Después

Cuando recobré la consciencia, me encontré echado en una cama en una habitación a oscuras. Me pregunté qué hacía allí e intenté mirar a mí alrededor, pero ni siquiera pude mover la cabeza unos centímetros. Intenté hablar, pero mi voz salía sin fuerza (era como un susurro de otro mundo). El esfuerzo para hablar hizo que perdiera de nuevo el conocimiento y la oscuridad me volvió a invadir.

* * *

Poco a poco sentí algo frío en la frente, pero no sabía lo que era. Pensé en cientos de objetos, pero no pude identificarlo con ninguno de ellos. Permanecí tumbado durante un tiempo y, al cabo de un rato, abrí los ojos y vi a mi madre inclinada sobre mí: era su mano la que producía aquella agradable sensación de frescor en mi frente. De todos modos, me extrañé. Esperaba verla, pero estaba sorprendido porque hacía mucho, muchísimo tiempo que no la veía. Sabía que estaba muerta… ¿Estaría yo también muerto? La miré otra vez con más detenimiento y vi que sus rasgos desaparecían, pero la expresión continuaba siendo la misma. Entonces, fue el rostro tan querido y conocido de la señora Trevor el que poco a poco fue tomando forma ante mí. Sonrió al comprobar que la había reconocido y se inclinó a besarme con ternura. Cuando retiró la cabeza, algo cálido me cayó en la cara. Me pregunté qué podía ser y, tras pensar un buen rato con los ojos cerrados, llegué a la conclusión de que había sido una lágrima. Después de otro instante de reflexión, abrí los ojos para saber por qué lloraba, pero ya se había ido. Aunque las persianas no estaban echadas, pude darme cuenta de que la habitación estaba casi a oscuras. Me sentía más despierto y más fuerte que antes. Intenté llamar a la señora Trevor. Detrás de las cortinas de la cama se levantó de una silla una mujer y fue hacia la puerta. Masculló algo, se volvió y me colocó la almohada.

—¿Dónde está la señora Trevor? —le pregunté sin fuerzas—. Estaba aquí hace un momento.

La mujer me sonrió y respondió:

—Vuelve enseguida. ¡Por Dios, qué feliz se va a poner de verlo tan fuerte y consciente!

Al cabo de unos minutos, la señora Trevor volvió a la habitación; se inclinó sobre mí y me preguntó cómo me sentía. Le dije que estaba bien pero, de repente, me asaltó una idea y le pregunté:

—¿Qué me ha pasado?

Me contó que había estado enfermo, muy enfermo, pero que ahora me encontraba mejor. Algo, no sé el qué, me hizo recordar de golpe la habitación y el susto que había provocado en el resto de la casa. La sangre se me subió a la cabeza y me mareé, pero la señora Trevor me sujetó con su brazo y, unos instantes después, me recobré y recuperé completamente la memoria. Me agarré con fuerza al brazo que me sostenía y le pregunté:

—¿Ella está bien?

Dijo que estaba a salvo.

—¿Está bien?

—Calma, querido, calma. Está perfectamente. No te preocupes.

—¿No me está engañando? —le pregunté—. Cuéntemelo todo, lo soportaré. ¿Está bien o no?

—Ha estado muy enferma, pero ahora está mejor y más fuerte, gracias a Dios.

Me puse a llorar, mitad de debilidad, mitad de alegría. La señora Trevor, al darse cuenta, gracias a su instinto femenino, de que prefería quedarme solo, se fue enseguida de la habitación, después de hacerle un gesto a la enfermera, quien volvió a sentarse tras las cortinas de la cama.

Estuve pensando un rato. Todo el tiempo que había transcurrido desde mi llegada a Scarp hasta el momento en que perdí la consciencia, después de estrellarme contra la ventana, se me antojaba un sueño. Lentamente, la oscuridad se fue apoderando de la habitación y con mis pensamientos empecé a dar forma a los objetos que me rodeaban. Al final, mis ojos, agotados, se cerraron a la realidad y, en sueños, seguí pensando en todo lo ocurrido. Tengo un vago recuerdo de haber comido algo y de haberme vuelto a dormir, pero no recuerdo nada más hasta que me desperté por la mañana y volví a ver a la señora Trevor en la habitación. Se acercó a mi cama, se sentó y me dijo:

—¡Ay, Frank! Esta mañana tienes mejor cara y pareces más fuerte. Espero que te pongas bien muy pronto.

