La tercera mañana

Por la tarde, había salido al jardín a tumbarme a la sombra de una inmensa haya, cuando vi acercarse a la señora Trevor. Había estado leyendo las «Estrofas escritas con desánimo[31]» de Shelley y mi corazón rebosaba melancolía y un vago anhelo de compasión humana. Había estado pensando en el cariño que la señora Trevor sentía por mí, pero incluso ese cariño se me hacía insuficiente. Yo quería el amor de alguien más próximo a mí, alguien con un espíritu similar al mío. La señora Trevor no dejaba de ser para mí como una madre. Seguí pensando en la señorita Fothering, casi podía verla a través de la imagen que tenía del retrato. Había empezado a preguntarme «¿no estarás enamorado?», cuando oí la voz de mi anfitriona, que se acercaba.

—Hola, Frank. Sabía que te encontraría aquí. Quiero que me acompañes a mi gabinete.

—¿Para qué? —le pregunté, mientras me levantaba de la hierba y recogía el libro de Shelley.

—Di ha llegado hace un rato. Quiero presentártela y que charlemos antes de cenar —me contestó mientras nos dirigíamos a la casa.

—¿Pero no va a dejar que me cambie de ropa? Este no es el mejor traje para la tarde.

Me sentía algo asustado ante aquella belleza desconocida que estaban a punto de presentarme. Tal vez era porque me había creído demasiado la predicción de la señora Trevor.

—Tonterías, Frank. Hablas como si a una mujer le preocupase cómo va vestido un hombre.

Entramos en el gabinete y vi a una joven sentada junto a una ventana que daba a la pista de criquet. Al oírnos, se volvió hacia nosotros. La señora Trevor nos presentó y enseguida nos enfrascamos en una agradable charla. La contemplé, como se puede suponer, con algo más que curiosidad y me di cuenta de que valía la pena admirarla.

Era bellísima, pero esa belleza no estaba en sus rasgos, sino en la expresión de su rostro. Al principio, no me fascinó tanto como lo haría después, debido al maravilloso parecido que guardaba con la dama del retrato, a la que me había acostumbrado. Pero no tardé en percibir la diferencia entre el retrato y la realidad. Un retrato, por perfecto que sea, nunca podrá superar al modelo. Siempre hay algo en el rostro de la persona que no puede reflejar un lienzo (una diferencia mayor a la que hay entre la expresión que recoge el cuadro, hermosa pese a todo, y el movimiento de los rasgos y la variedad de la expresión en la realidad). En un rostro de carne y hueso hay algo vivo y encantador que el arte no puede reproducir.

Después de haber estado un rato charlando, la señora Trevor dijo:

—Di, cariño, quiero contarte el descubrimiento que hemos hecho Frank y yo. Al señor Stanford siempre le llamo Frank. Le quiero más como a un hijo que como a un amigo, le tengo mucho cariño.

Tomó a la señorita Fothering por la cintura. Se sentaron en el sofá y se dieron un beso. La señora Trevor se volvió hacia mí y me dijo:

—No me gusta que las damas se besen en presencia de un caballero, pero es como si Frank no estuviera aquí. Este lugar es secreto y quien se atreva a entrar en él ha de atenerse a las consecuencias. Pero permíteme que te cuente nuestro descubrimiento.

Entonces se puso a contar la leyenda y cómo habíamos encontrado el nombre de Margaret Kirk en el reverso del cuadro.

La señorita Fothering se rio alegremente con aquella historia y, de repente, dijo:

