El regreso de Abel Behenna

Otras de las grandes pasiones de Stoker a lo largo de su vida fue el mar. Siempre que sus obligaciones se lo permitían, se escapaba a sus lugares de vacaciones favoritos, el pueblo de Whitby, en Yorkshire, y la aldea de pescadores de Cruden Bay, en la costa escocesa. Si el primero le sirvió como escenario de algunos de los más famosos pasajes de «Drácula», Cruden Bay le inspiró las novelas «La boca del río Watter» («Watter’s Mou», 1895) y «The Mystery of the Sea» (1902) y relatos como «Las arenas de Crooken» («Crooken Sands», 1894). «The Coming of Abel Behenna» está ambientado en Cornualles, donde el escritor también pasó unos días de ocio en el año 1892. Allí descubrió la pequeña localidad de Boscastle, que se convirtió en el Pencastle del cuento. Por otra parte, el nombre del protagonista, Behenna, está tomado del apellido de soltera de una tía del propio Stoker, Sarah Penberthy, una anciana dama que fue la primera en hablarle de ese lugar. La narración esté directamente emparentada con las historias marineras de Stoker, de cierto regusto romántico: la apasionada relación amorosa de los protagonistas está de nuevo basada en la rivalidad de dos hombres por la misma mujer y se cierra con un grotesco clímax, digno de un cuento de horror.

El pequeño puerto de Cornualles, en Pentcastle, relucía en los primeros días de abril a la luz de un sol que parecía haber llegado para quedarse tras un duro y largo invierno. El peñón se erguía desafiante sobre un fondo azul añil, donde el cielo, cubierto de niebla, se juntaba con el horizonte. El mar tenía el auténtico tono Cornualles, todo él de color zafiro, salvo en esas zonas impenetrables bajo los acantilados donde se volvía de color verde esmeralda oscuro y donde las cuevas abrían sus amenazadoras mandíbulas. En las laderas del peñón la hierba estaba seca y era de color pajizo. Los arbustos de aliaga exhibían un tono ceniza, pero el dorado de sus flores se esparcía por toda la ladera, dibujaba líneas hacia la cima e iba quedando reducido a pequeños parches y puntos, para terminar desapareciendo allí donde los vientos marinos barren los acantilados y cortan la vegetación como si se tratasen de unas tijeras que trabajaran sin descanso. Toda la ladera, de color tierra con reflejos dorados, parecía un inmenso martillo amarillo.

El pequeño puerto se abría al mar entre altísimos acantilados y por detrás de un solitario peñasco, horadado por multitud de cuevas y orificios, por entre los que el mar enviaba su voz ensordecedora y chorros de espuma en época de tormenta. El puerto se abría serpenteando hacia el Oeste y, a izquierda y derecha, defendía su entrada en forma de curva con dos pequeños embarcaderos. Estos estaban toscamente construidos con láminas de pizarra oscura, colocadas unas tras otras y sujetas entre sí por unos ganchos de hierro.

Allí nacía el lecho pedregoso del río, cuyos torrentes, producidos por las crecidas del invierno, habían horadado su cauce en las montañas. En la primera parte del cauce, el río era profundo y en las zonas más bajas contenía fragmentos de roca con multitud de agujeros donde los cangrejos y las langostas eran batidos por el flujo de la marea. De entre las rocas salían unos robustos postes, que se utilizaban para amarrar a ellos las pequeñas embarcaciones que visitaban el puerto. Más arriba, el río seguía siendo profundo y se abría paso tierra adentro, pero su cauce era tranquilo, pues descargaba toda su fuerza más abajo. Un cuarto de milla hacia el interior, seguía siendo caudaloso cuando había marea alta pero, cuando bajaba la marea, dejaba ver en ambas orillas los mismos fragmentos de roca que en el cauce bajo, y por entre sus grietas murmuraba y resbalaba el agua dulce del río natural, una vez que la marea había bajado. También aquí había postes de amarre para las barcas de los pescadores. En ambas orillas del río se alzaba una hilera de casas de campo; eran unas casas bonitas, sólidas y construidas unas tras otras con un pequeño y primoroso jardín en la parte delantera, repleto de plantas de otros tiempos, grosellas en flor, primaveras, alhelíes y uvas de gato. Por las fachadas de muchas de ellas trepaban glicinias y clemátides. Los marcos de las ventanas y las jambas de las puertas eran blancos como la nieve, y el pequeño sendero que llevaba a cada casa tenía baldosas de brillantes colores. En alguna de las entradas había un pequeño porche, y otras estaban decoradas con un asiento rústico fabricado con troncos de árboles o con barriles viejos; en casi todas, el antepecho de las ventanas estaba lleno de cajas o de macetas con flores o plantas verdes.

En dos de estas casas, cada una en una orilla del río, vivían dos hombres, dos hombres jóvenes, apuestos, con dinero, compañeros y rivales desde la infancia. Abel Behenna era moreno, de ese moreno gitano que los nómadas fenicios dedicados a la minería fueron dejando a su paso; Eric Sansón (cuyo apellido, según los viejos del lugar, provenía del antiguo Sagamanson) era de tez pálida, de ese tono rojizo que evidencia antepasados escandinavos. Era como si el destino los hubiera elegido para trabajar juntos, para luchar el uno por el otro y apoyarse en todo. Su compenetración era tal que habían acabado enamorándose de la misma mujer. Sin duda alguna, Sarah Trefusis era la chica más guapa de Pencastle. Eran muchos los jóvenes que de buena gana hubieran probado fortuna con ella de no ser porque los dos que se la disputaban eran los más fuertes y decididos del puerto, excepción hecha el uno del otro. La mayoría de los hombres pensaban que se trataba de una empresa demasiado ardua y, por ello, no sentían mucha simpatía por ninguno de nuestros tres protagonistas. Por su parte, tengan por seguro que las muchachas, que se tenían que conformar, muy a su pesar, con sus novios gruñones, sabiendo que no eran los mejores, tampoco miraban con muy buenos ojos a Sarah.

