Uno de los grandes amigos que Stoker tuvo a lo largo de su vida fue su hermano Thornley, dos años mayor que él y orgullo de la familia: de profesión médico, llegó a ser presidente de la Real Sociedad de Cirujanos y fue nombrado caballero en 1895. Pero también era un gran viajero y un ameno conversador, siempre atento a todo tipo de historias que recopilaba en sus numerosos viajes a lo largo y ancho de Irlanda. En otoño de 1893 Stoker e Irving se encontraban en Dublín, donde estaban realizando una de sus giras teatrales, y tuvieron ocasión de pasar una velada con Thornley. Fue entonces cuando este les relató una de esas narraciones que le habían contado en alguna remota aldea. A principios del siguiente año, Stoker la convirtió en relato en Londres y la tituló «El hombre de Shorrox» («The Man from Shorrox»). Fue publicado en la edición de febrero de Pall Mall Magazine. Entre el chascarrillo de taberna y el cuento de humor negro —con un argumento que recuerda poderosamente a un episodio de la novela de Charles Dickens y Wilkie Collins «Los perezosos» (The Lazy Tour of Two Idle Apprentices», 1857)—, es una de las piezas más abiertamente cómicas de la carrera de Stoker y todo un canto a la idiosincrasia de su querida Irlanda natal.
Entre ustedes y yo, se lo digo de corazón, no tiene mucho sentido contar la misma historia una y otra vez. Sin embargo, no tengo ningún inconveniente en contársela a auténticos caballeros como ustedes, que no olvidan que todo hombre, por pobre que sea, tiene tanto derecho a hablar como el propio Creso[37].
Esta historia tuvo lugar en una población con mercado de Kilkenny, quizá del King’s County[38] o del Queen’s County[39]. En cualquier caso, era uno de esos condados a los que Cromwell[40], ¡maldita sea su estampa!, les dio nombre. Y al hotel se le llamó así por él, que fue el alguacil mayor e inventó la policía, ¡Dios le perdone! Lo regentaban un hombre llamado Mickey Byrne y su buena esposa (al menos fue así hasta aquella misteriosa noche en que unos muchachos lo confundieron con otro caballero, un desconocido, que había comprado una propiedad maldita. Imagínense su sorpresa). Mickey volvía de las carreras de Curragh con la piel tan tensa por todo el whisky que había bebido que no pudo ni abrir los ojos para ver lo que ocurría, ni abrir la boca para dirigirse a los muchachos justo después de recibir en la cabeza el primer golpe con una de las ramas de endrino con las que solían hacer tales trabajos. Los pobres chicos estaban tan arrepentidos de su error cuando se lo llevaron a casa a su viuda que la mujer no tuvo coraje para ser demasiado severa con ellos. Al principio, se sintió enojadísima, después de todo, solo era una mujer, incapaz, como todas, de razonar como hacen los hombres. ¡Malditos asesinos!
Durante unos instantes pareció enloquecer y estuvo a punto de decapitarlos a todos con el hacha pero, al verlos tan pálidos y tan callados, bajó el hacha y se arrodilló junto al cadáver.
—Dejadme con mi muerto —dijo—. ¡Ay, mi hombre! No tiene ningún sentido que nadie más sufra en una noche terrible como esta. Mick Byrne no tuvo ningún enemigo mientras estuvo vivo y su muerte no hará daño a nadie. Ahora, fuera. Muchachos, sed buenos y no maltratéis el espíritu de una pobre viuda.
Bueno, después de aquel incidente, la mujer no hizo grandes cambios y siguió regentando el hotel de la misma manera. Cuando alguno de sus amigos le ofrecía ayuda, la mujer tan solo decía:
—Mick y yo hemos llevado esta casa perfectamente. Cuando crea que necesito ayuda, os lo haré saber. De momento, me las arreglo sola, como antes, hasta que Mick y yo nos reunamos de nuevo.
Está claro que aquel viejo lugar siguió siendo el mismo aunque, como era de esperar, Mick no estaba allí con su cachiporra para poner paz cuando el ambiente se caldeaba en las noches de feria o en época de elecciones, cuando se partían cabezas como si fueran huevos, ¡alabado sea el Señor!