—¡Ah, se me había olvidado contárselo, querida señora Trevor! El otro día me llevé un susto tremendo. Pensé que no me iban a dejar venir. La tía Deborah vino a vernos hace una semana para quedarse unos días con nosotros y, cuando se enteró de que estaba a punto de hacer una visita a Scarp, pareció asustarse mucho. Fue a ver rápidamente a papá y le pidió que me prohibiera venir. Papá le preguntó por qué le pedía tal cosa y ella le contó una vieja maldición que caería sobre aquel de nosotros que viniera a Scarp. Y es justo la misma historia que usted acaba de contarme. Dijo que estaba segura de que iba a ocurrir alguna desgracia si yo venía. Como puede ver, la leyenda también se conserva en nuestra familia. Ay, no puede ni imaginarse la escenita que se formó entre papá y la tía Deborah. Ahora me río cada vez que lo pienso, pero entonces no me hacía gracia pensar que la tía no me iba a dejar venir. Papá se puso muy serio y la tía creyó que se había salido con la suya. Pero papá se levantó y, con esos modales suyos tan anticuados y pomposos, le dijo: «Deborah, Diana le ha prometido a la señora Trevor hacerle una visita y, por supuesto, no va a faltar a su palabra. Si fuera por otra razón, me pensaría dejarla o no ir a Scarp. Siempre he intentado inculcarles a mis hijos que no se dejen influir por supersticiones como esa. Espero que actúen conforme a la educación que les he dado». La pobre tía se quedó bastante desconcertada. Parecía como si durante unos instantes se hubiera quedado sin habla ante la sola posibilidad de que sus deseos no se tuvieran en cuenta. Ya sabe que los deseos de la tía Deborah son órdenes para toda nuestra familia.

A esto la señora Trevor dijo:

—Espero que la señora Howard no se haya ofendido.

—Claro que no. Papá le habló seriamente y, al final, aunque con dificultad, he de admitirlo, consiguió convencerla de que sus temores eran infundados. Al menos, la obligó a aceptar que aquello que tenía no tenía ningún sentido.

Se me vino a la cabeza una coplilla:

Un hombre contra sí convencido

Cambiar su opinión solo ha fingido[32].

Pero no dije nada.

La señorita Fothering terminó su historia:

—La tía acabó deseándome que disfrutara de mi estancia aquí. Estoy segura de que así será, señora Trevor.

—Eso espero, querida.

Durante la conversación, me quedé muy sorprendido cuando se mencionó a la señora Howard. Intenté recordar dónde había oído su nombre: Deborah Howard. De repente, me acordé de todo. La señora Howard era la señorita Fothering, una vieja amiga de mi madre. Por eso me sonaba el nombre. Recordé que en cierta ocasión había venido a visitarnos con una niñita preciosa, casi un bebé. La niña era su sobrina. Comprendí por qué aquel nombre me había resultado familiar y lo ocurrido en mi primera noche en Scarp. Al pensar en mi sueño, me acordé de que la señora Trevor quería llevar a la señorita Fothering a su gabinete, así que le dije a esta última:

—¿Cree usted en esas leyendas?

—Claro que no, señor Stanford. Solo son sandeces.

—Entonces, tampoco creerá en fantasmas ni en visiones.

—No.

¿Cómo iba a contarle mi sueño a una muchacha tan incrédula? Y, sin embargo, noté como si algo me susurrara que debía contárselo. Sin duda, era una tontería por mi parte tener miedo a un sueño, pero no podía evitarlo. Iba a arriesgarme a que se rieran de mí para descargar mi mente, cuando la señora Trevor se levantó de repente, después de mirar el reloj, y dijo:

—Queridos, disculpadme, no creí que fuera tan tarde. He de salir a ver si han llegado los demás. No quiero descuidar a mis invitados.

Todos nos fuimos del gabinete. Mientras salíamos, sonó el gong que anunciaba la hora de vestirse para la cena, de modo que cada uno se fue a su habitación.

Cuando bajé al salón, me encontré reunidas allí a varias personas que habían ido llegando a lo largo de la tarde. Me las presentaron a todas y estuve charlando con ellas hasta que anunciaron la cena. Me tocó acompañar a la señorita Fothering. Al acabar la cena, comprobé que nos conocíamos mucho mejor. Era una muchacha deliciosa y, mientras la miraba, pensé con un destello de satisfacción en la predicción de la señora Trevor. De vez en cuando veía que nuestra anfitriona nos observaba; al comprobar que charlábamos animadamente y que nos divertíamos, se le dibujaba en el rostro una sonrisa de felicidad.