Entre tanto, y a lo largo de más o menos un año —ya se sabe que un noviazgo a la antigua es un proceso lento—, los dos hombres y la mujer salieron muchas veces juntos. Estaban contentos, no les importaba y, Sarah, que era algo vanidosa y frívola, se las apañó para vengarse de los hombres y las mujeres del lugar. Cuando una mujer joven salía de paseo, solo podía presumir de un novio, y no resultaba muy halagador que digamos ver a su acompañante mirando con ojos de cordero degollado a una mujer más bella cortejada por dos fervientes pretendientes.

Pero llegó un momento en el que Sarah sintió miedo, y fue entonces cuando intentó mantenerse al margen, pues tenía que decidirse por uno de los dos hombres. Para ser honestos, le gustaban los dos; cualquiera podía hacer feliz a la chica más exigente. Pero Sarah era tan previsora que pensaba más en lo que podía perder que en lo que podía ganar. Cada vez que intentaba decidirse, la invadían las dudas. Solía ocurrir que descubría en el hombre que había rechazado nuevas cualidades que se le habían pasado por alto antes de haberle descartado.

Les prometió a los dos que el día de su cumpleaños les daría una respuesta y, ese día, el 11 de abril, llegó. Ninguno de los dos sabía de la promesa del otro, pero ninguno estaba dispuesto a olvidar la suya. Sarah se encontró a los dos muy temprano rondando cerca de su casa. No se habían dicho que estaban haciendo allí. Solo buscaban la oportunidad de obtener una respuesta. Normalmente, Damón no se lleva a Pitias[34] cuando tiene que hacer una promesa, y en el corazón de cada uno de aquellos dos hombres el futuro estaba por encima de la amistad. Permanecieron allí todo el día. Sarah se encontraba en una situación muy embarazosa y, aunque disfrutaba sintiéndose adorada por dos hombres, había momentos en los que le molestaba que fueran tan perseverantes. Su único consuelo en momentos como aquellos era ver, por la sonrisa de las otras chicas que pasaban por su puerta y la veían custodiada por dos guardianes, cómo las invadían los celos.

La madre de Sarah era una persona vulgar y de ideas sórdidas. Al ver la situación, su única intención, que ya había expresado en repetidas ocasiones a su hija de la forma más tosca, era conseguir que Sarah sacase el máximo partido posible de aquellos dos hombres. Con este propósito y con gran astucia, se había mantenido al margen del galanteo de ambos y había observado en silencio el desarrollo de los acontecimientos. Al principio, Sarah se había enfadado con ella por sus sórdidas ideas pero, como suele ser normal, su carácter débil cedió ante tanta persistencia y se resignó. Por eso, no se sorprendió cuando un día, en el pequeño jardín que había detrás de la casa, su madre le susurró:

—Vete a dar un paseo. Quiero hablar con estos dos hombres. Ambos te desean y ha llegado el momento de aclarar las cosas.

Sarah comenzó a protestar, pero su madre la interrumpió.

—¡Te he dicho que ya he tomado una decisión! Los dos te quieren y solo uno puede tenerte. Pero antes de que elijas, debo conseguir que te quedes con todo lo que poseen los dos. ¡No me discutas, niña, vete a dar un paseo! Cuando vuelvas, ya estará todo arreglado. Será muy sencillo.

Sarah se fue ladera arriba por los estrechos senderos que serpenteaban por entre los campos dorados, y la señora Trefusis se reunió con los dos hombres en la salita de estar de la pequeña casa.

Comenzó el ataque con el desesperado valor que exhiben todas las madres cuando piensan en sus hijos, por muy mezquinas que sean sus intenciones.

—Ambos estáis enamorados de mi Sarah —les dijo. Y con su tímido silencio admitieron una afirmación tan descarada. Ella continuó—: Ninguno de los dos tiene demasiado.

De nuevo asintieron.

—No sé si alguno de vosotros podría mantener a una esposa.

Aunque ninguno dijo una palabra, su reacción fue de claro desacuerdo. La señora Trefusis continuó:

—Pero si juntáseis lo que tenéis, podríais construir un confortable hogar para uno de los dos y para mi Sarah.

Mientras hablaba, miró entusiasmada a los dos hombres con sus pícaros ojos entrecerrados. Después, satisfecha, pues pensaba que habían aceptado su propuesta, siguió hablando como para evitar discutir.

—A la chica le gustáis los dos y seguro que le cuesta elegir. ¿Por qué no elegís vosotros por ella? Primero, reunid vuestro dinero. Sé que tenéis algo ahorrado. Dejad que el afortunado se quede con todo, invierta el dinero y, después, vuelva a casa y se case con ella. Supongo que no tendréis miedo. Estoy segura de que ninguno se negará a hacer lo que os propongo por la mujer a la que ambos amáis.

Abel rompió el silencio.

—No creo que la mejor forma de conseguir a la chica sea echárnoslo a cara o cruz. A ella no le gustaría. No creo que sea muy respetuoso.

Eric le interrumpió. Sabía que si Sarah tenía que elegir entre ellos dos, él llevaba la peor parte.

—¿Tienes miedo al azar?

—¿Yo? ¡No! —contestó Abel rápidamente.