La viuda Byrne era una buena mujer. Era un gran ser: una mujer honrada, casi tan alta como un hombre de mediana estatura y con una forma de ser que llegaba al corazón de cualquiera. Sabía estar siempre en su sitio. Su piel era como el satén, con un rubor tan tenue como si los rayos del sol se reflejaran en una vasija de las de antaño, y sus mejillas y su cuello estaban tan prietos que resultaba imposible pellizcarlos, ¡pobre de quien lo intentara: no sabía en la que se había metido! ¿Y su pelo? Aquel era el toque que volvía locos a todos los hombres. Era una melena roja, como el centro de una mata de aliaga ardiendo cuando el humo se desprende de su interior. De verdad, la sangre se te subía a los ojos al ver el destello de aquel cabello cuando la luz se reflejaba en él. Nunca hubo un hombre lo suficientemente hombre que no sintiera deseos de acercarse a la viuda y abrazarla. También había hombres excelentes: algunos eran importantes ganaderos de Kildare y, como tales, presumían de tener las mejores reses; solían acudir al mercado a lomos de caballos de tal valor que no hubieran querido venderlos ni por cientos de libras a los oficiales de Curragh. A pesar de todo, algunos de ellos eran aficionados a las broncas. En más de una ocasión he visto a más de cuarenta, incluso a medio centenar de ellos, despejar el mercado de Banagher o Athy. Jamás se me olvidará el día en que sus enormes muñecas enrojecidas y velludas se alzaron al aire para sacudir después las ramas tiernas que usaban como fustas. Todos querían cortejar a la viuda, pero ninguno se atrevía a mirarla. La viuda podría haber tonteado con ellos, haberse hecho la tímida y haberlos vuelto locos de amor, como les gusta hacer a todas las mujeres. ¡Gracias a Dios que no fue así! Los hombres no las amaríamos como las amamos solo por sus artimañas. ¿Qué sería de este país si no hubiera en él más que hombres solteros y doncellas viejas a punto de morirse, traumatizadas por no tener muchachos a los que besar, tocar, dar azotes y con los que hacer el amor? Entre ustedes y yo, son los niños los que enternecen el corazón de los hombres, como el agua fresca hace crecer la hierba. Pobre de aquel que diera un paso para acercarse a la viuda, pues tal atrevimiento podía costarle la vida.
—No —decía ella—. Cuando encuentre a un hombre capaz de ocupar el lugar de Mick, os lo haré saber. Os agradezco mucho vuestro interés. —A continuación, meneaba la cabeza hasta que parecía que su pelo rojo desprendía chispas, y los hombres enloquecían aún más por ella.
Pero, entiéndanme, ella no era una aguafiestas. La viuda de Mick era una mujer inteligente que se las sabía todas. Se reía de lo que se reiría cualquier mujer decente y, si no había de qué reírse, mandaba a las chicas a la cama y les decía a los hombres que podían seguir hablando en el mismo tono, puesto que ella era la única que se podía sentir ofendida. Y, así, los hacía callar tan rápidamente como yo tardo en contarles esto.
Pero no quería encariñarse de ninguno, como suelen hacer ellos cuando han bebido todo lo que pueden beber; eso sí, los trataba de un modo tan juguetón que provocaba su risa. La viuda solía contar que esta forma de actuar la había aprendido en la escuela y luego con Mick. Siempre permanecía en la barra del bar con uno de esos juncos con el extremo curvado que llevan los soldados cuando no tienen para un látigo y salen con su gorra militar, recién arreglados, a arrasar con las chicas. Cuando alguno de sus pretendientes se mostraba demasiado cariñoso, ella levantaba el junco y lo amenazaba con él, mientras se reía con aquella risa suya tan turbadora. Al principio, uno o dos hombres aseguraron que valía la pena recibir unos golpes con el junco a cambio de un beso de la viuda y, uno de ellos, un criador de caballos de Poul-a-Phoka, dijo que iba a conseguir darle un beso sin que le golpeara. Pero a ella se le daba muy bien la vara, lo que era bastante raro porque no tenía ningún hijo con quien practicar; cuando terminó con el hombre, lo dejó tirado sobre la barra con la cara como una parrilla. Los otros, aunque se reían, aprendieron perfectamente la lección. A partir de entonces, siempre que echaba mano a la vara, sin importar lo tranquila que lo hiciera, no se habló más de intentar darle un beso.