Con sus hábiles y frías manos me colocó el almohadón y retiró el cabello que caía sobre mi frente. Le cogí la mano y se la besé: Hacerlo me llenó de felicidad. Luego le pregunté cómo estaba la señorita Fothering.

—Mejor, esta mañana está mucho mejor. Lleva preguntando por ti desde que ha tenido fuerzas para hacerlo y, hoy, en cuanto le he dicho que te encontrabas mejor, se ha puesto muy contenta.

Mientras hablaba, me sentí enrojecer, pero ella prosiguió:

—Me ha pedido que le permita verte en cuanto ambos estéis bien. Quiere agradecerte lo mucho que hiciste aquella espantosa noche. Pero ya basta, no quiero contarte más batallas. Que te cuente ella lo que quiera.

—¿Agradecerme qué? ¿Haberla arrastrado hasta el borde de la locura o quizá hasta la muerte por mis miedos tontos y mi imaginación? ¡Ay, señora Trevor, sé que usted nunca se burla de nadie, pero todo esto me parece una burla!

Ella se inclinó sobre mí, se sentó junto a mi cama y, con el mismo grado de dulzura que de firmeza, dijo algo que me hizo comprender que hablaba en serio:

—Si tuviera un hijo, desearía que hubiera pensado como tú has pensado, que hubiera actuado como tú has actuado. Lo estaría pidiendo día y noche y, si mi hijo hubiera sufrido como tú has sufrido, me inclinaría sobre él como me inclino sobre ti ahora y me sentiría feliz, como me siento ahora, de que hubiera pensado y actuado como un hombre de buen corazón. Daría gracias a Dios por haberme dado un hijo así y, si hubiera muerto como al principio pensé que iba a ocurrirte a ti, me sentiría una mujer feliz y orgullosa, y me arrodillaría junto a su cuerpo sin vida, como si sostuviera entre mis brazos a un hijo vivo.

Cómo latía mi corazón débil, pero emocionado, mientras ella hablaba. Me sentía apenado ante aquellos instintos maternales desaprovechados, alegre porque una mujer honesta hubiera aprobado mi forma de actuar hacia una mujer a la que amaba, dichoso por el profundo cariño que profesaba hacia mí. No podía dudar de la autenticidad de sus palabras, su rostro resplandecía al decirlas.

Levanté los brazos, con todas las fuerzas de que era capaz, y le rodeé el cuello.

A continuación, le susurré al oído una sola palabra: Madre.

No se lo esperaba porque se quedó atónita. Me abrazó con fuerza. Al mirar sus ojos, llenos de amor y de una dicha tan anhelada, pude sentir cómo una lluvia de lágrimas caía por mi rostro.

Al contemplarla, me sentí mejor, más fuerte. Su felicidad consiguió darme fuerzas.

Permaneció en silencio durante un momento. Luego, como si hablase consigo misma, dijo:

—Dios por fin me ha dado un hijo. Os lo agradezco, oh, Padre. Perdonadme si en algún momento he dudado. El hijo por el que tanto he rogado podía haber sido diferente del que anhelaba. Pero siempre hacéis las cosas lo mejor posible.

Volvió a quedarse en silencio un instante, mientras me sujetaba entre sus brazos. Yo me sentía tremendamente feliz. En torno a mí reinaba el amor, un amor que llevaba esperando toda la vida. El amor de una madre, tan ansiado desde mi infancia en el orfanato, había llegado al fin; el amor de una mujer a la que quería tanto como a una madre y cuyo cariño estaba ahora tan cerca de mí.

Empecé a sentirme cansado y la señora Trevor me recostó sobre la almohada. Me agradaba sobremanera observar sus maneras tan maternales. Por fin se había roto el hielo que nos separaba, nos habíamos declarado nuestro cariño, y esa mujer de cabellos blancos se sentía tan feliz con aquella declaración como el propio joven.