La señora Trefusis, al ver que su plan comenzaba a funcionar, quiso sacarle el máximo provecho.

—Entonces, tanto si decidís vosotros cuál de los dos se queda con ella, como si es ella la que decide, ¿estáis de acuerdo en reunir todo vuestro dinero para construirle un hogar?

—Sí —dijo Eric sin pensárselo, y Abel accedió con la misma seguridad.

Los pícaros ojitos de la señora Trefusis empezaron a brillar. Escuchó los pasos de Sarah en el jardín y dijo:

—Bien, ya viene. Os dejo con ella —y, a continuación, se fue.

Durante el breve paseo por la ladera, Sarah había estado intentando decidirse. Se sentía furiosa con los dos hombres por haberla puesto en aquella situación comprometida y, cuando entró en la habitación, dijo:

—Me gustaría charlar con vosotros dos. Vamos al Flagstaff Rock. Allí no nos molestará nadie.

Cogió su sombrero y salió de la casa por el camino sinuoso que llevaba a la escarpada ladera, coronada por un asta de bandera. Este promontorio era la embocadura más septentrional del pequeño puerto. Por el sendero solo se podía ir en fila de a dos, así que Sarah iba delante seguida de los dos hombres, que caminaban uno al lado del otro y mantenían la distancia. Durante este trayecto, el corazón de ambos ardía de celos. Cuando llegaron a la cima del peñasco, Sarah se apoyó en el mástil de la bandera y los dos jóvenes permanecieron frente a ella. La joven había escogido aquella posición de forma intencionada y consciente, pues no quedaba espacio para que ninguno se colocara a su lado.

Permanecieron en silencio durante un instante. A continuación, Sarah comenzó a reírse y dijo:

—Os prometo que hoy voy a daros una respuesta. Le he estado dando vueltas, vueltas y más vueltas y me he enfurecido con los dos por atormentarme de esta manera. El problema es que aún no lo tengo claro.

A esto Eric respondió:

—¡Déjanos decidir por ti!

Sarah no mostró indignación alguna ante tal propuesta. Las continuas indicaciones de su madre le habían enseñado a aceptar algo así, y su débil carácter le hacía aferrarse a cualquier solución que le permitiese salir de aquel apuro. Permaneció con la mirada baja, clavada en las mangas de su vestido, como si con aquella actitud accediera a la proposición. Instintivamente, los dos hombres, al darse cuenta de la situación, sacaron una moneda del bolsillo, la lanzaron al aire y pusieron la otra mano sobre la palma sobre la que había caído la moneda. Durante unos segundos permanecieron callados. Entonces, Abel, que era el más serio de los dos, dijo:

—Sarah, ¿te parece bien?

Mientras hablaba, levantó la mano con la que estaba tapando la moneda y se la guardó en el bolsillo.

Sarah estaba irritada.

—Me guste o no, es suficiente para mí. Tómalo o déjalo, como prefieras —dijo.

Abel le contestó sin perder tiempo:

—No, cariño, todo lo que es bueno para ti es bueno para mí. Yo aceptaré lo que salga, pero piénsatelo bien. No quiero que te arrepientas después. Si amas a Eric más que a mí, soy demasiado hombre para continuar aquí. Por el contrario, si me eliges a mí, no nos atormentes a los dos el resto de nuestras vidas.

Al verse frente a frente con el problema, la verdadera naturaleza de Sarah salió a relucir; se tapó la cara con las manos y comenzó a llorar diciendo:

—Todo es culpa de mi madre. No hace otra cosa que hablarme del tema.

Eric rompió el silencio y le dijo bruscamente a Abel:

—Deja a la muchacha tranquila. Si ella quiere actuar así, déjala. Es lo que queríamos oír. Lo ha dicho y debemos aceptarlo.

Sarah se volvió hacia él enfurecida y gritó:

—¡Cállate! ¿Por qué dices eso? —y volvió a gritar.

Eric estaba tan asombrado que no dijo ni una sola palabra. Se quedó medio atontado, con la boca abierta y la moneda aún en la mano. Todo permaneció en silencio hasta que Sarah se apartó las manos de la cara, se rio histérica y dijo:

—Como no os aclaráis, me marcho a casa —y se dio la vuelta para marcharse.

—¡Para! —dijo Abel con tono autoritario—. Eric, tú lanza la moneda que yo diré cara o cruz. Pero antes de que hagamos nada, veamos si lo he entendido: quien gane coge todo el dinero que tenemos los dos, lo lleva a Bristol y se embarca para invertirlo. Después, regresa, se casa con Sarah y se queda con todo lo que ha producido el dinero. ¿Lo he entendido bien?

—Sí —dijo Eric.

—Me casaré en mi próximo cumpleaños —le interrumpió Sarah.

Al darse cuenta de lo que había dicho, se volvió ruborizada. La mirada de los dos hombres ardía como si fuera fuego.

Eric añadió:

—Dentro de un año. Quien gane tendrá que esperar un año.

—¡Lánzala ya! —dijo Abel, y la moneda voló por los aires.

Eric la cogió y la volvió a sujetar con sus manos.

—¡Cara! —dijo Abel, mientras su rostro palidecía. Al tiempo que se echaba hacia adelante para ver, Sarah se inclinó también y sus cabezas estuvieron a punto de tocarse. Abel pudo sentir el cabello de Sarah acariciándole la mejilla, y se estremeció como el fuego. Eric levantó la mano que tapaba la moneda: había salido cara. Abel dio unos pasos hacia Sarah y la cogió entre sus brazos. Entre blasfemias, Eric arrojó la moneda al mar. Se apoyó contra el asta de la bandera y miró a los otros con aspecto amenazador y con las manos hundidas en los bolsillos. Abel susurró unas palabras de pasión y deseo al oído de Sarah y, mientras las escuchaba, la joven creyó que la suerte había interpretado correctamente los deseos ocultos de su corazón y que era a Abel a quien ella más amaba.