Bueno, durante el tiempo que estuve allí, hubo un sinfín de diversiones en la ciudad. La feria se celebraba por la mañana y todo se llenaba de gente. Allí podías encontrar ganado, ocas, pavos, mantequilla, cerdos, verduras y mil cosas más, incluido un cadáver, el de un viejo abogado, con mis respetos para ustedes; era un viejo solitario, sin amigos, cuyo cuerpo yacía en la suite del hotel conocida como «Habitación de la Reina». No hace falta que comente, entre ustedes y yo, que el hotel estaba completo aquella noche. En fin, las únicas que lo pasaban mal eran las pulgas, porque tenían que quedarse fuera, sacudiéndose y temblando de frío. Por supuesto, la viuda estaba en el bar pasando el rato con todos los que habían venido, con los ojos bien abiertos y pendiente de que las chicas trabajasen y de que no se pusieran a tontear con los clientes. Lo cierto es que aquella noche el bar estaba lleno de hombres: desde granjeros cariñosos de cuatro condados a la redonda hasta ganaderos, con sus aguijadas y sus grandes abrigos, y comerciantes. En medio de todo aquello, por la parte de arriba de la calle llega al galope un carruaje de Athy con dos caballos y se para delante de la puerta con los caballos fumando. Pero, atención, el hombre que lo conduce también se está fumando un puro casi tan largo como su brazo. Salta del carruaje y se acerca hasta la misma barra, como si solo estuviera él allí. Se planta ante las narices de la viuda, le agarra de la barbilla y, después de quitarse el sombrero, le dice:
—Quiero la mejor habitación. Trabajo para la Shorrox, la más importante compañía algodonera del mundo y quiero abrir una sucursal aquí. Quiero lo mejor, pero nunca me conformo ni siquiera con eso.
Bueno, caballeros, todo el mundo se quedó mudo ante tamaña insolencia y, atención, aquella fue la única vez en toda su vida que la viuda no supo qué hacer. Pero, vive Dios que no tardó mucho en reaccionar, y le dijo:
—No lo dudo, señor. Lo mejor no puede ser bastante para un caballero que se siente tan a gusto en casa —y le sonrió hasta que los dientes le brillaron como joyas.
¡Solo Dios sabe lo que pasa por la mente de una mujer cuando está tratando con un hombre! Tal vez la viuda Byrne solo quería mantener las distancias delante de todos aquellos hombres y evitar que se peleasen por ella. O quizá fue una forma de perdonarle su insolencia. Háganme caso, aquel no era un hombre discreto, de los que guardan las distancias, de esos que tanto gustan a las muchachas y más aún a las viudas. De todos modos, ella continuó hablando al hombre de Manchester:
—Lo siento, señor, me temo que no voy a poder darle la mejor habitación, la que nosotros llamamos la mejor, porque está ocupada.
—Pues, desocúpela —le respondió él.
—Imposible —dice ella—, al menos no hasta mañana, pero puede elegir cualquier otra.
Hubo un murmullo entre algunos de los presentes, que sabían lo del cadáver. El hombre de Manchester creyó que se estaban riendo de él, y dijo:
—Pasaré la noche en esa habitación. El otro caballero se arreglará conmigo, si yo me puedo arreglar con él, a menos que —añadió mirando a la viuda— pueda ocupar la habitación del dueño de la casa, si es que hay un cura o un párroco sobrio en toda la ciudad —dijo.
Bueno, aunque la viuda se puso tan roja como un tomate, se rio y se dio la vuelta mientras decía:
—Claro, señor, pero es el puesto del pobre Mick el que puede ocupar, así que sea bienvenido esta noche.
