verano el trigo produjera espigas tan largas como la cola de un perro.
Ese tal Mo Yan, en una historia llamada «El Dios Errante», escribió:
Vertí un poco de agua en una botella de cristal transparente que tenía una abertura del tamaño de una boca y añadí un poco de té negro y azúcar moreno. A continuación, la coloqué detrás del fogón durante diez días. En el interior de la botella comenzó a crecer un objeto peculiar en forma de calabaza. Cuando los aldeanos oyeron hablar de él, llegaron corriendo para ver de qué se trataba. Ma Congming, el hijo de Ma Zhibo, dijo con voz nerviosa: «Esto es algo malo, ¡es el Dios Errante! El Dios Errante que el terrateniente Ximen Nao extrajo de la tierra aquel año era igual que este». Como hombre joven y moderno que soy, creo en la ciencia, no en fantasmas ni en duendes, así que le pedí a Ma Congming que se marchara y saqué de la botella lo que quiera que fuera aquello. Lo partí por la mitad y lo troceé, luego lo metí en mi wok y lo freí. Su extraña fragancia abrió mi apetito y se me hizo la boca agua, así que lo probé. Estaba delicioso y era nutritivo… Después de comerme al Dios Errante crecí diez centímetros en tres meses.
¡Menuda imaginación!
Los fuegos artificiales pusieron fin a los rumores de que Ximen Nao era estéril. La gente comenzó a preparar regalos de felicitación; que me trajeron a lo largo de nueve días. Pero todavía no se habían disipado los ecos del viejo rumor cuando apareció otro nuevo. De la noche a la mañana, por las dieciocho aldeas y ciudades que formaban el concejo de Gaomi del Noreste se extendió el rumor de que Ximen Nao había desafiado al Dios Errante mientras recogía estiércol en su corral. Y no sólo se corrió la voz, sino que, al mismo tiempo, se adornó la historia a conveniencia. El Dios Errante, se decía, tenía la forma de un enorme huevo carnoso con siete orificios nasales; rodó por todo el corral donde se guardaba el ganado hasta que lo partí en dos, haciendo que una intensa luz se elevara hacia el cielo. Sin lugar a dudas, desafiar al Dios Errante me iba a traer terribles desgracias durante un centenar de años. Yo era muy consciente de que el árbol más alto sufre el azote del viento y de que la riqueza siempre produce envidia. Muchas personas estaban impacientes por ver cómo Ximen Nao caía en la desgracia y deseaban con fervor que esa caída fuera muy dura. Estaba preocupado, pero no podía perder la fe. Si los dioses querían castigarme, ¿por qué me habían enviado a los encantadores Jinlong y Baofeng?
Yingchun sonrió radiante de alegría cuando me vio. Se agachó con dificultad y, en ese momento, pude ver al bebé que llevaba entre los brazos. Era un niño con una marca de nacimiento azul en la mejilla izquierda, con lo cual no quedaba la menor duda de que procedía de la semilla de Lan Lian. ¡Menuda humillación! Una llama semejante a la lengua de una víbora venenosa salió de mi corazón. Me invadieron los instintos asesinos y necesitaba, como mínimo, maldecir a alguien. Me sentía capaz de trocear a Lan Lian en mil pedazos. ¡Lan Lian eres un cabrón desagradecido, un hijo de puta desconsiderado! Al principio me llamabas Padre de Acogida, pero has acabado mancillando la palabra «acogida». Muy bien, si yo soy tu padre, entonces Yingchun, mi concubina, es tu madrastra, aunque la hayas tomado como esposa y conseguido que dé a luz a tu hijo. ¡Has corrompido el sistema de las relaciones humanas y mereces ser destruido por el Dios del Trueno! ¡Cuándo llegues al Infierno te mereces que te arranquen la piel, que te rellenen de hierba y que te sequen antes de que te reencarnes en un animal