Abel levantó la mirada y vio el rostro de Eric iluminado por el último rayo de sol del atardecer. Aquel tono rojizo intensificaba la rudeza natural de su aspecto y parecía como si estuviese cubierto de sangre. A Abel ya no le importaba que le mirara con desprecio, pues ahora su corazón había encontrado la calma y podía sentir pena por su amigo. Se le acercó para intentar consolarle; le tendió la mano y le dijo:

—He tenido suerte, viejo amigo. No me guardes rencor. Trataré de hacer feliz a Sarah y tú serás como un hermano para nosotros dos.

—¡Maldito seas, hermano! —eso fue todo lo que dijo Eric antes de marcharse.

Cuando había descendido ya unos cuantos pasos por el escarpado sendero, se volvió y empezó a subir de nuevo. Permaneció frente a Abel y Sarah, que estaban abrazados, y dijo:

—Tienes un año. ¡Aprovéchalo! Asegúrate de que llegas dentro del plazo para poder hacerla tu esposa. Regresa con tiempo para presentar las amonestaciones y poder casarte el 11 de abril. Si no lo haces, te aseguro que yo presentaré las mías y entonces será demasiado tarde.

—¿Qué quieres decir, Eric? ¡Estás loco!

—No más loco que tú, Abel Behenna. ¡Vete, es tu oportunidad! A mí me ha tocado quedarme, ¿verdad? Pero no voy a permitir que la hierba crezca bajo mis pies. A Sarah no le preocupabas más que yo hace cinco minutos, y puede volver a ser como hace cinco minutos una vez que te hayas ido. Solo has ganado por un punto. La suerte puede cambiar.

—La suerte no va a cambiar —dijo Abel Behenna—. Sarah, ¿me serás fiel? No te casarás hasta que yo regrese, ¿verdad?

—¡Un año! —añadió Eric—. Ese es el trato.

—Te lo prometo, esperaré un año —dijo Sarah.

Un oscuro presentimiento invadió el rostro de Abel. Iba a hablar, pero logró dominarse y sonrió.

—No quiero ser muy duro. No voy a enfadarme esta noche. ¡Vamos, Eric, hemos jugado y luchado juntos. He ganado limpiamente! ¡He jugado limpio todo el tiempo que ha durado esta relación! Lo sabes tan bien como yo y, ahora que estoy a punto de irme, debo pedirle a mi viejo camarada que me ayude cuando no esté aquí.

—No pienso ayudarte —dijo Eric—. ¡Así pues, ayúdame, Dios!

—Es Dios quien me ha ayudado a mí —dijo Abel.

—Entonces, deja que sea Él quien lo siga haciendo —dijo furioso Eric—. A mí me sobra con el demonio.

Y sin decir ni una sola palabra más descendió rápidamente el empinado sendero y desapareció entre las rocas.

Cuando se hubo marchado, Abel esperaba que Sarah le dijera algo cariñoso, pero la primera observación que hizo le produjo un escalofrío.

—¡Qué triste está todo sin Eric!

Estas palabras le resonaron en los oídos hasta que la acompañó a casa e incluso mucho después.

A la mañana siguiente, muy temprano, Abel oyó un ruido en la puerta y, al asomarse, vio a Eric corriendo en dirección contraria. En el umbral de la puerta había una bolsa de lona llena de monedas de oro y plata; prendido a la bolsa había un pequeño trozo de papel que decía así:

«Coge el dinero y vete. Yo me quedo aquí. ¡Dios para ti y el diablo para mí! Recuerda, el 11 de abril. Eric Sansón».

Aquella tarde Abel salió para Bristol y una semana después embarcó en el Star of the Sea rumbo a Pahang. Todo su dinero, incluido el que le había dado Eric, estaba a bordo invertido en un negocio de juguetes baratos. Se había dejado aconsejar por un astuto y viejo lobo de mar de Bristol que conocía bien a los malayos y que le pronosticó que cada penique invertido regresaría al barco convertido en un chelín.

A medida que iba transcurriendo el año, la preocupación de Sarah se hacía cada vez mayor. Eric siempre estaba dispuesto a hacerle el amor y ella nunca se negaba.

En todo ese tiempo solo llegó una carta de Abel; decía que el negocio le había ido bien, que había enviado unas doscientas libras al Banco de Bristol y que había invertido cincuenta que todavía le quedaban en mercancías para China. Por muy lejos que llegara el Star of the Sea, regresaría a Bristol. A Eric le decía que le devolvería la parte del negocio que le correspondía junto con los beneficios. A Eric no le gustó nada aquella proposición y la madre de Sarah pensó que no era más que una chiquillada.

Ya habían transcurrido más de seis meses y no había llegado ninguna otra carta de Abel. Las esperanzas de Eric, que se habían venido abajo tras recibir la carta desde Pahang, empezaron a tomar cuerpo de nuevo.

Asediaba continuamente a Sarah con un «y si…»… ¿Si Abel no regresase, ¿te casarías conmigo? Si el 11 de abril Abel no llegara al puerto, ¿serías capaz de dejarle? Y si Abel hubiera cogido toda su fortuna y se hubiera casado con otra chica, ¿te casarías conmigo cuando se supiese la verdad de lo ocurrido? Y así con un sinfín de posibilidades. Tal insistencia obró sobre el carácter de la joven.