—¿Y dónde está él ahora, señora? —dijo inclinándose sobre la barra para intentar cogerle de nuevo de la barbilla pero, esta vez, ella se apartó a tiempo.
—En el camposanto —le respondió—. Puede ocupar el sitio de Mick allí, si quiere, y no seré yo quien se lo impida.
Ninguno de los hombres de alrededor pudo contener las carcajadas. El hombre de Manchester se enfureció y chilló de un modo bastante rudo:
—Está bien donde está. Está mejor allí que aquí. Al menos él y el diablo pueden elegir entre estar solos o acompañados.
Aquel comentario enfureció a la viuda como si la hubieran tocado en su fibra más sensible y dijo:
—¿Cómo se atreve a hablar así de un muerto y a mencionar su nombre junto con el del diablo delante de su viuda? ¡No es tan difícil comprobar que el pobre Mick ya no está entre nosotros!
Acto seguido, se sacó el delantal por la cabeza, lo sacudió y no dejó de moverse de un lado para otro como hacen las viudas cuando les da un ataque de nervios.
A más de uno de los presentes le hubiera gustado ponerse frente al hombre de Manchester con una vara de endrino en la mano, pero todos conocían demasiado bien a la viuda como para atreverse a intervenir hasta que ella no se los dijera. Al final, uno de ellos, el señor Hogan, de cerca de Portarlington, un hombre cariñoso que podía disponer en cualquier momento de cien libras en efectivo, se acercó a la barra, se quitó el sombrero y dijo:
—Señora Byrne, como amigo del pobre Mick, me sentiré muy honrado de aceptar esta pelea en su nombre, y más aún en nombre de su viuda. Solo basta con que usted, señora, dé su consentimiento.
Después de aquellas palabras, la viuda se enjugó las lágrimas con una esquinita del delantal.
—Se lo agradezco de todo corazón —le dijo—, pero Mick y yo llevamos este hotel juntos durante mucho tiempo y yo lo he llevado sola desde que él se fue, y pretendo seguir haciéndolo a pesar de que un hombre de Manchester quiera imponer sus métodos. En cuanto a usted, señor —dijo volviéndose—, siento mucho tener que decirle que no tenemos alojamiento para un caballero tan exigente. Me veo obligada a pedirle que busque habitación en cualquier otro hotel de la ciudad.
Él se volvió hacia ella y le dijo:
—Ahora estoy aquí y estoy dispuesto a pagar cualquier cantidad. Por ley, usted no tiene derecho a negarme alojamiento, sobre todo cuando soy yo quien tiene razón.
La viuda Byrne se le acercó y le dijo:
—Señor, usted exige sus derechos legales y los tendrá. Dígame lo que quiere.
A esto él respondió sin pensárselo dos veces:
—Quiero la mejor habitación.
—Ya se lo he dicho. Hay un caballero en ella.
—De acuerdo, ¿qué otra habitación tiene libre?
—Lo siento muchísimo —añadió ella—. Todas las habitaciones del hotel están ocupadas. A lo mejor no sabe o no se acuerda de que mañana es día de feria.
Le habló con tanta amabilidad que todos los presentes se dieron cuenta de que algo malo se avecinaba. El hombre de Manchester vio que se estaban riendo de él pero, como no quería escándalos, dijo:
—Está bien. Aunque tenga que compartirla con otra persona, quiero que sea la mejor habitación. Esta noche dormiré en la Habitación de la Reina.
Los hombres que estaban allí no se esperaban lo que iba a ocurrir después. El hombre de Manchester se pavoneaba como un gallo en un estercolero. Se volvió a apoyar sobre la barra, se abalanzó sobre la viuda y empezó a manosearla. Era un tipo fornido, con un cuello de toro y el pelo corto, como uno de esos gorilas que he visto en la feria de Punchestown y en las carreras de Galway. Había perdido por completo los modales, y lo hizo tan rápido como si estuviera cerrando un trato.
