Más eslabones

Ya tarde, me despertó Parks, el mayordomo del señor Trevor, que solía ocuparse de mí cuando iba a visitar a mis amigos. Me trajo agua caliente y el periódico local. Mientras charlaba con él, me olvidé por un rato de la angustia que me había sobrecogido por la noche.

Parks era serio y mayor, un tipo de persona en peligro de extinción, de esa clase de viejos criados tan orgullosos de su lealtad hereditaria para con sus señores como estos lo están de su nombre y su abolengo. Como todos los viejos sirvientes, veneraba las tradiciones. Creía en ellas, las temía y mostraba el más profundo respeto hacia cualquier cosa que tuviera historia.

Le pregunté si conocía algo de la leyenda de Scarp. Me respondió con una mezcla de duda y vacilación, como si sopesara una opinión que no tenía del todo clara.

—Bueno, ya ve usted, señorito Frank, que Scarp es un lugar con tantos años que en torno a él debieran haberse forjado cientos de leyendas, pero ha estado tanto tiempo sin habitar que nadie en el pueblo las recuerda. Parece como si este lugar hubiera estado olvidado de la gente. Me temo mucho, señor, que su auténtica historia se ha perdido.

—¿Qué quiere decir con eso de su auténtica historia? —le pregunté.

—Bueno, señor, quiero decir su verdadera historia y no esos chismes que cuenta la gente. He oído al sepulturero contar algunas historias, pero estoy casi seguro de que no eran verdad. Ni él mismo se las creía, solo quería asustarnos.

—¿Y no ha oído ninguna historia que parezca real?

—No, señor, y mire que he intentado enterarme de alguna. Ya sabe, señorito Frank, que hay una especie de club, formado por caballeros muy respetables, que se reúne cada semana en la taberna que hay en el pueblo. Me pidieron que fuera su presidente. Lo hablé con mi señor y me dio permiso para aceptar el cargo. Acepté porque ellos insistieron. Imaginé que esa era una buena forma de hacer averiguaciones. Anoche estuve en el club. Por eso no estaba aquí para atenderle, lo cual espero pueda disculparme.

Al hablar de su club, tan elegante, Parks mostraba una mezcla de orgullo y superioridad, y el efecto que conseguía crear en su interlocutor quedaba realzado por la franqueza con la que hablaba. Le insistí en sí no había encontrado ningún indicio acerca de la existencia de alguna de las leyendas que debía de haber sobre un lugar tan antiguo como aquel. Me respondió con desgana:

—Bueno, señor, en el pueblo había una mujer terriblemente fea y chocha, que debía de saber algo sobre Scarp porque cuando oía ese nombre mascullaba entre dientes algo sobre las «espantosas historias» y las «épocas de horror» y ese tipo de cosas, pero no pude hacerle comprender lo que quería saber ni que me hablara del tema.

—¿Pero lo ha intentado de veras, Parks? ¿Por qué no prueba de nuevo?

—Porque está muerta, señor.

Mientras Parks hablaba de aquella vieja, sentí ganas de reírme. Soy incapaz de describir cómo se recreaba al pronunciar las palabras «horribles historias» y «épocas de horror». Había que haberlo visto y oído para comprender a lo que me refiero. Su voz se volvió profunda y misteriosa, y casi se relamía de placer de solo pensar que todo aquello podía ser la base para una pesadilla. Pero cuando me dijo que la mujer estaba muerta, un sentimiento de incomprensión, mezclado con pavor, se apoderó de mí. En ella, en la mujer, se había roto el último eslabón entre el misterioso pasado y yo, sin que nunca más pudiera volver a recomponerse. Se habían perdido para siempre todas las leyendas y toda una tradición que provenía de extrañas coincidencias y de las creencias y la imaginación de antiquísimas familias de lugareños, leales a su soberano señor. Me sentí triste y disgustado. Ni Parks ni yo intentamos continuar la conversación. En ese momento, el señor Trevor entró en mi habitación y, tras intercambiar afectuosos saludos, bajamos juntos a desayunar.