A la mañana siguiente, me sentí algo más fuerte y un poco mejor todavía al otro día. Siempre me atendía la señora Trevor, y lo que me contaba de la mejoría de la señorita Fothering contribuía no poco a animarme. Así fueron pasando los días, pero aún habrían de transcurrir muchos más hasta que me permitieran levantarme de la cama.

Un día, la señora Trevor vino a mi habitación. Parecía como si estuviera gratamente sorprendida. Ya por entonces podía sentarme un rato cada día y había comenzado a recuperar fuerzas, al menos a sentirme menos débil, aunque aún estaba convaleciente.

—Frank, el médico dice que mañana te podemos cambiar de habitación y que ya puedes ver a Di.

Como es de suponer, estaba impaciente por ver a la señorita Fothering. Durante el tiempo que había sido capaz de pensar a lo largo de mi enfermedad, el único pensamiento que me había invadido día y noche había sido ella. Estaba enamorado de aquella joven incluso antes de la fatídica noche. Mi corazón se había encargado de confesarme aquel secreto mientras esperaba oír las campanadas del reloj y comprendía la estupidez de mi sueño. Pero ahora, no solo amaba a aquella mujer, sino que casi llegaba a idolatrar la imagen que tenía de ella. Nuestras conversaciones habían ayudado, en gran medida, a aumentar mi afecto. Ahora solo ansiaba verla.

A la mañana siguiente, me desperté antes de lo habitual y sentí que me subía la fiebre a medida que se acercaba el momento de verla. Sin embargo, rápidamente me bajó la temperatura pues casi llegaron a amenazarme: si no estaba en condiciones, tendría que aplazar la visita para otro día.

Por fin llegó el momento esperado. Sentado en mi silla de ruedas, me llevaron al gabinete de la señora Trevor. En cuanto entré, miré por todas partes hasta que vi, sentada en otra silla, cerca de una de las ventanas, a una joven que movía lánguidamente la cabeza y cuyos rasgos se parecían a los de la señorita Fothering. Estaba muy pálida y tenía la mirada perdida en el vacío; daba la sensación de estar muy delicada, pero ante mis ojos aquello no hacía sino ensalzar su belleza. Al verme, un hermoso rubor se apoderó de su rostro e incluso tiñó de color su frente de alabastro. Pero la emoción se desvaneció enseguida; se tranquilizó y palideció incluso más que antes. Me acercaron la silla hasta ella, y la señora Trevor, mientras se inclinaba sobre ella y le daba un beso después de colocarle el cojín de la silla, le dijo:

—Di, mi amor, he traído a Frank para que te vea. Podéis estar charlando un rato, pero no olvides que las órdenes del médico son muy estrictas. Si cualquiera de los dos se pone nervioso por cualquier motivo, me veré obligada a prohibiros que os volváis a ver hasta que estéis recuperados.

Estas últimas palabras las dijo mientras salía de la habitación.

Me sentí ruborizado y pálido, con calor y frío. Miré a la señorita Fothering y titubeé. No obstante, al cabo de uno o dos segundos, tomé aliento para hablar con ella:

—Señorita Fothering, espero que me perdone por todo el dolor y el peligro al que la he expuesto solo por un estúpido miedo mío. Le aseguro que nada de lo que hice…

Pero ella me interrumpió:

—Señor Stanford, le ruego que no hable más así. He de agradecerle todas las atenciones que ha tenido conmigo. No sabe lo orgullosa que estoy del valor y la madurez que demostró al rescatarme del horror de aquella escena diabólica.

Al decir estas últimas palabras, se puso más pálida, incluso más de lo que ya lo estaba y empezó a temblar. Me asusté y dije en el tono más animado de que fui capaz:

—No se preocupe. Cálmese. Todo ha acabado, ya pasó. No permita que el miedo se apodere de nuevo de usted.

Aunque mis palabras la tranquilizaron, no bastaron para acallar sus miedos. Al verla tan nerviosa, llamé a la señora Trevor, quien vino de la habitación contigua y se quedó hablando un rato con nosotros. Poco a poco, la señora Trevor, con su charla animosa, consiguió calmar los temores de la señorita Fothering. La pobre chica se había llevado un enorme susto y la sola idea de ser yo culpable me llenaba de angustia. Después de un rato de apacible charla, conseguí animarme, pero comencé a sentirme mareado y me llevaron de vuelta a mi cuarto y me acostaron.