Fue algo así:
—Yo quiero tirármela y usted quiere que lo haga. Entonces, levante la cabeza.
Todos pudimos ver que la viuda estaba a punto de volverse loca pero, en honor a la verdad, al hombre de Manchester parecía importarle poco lo que pensáramos los demás. Pero todos nos dimos cuenta antes que él: la viuda empezó a mover la vara de junco por la barra mientras él volvía a pedir su habitación y preguntaba cómo era la persona con la que iba a dormir.
La viuda le contestó:
—Un hombre menos malvado que usted y menos insolente.
—Espero que sea muy hombre —le contestó él.
La viuda se echó a reír y dijo:
—Le aseguro que lo es.
—¿Y ronca? Odio a los hombres y a las mujeres que roncan.
—Le aseguro —le contestó— que no ronca, no —y volvió a reírse.
Algunos de los presentes sabían que hablaba del viejo abogado, y también se echaron a reír. Al hombre de Manchester le pareció sospechoso y, cuando los tipos de su calaña sospechan de algo, se vuelven muy desagradables. A continuación, dijo con sarcasmo:
—¡Parece que le conoce muy bien, señora!
La viuda echó un vistazo a los ganaderos, que blandían sus aguijadas. En su mirada había algo diabólico que hizo callar a todos. Luego, se volvió al hombre y le dijo:
—Es cierto, lo conozco muy bien.
En aquel momento estaba más atractiva que nunca. Seguramente, lo mismo debió de pensar el hombre de Machester, porque inclinó todo su cuerpo sobre la barra, le susurró algo al oído y le puso la mano en el cuello con la intención de arrimarla hacia él. La viuda parecía saber lo próximo que iba a ocurrir, así que no soltó la vara de junco. Cuando fue a atraerla hacia él para besarla, al principio, se puso tan roja como la cresta de un gallo y, después, tan pálida como el papel. A continuación, la viuda levantó el junco, le cruzó la cara con la vara y se echó para atrás. ¡Qué horror, menudo latigazo! Inmediatamente, apareció en el rostro del hombre un reguero de sangre, idéntico al que he visto en el lomo de los cerdos cuando no les dejan ir a donde quieren.
—¡Aparte las manos, descarado! —le dijo ella.
El hombre de Manchester perdió el control de tal manera que casi se tambaleó. Después, intentó abalanzarse sobre ella, pero de entre los ganaderos surgió un ruido extraño, una especie de «ach», como cuando se está trabajando con la almádena, y vi cómo aquellas muñecas enormes que sostenían las ramas de endrino las empuñaban y cómo se alzaban en el aire aquellas muñecas velludas. Se lo aseguro, ni siquiera la policía con sus bayonetas se hubiera atrevido a enfrentarse a ellos. Si hubiera peleado con aquellos ganaderos, el hombre de Manchester habría quedado hecho pedazos. A un grito de la viuda, que hizo temblar los vasos, se detuvo la escena:
—¡Alto! No voy a consentir peleas en mi local. Además, aquí nadie va a ser grosero, ni siquiera un empleado de Shorrox. Él no se atrevería a pegarme ni aunque yo estuviera loca. Tal vez me he pasado, pero lo he hecho por Mick. Lo siento mucho, señor —le dijo al hombre en tono amable—. Tenía que defenderme. Cuando un caballero se ampara en la ley para hospedarse en una casa y, a continuación, ataca a su propietaria, por mucho que esta haya perdido la cabeza, debería contenerse.
—¡Oiga, oiga! —gritó uno de los hombres, y otro dijo «Amén», y todos se echaron a reír.
El hombre de Manchester no sabía qué hacer; no le gustaba el aspecto amenazante de las varas de fresno alzadas al aire, pero tampoco quería que se rieran de él ni ponerse nervioso. Por eso, se volvió hacia la viuda, se quitó el sombrero y dijo con fingida amabilidad:
—Debo felicitarla, señora, por la fuerza de su brazo y por su gran educación. Creo que es el señor Mick, cuyo cuerpo yace en paz en el camposanto, quien se ha llevado la mejor parte aunque, de todos modos, no parece que el pobre haya salido ganando al cambiar un diablo por otro.