Sarah comenzó a perder la fe en Abel y empezó a ver en Eric a un posible marido, y un posible marido es, a los ojos de una mujer, diferente al resto de los hombres. Empezó a sentir un cariño nuevo hacia él, y el roce diario hizo que el afecto fuera cada vez mayor. Sarah vio en Abel un obstáculo y, de no ser por la perseverancia de su madre, que le recordaba una y otra vez la fortuna depositada en el Banco de Bristol, ella habría intentado negar por todos los medios la existencia de Abel.

El 11 de abril era sábado. Si alguien quería contraer matrimonio ese día, tenía que presentar las amonestaciones el domingo 22 de marzo. Desde principios de ese mes, Eric no hacía otra cosa que pensar en la ausencia de Abel, y la idea de que hubiera muerto o se hubiera casado comenzó a tomar forma en la mente de Sarah. Cuando transcurrió la primera quincena del mes, Eric se sintió más feliz y, tras asistir a las celebraciones litúrgicas el día 15, fue con Sarah a dar un paseo por el Flagstaff Rock. Una vez allí, le habló así:

—Le dije a Abel, y a ti también, que si no estaba aquí para anunciar sus amonestaciones para el día 11, yo presentaría las mías el 12, y ese día ha llegado ya. Es él quien no ha cumplido su palabra.

En ese momento, fue como si Sarah dejara a un lado toda su debilidad y su indecisión:

—¡Todavía no ha roto su palabra!

Eric apretó con rabia los dientes.

—Si con eso quieres decir que le vas a defender —dijo mientras golpeaba una y otra vez con sus manos el asta de la bandera, que emitía una especie de murmullo—, me parece bien. Yo respetaré mi parte del trato. El domingo anunciaré las amonestaciones y, si quieres, puedes ir a la iglesia a impugnar el futuro matrimonio. Si Abel está en Pencastle para el día 11, él mismo puede cancelarlas y correr las suyas pero, hasta entonces, yo seguiré adelante y ¡ay de aquel que se interponga en mi camino!

Tras estas palabras, se lanzó por el camino empedrado, y Sarah no pudo sino admirar su fuerza y espíritu vikingo al verle atravesar la colina y alejarse a grandes zancadas por entre los acantilados hacia Bude.

Durante esa semana no se supo nada de Abel, y el domingo Eric presentó las amonestaciones de matrimonio entre él y Sarah Trefusis. El párroco no puso ninguna pega porque, aunque no se había anunciado nada de manera oficial a los fieles, se daba por sentado que, a la vuelta de Abel, este se casaría con Sarah. Pero Eric no discutió con él.

—Es un tema muy doloroso, padre —y lo dijo con tal convicción que el pastor, que era un hombre muy joven, no pudo sino dejarse convencer por aquellas palabras—. Seguro que no hay nada contra Sarah ni contra mí. ¿Por qué iba a oponerse la gente?

El pastor no añadió nada y, al día siguiente, leyó por primera vez las amonestaciones ante el claro rechazo de la congregación. Sarah estaba allí presente, contra lo que manda la tradición, y aunque se moría de vergüenza, disfrutaba de su triunfo sobre el resto de las chicas que todavía no habían anunciado sus amonestaciones.

Antes de que hubiese terminado la semana, Sarah empezó a hacerse el vestido de novia. Eric solía ir a verla coser y la sola visión de la joven le hacía estremecerse de emoción. Le decía toda clase de palabras bonitas, y aquellos momentos de galanteo fueron una delicia para ambos.

Las amonestaciones se leyeron por segunda vez el día 29, y las esperanzas de Eric se hacían cada vez mayores. A pesar de ello, tenía momentos de auténtica desesperación; se daba cuenta de que la copa de la felicidad podía apartarse de sus labios en cualquier momento, incluso cuando todo pareciera haber llegado a su fin. Era entonces cuando a Eric le invadía la ira, una ira encarnizada, una despiadada pasión; apretaba los dientes y los puños como si en sus venas quedara algo de la furia de los Berserker[35], sus antepasados. El jueves de aquella semana pasó por casa de Sarah y la encontró allí, iluminada por los rayos del sol, cosiéndole los últimos adornos a su blanco vestido de novia.

La alegría embargaba el corazón de Eric. Al ver a aquella mujer, que muy pronto sentiría la misma emoción que él, le invadió una felicidad inexpresable y un lánguido éxtasis. Se inclinó, besó a Sarah en la boca y le susurró estas palabras en su sonrosada oreja:

—¡Ese es tu vestido de novia, Sarah, y mío también!

Mientras retrocedía unos pasos para poder admirarla, ella le miró de forma insolente y le dijo:

—Quizá no sea para ti. ¡A Abel le queda todavía más de una semana! —y, a continuación, gritó espantada cuando Eric, con un gesto enérgico y pronunciando un violento juramento, salió corriendo de la casa y cerró la puerta de un golpe tras él.

Este incidente afectó a Sarah más de lo que ella nunca hubiera podido imaginar: todos sus temores se despertaron y se avivaron sus dudas y su indecisión. Lloró durante un instante, guardó el vestido y, para tranquilizarse, salió a sentarse un rato en la cima del Flagstaff Rock. Cuando llegó allí, se encontró con un pequeño grupo de personas que discutían acaloradamente sobre el tiempo. El agua estaba en calma y el sol brillaba, pero unas extrañas franjas de luz y de sombra atravesaban el mar, y cerca de la orilla la espuma rodeaba las rocas, una espuma que se esparcía en grandes curvas y círculos blanquecinos a los que arrastraba la corriente. El viento había vuelto en frías y afiladas bocanadas. El respiradero que recorría el peñón de Flagstaff retumbaba a intervalos, y las gaviotas gritaban sin cesar al girar sobre la entrada del puerto.