Durante muchos días, que se me hicieron interminables, continué estando muy débil y apenas mejoraba. Veía a la señorita Fothering a diario y cada día la amaba más. A medida que pasaban los días, ella se fue recuperando y, al cabo de unas semanas, gozaba de cierta salud, mientras yo seguía bastante débil. Su enfermedad solo había sido la consecuencia lógica del miedo que había pasado aquel desdichado día, pero la mía era una debilidad tras un largo período de ansiedad, que iba desde el momento en que tuve el sueño y la visión, a la que se añadía la debilidad física producida por las heridas que me hice al atravesar la ventana. Durante toda aquella época, la señora Trevor se portó conmigo como una madre. Me cuidó día y noche y, en la medida en que fue capaz, me hizo la vida lo más feliz posible. Pero el momento de mayor felicidad de aquellos días era cuando pensaba en una idea que se fue haciendo cada vez más patente: Diana se preocupaba por mí. A petición de la señora Trevor, la joven se quedó más tiempo en Scarp, puesto que su padre se había ido al continente a pasar el invierno y, así, junto con mi madre adoptiva, ella se ocupó de mí. Día tras día, solo le preocupaba atender mis deseos, y llegué a imaginármela como un ángel guardián pendiente de mí en todo momento. Con la peculiar hipersensibilidad que acompañaba a la postración física, percibí que, a medida que aumentaba su sentimiento de lástima, aumentaba también su fortaleza. Mi amor crecía entre ambas realidades; a veces me preguntaba si no sería por simpatía, y no solo por pena, por lo que se anticipaba a mi voluntad y a mis deseos, o si era amor lo que surgía como respuesta en su corazón cuando el mío latía por ella. Sus actos y palabras solo daban muestras de ternura y lástima, pero yo seguía esperando algo más de ella.

Aquellos días de prolongada debilidad fueron para mí maravillosos, realmente maravillosos. Solía mirarla durante horas mientras ella permanecía sentada frente a mí leyendo o cosiendo, y mis ojos se llenaban de lágrimas cuando pensaba en lo duro que sería morir y abandonarla. La llama de mi amor ardía con tanta fuerza que pensaba, en contra de mi educación religiosa, que si moría, dejaría lo mejor de mi ser en este mundo. Acostumbraba a imaginar, no sin cierta fantasía, no menos poderosa por ser menos real, en lo que le diría si me encontrase totalmente recuperado. Le hablaría con palabras más nobles que estas con las que ahora doy vida a mis pensamientos. Mientras estuviera hablando con ella, mi pasión, mi honradez y mis intenciones sinceras me harían tan elocuente que ella estaría encantada de escucharme. Pasearía con ella a la luz del sol por los bosques que se abrían ante mi ventana y me sentaría a sus pies en una loma cubierta de musgo junto a algún arroyo cantarín que saltara alegre entre las piedras, y la miraría fijamente a los ojos, donde mi futuro quedaría dibujado en un haz de luz. Le susurraría al oído dulces palabras de amor que me harían estremecer al pronunciarlas y a ella estremecerse al escucharlas. Se inclinaría sobre mí, me demostraría su amor y me dejaría manifestarle el mío sin reproches. Y luego vendría igual que la sombra de una nube se ciñe sobre el paisaje de abril, esa idea amarga, amarguísima, de que todos aquellos momentos no eran sino un sueño y de que cuando llegara la hora, cuando el tiempo se hubiera parado para siempre, yo ya estaría seguramente bajo tierra. Y tal vez ella lloraría en el silencio de su habitación, triste, con lágrimas tristes por aquel amor frustrado y por mí. Después, mis pensamientos se volvían menos egoístas e intentaba imaginarme el tránsito amargo de mi muerte (si es que de veras ella me amaba); sé que una mujer no ama por el valor de lo que ama, sino por la fuerza del cariño y de la admiración que siente hacia un hombre ideal, que ella ve encarnado en un hombre concreto. Pero mis pensamientos siempre anhelaban que esos sueños de felicidad fueran proféticos. ¡Pobre de mí, había perdido toda la fe en los sueños! Aun así, no podía dejar de pensar que, aunque mi visión no hubiera asustado a la señorita Fothering, podría haberla asustado igual el efecto de la luz de la luna sobre los arbustos de flores plateadas y que, gracias a la Providencia, yo había sido el instrumento que la había salvado de una impresión aún mayor de la que sufrió y ante la que quizá nadie la hubiera podido ayudar a tiempo. Era este pensamiento el que una y otra vez me llenaba de esperanza. Cada vez que recordaba su dolor por mi muerte, los ojos se me llenaban de lágrimas, unas lágrimas que borraban de mi mente todos mis temores.

