Mediante una serie de argucias me reencarno en un burro de pezuñas albinas
MI historia comienza el 1 de enero de 1950. En los dos años anteriores a esa fecha, tuve que padecer en las entrañas del Infierno la tortura más cruel que un hombre pueda imaginar. Cada vez que me llevaban ante el tribunal, yo proclamaba mi inocencia con rotundidad y vehemencia, empleando un tono de voz triste y desesperado que penetraba hasta en el último recodo de la Sala de Audiencias del Señor Yama y rebotaba una y otra vez repetida por el eco. De mis labios no salió ni una sola palabra de arrepentimiento, a pesar de haber sido cruelmente torturado, y así conseguí que todos me vieran como un hombre de hierro. Sé que me gané el respeto tácito de muchos de los habitantes del inframundo del señor Yama, pero también soy consciente de que el señor Yama comenzaba a estar harto de mí. Por tanto, para obligarme a admitir mi derrota, me sometió a la forma de tortura más siniestra que el Infierno podía ofrecer: me sumergieron en un barreño de aceite hirviendo, en el que caí y me retorcí y crepité como si fuera un pollo frito durante aproximadamente una hora. No hay palabras que hagan justicia a la agonía por la que tuve que pasar hasta que uno de los sirvientes me atravesó con un tridente, me levantó en volandas y ascendió conmigo por las escaleras del palacio. Luego se nos unió otro sirviente, que se situó a un lado y gritaba como un vampiro mientras el aceite hirviendo resbalaba por mi cuerpo y caía sobre los escalones de la Sala de Audiencias, donde crepitaba y desprendía bocanadas de humo amarillo. Con cuidado, me depositaron sobre una losa de piedra colocada a los pies del trono y, a continuación, hicieron una respetuosa reverencia.
—Gran Señor —anunció—, el condenado ya está frito.
Después de que me hubieran freído hasta quedar crujiente, me di cuenta de que bastaría con un ligero golpecito para convertirme en un montón de cenizas. Entonces, desde la parte más alta del salón por encima de mi cabeza, en algún punto iluminado por las brillantes luces de las velas que se elevaban sobre la sala, escuché una voz desafiante que procedía de los labios del propio señor Yama y me preguntaba:
—Ximen Nao, cuyo nombre significa «Disturbio en la Puerta de Occidente», después de esta tortura, ¿todavía piensas producir más disturbios?
No voy a mentir. En aquel momento vacilé por un instante, mientras mi cuerpo crujiente se revolcaba en un charco de aceite que todavía crepitaba y crujía. No me hacía ilusiones: había alcanzado mi umbral del dolor y no era capaz de imaginar cuál sería la siguiente tortura que emplearían estos inmundos oficiales si no les gritaba lo que pensaba de ellos en ese momento. Sin embargo, aunque lo hiciera, ¿acaso no había sufrido ya todas sus brutalidades en vano? Hice un esfuerzo por levantar la cabeza, que muy bien podría haberse caído al suelo, y miré hacia la luz de la vela, donde vi al señor Yama y a los jueces del inframundo sentados junto a él. Sus rostros lucían una sonrisa melosa. La rabia se agitaba en mi interior. ¡Al diablo con ellos! Me lo pensé mejor; prefería dejar que me machacaran hasta convertirme en polvo bajo una piedra de molino o que me convirtieran en pasta en un mortero si era lo que querían, pero no pensaba dar mi brazo a torcer.
—¡Soy inocente! —grité.