No era sino una forma de ocuparse de sus mejores amigos, sin por ello olvidarse del resto de los presentes. No importaba dónde se encontrara, porque siempre se acordaba de que había personas que nunca olvidarían un detalle como aquel.

Después de cenar, no me apetecía ir con el resto de los caballeros al salón, así que salí yo solo a pasear por el jardín, a pensar en mis cosas, sobre todo en la señorita Fothering. Me abstraje por completo de la realidad, más incluso de lo que hubiera deseado. De repente, tomé conciencia de mí mismo y miré a mí alrededor. Me había alejado bastante de la casa y caminaba en medio de la oscuridad, por el oscuro paseo de viejos tejos. Eran tan grandes que no dejaban ver nada a ambos lados. Además, como el sendero dibujaba una curva, apenas podía ver nada delante ni detrás de mí. Miré hacia arriba y vi un cielo amarillento y luminoso cubierto de pesadas nubes, que lo cruzaban perezosas. La luna aún no había salido y aquella atmósfera de tinieblas me hizo recordar algunos de los cuadros encantados que tanto le gustaba pintar a William Blake[33]. Reinaba una especie de vaga melancolía y un ambiente fantasmagórico que me produjo escalofríos, así que aceleré el paso.

A lo lejos, el sendero se abría. Fui a dar a una pradera en pendiente, salpicada aquí y allá de tejos y de enormes matorrales coronados por unas inmensas flores plateadas. A la derecha estaba la casa, que se alzaba adusta y gigantesca en la oscuridad y, a la izquierda, el lago, que se perdía entre las sombras de la noche. La hierba iba desde el terraplén que rodeaba la casa hasta el borde del agua y solo la interrumpía el sendero que serpenteaba alrededor de la vivienda dando un gran rodeo.

Al acercarme a la casa, se encendió una luz en la ventana que estaba justo enfrente.

Cuando miré hacia arriba, vi que era la habitación que salía en mi sueño. Sin darme cuenta, me encontré subiendo por el terraplén y, ya en la parte más alta, pude ver a través del profundo foso que rodeaba la casa y observé atentamente el interior de la habitación. Temblé al mirar. El paseo entre los tejos había sumido mi alma en un estado de tinieblas y desolación. El sueño y todas sus visiones volvieron a aparecer ante mí de una forma tan nítida que de nuevo se apoderó de mí el terror, pero ahora más intensamente que antes. Me fijé en la ropa de la cama y grité al ver que la cama en que yacía la mujer del retrato estaba ya hecha; la otra cama, en la que yo había dormido, tenía las cortinas del dosel echadas. No era sino un eslabón más en la cadena de la maldición. Mientras yo permanecía allí de pie contemplando la escena, entró una sirvienta y bajó una de las persianas. Cuando estaba a punto de hacer lo mismo con la otra, entró en la habitación la señorita Fothering, quien, al ver lo que iba a hacer, debió de decirle que lo dejara. La sirvienta soltó la cuerda y subió la persiana que previamente había bajado. Después, salió con su señora de la habitación. Yo estaba tan absorto en todo lo que ocurría allí que en ningún momento tuve sentimiento alguno de culpa por ver lo que sucedía en la habitación.

Permanecí allí aterrado un rato más sin hacer nada. El pánico crecía en mí de tal forma, mientras pensaba en los acontecimientos de los últimos días, que decidí contarle mi sueño a la señorita Fothering con el fin de que no se asustase si veía algo parecido o, al menos, que estuviese preparada ante cualquier cosa que pudiera ocurrir. Tan pronto como tomé la decisión, surgió la inevitable pregunta: ¿pero cuándo? Me desagradaba profundamente tener que decírselo pero, como ya lo había decidido, pensé que lo mejor era contárselo cuanto antes. Por tanto, decidí encaminarme hacia el salón, donde sabía que encontraría a la señorita Fothering y a la señora Trevor; estaba claro que iba a hacer partícipe a esta última de mi revelación. Como me horrorizaba volver a atravesar el tenebroso y oscuro bosque de tejos, le di la vuelta a la casa y entré por la puerta de atrás, desde donde encontré fácilmente el camino que llevaba al salón.