Entonces, ella se acercaba a mí y me ponía su mano en la frente y me murmuraba al oído dulces palabras de consuelo y de esperanza. Al sentir su aliento cálido en mi mejilla y al notar cómo me retiraba el pelo de la frente, desaparecía toda sensación de dolor, de angustia, de inquietud, y yo solo vivía la felicidad del presente. En tales momentos, lloraba de felicidad en silencio; estaba demasiado débil e incluso me afectaban las cosas más triviales. Cualquier recuerdo perdido en la memoria de una palabra tierna, de un gesto amable o de alguna pena o aflicción me sobrecogía durante horas y agitaba todas las fibras sensibles de mi ser.

Lenta, muy lentamente, empecé a recuperarme, pero durante muchos días me sentí un perfecto inútil. Al recobrar fuerzas, también se fue consolidando mi pasión, porque mi amor por Diana se había convertido en eso, en una gran pasión. La llevaba tan dentro de mis pensamientos que mi amor por ella era parte de mi ser; sentía que, si no estaba a su lado, mi vida no tendría ningún sentido. Pero, por extraño que parezca, a medida que crecían mis fuerzas y mi pasión, también me volvía más tímido. En su presencia me sentía tan avergonzado y timorato que difícilmente me atrevía a mirarla a la cara y no era capaz ni siquiera de hablar, salvo para responder a alguna pregunta. Había dejado de soñar; las ensoñaciones diurnas que ahora me invadían parecían salvajes y casi sacrílegas a mi imaginación. Pero cuando ella no me miraba, habría sido feliz simplemente con verla o con oírla hablar. Podía decir cuándo salía de casa o cuándo entraba: sus pasos eran la melodía más dulce, después de su voz.

Algunas veces se daba cuenta de mis tímidas miradas y, entonces, ante mi patente rubor, aparecía en su rostro una sonrisa. Era dulce y femenina pero, a veces, yo pensaba que esa actitud no era más que una expresión de la lástima que sentía por mí. Siempre estaba en mis pensamientos, y estas dudas y temores me asaltaban constantemente; me daba cuenta de que dar vueltas y vueltas al mismo asunto, una manía que me sentía incapaz de evitar, me perjudicaba, quizá hasta el punto de retrasar mi recuperación.

Un día me sentía muy triste. Tenía una amarga sensación de soledad poco normal en mí. Era un síntoma de que estaba recobrando la salud, porque era como despertar de un sueño a la realidad, con todos sus problemas y preocupaciones. Había una sensación de frialdad y soledad en el mundo, y yo me sentía como si hubiese perdido algo sin haber ganado nada a cambio. De hecho, había perdido parte de mi sensación de independencia, lógica en todo estado de postración, pero aún no había recuperado las fuerzas. Me senté junto a la ventana en medio de la oscuridad y me quedé contemplando aquel jardín que las flores que llenan de dulzura el aire con su aroma hacen brillar en verano; ahora solo lo iluminaban los tranquilos y suaves destellos de un sol de otoño y unas cuantas flores dispersas que habían sobrevivido a las primeras heladas.

Allí sentado, no podía dejar de pensar en cuál sería mi futuro. Sentía que iba recuperando las fuerzas y que la vida pasaba delante de mí como algo muy real. Cuánto deseé en aquel momento tener el valor necesario para pedirle a Diana que se casara conmigo. Cualquier certeza habría sido mejor que aquella incertidumbre, ante la que no dejaba de sufrir. Tenía pocas esperanzas de que me aceptara, porque parecía que ahora se ocupaba menos de mí que en los primeros días de mi enfermedad. Conforme me recuperaba, ella parecía distanciarse de mí y, cuanto más aumentaban mis miedos y mis dudas, menos podía evitar pensar en la alegría que sentiría si ella me aceptaba, o bien en la desesperación que me invadiría si me rechazaba.