Durante el desayuno, la señora Trevor me preguntó qué me había parecido el retrato de la joven que había en mi habitación. Muchas veces habíamos discutido acerca de los rasgos del carácter que dejan traslucir los retratos (ambos nos teníamos por buenos fisonomistas), así que me hizo la pregunta como si realmente le interesara mi opinión. Le dije que solo lo había mirado un instante, de modo que prefería no emitir un juicio de valor sin llevar acabo antes un estudio más minucioso. Pero lo poco que había visto me había causado buena impresión.

—Bueno, Frank, después del desayuno, vuelve a mirar el retrato con atención, y luego dime exactamente qué te parece.

Después del desayuno hice lo que me había pedido y volví al comedor, donde me esperaba sentada la señora Trevor.

—Y bien, Frank, ¿qué te parece? No me malinterpretes. No es curiosidad malsana, tengo razones para querer saberlo.

Le dije lo que pensaba del carácter de la joven. Si algo había de cierto en la ciencia de la Fisionomía, esta debía de haber sido extraordinaria.

—Entonces, ¿te gusta su cara?

A eso le respondí:

—Es una pena que no haya mujeres así hoy en día. Deben de haberse extinguido con Sir Joshua[29] o con Greuze[30]. Si encontrara una chica como creo que fue la modelo del retrato, no pararía hasta hacerla mi esposa.

Para sorpresa mía, mi anfitriona dio un salto y se puso a aplaudir. Le pregunté qué pasaba. Se rio y me contestó con tono burlón imitando mi voz:

—Suponga por un momento que sus buenas intenciones se frustraran. Por mucho que quieras que algo ocurra, si no ha de ocurrir, no ocurrirá.

—Bueno —añadí yo—. Seguro que lo ha dicho por algo, porque, si no, no habría dicho nada, pero no la entiendo.

—¡Ah, olvidé comentarte, Frank, que ese retrato tiene un extraordinario parecido con Diana Fothering!

Sentí cómo el rubor se apoderaba de mi rostro. Ella también se dio cuenta y me cogió las manos entre las suyas mientras nos sentábamos en el sofá. A continuación, me dijo con ternura:

—Querido Frank, no quiero bromear más contigo sobre este asunto. Estoy segura de que te gustará Diana. Me lo dice la admiración que te ha producido ese retrato y, por lo que conozco de la naturaleza humana, sé que tú también le gustarás. Tanto Charley como yo deseamos verte casado, y no habríamos querido para ti una esposa que no fuese la adecuada. En toda mi vida he conocido una muchacha como Di y, si os gustáis, a Charley y a mí nos encantará ayudarte con la boda, al menos, en todo lo que podamos. No digas nada ahora. Sabes perfectamente lo mucho que te queremos. Siempre te hemos tratado como a un hijo y, seguirás siéndolo aun cuando Dios quiera separar nuestros caminos. Olvídate, pues, de todo hasta que llegue el momento de conocer a Diana. Pero, entiéndeme: a menos que os améis de verdad, no queremos veros casados. En cualquier caso, pase lo que pase, solo queremos tu felicidad. Dios te bendiga, mi pequeño Frank.

Mientras decía esto, los ojos se le llenaron de lágrimas. Cuando terminó, se inclinó, me cogió la cabeza y me besó la frente con muchísima ternura. Luego, se levantó suavemente y salió de la habitación. Sentí unas inmensas ganas de llorar; sus palabras habían sido tiernas, sensibles, maternales, pero no puedo describir la infinita ternura y amabilidad de su voz y sus gestos. En lo más hondo de mi corazón, deseé todo lo mejor para aquella mujer, aunque la emoción impidió poner voz a mis plegarias. En el mundo debe de haber mujeres como la señora Trevor pero, en cualquier caso, nunca he conocido a ninguna como ella.

Como es fácil imaginar, estaba muy ansioso por conocer a la señorita Fothering. Durante el resto del día, no pude quitármela de la cabeza. Aquella tarde llegó una carta de la más joven de las Fothering en la que se disculpaba por no poder cumplir su promesa de visitar a mis anfitriones; una tía suya, con la que debía ir a París durante algunos meses, se había presentado de forma inesperada.

Esa noche dormí en mi nueva habitación y no tuve más sueños ni visiones. Por la mañana me desperté medio avergonzado de haber hecho caso a algo tan infantil como el sueño que tuve mi primera noche en aquella casa antigua.