Cuando entré, la señora Trevor, que estaba sentada cerca de la puerta, me dijo:

—Alabado sea Dios, Frank, ¿dónde has estado para venir con esa cara tan pálida? Cualquiera diría que has visto un fantasma.

Le dije que había estado dando una vuelta por el jardín, y no hice más comentarios. No quería contar mi sueño delante de las personas con las que ella estaba hablando, pues no las conocía de nada. Esperé durante un rato una oportunidad de charlar con ella a solas, pero sus obligaciones de anfitriona la mantenían tan ocupada que no sirvió de nada. Así pues, decidí contarle todos los hechos a la señorita Fothering y hacer lo mismo con la señora Trevor cuando hubiera una ocasión.

Con bastante dificultad porque no quería que se notase, conseguí sacar a la señorita Fothering del grupo de personas con las que estaba y me la llevé a uno de los alféizares con la disculpa de enseñarle lo hermosa que estaba la noche. Allí estábamos bastante aislados de cualquier intruso, pues el hueco de la ventana lo cubrían unas inmensas cortinas, que casi nos aislaban del resto de la gente como si hubiéramos estado en una sala aparte. Abordé el tema sin más demora; temía que el menor contacto con el bullicio del salón pudiera desvanecer mis temores y romper la única barrera que se alzaba entre ella y el Destino.

—Señorita Fothering, ¿sueña usted alguna vez?

—Oh, sí, con frecuencia. Pero la verdad es que la mayoría de las veces los sueños son ridículos.

—¿Por qué lo dice?

—Bueno, no importa si son buenos o malos. Mientras sueño, me parecen reales pero, al despertarme y cuando consigo recordarlos, me parecen totalmente incoherentes. La verdad es que no son más que una sarta de disparates.

—¿Le gustan los sueños?

—¡Claro que sí! Me gustan porque, aunque puedan tener sentido o no ser más que un galimatías al despertarte, mientras duermes son reales.

—¿Cree en los sueños?

—Por supuesto que no, señor Stanford.

—¿Le gusta que se los cuenten?

—Sí, si son dignos de contarse. ¿Ha estado usted soñando con algo? Cuéntemelo.

—Me encantará hacerlo. Se trata de un sueño que tiene que ver con usted y quiero contárselo.

—¿Sobre mí? ¡Qué interesante! Por favor, siga.

Le conté todo mi sueño, aunque primero mencioné nuestra conversación en el gabinete como forma de entrar en el asunto. Procuré no engrandecer el relato ni desviarme del tema. Traté de no incluir mis propias emociones y dejé que los hechos hablaran por sí solos. Me escuchó con gran atención pero, al menos hasta donde yo pude apreciar, mis palabras no produjeron en ella el menor atisbo de temor ni interpretó el sueño como un aviso. Cuando terminé, se rio y dijo:

—Es delicioso. ¿Y yo era esa chica que usted vio, a la que le asustaban los fantasmas? Si papá lo oyera, aunque no se trata más que de un sueño, me soltaría una buena charla. Me encantaría soñar algo así.

—Tenga cuidado —le dije—. Sería horroroso. Podría ser incluso una prueba de que se ha cumplido la maldición de la leyenda que leímos en aquel libro y que usted oyó contar a su tía.

Volvió a reírse e hizo un gesto con la cabeza.

—Por favor, no diga más tonterías y no intente asustarme. Le aseguro que no va a conseguirlo.

—Le doy mi palabra de honor, señorita Fothering, de que no he hablado más en serio en toda mi vida.

—¿No le parece que deberíamos volver al salón? —añadió tras una breve pausa.

—Quédese solo un momento, se lo ruego —le respondí—. Lo que le he contado es verdad, hablo en serio.

—Discúlpeme si lo que le dije antes le hizo pensar que dudaba de su palabra. Tan solo lo dije porque no estoy de acuerdo con las conclusiones a las que ha llegado. Pensé que bromeaba para asustarme.