Acompañando a mi grito, una lluvia de gotas rancias de aceite salió de mi boca:
—¡Soy inocente! Yo, Ximen Nao, durante los treinta años que pasé en la tierra de los mortales adoraba realizar trabajos físicos y siempre fui un hombre familiar y ahorrador. He reparado puentes y pavimentado carreteras y he sido caritativo con todos. Los ídolos de los templos que se levantan en el concejo de Gaomi del Noreste se restauraron gracias a mi generosidad; los pobres de mi ciudad escaparon de la hambruna comiendo los alimentos que yo les di. Hasta el último grano de arroz de mi granero fue humedecido por el sudor de mi frente, hasta la última moneda que se guarda en los cofres de mi familia está teñida de un esfuerzo descomunal. Me hice rico trabajando sin descanso, encumbré a mi familia gracias a que me mantuve lúcido y tomé decisiones sabías. Creo firmemente que nunca he sido culpable de haber cometido un acto indigno. Y, sin embargo —aquí mi voz comenzó a temblar—, a pesar de ser un individuo extraordinariamente compasivo, una persona íntegra, un hombre decente y de bien, me han atado como si fuera un delincuente, me han arrojado por la cabecera de un puente y me han disparado… Se colocaron a no más de medio metro de mí, dispararon una vieja carabina llena de pólvora más medio cuenco de metralla y convirtieron un lado de mi cabeza en un amasijo de sangre y sesos cuando la explosión sacudió la quietud y manchó el suelo del puente y las piedras del tamaño de un melón que se extendían debajo de él… No me haréis confesar, ya que soy inocente, y solicito que me enviéis de vuelta a mi mundo para poder preguntar a la cara a todas esas personas de qué demonios se me acusa.
Observé cómo el rostro grasiento del señor Yama se crispaba varias veces a medida que iba soltando mi atropellado monólogo y vi cómo los jueces que se encontraban a su alrededor giraban la cabeza para evitar su mirada. Sabían que yo era inocente, que me habían acusado en falso, pero por alguna razón que no podía imaginar fingían ignorarlo. Así que grité, repitiéndome de nuevo, lanzando el mismo discurso una y otra vez, hasta que uno de los jueces se inclinó y susurró algo en el oído del señor Yama, quien acto seguido golpeó su mazo para que el salón guardara silencio.
—Muy bien, Ximen Nao, aceptamos tu proclamación de inocencia. Hay muchas personas en este mundo que merecen morir y sin embargo, de alguna manera, se las arreglan para seguir viviendo, mientras que muchos de los que merecen vivir acaban pereciendo sin remedio. Esa es una realidad contra la que este trono nada puede hacer. Por tanto, seré misericordioso contigo y dejaré que regreses a tu mundo.
Una sensación de alegría inesperada cayó sobre mí como una piedra de molino, haciendo que mi cuerpo se descompusiera en mil pedazos. El señor Yama arrojó el símbolo bermellón triangular de su autoridad y, empleando un tono que delataba cierta impaciencia, ordenó:
—¡Cabeza de Buey y Cara de Caballo, haced que regrese a su mundo!
Tras realizar un movimiento con su manga, el señor Yama abandonó el salón, seguido de sus jueces, quienes hicieron que temblara la luz de las velas con el ondular de sus largas mangas. Dos sirvientes demoniacos, vestidos con ropajes negros atados por la cintura con unos amplios fajines de color naranja, avanzaron hacia mí desde direcciones opuestas. Uno de ellos se agachó, recogió el Símbolo de la Autoridad y se lo colocó en el fajín. El otro me agarró por el brazo y me empujó para que caminara. Un sonido quebradizo, como si los huesos se hubieran roto en mil pedazos, hizo que un escalofrío me recorriera todo el cuerpo. El demonio que llevaba el Símbolo de la Autoridad apartó al sirviente que me sujetaba del brazo y, empleando el tono que usan los veteranos con los novatos, dijo:
—¿De qué demonios tienes llena la cabeza? ¿De agua? ¿Es que un águila te ha sacado los ojos? ¿Acaso no ves que su cuerpo está tan crujiente como uno de esos buñuelos que venden en la calle Dieciocho de Tianjin?
El joven sirviente puso los ojos en blanco mientras escuchaba cómo su compañero le reprendía, sin estar seguro de qué era lo que debía hacer.
—¿Se puede saber por qué te quedas ahí parado? —dijo el sirviente que ostentaba el Símbolo de la Autoridad—. ¡Vamos, trae un poco de sangre de burro!
El sirviente sacudió la cabeza, mientras su rostro se iluminaba de repente. Se giró, salió del salón y regresó a toda velocidad con un cubo teñido de salpicaduras de sangre. Al parecer pesaba mucho, ya que avanzaba dando traspiés, con el cuerpo encorvado, y apenas era capaz de mantener el equilibrio.