Y luego la miró con desdén.
Bueno, pues, durante un minuto, los ojos de la viuda no dejaron de echar chispas. Acabó sonriéndole y le hizo una reverencia mientras decía:
—¡Oh, sí, soy una gran mujer al reconocer mis propios errores! Le agradezco sus amables palabras sobre la fuerza de mi brazo. Mi pobre Mick solía decir lo mismo, solo que él tenía más conocimiento de causa. «Molly», me decía, «odio la fuerza de tu brazo cuando me pegas, pero ¡cómo me gusta cuando me abrazas!». Pero, dada la situación actual del pobre Mick, no voy a discutir con usted, aunque tampoco puedo perdonarle la forma en que ha hablado de él. Me da la impresión de que debe de sentir un gran aprecio por el muerto, porque es incapaz de dejar de hablar de él. Quizá tenga más respeto por los difuntos mucho antes de que le llegue la hora de morir.
—Déjese de sermones —dijo alterado—. ¿Voy a tener mi habitación esta noche, sí o no?
—¿Le he oído decir —le preguntó la viuda— que quiere compartir la Habitación de la Reina?
—¡Sí, se lo exijo!
—Muy bien, señor —le respondió ella muy tranquila—. No se preocupe, que la tendrá.
Justo después, se anunció que la cena estaba lista, y la mayoría de los hombres que estaban en el bar se dirigieron al comedor; entre ellos estaba el hombre de Manchester, quien se sentó presidiendo la mesa, como si fuera el dueño, aunque nunca antes hubiera estado allí.
Algunos de los muchachos se quedaron con la viuda para hablar con ella. Tan pronto como estuvieron solos, el señor Hogan se levantó y dijo:
—¡Querida, qué maravilla de mujer es usted! ¿De verdad pretende alojarlo esta noche con el cadáver?
—Él fue quien insistió en ocupar esa habitación —le respondió ella muy seria. Mientras miraba a los muchachos y les hacía emocionarse, añadió—: ¡Ay, caballeros, si verdaderamente me aprecian, ayúdenme a que se acueste esta noche con los sentidos un tanto alterados! ¡Venga, dense prisa! ¡No quiero que sospeche nada!
Hacía una noche calurosa, se lo aseguro. El empleado de Shorrox bebió mucho vino con su compañero de mesa. Luego, cuando retiraron los platos y trajeron los postres, Hogan se puso en pie, le deseó suerte y propuso un brindis por el éxito de la nueva sucursal de la compañía. Por supuesto, el hombre de Manchester tuvo que beber y, a continuación, se hicieron tantos brindis como personas había en la habitación. Estaba tan poco acostumbrado al ponche que empezó a balbucear. Siguieron ofreciéndole más brindis:
—¡Viva Irlanda!
—¡Independencia[41]!
—¡Por la memoria de Dan O’Connell[42]!
—¡Mala suerte a Boney[43]!
—¡Dios salve a la Reina!
—¡Más poder para Manchester!
Y otras cosas que pensaron que le agradarían por ser inglés. Mucho antes de la hora de cierre del hotel, el empleado de Shorrox estaba más borracho que un regimiento de cosacos y se dedicó a estrechar la mano a cada uno de los allí presentes, y les prometió abrir una sucursal cuando llegara la independencia y muchas otras cosas sin sentido. Después, lo llevaron hasta la puerta de la habitación de la Reina y lo dejaron allí.
A duras penas consiguió desvestirse, y se dejó puesto el sombrero. Se metió en la cama al lado del cadáver del viejo abogado, y cayó dormido sin notar siquiera a su vecino.
Al poco rato, se despertó con sensación de frío. No había encendido ninguna vela, y la única luz que había era la que entraba desde el pasillo por la vidriera de la puerta. Le parecía que se iba a caer de la cama; estaba justo en el borde, mientras el extraño caballero dormía a sus anchas boca arriba. Había bebido lo suficiente como para tener ganas de bronca.