A la mañana siguiente, después de desayunar, iba yo por el pasillo y vi la puerta de mi antiguo dormitorio abierta, así que entré a echar otro vistazo al retrato. Mientras lo miraba, me preguntaba cómo aquel cuadro podía tener tanto parecido con la señorita Fothering, como afirmaba la señora Trevor.

Cuanto más pensaba en ello, más confuso me sentía. De repente, volvió el sueño: el rostro del cuadro y la figura de la cama, los fantasmas fuera en la noche y las palabras siniestras: «El más bello y mejor». Mientras pensaba en ello, se fueron agolpando en mi mente todas las posibles leyendas sobre aquella vieja casa. Comencé a sentir un zumbido en los oídos y la cabeza empezó a darme vueltas. Tuve que sentarme.

—¿Es posible —me pregunté— que haya caído alguna maldición sobre la familia que un día vivió entre estas paredes y que ella, la señorita Fothering, pertenezca a esa familia? Cosas peores se habían visto.

La idea se me antojaba terrible porque evocaba una realidad que yo había considerado un mero sueño provocado por mi imaginación. Habría sido horrible si esta idea me hubiera venido en la oscuridad y el silencio de la noche. ¡Qué feliz me sentía de estar a plena luz del día, con un sol radiante y el aire invadido del trinar de los pájaros y el graznar estridente y penetrante de la colonia de grajos!

Me quedé en la habitación un poco más pensando en la escena y, como es natural, cuando al fin me sobrepuse a mis temores, la razón empezó a cuestionarse la autenticidad, la verosimilitud del sueño. Comencé buscando pruebas para demostrar la falsedad de los hechos pero, tras reflexionar un rato, lo único que me pareció relevante fue la disculpa de la señorita Fothering. En el sueño, la joven, aterrorizada, estaba sola, y el simple hecho de que fueran a venir de visita dos damas iba en contra de lo previsto. Pero, como si los hechos conspiraran para que el sueño se cumpliera, una de las hermanas no podía venir y la otra joven era la viva imagen del retrato que yo había visto en la visión. Me costaba aceptar que fuera un simple sueño.

Decidí pedirle a la señora Trevor que me explicara el motivo del enorme parecido entre la señorita Fothering y la mujer del retrato, así que salí en su búsqueda. La encontré en el salón, sola. Después de hablar de algunos asuntos intrascendentes, le mencioné el tema del que quería encontrar información. Desde el día anterior la señora Trevor no había vuelto a mencionar el tema del matrimonio, pero cuando nombré a la señorita Fothering, pude ver una expresión de alegría en su rostro, lo cual me produjo un gran placer. No hizo ninguno de esos comentarios vulgares que muchas mujeres creen necesario hacer cuando están hablando con un hombre sobre una muchacha por quien suponen que este tiene algún afecto. Con su actitud logró que me sintiera cómodo, mientras yo permanecía nervioso en el sofá tirando de las hebras de lana de uno de los macasares, consciente de que mis mejillas estaban rojas y de que mi voz sonaba forzada y antinatural.

Ella simplemente dijo:

—Por supuesto, Frank. Estoy dispuesta a charlar de la señorita Fothering o de cualquier cosa.

A continuación, puso una señal en el libro que estaba leyendo, lo dejó a un lado y cruzó los brazos. Me miró con una sonrisa solemne, amable y expectante.

Le pregunté si sabía algo de la historia de la familia Fothering.

—Nada, salvo lo que ya te he contado. Su padre es de una buena y honorable familia, aunque venida a menos.

—¿Tiene algo que ver con alguna familia de este condado? ¿Con los primeros dueños de Scarp, por ejemplo?

—No, que yo sepa. ¿Por qué lo preguntas?

—Me gustaría averiguar por qué se parece tanto al retrato.

—Nunca me lo había planteado. Puede que exista alguna relación entre su familia y los Kirk, los primeros propietarios de Scarp. Se lo preguntaré cuando venga. Mientras tanto, podemos ver si hay algún libro antiguo o algún árbol genealógico que nos lo aclare en la biblioteca. Frank, ahora nuestra biblioteca está bastante bien porque, además de nuestros libros, también tenemos los que pertenecieron a la primitiva biblioteca de Scarp. Están muy desordenados pero, como sabemos lo mucho que disfrutas con ese trabajo, estábamos esperando a que llegaras para colocarlos.