—No me gusta nada —oyó Sarah que un viejo pescador le decía al guardacostas—. Solo lo he visto así una vez, cuando el East Indiaman Coromandel se partió en dos en la bahía de Dizzard.

Sarah no quiso saber más. Siempre tenía miedo cuando se hablaba de peligro y no podía escuchar hablar de naufragios ni desastres. Volvió a casa y cogió el vestido para terminarlo; estaba decidida a apaciguar a Eric cuando lo que debería hacer era disculparse y hacer las paces con él.

La predicción sobre el tiempo del anciano pescador estaba más que justificada. Esa noche, cuando empezaba a oscurecer, se desató una enorme tormenta. El mar rugía y azotaba con fuerza la costa Oeste desde Skye hasta Scilly, e iba dejando a su paso un rastro de destrucción. Todos los marineros y pescadores de Pencastle se dirigieron hacia las rocas y los acantilados, y otearon el horizonte impacientes. De repente, un destello de luz avisó de la presencia de una embarcación que iba a la deriva, con una sola vela y a una milla del puerto. Todas las miradas y los catalejos se centraron en ella, en espera de ver el siguiente destello; cuando este llegó, un coro de voces se alzó diciendo que era el Lovely Alice, que comerciaba entre Bristol y Penzance y hacía escala en todos los pequeños puertos que había entre ambas localidades.

—¡Que Dios se apiade de ellos! —dijo el capitán del puerto—. Nada ni nadie podrá salvarlos cuando estén entre Bude y Tintagel y el viento los arrastre hacia la orilla.

Los guardacostas hicieron grandes esfuerzos y, ayudados por bravos corazones y voluntariosas manos, llevaron los lanzabengalas hasta la cima del Flagstaff Rock. A continuación, encendieron unas bengalas azules para que la tripulación pudiera divisar la entrada al puerto, en caso de que pudieran acercarse hasta él. A bordo de la embarcación se esforzaron con gran valentía, pero no les habría servido de nada ni la mayor de las destrezas ni de las fuerzas. En pocos minutos el Lovely Alice se precipitó contra el gran saliente que custodiaba la entrada del puerto. Entre el rugido de la tempestad se oyeron los gritos de los que estaban a bordo y se arrojaban al mar en un último intento por salvar sus vidas. Las bengalas azules ardían en el cielo, y todos los ojos observaban con atención las profundas aguas por si divisaban algún rostro. Sostenían las cuerdas con las manos para lanzarlas en caso de que se pudiese salir en ayuda de alguien. Pero no vieron a nadie, y todos aquellos brazos deseosos de acción permanecieron quietos.

Eric estaba allí, entre sus compañeros. Su origen islandés no quedó nunca tan patente como en aquel terrible momento. Cogió una cuerda y le gritó al capitán del puerto:

—Voy a bajar a la roca que hay sobre la cueva. La marea está subiendo y puede que arrastre a alguien hasta allí.

—¡No vayas! —fue la respuesta—. ¿Tú estás loco? Un solo resbalón sobre esa roca y estás perdido. Nadie podría mantenerse en pie ahí en la oscuridad de la tempestad.

—No es cierto —contestó—. Recuerde cómo Abel Behenna me sacó de allí en una noche como esta cuando mi barco se precipitó sobre Gull Rock. Me sacó de las profundidades de la cueva. Ahora podemos salvar a alguien igual que hicieron conmigo.

Y desapareció en la oscuridad. El saliente tapaba la luz que las bengalas proyectaban sobre el Flagstaff Rock, pero Eric conocía demasiado bien el camino como para perderse. Sus valientes y seguros pasos le sirvieron de guía y en poco tiempo se encontró de pie en la gran roca horadada por la acción de las olas en la entrada de la cueva, donde el agua yacía impenetrable. Allí estaba relativamente a salvo, pues la forma cóncava de la roca repelía las olas y, aunque parecía como si el agua que crecía bajo sus pies hirviera como en un ardiente caldero, más allá había una zona en completa calma. También en aquel lugar la roca parecía ahogar el sonido del vendaval, y Eric podía oírlo y verlo todo perfectamente. Mientras permanecía allí, con el rollo de cuerda dispuesto para ser lanzado, creyó oír, justo tras el remolino de agua, un débil grito de desesperación. Le contestó con un chillido que atravesó la noche. Esperó a ver el destello de luz y, cuando lo divisó, lanzó la cuerda hacia la oscuridad donde había visto el rostro que emergía del remolino de espuma. Alguien cogió la cuerda. Sintió que tiraban de ella y volvió a gritar con su potente voz:

—¡Átesela alrededor de la cintura y le sacaré!

Cuando sintió que la habían amarrado, caminó por la roca hacia el otro lado de la cueva, donde el agua estaba algo más calmada y donde podría tener un lugar de apoyo más seguro para sacar al hombre por encima del saliente. Comenzó a tirar y enseguida se dio cuenta, por el trozo de cuerda que había usado, de que el hombre al que estaba rescatando estaría en unos instantes cerca de donde él se encontraba. Se tranquilizó y respiró hondo para poder completar el rescate. Se acababa de inclinar cuando un destello de luz reveló a cada hombre la identidad del otro, la del rescatador y la del rescatado.

Eric Sanson y Abel Behenna estaban cara a cara. Ninguno de los dos sabía que aquel encuentro y Dios iban a ser decisivos en sus vidas.