—Señorita Fothering, no me atrevería a tomarme esa libertad, pero me alegro de que confíe en mí. ¿Puedo pedirle un favor? ¿Me promete una cosa?

Su respuesta fue clara:

—No. ¿De qué se trata?

—No se va a asustar de nada de lo que pueda ocurrir esta noche.

Se rio otra vez.

—No pensaba hacerlo. ¿Eso es todo?

—Sí, señorita Fothering, eso es todo. Pero quiero asegurarme de que no se va a alarmar, de que estará preparada para cualquier cosa que pueda ocurrir. Tengo un espantoso presentimiento de que algo malo va a ocurrir, algo en lo que me horroriza pensar, y me sentiría más tranquilo si hiciera una cosa.

—¡Qué tontería! Bueno, si realmente lo desea, le diré si voy a hacerlo o no cuando sepa de qué se trata.

Su frivolidad se desvaneció cuando vio lo serio que estaba yo. Me miró fijamente y sin temor, pero con una mirada tierna y casi piadosa, como si se creyera más fuerte que yo. Tenía un carácter libre e independiente, pero en sus ojos había un atisbo de tristeza. Yo proseguí:

—Señorita Fothering, la peor parte de mi sueño fue ver la mirada de sufrimiento que había en el rostro de la joven cuando comprobaba que estaba sola. ¿Le importaría llevarse alguna prenda y guardarla hasta mañana para recordarle, en caso de que ocurra algo, que no está sola, que hay alguien pensando en usted, un ser humano pendiente de usted, aunque el resto del mundo pueda estar dormido o muerto?

En mi excitación, le hablé apasionadamente. A cada instante, creía cada vez más posible que ella pudiera padecer el mismo terror que me asaltaba a mí. A veces, desde aquella espantosa noche, he pensado que las premoniciones no existen. Pero, cuando la idea me asaltaba en la oscuridad, no podía dejar de creer en ellas, porque todo parecía poblarse de fantasmas en mi febril imaginación. Aquella noche estaba totalmente seguro de que todo era una premonición. El miedo que había sentido paseando entre los tejos y todos los pensamientos sombríos y fantasmales que habían surgido en medio de las tinieblas tenían mucha parte de culpa.

Hubo una breve pausa. La señorita Fothering se inclinó sobre la ventana y miró a la oscuridad, al cielo sin luna. Al cabo de un rato, se volvió y me dijo pensativa:

—La verdad, señor Stanford, es que no me gusta hacer nada por miedo a lo sobrenatural o por creer en ello. Sin embargo, lo que me está pidiendo es tan sencillo que no voy a dudar ni por un momento en complacerle, pero papá siempre me ha enseñado que es casi imposible que esas cosas de las que usted tiene tanto miedo ocurran, y sé que se sentiría defraudado si yo hiciera algo que pudiera demostrar que creo en ello.

—Señorita Fothering, honestamente pienso que no hay hombre en el mundo que pueda desear menos que yo que usted o cualquiera desobedezca a su padre, ya sea de palabra o de pensamiento, y menos aún si su padre es pastor protestante. Pero le ruego que me haga caso. No puede ocasionarle ningún mal, y le aseguro que, si no lo hace, me sentiré el hombre más desgraciado. He sufrido lo inimaginable estos tres últimos días, y esta noche siento un temor que no puedo expresarle con palabras. Sé que no tengo derecho a pedirle este favor y que no hay ningún motivo para pedírselo, salvo que, por suerte o por desgracia, tuve ese sueño. Me disculpo de todo corazón por haberme tomado tal libertad pero, créame, actúo con la mejor intención.

Estaba tan nervioso que me temblaban las piernas y me caían enormes gotas de sudor por la cara.

Permanecimos callados un largo rato. Me había hecho a la idea de que iba a rechazar mi petición, cuando ella habló de nuevo:

—Señor Stanford, solo por el pretexto que ha puesto voy a aceptar hacer lo que me ha pedido. Por alguna extraña razón que no alcanzo a comprender, veo que está usted muy preocupado y que yo puedo evitar su sufrimiento, de modo que haré lo que desea. Solo tiene que decirme qué desea que haga.