Colocó el cubo junto a mí, dejándolo caer de golpe y haciendo que todo mi cuerpo se estremeciera. El hedor era nauseabundo, una fetidez tibia y rancia que parecía albergar el calor animal de un verdadero burro. Por unos instantes, la imagen de un burro desmembrado pasó como un relámpago por mi cabeza y desapareció enseguida. El sirviente que tenía el Símbolo de la Autoridad metió la mano en el cubo y sacó un cepillo de cerdas, lo removió en la oscura y pegajosa sangre roja y, a continuación, frotó con él mi cuero cabelludo. Lancé un grito mientras me invadía una sensación escalofriante que en parte era de dolor, en parte de entumecimiento, y me hacía sentir como si me hubieran clavado un millón de espinas. Mis oídos sufrieron el asalto de sutiles golpecitos mientras la sangre empapaba mi piel chamuscada y crujiente, recordándome a una bendita lluvia sobre una tierra seca. Mi mente era un amasijo de pensamientos inconexos y emociones mezcladas. El guardián manejaba el cepillo como si fuera un pintor de brocha gorda, y en poco tiempo me encontré cubierto de sangre de burro, de la cabeza a los pies. A continuación, agarró el cubo y vertió lo que quedaba en él por encima de mi cabeza. De repente, comencé a sentir una oleada de vida que emanaba de mi interior. La fuerza y el valor regresaron a mi cuerpo y ya no tuve que apoyarme en ellos para ponerme de pie.
A pesar de que los sirvientes se llamaran Cabeza de Buey y Cara de Caballo, no tenían el menor parecido con las figuras del inframundo que estamos acostumbrados a ver en los cuadros: cuerpos humanos, uno con la cabeza de un buey y el otro con la de un caballo. Su apariencia era completamente humana salvo por su piel, de un color azul iridiscente, como si la hubieran tratado con un tinte mágico. Un color noble, que rara vez se encuentra en el mundo de los mortales, ni en los tejidos ni en los árboles. Pero he visto flores de ese color, pequeñas florecillas de pantano que crecen en el concejo de Gaomi del Noreste, que brotan por la mañana y se marchitan y mueren por la tarde.
Acompañado de un sirviente a cada lado, descendí por un oscuro túnel que se me hizo interminable. Los candiles de coral sobresalían de las paredes cada cierta cantidad de metros. La luz emergía de unos recipientes con forma de discos planos, en donde se quemaba el aceite de soja. Unas veces emitían un aroma denso y otras no, y eso mantuvo mi mente despejada durante algunos instantes e hizo que me sintiera confundido el resto del tiempo. A la luz de los candiles distinguí unos enormes murciélagos que colgaban de la cúpula del túnel, con los ojos brillando en la oscuridad mientras el terrible hedor de la salamanquesa no cesaba de desplomarse sobre mi cabeza.
Por fin se acabó el túnel y ascendimos a una plataforma, donde había una anciana de pelo blanco. Extendió su brazo de piel tersa y firme, que no se correspondía en absoluto con su edad, y con una cuchara negra de madera extrajo un líquido oscuro y hediondo de una desvencijada vasija de acero y lo vació en un cuenco barnizado de color rojo. Uno de los sirvientes me entregó el cuenco y su rostro dibujó una sonrisa que no tenía el menor asomo de amabilidad.
—Bébetelo —dijo—. Prueba el contenido de este cuenco y todos tus sufrimientos, tus preocupaciones y tu hostilidad se habrán acabado.
Lo rechacé con un ademán de la mano.
—No —dije—. Quiero conservar mi sufrimiento, mis preocupaciones y mi hostilidad. De lo contrario, no tendría sentido regresar a mi mundo.
Descendí de la plataforma de madera, que se sacudía con cada paso que daba, y escuché cómo los sirvientes gritaban mi nombre mientras me seguían.