En ese momento, una ola de ira invadió el corazón de Eric. Todas sus esperanzas se habían hecho pedazos y sus ojos miraban con el odio de Caín[36]. Comprendió lo que pasaba y vio la alegría reflejada en el rostro de Abel al darse cuenta de que la mano que le había salvado era la suya. Esto avivó aún más su odio. Mientras le devoraba la rabia, dio un paso hacia atrás y la cuerda se le resbaló de entre las manos. Al odio le siguió un sentimiento de compasión, pero ya era demasiado tarde.

Antes de que se pudiera reponer, Abel, atado a la cuerda que debería haberle servido de ayuda, cayó en la oscuridad del mar devorador con un grito de desesperación.

Entonces, con todo el peso de la locura y la maldición de Caín sobre él, Eric bajó corriendo por las rocas sin preocuparse del peligro y con un solo deseo: volver a estar entre la gente cuyos sonidos pudieran ahogar este último grito que parecía resonar aún en sus oídos.

Cuando alcanzó el Flagstaff Rock, los hombres se le acercaron y, entre la furia de la tormenta, escuchó al capitán del puerto que le decía:

—Escuchamos un grito y creímos que habías muerto. ¡Qué pálido estás! ¿Dónde está la cuerda? ¿Has conseguido salvar a alguien?

—A nadie —gritó mientras sentía que nunca podría llegar a explicar el haber permitido que su propio camarada cayera al mar en unas circunstancias parecidas y en el mismo lugar en el que este un día le salvara la vida.

Deseó poder contar una mentira convincente que hiciera olvidar para siempre el suceso. No había ningún testigo de lo ocurrido. Si tenía que recordar aquel pálido rostro y llevar aquel grito de desesperación retumbándole en los oídos para siempre, al menos nadie debía saberlo.

—Nadie —gritó aún más fuerte—. Me resbalé sobre la roca y la cuerda cayó al mar.

Dicho esto, se marchó, bajó corriendo por el sendero y llegó a su casa, donde se encerró.

El resto de la noche la pasó tendido en la cama, vestido e inmóvil, mirando fijamente hacia arriba. A través de la oscuridad creyó distinguir un rostro lívido que brillaba húmedo a la luz; al verle, su alegría se convirtió en atroz desesperación. Una y otra vez escuchaba el eco de un grito en su alma.

Por la mañana, la tormenta había amainado y todo volvía a sonreír, salvo el mar, que seguía agitado en una furia interminable. Hasta el puerto habían llegado grandes restos del naufragio y otros flotaban en el mar que rodeaba la isla. Hasta el puerto habían sido arrastrados también dos cuerpos, uno el del capitán de la embarcación y el otro el de un marinero al que nadie conocía.

Sarah no supo nada de Eric hasta el atardecer y, entonces, él solo la vio un minuto. No entró en la casa, la vio por una ventana que estaba abierta.

—Bien, Sarah —gritó con una voz que a la joven le pareció de ultratumba—. ¿Está ya listo el traje de novia? ¡Es este domingo, recuerda, este domingo!

Sarah estaba contenta de que la reconciliación hubiera sido tan fácil pero, como haría cualquier mujer, cuando vio que la tormenta había amainado y que sus temores no tenían fundamento, volvió al ataque.

—Será el domingo —dijo sin mirarle—, si Abel no está aquí para el sábado.

Entonces, alzó la mirada con descaro, aunque tenía miedo de que su impetuoso amante volviera a estallar de ira. Pero no había nadie en la ventana; Eric se había marchado. Sarah retomó su labor entristecida. No volvió a ver a Eric hasta el domingo por la tarde, después que las amonestaciones se leyeran por tercera vez; Eric se presentó ante ella delante de todo el mundo con un aire de posesión que en parte agradaba y en parte fastidiaba a Sarah.

—¡Todavía no, señor! —le dijo apartándole mientras se reían las otras chicas—. Debes esperar hasta el próximo domingo, el día después del sábado —añadió mirándole con insolencia. Las chicas se rieron de nuevo y los jóvenes soltaron una carcajada. Creían que era el desaire con el que le trataba Sarah lo que le tenía molesto y que por eso se había puesto tan pálido como una sábana al marcharse. Pero Sarah, que sabía más que ellos, se rio cuando vio el triunfo reflejado en el espasmo de dolor que retorcía el rostro de Eric.

La semana transcurrió sin novedad. Sin embargo, a medida que se acercaba el sábado, Sarah empezó a sentirse inquieta y Eric se pasaba las noches yendo de un sitio para otro como un poseso. Se encerraba cuando salían los demás, y una y otra vez bajaba a las rocas y a las cuevas, donde gritaba en voz muy alta. Parecía como si en cierto modo esto le calmara y, así, después era capaz de contenerse. Se pasó todo el sábado en casa, sin salir. Como se iba a casar al día siguiente, los vecinos pensaron que lo hacía por timidez y no se preocuparon ni le dijeron nada. Solo una cosa perturbó a Eric; el jefe de los barqueros entró en su casa, se sentó a su lado y, tras una pausa, le dijo:

—Eric, ayer tuve que ir a Bristol. Estuve en el cordelero comprando otro rollo de cuerda para reemplazar el que perdiste la noche de la tormenta, y allí hablé con Michael Heavens, uno de los vendedores. Me dijo que Abel Behenna había regresado a casa la semana pasada a bordo del Star of the Sea desde Cantón y que había depositado una importante suma de dinero en el Banco de Bristol a nombre de Sarah Behenna. Abel se lo contó a Michael y también le dijo que tenía un pasaje en el Lovely Alice para Pencastle.