—Nada me agradaría más que ordenar todos estos espléndidos libros. ¡Qué magnífica biblioteca! Es una pena que esté en una casa privada.

Nos pusimos a buscar alguno de esos viejos libros sobre la historia de las distintas familias que suele haber en las casas antiguas. Así, pude comprobar que la biblioteca de Scarp era muy valiosa y, mientras proseguíamos la búsqueda, me tropecé con espléndidos y raros volúmenes que decidí examinar en mi tiempo libre, ya que mi visita a Scarp se iba a prolongar.

Primero buscamos en las viejas carpetas de manuscritos y, después de unas cuantas desilusiones, encontramos por fin un gran volumen, magníficamente impreso y encuadernado, que contenía bocetos y planos de la casa, aclaraciones sobre el escudo heráldico de los Kirk, todas las familias con las que estaban relacionados y la historia de todas ellas cuidadosamente expuesta. Su título era «El Libro de Kirk». Estaba lleno de anécdotas y leyendas, y contaba una buena parte de la tradición familiar. Como era justo el libro que necesitábamos, no seguimos buscando. Una vez desempolvado el volumen, lo llevamos al gabinete de la señora Trevor, donde podríamos analizarlo sin que nadie nos molestase.

En el índice encontramos el apellido Fothering. Al ir a la página señalada, pudimos comprobar que las armas de los Kirk estaban cruzadas con las de los Fothering. Por el texto supimos que una de las hijas de Kirk se había casado en 1573 con el hermano de Fothering, en contra de la voluntad tanto del padre como del hermano de ella; tras una profunda enemistad que duró unos diez o doce años, este último, por entonces señor de Scarp, se batió en duelo con el hermano de Fothering y lo mató. Al conocer la noticia, Fothering juró vengar a su hermano. Juró que, si dejaba de cortar la mano que había asesinado a su hermano y no la clavaba en la puerta de los Fothering, caerían sobre él y su estirpe las más terrible de las maldiciones. La enemistad se hizo tan visceral que parecía como si Kirk hubiera perdido la razón por ese asunto. Cuando se enteró del juramento de Fothering, comprendió que tenía pocas posibilidades de vencer, pues el enemigo lo superaba en el manejo de cualquier arma. Por ello, decidió adoptar una forma de venganza con la que, aún costándole la vida, esperaba lograr acabar para siempre con su cuñado. Su propio juramento se volvería contra él. Envió a Fothering una carta en la que le maldecía a él y a toda su familia, y pedía a Dios que se cumpliera esta maldición. La carta terminaba pidiendo la muerte en cuerpo, alma y mente del primer Fothering que atravesara la puerta de Scarp, que esperaba fuera el más bello y mejor de la familia. Tras enviar la carta, se cortó la mano derecha y la arrojó a un fuego que él mismo había encendido para tal propósito. Cuando las llamas se hubieron consumido por completo, se clavó su propia espada y murió.

Mientras leía las palabras «el más bello y mejor», me recorrió un escalofrío. Al instante, volvió a hacerse presente mi sueño y me pareció escuchar de nuevo en mis oídos el eco de aquella risa diabólica.

Miré a la señora Trevor y vi que se había quedado muy seria. Su rostro parecía asustado, como si la hubiera invadido un pensamiento que ni ella misma fuera capaz de explicar. Yo me sentía más atemorizado que nunca; nada hace aumentar más nuestros miedos que el ver que también atemorizan a los demás. Intenté ocultar mi pánico. Nos sentamos en silencio durante algunos minutos. Luego, la señora Trevor se levantó y dijo:

—Ven conmigo, vamos a ver el retrato.

Recuerdo que dijo «el» y no «ese» retrato, como si todo el tiempo hubiera estado pensando en el cuadro. Por una extraña coincidencia, la sobrecogía el mismo pavor que había causado en mí la visión. Yo era la persona idónea para tener miedo.