—Yo que usted —le dijo— ocuparía solo una parte de la cama, si no quiere que le explique por qué.
Y, a continuación, le dio un guantazo pero, lógicamente, el abogado ni se inmutó.
—No desprende usted tanto calor como para que a alguien le apetezca dormir a su lado —añadió—. ¡Oiga, córrase hacia allá!
Pero el cuerpo del muerto ni se movió.
El hombre de Manchester se puso enfadadísimo, y empezó a golpear y a dar patadas al cadáver. Al ver que el otro no respondía, se volvió y le dio un capón en la cabeza.
—Levántese —le dijo—, si es usted hombre, y póngase en guardia.
Después, se enfureció todavía más porque la bebida le estaba haciendo efecto, y golpeó al cadáver, lo pateó y lo agarró de la pierna y del brazo para poder moverlo.
—Pero —dijo—, es usted el tipo más frío que he conocido nunca. ¡Vaya, si hasta parece que tiene el pelo helado!
Lo cogió por la cabeza, lo zarandeó y lo llevó al borde de la cama, donde se puso a darle patadas con todas sus ganas desde el suelo.
—¡Acuéstese en el suelo, trasto viejo! Ahí tendrá tiempo de calentarse hasta mañana.
El efecto de la bebida se había vuelto a apoderar de él y cayó en la cama con la cabeza en la almohada y los pies en alto, y así se quedó dormido como un gato acurrucado.
Más tarde, cuando el hotel estaba ya a punto de cerrar, el vigilante de la funeraria vino a pasar la noche con el cadáver. Como el abogado era protestante, no había velas. Cuando todo estuvo en silencio, una de las chicas, que mantenía relaciones con el vigilante, entró sigilosamente en la habitación.
—¿Estás ahí, Michael?
—Sí, cariño —respondió él.
Se acercó a la joven, y ambos se quedaron de pie junto a la puerta. Sus cabezas rojizas brillaban a la luz que entraba desde el pasillo.
—He venido —le dijo Katty— a hacerte un poco de compañía, Michael. Es terrible que tengas que estar aquí sentado toda la noche tú solo. Pero no me puedo quedar mucho porque, en cuanto hayan fregado los platos, se irán todos a la cama.
—Dame un beso —le pidió Michael.
—Pero, Michael —replicó ella—, ¿besarnos en presencia de un cadáver? Me da mucha vergüenza.
—Lo siento, Katty, pero este es un lugar tan respetuoso como cualquier otro. ¿Acaso no es como besarse en la iglesia? Y me besarás cuando nos casemos. Si me das un beso, ten por seguro que no me enteraré de lo terrible que es una boda. De todos modos, besémonos y ya discutiremos lo que está bien y lo que está mal.
Bueno, pues, entre ustedes y yo, se besaron, pero un beso en presencia de un cadáver es una cosa seria y lleva su tiempo. Estaban tan atentos a lo suyo que no oían nada, hasta que Katty se quedó quieta y dijo:
—Escucha. ¿Qué es eso?
Michael se asustó también porque había un ruido extraño que venía de la cama. Los dos se abrazaron allí, junto a la puerta, y miraron hacia la cama, casi sin atreverse a respirar, hasta que se les puso el pelo de punta. El cadáver se levantó de la cama. Los dos vieron cómo los señalaba con el dedo, y oyeron una voz ronca que les decía:
—¡Esto es el infierno, y estoy rodeado de demonios! ¿Es que acaso no son suyas esas cabezas que arden en llamas? ¡Yo también estoy ardiendo, ardiendo, ardiendo! ¡Me arde la garganta y tengo fuego en la cara! ¡Agua, agua! ¡Dadme agua, agua, aunque solo sea una gota para mojarme la lengua!
Acto seguido, Katty soltó un grito tan espantoso como para despertar a un muerto, y salió al pasillo; llegó a las escaleras, tropezó, cayó rodando y quedó inerte, terriblemente pálida, sobre la alfombra. Michael, al verla, gritó con todas sus fuerzas:
—¡Un crimen!