Al escucharla, pensé que estaba enfadada conmigo. No obstante, le expliqué mis intenciones:

—Quiero que, cuando se vaya a la cama, se lleve con usted algún objeto que le recuerde lo que ha pasado entre nosotros dos, de modo que, pase lo que pase, no se sienta sola ni asustada.

—Así lo haré. ¿Qué quiere que me lleve?

Mientras hablaba, tenía un pañuelo en la mano. Puse mi mano sobre él y lo bendije en el Nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Hice esto para que todo se le quedara grabado en la memoria y para asustarla un poco.

—Así sabrá —le dije— que no está sola.

Al bendecir de aquella forma el pañuelo, había conseguido de sobra mi objetivo. La joven parecía atemorizada, pero me lo agradeció con una dulce sonrisa:

—Veo que actúa de corazón —respondió—, y se lo agradezco.

Mientras hablaba, me dio la mano de una forma tan sincera y honesta que recordaba más el carácter independiente de un hombre que la timidez de una mujer. Al estrechársela, sentí cómo la sangre me fluía por el rostro pero, antes de permitir que la retirase, se apoderó de mí un impulso que me hizo inclinarme y besársela. Ella la apartó rápidamente y dijo con frialdad:

—No esperaba esto de usted.

—Créame, no pretendía tomarme esa libertad. Es solo una forma de expresarle mi gratitud. Me ha hecho un gran favor. No tiene ni idea de cómo ha conseguido aliviar mi corazón, tan atemorizado hace solo una hora, o no me habría reprochado haberla ofendido.

Mientras me disculpaba, la miré entristecido. Ella me miró sin temor y con una sonrisa de perdón. Movió la cabeza como para olvidarse del asunto.

Permanecimos en silencio un instante y, a continuación, ella añadió:

—Me alegro de serle útil pero, si hay alguna posibilidad de que se cumplan sus temores, la primera beneficiada seré yo. Pero, escúcheme, no debe decir ni una sola palabra de esto a nadie. Pensarán que estamos locos.

—No, no, señorita Fothering. Yo puedo estar loco, pero usted solo hace lo que le parece que es una tontería para evitar que yo sufra. Pero ¿no se lo puedo contar ni siquiera a la señora Trevor?

—No, tampoco a ella. Me moriría de vergüenza si alguien, además de nosotros, supiera algo de esto.

—Confíe en mí. Guardaré el secreto, si es eso lo que desea.

—Pase lo que pase, esperaremos hasta mañana. Pero si mañana me río de usted, espero que usted haga lo mismo.

—Se lo prometo. Espero poder reírme de todo esto.

A continuación, nos reunimos con el resto de los invitados.

Cuando me retiré a mi habitación aquella noche, estaba demasiado nervioso como para poder dormirme, pese a que mi promesa no me lo prohibía. Me dediqué a dar vueltas y a reflexionar. No acababa de creerme lo que yo mismo pensaba que pasaría y, sin embargo, me sentía invadido por un temor incierto. Pensé en lo ocurrido la noche anterior, sobre todo en el paseo después de la cena por aquel sendero entre los tejos y en la habitación que había visto en sueños. De ahí, mis recuerdos pasaron al profundo alféizar de la ventana donde había dado la prenda a la señorita Fothering. Apenas podía creer que aquel encuentro hubiera sido real; sabía que había ocurrido, pero nada más. Me resultaba extrañísimo evocar una escena que, ahora que ya había sucedido, se me antojaba mitad comedia, mitad tragedia, y recordar que había ocurrido en secreto en este pragmático siglo XIX, aunque bien podría haberlo oído un montón de gente, pues a la señorita Fothering y a mí solo nos cubría una cortina. Me sentía alterado, en parte por los nervios, en parte por la vergüenza que me producía pensar en todo aquello. Pero mis pensamientos volvieron a la forma en que la señorita Fothering había accedido a mi extraña petición. Al pensar en ella, la vergüenza que me producía pensar que podía haberme equivocado se convirtió en un rayo de esperanza. Recordé la predicción que había hecho la señora Trevor («conozco bien al ser humano y creo que tú le gustarás»), y sentí que me había encariñado con la señorita Fothering. Pero mi dicha se volvió enojo al pensar en lo que podía llegar a sufrir; la sola idea de su dolor, de su sufrimiento, me produjo un desasosiego enorme, mayor del que había sentido nunca. Volví a pensar en mi propio miedo y en mi sueño, en todo lo que aquella visión había traído consigo. Volví a sentir un inmenso terror; era como si presintiera que algo estaba a punto de suceder, como si la tragedia se acercara a su clímax. Sabía que era muy tarde. Miré el reloj. Faltaban unos minutos para la una. Recordé que, después de que el señor Trevor regresara a casa la noche de mi sueño, el reloj había dado las doce. En Scarp había un reloj que daba tan alto las horas que, en bastantes millas a la redonda, la gente se regía por él. Los minutos pasaban tan lentos que cada segundo parecía una eternidad.