despreciable! Pero el Cielo está privado de justicia y el Infierno ha abandonado la razón. En lugar de tocarte a ti, ha sido a mí a quien han enviado de vuelta a este mundo convertido en un animal repugnante, a mí, Ximen Nao, que siempre he hecho tanto bien a lo largo de toda mi vida. ¿Y qué pasa contigo, Yingchun, pequeña mujerzuela? ¿Cuántas palabras dulces me susurraste al oído mientras te encontrabas entre mis brazos? ¿Y cuántas solemnes promesas de amor me hiciste? Sin embargo, mis huesos todavía no se habían enfriado y ya te fuiste a la cama con mi peón de labranza. ¿Cómo una mujerzuela como tú ha podido tener el coraje de seguir viviendo? Deberías acabar con tu vida de una vez por todas. Yo mismo te daré la seda blanca para hacerlo. ¡Maldita sea! ¡No, no eres digna de tener una seda blanca! ¡Lo que te mereces es una cuerda sangrienta de las que se utilizan con los cerdos, anudada a un travesaño cubierto de excrementos de rata y orines de murciélago para que te cuelgues con ella! ¡Eso o ingerir unas cuantas gotas de arsénico! ¡O disfrutar de un viaje de ida al pozo que se encuentra en las afueras de la aldea, donde se han ahogado todos los perros salvajes! ¡Deberían hacerte desfilar por las calles con el cepo de los criminales! ¡Te mereces que en el inframundo te arrojen al pozo de serpientes reservado para las adúlteras! ¡Así, después te podrías reencarnar en un animal repugnante, una y otra y otra vez, para siempre! Hii-haa, hii-haa: pero no. La persona que se ha reencarnado como un animal inmundo ha sido Ximen Nao, un hombre de honor, en lugar de mi primera concubina.
Yingchun se arrodilló con torpeza junto a mí y limpió con cuidado el líquido pegajoso que cubría mi cuerpo con un paño de gamuza decorado con cuadros azules. Su roce contra mi piel húmeda producía una sensación muy agradable. Yingchun tenía un tacto suave, como si estuviera limpiando a su propio bebé. Qué potrillo tan mono, cosita linda. ¡Qué rostro tan hermoso y qué ojos más grandes y azules tiene! Y esas orejas, cubiertas de pelusa… El paño seguía pasando por todas las partes de mi cuerpo. Yingchun todavía conservaba el mismo gran corazón de siempre y, por lo que podía ver, me estaba cubriendo de amor. Profundamente conmovido, sentí que el odio que albergaba en mi interior se disipaba. Los recuerdos de mi paso por este mundo como un ser humano me comenzaban a parecer lejanos y borrosos. Me sentía bien y seco, y ya no temblaba. Mis huesos se habían endurecido y notaba cómo mis piernas recuperaban fuerza. A continuación, una energía interior y una razón de existir se combinaron para dar un buen uso a toda esa fortaleza. Ah, es un pequeño burrito. Yingchun me estaba secando los genitales. ¡Qué humillante era aquello! Las imágenes de nuestros encuentros sexuales cuando era un ser humano inundaron mi mente. ¿Un pequeño qué? ¿El hijo de una burra? Levanté la mirada y vi a una burra de pie, junto a mí, temblando. ¿Esta es mi madre? ¿Una burra? La furia y una incontrolable ansiedad hicieron que me pusiera de pie. Allí estaba, a cuatro patas, como un taburete sobre unas patas altas.
—¡Ya se ha puesto de pie, está de pie! —exclamó Lan Lian frotándose las manos con entusiasmo.
Estiró el brazo y ayudó a Yingchun a levantarse. La mirada de dulzura que brillaba en sus ojos era el reflejo de que albergaba sentimientos muy intensos hacia ella. Y aquella escena me recordó un suceso que tuvo lugar unos años atrás.
Si no recuerdo mal, alguien me advirtió de que no perdiera de vista las travesuras de alcoba que cometía mi joven jornalero. Quién sabe, a lo mejor ya entonces había algo entre ellos.