Aquel día, cuando entró en mi habitación, mis temores llegaron a sobrecogerme. Parecía más fuerte que de costumbre; un ligero rubor, sin duda síntoma de salud, daba color a sus mejillas. Estaba tan adorable que no podía creer que una mujer así aceptara ser mi esposa. Había algo de timidez en sus gestos cuando se acercó a hablar conmigo; dio unos pequeños pasos a mí alrededor, e hizo todas esas tareas que solo la mano de una mujer sabe hacer a un inválido. Se volvió hacia mí dos o tres veces, como si fuera a hablarme, pero luego se giraba, siempre en silencio, sonrojada. Notaba que su corazón latía con fuerza. Por fin dijo:

—Frank.

¡Oh, qué latido sentí al escuchar mi nombre salir de sus labios por primera vez! La sangre se me subió a la cabeza y estuve a punto de marearme. La calidez de su mano en mi frente me hizo revivir.

—Frank, ¿puedo hablar contigo unos minutos con absoluta franqueza?

—Adelante.

—¿Me prometes no pensar que soy poco femenina o algo por el estilo? Te aseguro que tengo razones para actuar así. ¿Me lo prometes?

Aquello lo dijo lenta y dubitativamente, con un gran suspiro.

—Te lo prometo.

—Aún no estás todo lo recuperado que debieras. El doctor dice que debe de haber alguna idea en tu mente a la que le das vueltas y que está retrasando tu recuperación. La señora Trevor y yo hemos estado hablando de ello. Hemos cambiado impresiones y creo que sabemos lo que te pasa. Pero, Frank, no debes palidecer ni sonrojarte de esa manera o tendré que irme.

—Me calmaré, te lo prometo. Continúa.

—Las dos pensamos que te hará bien si hablamos contigo con franqueza y queremos saber si estamos en lo cierto. La señora Trevor creyó que era mejor que yo hablara contigo.

—¿Y qué es lo que pensáis que me ocurre?

Hasta ahora, aunque ella se había mostrado muy emocionada, el tono de su voz había sido fuerte y claro, pero a esta última pregunta respondió más bajo y con mucha vacilación.

—Tú estás muy encariñado conmigo y temes que yo… temes que yo no te ame.

Aquí, un torrente de lágrimas interrumpió su voz y volvió la cabeza.

—Diana —dije—, querida Diana —y le abrí mis brazos.

El rubor se extendió por su rostro y cuello. Entonces, se volvió y apoyó su cabeza sobre mi hombro. Un débil brazo rodeó su cintura, mientras mi otra mano descansaba sobre su cabeza. No dije nada. No podía hablar, pero sentía los latidos de su corazón y pensé que, si moría, sería feliz para siempre, si es que existe la memoria en el Más Allá.

Durante un largo, largo y maravilloso instante, ella se quedó así y poco a poco nuestros corazones cesaron de latir con tanta fuerza.

Esta fue nuestra declaración de amor. Ni palabras vacías ni promesas apasionadas; el silencio y la sensación de cariño entre nuestros corazones era más dulce de lo que pueden serlo las palabras.

Diana levantó la cabeza y me miró a los ojos sin miedo, pero con dulzura, y me preguntó.

—Oh, Frank, ¿crees que hice bien al decírtelo? ¿No habría sido mejor si hubiera esperado?

Ella leyó mis deseos en mis ojos y recostó la cabeza sobre mí. La besé en la frente y recé con fervor:

—Gracias, Señor, todo ha sucedido como tenía que suceder. Que Dios bendiga a mi amada esposa por los siglos de los siglos.

—Amén —dijo una voz dulce y tierna.

Los dos levantamos la vista sin vergüenza, habíamos reconocido la voz de mi segunda madre. Su rostro, bañado en lágrimas de felicidad, se iluminó con un rayo de sol que acababa de penetrar por la ventana.