El aviso

El día que llegué a Scarp era tan tarde que apenas me di cuenta del aspecto exterior de la casa pero, por lo que pude apreciar a la débil luz del crepúsculo, se trataba de un edificio majestuoso, de aspecto bastante antiguo y construido en piedra blanca. Sin embargo, al atravesar el pórtico, pude apreciar más de cerca su belleza: en el vestíbulo ardía una gran chimenea y todas las habitaciones y pasillos estaban iluminados. El vestíbulo podía ser, por su tamaño, el de un palacio y daba a una escalera de roble oscuro tan ancha y empinada que casi podía subir por ella un carruaje. Las habitaciones eran espaciosas, de techos altos y con las paredes revestidas de roble negro igual que la escalera. Este oscuro material habría hecho que la casa pareciera terriblemente lóbrega de no ser por lo espacioso y alto de las habitaciones y los pasillos. La impresión que causaba era una acogedora combinación de calidez y estilo. Las ventanas estaban encajadas en profundos alféizares y, en la planta baja, casi llegaban desde el suelo hasta el techo. Las chimeneas eran de estilo antiguo, grandes y con tallas de roble macizo, que representaban escenas de la Historia Sagrada. A ambos lados de las mismas se erguían dos atizadores de hierro macizo con forma de perro. Era justo el tipo de edificio que hubiera emocionado a Washington Irving[24] o a Nathaniel Hawthorne[25].

Hacía poco que habían restaurado la casa, sin olvidar por ello las comodidades, y le habían añadido todas aquellas mejoras que pudieran hacer más acogedoras las habitaciones. Las viejas ventanas de hoja romboidal, que probablemente databan de la época isabelina, habían sido sustituidas por otras de vidrio, mucho más prácticas. Y, de idéntica manera, se habían incorporado otros muchos cambios, pero se había hecho con tan buen gusto que nada de lo antiguo desentonaba con lo moderno. Se había conseguido una armonía de conjunto.

Pensé que no era nada extraño que la señora Trevor se hubiera enamorado de aquel lugar nada más verlo. Solo le bastó decir que le gustaba para que su marido se lo comprara, pues era lo suficientemente rico como para permitirse casi cualquier cosa que pudiera conseguirse con dinero. Era un hombre de buen gusto pero, en este aspecto, se sentía inferior a su mujer, por lo que ni se atrevía a llevarle la contraria en algo en lo que hubiera que elegir o dar su opinión. Sin lugar a dudas, la señora Trevor tenía el gusto más refinado que he visto nunca y, curiosamente, ese buen gusto no se limitaba a una rama específica del arte. Ni escribía, ni pintaba, ni cantaba, pero sus amigos jamás ponían en entredicho sus opiniones sobre literatura, pintura o música. Parecía como si la naturaleza le hubiese negado el don de expresarse en cualquiera de estas artes pero, a cambio, le había concedido el talento de distinguir lo auténtico y lo bello. Era toda una experta en el buen gusto, en el arte de la vida diaria. Su marido solía decir en tono de broma que estaba seguro de que su ascendente era Libra, pues todo lo que decía y hacía mostraba un equilibrio perfecto.

El señor y la señora Trevor hacían una pareja perfecta. No parecían dos personas distintas, sino una sola. Tenían algo del concepto francés de marido y esposa: lo menos que podían ser era amigos, pues les unían una serie de lazos indisolubles, que les obligaban a compartir tanto las alegrías como las penas. Lo primero compensaba con creces lo segundo. Eran tan alegres que sabían disfrutar de todo, incluso sabían encontrar consuelo cuando los golpeaba la mala suerte. A pesar de todo, por debajo de esa fachada de felicidad, discurría un hilo de preocupación, que afloraba en el momento menos pensado, para volver a desaparecer de nuevo, pero que le daba un tono apagado a todo el tejido: no tenían hijos.

Había en ellos una sombra de tristeza pero, llegado el momento,

su dolor se convirtió en un aliento

que se transformó de nuevo en calma,

y dejó a su paso un deseo desconocido[26].

Había algo de sencillez y santidad en su forma de sobrellevar aquella existencia solitaria (una casa sin niños siempre resulta triste para quienes se aman de verdad). El suyo no era el deseo impaciente y frustrado de aquellos cuya unión es estéril. Vivían en esa resignación sencilla, paciente y desesperanzada de quien se ha dado cuenta de que una pena compartida une más que muchas alegrías. Solo con ver la forma en que me trataban, pude percibir el calor de sus corazones y su fuerte sentimiento paternal.