A continuación, me di cuenta de que nos dirigíamos hacia el concejo de Gaomi del Noreste, donde conocía cada montaña y arroyo, cada árbol y brizna de hierba. Me resultaron nuevos los postes de madera que estaban clavados en el suelo, sobre los que se habían escrito varios nombres; algunos me resultaban familiares y otros no. Algunos de ellos incluso estaban enterrados en el fértil suelo de mi finca. Hasta un tiempo después no me enteré de que, mientras me encontraba en los salones del Infierno proclamando mi inocencia, el mundo de los mortales estaba atravesando un periodo de reformas y de que las grandes propiedades se habían fraccionado y repartido entre los campesinos que no tenían tierras y, naturalmente, la mía no fue una excepción. Dividir la tierra en parcelas tiene sus precedentes históricos, pensé. Entonces, ¿qué necesidad había de dispararme antes de fraccionar la mía?
En prevención de que pudiera escapar, los sirvientes me sujetaron con fuerza por los brazos con sus gélidas manos que, para ser más exactos, habría que llamar garras. El sol brillaba con fuerza, el aire era fresco y limpio, los pájaros volaban por el cielo y los conejos saltaban por la tierra. La nieve que se había acumulado en las riberas umbrías de las acequias y del río reflejaba la luz con tanta fuerza que me cegaba los ojos. Miré los rostros azules de mis escoltas y en ese instante me di cuenta de que parecían actores de teatro disfrazados y maquillados, salvo por el hecho de que los tintes terrenales nunca podrían, ni en un millón de años, colorear los rostros con tonos tan nobles ni tan puros.
Atravesamos una docena de aldeas o más mientras avanzábamos por la carretera que transcurre junto a la ribera del río y nos encontramos con varias personas que venían en dirección contraria. Entre ellas se encontraban mis amigos y vecinos, pero cada vez que trataba de saludarlos, uno de mis sirvientes apretaba su mano alrededor de mi garganta y me impedía hablar. Yo mostraba mi desagrado dándoles una patada en las piernas, pero no conseguía ninguna reacción. Era como si sus extremidades no sintieran nada. Por tanto, decidí embestir sus rostros con mi cabeza, que parecían estar hechos de goma. La mano que me apretaba el cuello sólo se aflojó cuando nos volvimos a quedar solos. Un carruaje con ruedas de caucho tirado por un caballo pasó junto a nosotros a toda velocidad, levantando una nube de polvo. Reconocí a aquel caballo por el olor de su sudor, así que levanté la mirada y vi al conductor, un amigo llamado Ma Wendou. Iba sentado en la parte delantera, con un abrigo de piel de oveja extendido sobre los hombros, látigo en mano, una pipa de mango largo y una bolsita de tabaco atada y colocada en el cuello para que colgara por detrás de la espalda. La bolsita se balanceaba como el cartel del escaparate de un bar. El carruaje era mío, el caballo era mío, pero el hombre que iba subido en él no era uno de mis peones de labranza. Traté de correr detrás de él para averiguar qué estaba pasando allí, pero mis guardianes me agarraban como si fueran enredaderas. Ma Wendou tuvo que haberme visto y sabía perfectamente quién era yo y, con toda seguridad, tuvo que haber escuchado los gritos que lanzaba en mi forcejeo, por no hablar de que con toda seguridad había percibido el apestoso hedor que emanaba de mi cuerpo. Pero pasó a nuestro lado sin reducir el paso, como si fuera a la carrera. A continuación, nos encontramos con un grupo de hombres subidos a unos zancos que estaba representando los viajes del monje Tang Tripitaka en su búsqueda por encontrar las escrituras budistas. Sus discípulos, Mono y Cerdito, eran paisanos de mi aldea a los que conocía y, por las consignas que estaban escritas en los estandartes que transportaban y por las cosas que decían, me di cuenta de que nos encontrábamos en el primer día del año 1950.
Justo antes de que llegáramos al puente de piedra situado en los aledaños de la aldea, comencé a sentirme inquieto. Estaba a punto de volver a contemplar las piedras que había debajo del puente y que se habían manchado con mi sangre y con las vetas de mi cerebro. Los mechones de pelo sucio y los jirones de ropa que estaban pegados a las piedras desprendían un hedor a sangre. Tres perros salvajes estaban al acecho en la entrada del puente, dos tumbados y uno de pie; dos de ellos eran negros, el otro era marrón, y el pelaje de los tres brillaba con fuerza. Sus lenguas tenían un color rojo intenso, sus dientes relucían blancos como la nieve y sus ojos brillaban como punzones.