Estaba de pie, con el reloj en la mano, contando los segundos, cuando, de repente, entró en la habitación una luz tan brillante que hizo que la que procedía de la vela que estaba en la mesa pareciera insignificante. Aquella luz que entraba a raudales por la ventana proyectó mi sombra sobre la pared. Mi corazón dejó de latir durante unos instantes y la sangre fluyó de forma tan violenta a mis sienes que se me nubló la vista y la cabeza me empezó a dar vueltas. Enseguida me recuperé y fui hacia la ventana con el temor de que mi sueño se volviera a repetir.

La luz seguía allí, pero no había niños ni brujas ni demonios. La luna acababa de salir y pude ver su reflejo al final del lago. Volví inquieto la mirada hacia el lugar donde había visto a los niños y a las brujas, pero solo vi los sombríos tejos y los altos matorrales de flores plateadas mecidos por el viento de la noche. La luz hacía destacar la silueta de las flores y las hacía más llamativas.

Mientras contemplaba la escena, un pensamiento repentino cruzó por mi mente como un chispazo. En un segundo comprendí toda aquella visión. La luz de la luna y su reflejo en el agua, que penetraba en mi habitación, era la luz de mi sueño o el fantasma que creí haber visto. Aquellos tres arbustos de flores plateadas eran los tres niños adorables, y las hojas secas y el follaje oscuro de los tejos eran lo que a mí me había parecido el diablo. En cuanto al resto, la cama vacía y el rostro del cuadro, mi vago recuerdo del apellido Fothering y la olvidada leyenda de la maldición… ¡Qué estúpido, qué estúpido había sido! Había sido víctima de las circunstancias y de mi propia imaginación. Después pensé en las dudas que estarían asaltando a la señorita Fothering. ¿Acaso el haberle contado mi sueño, el haberle pedido una prenda, todo ello junto a qué fuera de noche y a aquel paisaje tenebroso, no producirían en ella el efecto que yo temía? Fue solo en ese momento tan amargo, tan amargo, cuando me di cuenta de lo estúpido que había sido. Pero ¿cómo le afectaría a ella mi angustia? Por un momento pensé en levantar a la señora Trevor y contarle todo lo ocurrido; así podría acercarse a la habitación de la señorita Fothering y decirle que no había ningún motivo de alarma. Pero no tuve tiempo de hacerlo. Mientras me dirigía a la puerta, el reloj dio la una. Oí un grito que procedía de la habitación que estaba debajo de la mía.

Era un grito agudo, más de sorpresa que de miedo. La campanada del reloj había despertado, sin duda, a la señorita Fothering, y esta, al asomarse a la ventana, había visto las mismas figuras que yo le había descrito.

Me precipité escaleras abajo y llegué a la puerta de su dormitorio, que estaba justo debajo del que yo ocupaba. Estaba a punto de entrar cuando, instintivamente, el respeto a su intimidad me contuvo. Durante unos segundos permanecí allí de pie, en silencio, con la mano en el pomo de la puerta.