—No sufras, hombre —le dijo cuando vio que Eric entre gemidos bajaba la cabeza hasta las rodillas y se tapaba el rostro con las manos—. Sé que era un gran amigo tuyo y que no pudiste hacer nada. Debió de hundirse con el resto aquella terrible noche. He pensado que era mejor decírtelo antes que la noticia te llegara por otro lado. No dejes que Sarah Trefusis se asuste. Eran buenos amigos, y sabes que las mujeres se toman estas cosas muy a pecho. No permitas que una cosa así la apene en el día de su boda.

A continuación, se levantó, se marchó y dejó a Eric allí, sentado con la cabeza sobre las rodillas.

—¡Pobre muchacho! —susurró el jefe de los barqueros—. Le ha llegado al alma. Claro, eran grandes amigos, y Abel le salvó la vida.

Ese día por la tarde, los niños salieron de la escuela y se fueron a correr por el muelle y por los senderos que atravesaban los acantilados. Algunos fueron corriendo al puerto muy nerviosos; allí, unos cuantos hombres descargaban una embarcación de carbón y otros muchos supervisaban la operación. Uno de los niños gritó;

—¡Hay una marsopa en la entrada del puerto! ¡La hemos visto atravesando el respiradero! ¡Tiene una cola muy larga y nadaba a mucha profundidad bajo el agua!

—No es una marsopa —dijo otro—. ¡Es una foca, pero tiene una cola muy larga! Salió de la cueva.

Cada niño tenía su propia versión, pero todos estaban de acuerdo en dos cosas; fuera lo que fuera aquello, había salido por el respiradero y tenía una cola larga y fina, tan larga que ninguno pudo ver dónde terminaba. Los niños exageraban pero, como parecía evidente que habían visto algo, un gran número de personas, jóvenes y viejos, mujeres y hombres, se encaminaron por los senderos que iban a cada lado de la boca del puerto para echar un vistazo a esa nueva especie de la fauna marina, ya fuera una marsopa de cola larga o una foca.

La marea estaba subiendo y había una suave brisa. Como la superficie del mar estaba rizada, solo se podía ver con claridad el fondo del mar en algunos momentos. Después de establecer un turno de vigilancia, una mujer dijo gritando que había visto algo moverse en el canal, justo debajo de donde ella se encontraba. Todo corrieron hacia allí pero, cuando llegaron, la brisa había arreciado y era imposible distinguir lo que había bajo la superficie del agua. Le preguntaron y empezó a describir lo que había visto, pero todo era tan incoherente que pensaron que se lo había inventado.

Si no llega a ser por el relato de los niños, nadie habría dado crédito a sus palabras. Contó medio histérica que había visto «algo parecido a un cerdo con las entrañas fuera», pero solo la escuchó un anciano guardacostas, que asentía con la cabeza sin hacer el más mínimo comentario. Durante el resto del día, vieron al guardacostas en la orilla mirando el mar con una expresión de enfado en su rostro.

A la mañana siguiente, Eric se levantó temprano; no había dormido en toda la noche, y moverse a la luz del día le proporcionaba un gran alivio. Al afeitarse, no le tembló la mano, y se vistió con el traje de la boda. Estaba demacrado y parecía como si hubiese envejecido en los últimos días. Sin embargo, en su mirada había un destello de triunfo, y una y otra vez se decía a sí mismo:

—¡Hoy es el día de mi boda! Abel no puede reclamar a Sarah, esté vivo o muerto, vivo o muerto, vivo o muerto.

Se sentó en su butaca a esperar con una misteriosa tranquilidad a que llegase el momento de ir a la iglesia. Cuando la campana comenzó a sonar, se levantó, salió de su casa y cerró la puerta tras de sí. Miró al río y vio que la marea había subido de nuevo. En la iglesia se sentó con Sarah y con su madre; durante todo el tiempo tuvo la mano de Sarah cogida fuertemente entre las suyas, como si temiera perderla. Cuando terminó la ceremonia, se pusieron en pie al mismo tiempo y contrajeron matrimonio en presencia de toda la congregación; nadie abandonó la iglesia. Ambos respondieron con voz clara y fuerte, y en las respuestas de Eric se adivinaba un tono desafiante. Cuando terminó la boda, Sarah cogió a su marido del brazo y salieron juntos. Algunos padres tuvieron que dar una bofetada a sus hijos para que se comportaran bien y desistieran de seguir a los recién casados.

El camino que salía de la iglesia llevaba a la parte de atrás de la casa de Eric, y allí había un estrecho pasillo que la separaba de la casa de su vecino.

Cuando la pareja de novios pasó por allí, el resto de la congregación, que los había seguido a corta distancia, se asustó al oír gritar a la novia. Corrieron por el pasillo y la encontraron en la pendiente con los ojos desorbitados; señalaba el cauce del río, justo al otro lado de la puerta de Eric Sansón.

La marea había depositado sobre las rocas el cuerpo desnudo de Abel Behenna. La corriente había enrollado la cuerda que colgaba de su cintura al poste de amarre y lo había mantenido oculto mientras la marea había estado baja. El codo derecho estaba encajado en la grieta de la roca y la mano quedaba extendida hacia Sarah, con la palma abierta hacia arriba, como si esperase estrechar la suya con aquellos dedos lánguidos y pálidos.

Sarah Sansón no supo nunca con exactitud lo que sucedió después. Siempre que intentaba recordarlo le zumbaban los oídos, se le nublaba la vista y todo se desvanecía. Lo único que recordaba de todo aquello y que jamás olvidaría era la respiración de Eric, su rostro, más pálido que el de aquel hombre muerto, y aquellas palabras que se escuchaban entrecortadas bajo su respiración:

—¡La ayuda del diablo, la fe en el diablo, el precio del diablo!