En su historia «La curación», Mo Yan escribió acerca de este puente y de los perros que enloquecían lanzándose sobre los cadáveres de las personas a las que ejecutaban. Escribió un relato sobre un buen hijo que extirpó la vesícula biliar, que es el órgano donde habita el valor, de un hombre al que habían ejecutado, se la llevó a casa y elaboró con ella un tónico para su madre, que estaba ciega. Todos hemos oído muchas historias acerca del uso de la vesícula biliar del oso como remedio curativo, pero nada se sabe sobre los poderes curativos de la vesícula biliar humana. Por tanto, aquel relato no era más que una tontería inventada por la pluma de un novelista al que le gusta ese tipo de cosas y no había un asomo de verdad en todo ello.
Mientras recorríamos el camino desde el puente a mi casa, las imágenes de mi ejecución se reproducían una y otra vez en mi cabeza. Me ataron las manos a la espalda y me colgaron un cartel de condenado alrededor del cuello. Era el trigésimo tercer día del duodécimo mes y no faltaban más que siete días para la llegada del año nuevo. Aquel día, el viento gélido cortaba el cuerpo de todos los presentes y las nubes rojas emborronaban el sol. Las gotas de aguanieve eran como granos de arroz blanco que resbalaban por mi cuello. Mi esposa, que descendía de la familia Bai, caminaba detrás de mí, llorando con amargura, pero no escuché a ninguna de mis dos concubinas, Yingchun y Qiuxiang. Yingchun estaba esperando a dar a luz en cualquier momento, así que le podía perdonar que se hubiera quedado en casa. Pero la ausencia de Qiuxiang, que era más joven y no estaba embarazada, me decepcionó hondamente. Una vez que llegué al puente, me giré para ver a Huang Tong y a su equipo de milicianos.
—Escuchadme, amigos, todos vivimos en la misma aldea y nunca ha existido enemistad entre nosotros, ni antes ni ahora. Si os he ofendido de alguna manera, decidme en qué lo he hecho. No hay necesidad de llegar a esto, ¿verdad?
Huang Tong me miró por unos instantes y luego apartó la mirada de mí. El iris amarillo dorado de sus ojos relucía como si fuera una estrella áurea.
—Huang Tong —dije—. Huang de Ojos Amarillos, tus padres acertaron al elegir tu nombre.
—Ha llegado tu hora —replicó—. ¡Esta es la política del gobierno!
—Escuchadme, amigos —proseguí—, si voy a morir, al menos debería saber la razón de mi muerte. ¿Podríais decirme que ley he infringido?
—Encontrarás las respuestas en el inframundo del señor Yama —respondió Huang Tong mientras levantaba su vieja carabina, colocando el cañón a no más de medio metro de mi frente.
Segundos después, sentí cómo mi cabeza volaba por los aires. Mis ojos se inundaron de una lluvia de destellos, escuché un sonido que parecía una explosión y percibí el olor de la pólvora flotando en el aire…
A través de la puerta de mi casa, que tenía el cerrojo descorrido, divisé que había muchas personas en el patio. ¿Cómo se habían enterado de que iba a regresar? Cuando ya habíamos llegado, me dirigí a mis escoltas:
—Muchas gracias, hermanos, por las molestias que os habéis tomado al traerme a casa —dije.
En sus rostros azules se dibujaron unas sonrisas maliciosas, pero antes de que pudiera averiguar la razón de su alegría, me agarraron por los brazos y me empujaron hacia el interior. Todo era tenebroso. Tenía la sensación de que me estaba ahogando. De repente, mis oídos se llenaron de los gritos felices de un hombre que procedían de alguna parte:
—¡Ya casi está fuera!
Abrí los ojos y descubrí que me encontraba cubierto de un líquido pegajoso, tumbado cerca del canal del parto de una burra. ¡Dios mío! ¡Quién iba a pensar que Ximen Nao, un miembro culto e ilustrado de la clase aristócrata, iba a reencarnarse en un burro de pezuñas albinas con labios tiernos y blandos!