De dentro venía una voz, su voz, que exclamaba sorprendida.

—¿Todo esto está sucediendo de verdad? ¿Estoy sola? —pero luego continuó en un tono más alegre—. No, no estoy sola. ¡La prenda que él me dio! ¡Oh, gracias a Dios, gracias a Dios!

Sus palabras hicieron que una enorme dicha invadiera mi corazón. Noté que mi pecho se desbordaba y unas lágrimas de felicidad brotaron de mis ojos. Entonces comprendí que tenía la fuerza y el valor suficientes para enfrentarme yo solo al mundo por ella. Pero antes de que mis ilusiones tuvieran tiempo de hacerse realidad, se desvanecieron. De nuevo su voz salió de la habitación, esta vez teñida de desesperación, y me dejó helado de pies a cabeza.

—¡Aaah! ¿Todavía está ahí? ¡Oh, Dios mío, no me hagas perder la razón! ¡Ojalá hubiera alguien a mi lado! —Luego su voz sonó en tono de súplica—. No me dejará usted sola, ¿verdad? Su prenda. Sí, recuerda su prenda. ¡Ayúdeme, ayúdeme ahora!

Su voz se volvió entonces más frenética. De repente, oí un grito inarticulado, de lamentación, que reflejaba el terror que sentía.

Al oír aquel grito agónico, me di cuenta de que la locura no tardaría en apoderarse de ella, de que yo ya había vacilado demasiado. Debía dejar a un lado los convencionalismos, si quería remediar mi fatal error. Nada podía salvarla de salir malparada de aquella situación (tal vez la demencia, tal vez la muerte), salvo una fuerte impresión que rompiera el hechizo que dominaba su miedo y su imaginación desbordada. Me lancé sobre la puerta y entré en la habitación gritando:

—¡Valor, valor! ¡No está sola, yo estoy aquí! ¡Recuerde la prenda!

Instintivamente, agarró el pañuelo, pero apenas oía mis palabras y tampoco parecía notar mi presencia. Estaba sentada en la cama, tenía la cara desencajada por el miedo y miraba hacia afuera. De fuera llegó el ulular de un búho que volaba por encima del lago. Ella también lo escuchó y chilló:

—¡También se ríen! ¡Ya no hay esperanza! Ni siquiera él se atreverá a enfrentarse a ellos.

A continuación, soltó un grito tan salvaje, tan desgarrado que, nada más oírlo, me puse a temblar y se me erizó el pelo. Por toda la casa se oían gritos de espanto, tintineos de campanillas y pasos apresurados, pero aquella desgraciada joven no era consciente de lo que ocurría a su alrededor. Ella seguía mirando por la ventana, esperaba la consumación del sueño.

Comprendí que había llegado el momento de actuar y de autoinmolarse. Solo había una manera de remediar mi error fatal: lanzarme contra la ventana y tratar de esa forma de despertarla y de sacarla del trance.

No dije nada. Simplemente corrí por la habitación y me lancé de espaldas contra la gruesa lámina de cristal. Al volverme, vi a la señora Trevor entrar corriendo alarmada en la habitación.

—¡Diana, Diana! ¿Qué ocurre?

El cristal se rompió, saltó en mil pedazos. Pude sentir cómo sus bordes afilados se me clavaban como cuchillos. No me quejé del dolor que sentía porque, por encima del ruido de los pasos corriendo, del crujir de los cristales y de los gritos que venían de dentro y fuera de la habitación, pude escuchar su voz, que gritaba con alegría:

—¡Estoy salvada! ¡Los ha vencido!

Luego, se dejó caer en los brazos de la señora Trevor, quien yacía tumbada en la cama.

Sentí un choque fortísimo. Era como si todo el Universo se hubiera llenado de chispas de fuego que giraran a mí alrededor a la velocidad de la luz. Creí estar en el centro de un mundo en llamas. A continuación, oí el rumor de un viento que zumbaba cada vez más fuerte. La oscuridad lo invadió todo y los sonidos se apagaron. Parecía que el mundo se hubiera acabado. No recuerdo nada más.