Cuando me levanté con el sol de la mañana aquel primer día de año, todavía tenía la necesidad de seguir clavando mis pezuñas para evitar caerme. A continuación, di mi primer paso como asno, comenzando de ese modo un viaje desconocido, difícil y humillante. Otro paso más. Me tambaleé y la piel de mi vientre se tensó. Contemplé un enorme y brillante sol, un hermoso cielo azul por el que sobrevolaban las palomas blancas. Vi cómo Lan Lian ayudaba a Yingchun a entrar en la casa y a dos niños que cruzaban a toda velocidad por la puerta, un chico y una chica. Vestían chaquetas nuevas, con zapatos de piel de tigre en los pies y gorras de pelo de conejo sobre la cabeza. Pasar por encima del dintel de una puerta no era una tarea sencilla para esas piernas tan pequeñas. Aparentaban tener tres o cuatro años. Llamaron «papá» a Lan Lian y «mamá» a Yingchun. Hii-haa, hii-haa. No hacía falta que me dijeran que eran mis propios hijos, el chico llamado Jinlong y la niña llamada Baofeng. ¡Hijos míos, no sabéis cuánto os echa de menos papá! Vuestro papá había puesto muchas esperanzas en vosotros, esperando que honrarais a vuestros antepasados como un dragón y un ave fénix, pero ahora os habéis convertido en los hijos de otra persona y vuestro papá se ha convertido en un burro. Mi corazón estaba roto en mil pedazos, la cabeza me daba vueltas, todo aparecía borroso, era incapaz de mantener las patas rectas… Me caí. No quiero ser un burro, quiero que me devuelvan mi cuerpo original, deseo ser otra vez Ximen Nao y ajustar cuentas con todos vosotros. En el mismo momento en el que me caí, la burra que me había parido se desplomó sobre el suelo como una pared derrumbada.
Estaba muerta, con las patas tiesas como palos y los ojos todavía abiertos, carentes de la facultad para ver, como si hubiera muerto atormentada por todo tipo de injusticias. Tal vez era así, pero no me importaba, ya que sólo había utilizado su cuerpo para hacer mi entrada en este mundo. Todo estaba maquinado por el señor Yama; o eso, o se trataba de un error desgraciado. No había bebido una gota de su leche y sólo con ver esas ubres sobresaliendo entre sus patas me ponía enfermo.
Me convertí en un burro maduro a base de comer gachas de sorgo. Yingchun se encargaba de preparármelas; ella es a la única persona a la que puedo dar las gracias por cuidarme. Me alimentaba con una cuchara de madera y, una vez que me hice adulto, ya no tenía sentido seguir amargado con tanta frecuencia. Cuando me daba de comer veía sus abultados pechos, que estaban llenos de leche de color azul claro. Recuerdo muy bien a qué sabía aquella leche porque yo mismo la había bebido. Estaba deliciosa y sus pechos eran maravillosos. Había alimentado a dos niños y albergaba más leche de la que podían beber. Hay mujeres cuya leche es lo bastante tóxica como para matar a unos bebés sanos. Mientras me alimentaba me decía:
—Pobrecito mío, que perdiste a tu madre nada más nacer.
Sabía que sus ojos estaban llenos de lágrimas y no tenía la menor duda de que sentía lástima por mí. Sus curiosos hijos, Jinlong y Baofeng, le preguntaron:
—Mamá, ¿por qué ha muerto la mamá del burrito?
—Su ciclo en este mundo ha llegado a su fin —respondió—, y el señor Yama la ha llamado a su lado.
—Mamá —dijeron—, no permitas que el señor Yama venga a buscarte. Si lo hiciera, nos quedaríamos huérfanos de madre, al igual que le ha pasado al burrito. Y lo mismo le pasaría a Jiefang.
—Mamá siempre estará aquí, porque el señor Yama nos debe un favor a la familia. No se atrevería a molestarnos —respondió ella.
Los gritos del pequeño Lan Jiefang salieron de la casa.
—¿Sabes quién es ese tal Lan Jiefang (Liberación Lan)? —me preguntó de repente Lan Qiansui, el narrador de este relato, un ser pequeño pero dotado de un aire de sofisticación, una persona de noventa centímetros pero con una locuacidad nunca vista.
Por supuesto que sabía la respuesta. Porque se trataba de mí mismo. Lan Lian era mi padre y Yingchun era mi madre.
—Bueno, si eso es así, entonces tú debes haber sido uno de nuestros burros.
—Efectivamente, yo era uno de tus burros. Nací la mañana del primer día de 1950 mientras tú, Lan Jiefang, naciste la tarde del primer día de 1950. Los dos somos hijos de una nueva era.