Fuimos al dormitorio y permanecimos de pie ante el cuadro. Su mirada parecía el fiel reflejo de nuestros temores. En un tono un poco nervioso, mi acompañante me dijo:

—Frank, descuelga el cuadro para que podamos ver la parte de atrás.

Obedecí. Escrito en el mugriento lienzo con una extraña y anticuada caligrafía había un nombre y una fecha que, tras muchas cábalas, logramos deducir que correspondía a Margaret Kirk, 1572. Era el nombre de la dama que mencionaba el libro.

La señora Trevor se volvió y me miró con temor.

—Frank, esto no me gusta nada. Aquí hay algo raro.

Estuve tentado de contarle mi sueño, pero me dio vergüenza hacerlo. Además, temí asustarla demasiado, pues ya estaba bastante preocupada.

Seguí mirando el cuadro para disimular mi turbación. Me extrañó que la parte de atrás del lienzo estuviera tan sucia, en comparación con la pintura. Comenté este detalle con la señora Trevor. Se lo pensó unos instantes y, de repente, dijo:

—Ya sé lo que ha podido pasar. Ha estado dando la vuelta, con el retrato mirando a la pared.

No dije ni una sola palabra. Volví a colgar el cuadro y regresamos al gabinete.

Por el camino, empecé a pensar que mi sueño era demasiado inverosímil como para hablar de él. Resulta muy difícil dar crédito a los horrores que crea la oscuridad cuando a uno le envuelve la luz del sol. Era como si la señora Trevor hubiera estado pensando en lo mismo pues, según entrábamos en la habitación, me dijo:

—Frank, creo que los dos somos bastante ingenuos al permitir que nuestra imaginación nos lleve tan lejos. Esa historia es simplemente una leyenda, y tú y yo sabemos muy bien cómo un relato puede distorsionar hasta los hechos más inocentes. Lo único cierto en todo esto es que la familia Fothering estuvo emparentada con los Kirk y que el retrato es de la señorita Kirk, quien se casó en contra de la voluntad de su padre. Parece que este se enfadó con ella por actuar así y, como represalia, volvió el cuadro contra la pared (reacción, por lo demás, muy común entre los padres enfadados de cualquier época), pero nada más. No hay nada más. Vamos a dejar de pensar en este asunto, porque solo nos va a hacer decir tonterías. Sin embargo, independientemente de su parecido con Diana, el cuadro es muy hermoso, así que mandaré ponerlo en el comedor.

Lo colgaron esa misma tarde, pero la señora Trevor no volvió a hacer alusión alguna al tema. La notaba un poco reservada al hablarme y me pareció raro. Era como si temiera que yo reanudara el tema prohibido. Creo que no quería que su imaginación la confundiera y desconfiaba de sí misma. No obstante, antes de la noche, volvió a ser la misma, pero nunca más tocó el asunto en cuestión.

Aquella noche dormí bien, sin sueños de ningún tipo. A la mañana siguiente, la tercera mañana del sueño, al bajar a desayunar, me anunciaron que podría ver a la señorita Fothering antes de que llegara la tarde.

No pude evitar sonrojarme y balbucear algunos comentarios intrascendentes. Luego, al levantar la vista con timidez, vi a mi anfitriona mirarme con una sonrisa más amable que de costumbre. Me dijo:

—Frank, ya sabes que ayer me asusté cuando estuvimos viendo el cuadro, pero lo he pensado bien y he llegado a la conclusión de que no había ninguna razón para reaccionar así. Estoy segura de que estarás de acuerdo conmigo. De hecho, nuestros temores me parecen ahora hasta graciosos y creo que se lo contaré a Diana cuando llegue.

Una vez más estuve a punto de contarle mi sueño, pero de nuevo me retuvo la vergüenza. Sabía que la señora Trevor no se iba a reír de mí ni iba a menospreciar mis temores; tenía demasiada clase y era demasiado buena y amable como para hacer algo así. Además, ambos habíamos compartido el mismo miedo.

¿Cómo confesar mi temor a lo que, ante los ojos de los otros, no era más que un ridículo sueño, cuando ella había conseguido dominar un miedo que se había apoderado de nosotros dos y que había surgido de una conjunción extraña de hechos? Parecía tan segura que yo no podía llevarle la contraria. Y así lo hice, de momento.