Al poco tiempo, se había congregado una multitud en la habitación. Era un espectáculo digno de verse: uno de los ganaderos no se había quitado el abrigo para acostarse ni había soltado la vara. La viuda estaba tan hermosa y resplandeciente como siempre; vestía solo una bata blanca y llevaba una vela en la mano, aunque en su rostro se podía adivinar la sorpresa de cuando te sacan de un sueño profundo. Había otros que también se habían acostado, hombres y mujeres, algunos descalzos y otros en zapatillas, con los tirantes colgándoles en la espalda y las enaguas puestas a toda prisa. Algunos llevaban enormes gorros de dormir, otras tenían el pelo todo revuelto lleno de rulos de papel, como si vinieran de la guerra. Pero en esta ocasión, la vieja que tenía miedo de todo no asustó a los jóvenes. Lo único de lo que parecían tener miedo era del hombre (vivo o muerto, daba igual), ya fuese un espíritu, un cadáver o acaso un demonio, que era lo que se temían todos.
El caso es que cuando el hombre de Manchester vio a toda aquella gente entrar en su habitación, empezó a recuperar el sentido. El efecto de la bebida se le estaba pasando e intentó recordar dónde se encontraba. Por eso, cuando vio a la viuda, se echó mano a la cara, donde tenía la herida, y, de repente, fue como si lo comprendiera todo. Volvió a enfurecerse y gruñó:
—¿Qué es todo esto? ¿Por qué entran así en mi habitación? ¡Fuera de aquí o se van a enterar!
Estaba a punto de saltar de la cama. En cuanto sacó los pies, la vieja soltó un chillido, se agarró a los hombres y les pidió que la protegieran de un crimen o de algo peor.
Entonces, la viuda Byrne se echó a reír como una loca. El señor Hogan dio un paso adelante y dijo:
—Salga de aquí, empleado de Shorrox. Los muchachos tienen listos sus látigos y, como es costumbre, tienen que probarlos en su piel.
Al oír aquello, saltó de nuevo a la cama y se tapó completamente con las sábanas.
—Por Dios bendito, ¿qué significa todo esto?
—Significa esto —contestó Hogan, y se fue al otro lado de la cama y metió al cadáver dentro, al lado del hombre de Manchester—. Fíjese lo gruñón que es usted. Primero se empeña en compartir la habitación con un cadáver y luego quiere todo el sitio para usted solo.
—¡Sáquelo de aquí, sáquelo de aquí! —gritó.
—¡Óigame! —replicó el señor Hogan—. Eso sí que no pienso hacerlo. El caballero ha reservado la habitación antes y tiene todo el derecho del mundo a pedir que lo echen a usted.
—¿Le ha oído roncar? —le preguntó la viuda, que empezó a reírse a carcajadas y contagió la risa a los demás—. Así aprenderá a hablar bien de los muertos.
Y salió de la habitación.
Todos los hombres volvieron a sus respectivas habitaciones. La mayoría iba hasta arriba de alcohol y nos temimos que armaran alguna bronca. Ya se había acabado la fiesta y no queríamos más jaleos. Dos de los granjeros se acostaron en la misma cama y metimos al hombre de Manchester en la otra habitación, no sin antes ofrecerle otro trago de ponche para que se fuera calentito.
Pensé que la viuda se había marchado a dormir pero, al ir a apagar las luces, vi una encendida en el cuarto pequeño que hay detrás de la barra. Me acerqué de puntillas para que no me oyeran y eché un vistazo. Allí estaba ella, sentada en un taburete bajo, moviéndose de atrás adelante, riéndose y llorando al mismo tiempo, mientras daba golpes en el suelo con la vara. Hablaba sola, en susurros, y le oí decir:
—¡Cómo puedo ser tan cruel para permitir estas cosas en mi casa! ¡Y ese pobre, sin nadie que le llore, pateado y golpeado de esa manera por un grupo de borrachos, mientras que mi pobrecito marido está bajo tierra! ¡Ay, Mick, si hubieras estado aquí, con lo alegre que eras, cómo te habrías divertido esta noche!