Desde que estuve enfermo en la universidad, momento en que la señora Trevor apareció ante mis febriles ojos como un ángel, sentí cómo el cariño hacia mí se apoderaba de sus corazones. Nadie puede imaginar mi gratitud hacia una dama que, por el simple hecho de enterarse por un amigo de la universidad de que yo estaba enfermo y solo, vino y me cuidó día y noche hasta que me desapareció la fiebre. Cuando tuve fuerzas suficientes para moverme, me llevó al campo, donde el aire puro, la atención y los cuidados me hicieron sentir más fuerte que nunca.

Desde aquel entonces, me convertí en un invitado habitual en casa de los Trevor y, a medida que pasaban los meses, me fui dando cuenta de que me querían cada vez más. Durante cuatro veranos seguidos, pasé las vacaciones en su casa. Cada año sentía que, cuando el señor Trevor me daba la mano, lo hacía cada vez con más cordialidad, y el beso que su esposa me daba en la frente, a modo de saludo, se hacía más tierno y maternal.

Su cariño hacia mí era tal que, en el fondo de sus corazones, un lugar sagrado para ambos, me amaban como a un hijo. Aquel muchacho solitario, cuyo cariño hacia sus mejores amigos de juventud se había ido afianzando con el tiempo, les había devuelto ese amor con creces. Yo mismo me avergonzaba de todo lo que los quería; idolatraba a la señora Trevor como antes había adorado a mi madre, a la que perdí siendo muy joven y cuyos ojos veía brillar algunas veces sobre mí en sueños como si fueran estrellas.

Es curioso lo tímidos que podemos llegar a ser en todo lo relativo a nuestros sentimientos. Tan solo porque nunca había sido capaz de decirle que la quería como a una madre y tampoco ella me había dicho que me quería como a un hijo, la miraba con cierto aire de sospecha que solo era producto de mi imaginación. Incluso, en algunas ocasiones, evitaba pensar en ella pero, cuando el sentimiento de cariño se hacía demasiado intenso como para poder desterrarlo, entonces, pensaba en ella en silencio y la quería cada vez más. Mi vida era tan solitaria que me aferraba a aquella mujer como si fuera el único ser al que pudiera amar. Claro que yo también quería a su marido, pero nunca pensaba en él de la misma manera; los hombres se muestran menos su afecto e incluso les cuesta reconocer el cariño que se tienen.

La señora Trevor era una excelente anfitriona. Sus invitados, hasta la más mínima visita inesperada, eran siempre bienvenidos. Como es fácil de imaginar, tenía mucho éxito entre todas las clases sociales, pero lo más sorprendente es que también lo tenía entre los dos sexos. El que te aprecien las mujeres, siendo tú mujer, no es sino una demostración de lo que vales. Los campesinos a los que visitaba decían que era un ángel y que llevaba consuelo por donde quiera que pasaba. Ella sabía cómo comportarse con los pobres: los ayudaba con dinero, pero nunca ofendía sus sentimientos. Todos los jóvenes la idolatraban.

Sentía una gran curiosidad por saber la clase de sitio que sería Scarp pues, para darme una sorpresa, no me habían contado nada, salvo que debía esperar y juzgar por mí mismo. Durante mucho tiempo había anhelado aquella visita con una mezcla de expectación y curiosidad.

Cuando entré en el vestíbulo, la señora Trevor salió a darme la bienvenida y me besó en la frente, como era habitual en ella. Algunos de los viejos criados se acercaron sonriendo, me hicieron reverencias y dieron la bienvenida al señorito Frank. Estreché la mano de varios de ellos, mientras su señora observaba la escena con una sonrisa de satisfacción.

Cuando nos disponíamos a entrar en un cómodo salón, donde estaba puesta una mesa con todo lo necesario para una agradable cena, la señora Trevor me dijo:

—Estoy muy contenta de que hayas vuelto tan pronto, Frank. No tenemos ningún invitado más en casa, así que creo que te vas a sentir bastante solo con nosotros durante unos cuantos días. Puede que esta tarde también te sientas solo, pues Charley tiene una cena en Westholm.

Le dije que estaba encantado de que no hubiera nadie más en Scarp, pues prefería estar con ella y su esposo antes que con ninguna otra persona en el mundo. Sonrió y dijo:

—Frank, si cualquier otra persona me hubiera dicho eso, lo habría tomado como un cumplido, pero sé muy bien que siempre dices lo que sientes. No está mal estar a solas durante dos o tres días con un par de viejos como Charley y yo, pero espera a que llegue el jueves y te parecerá que has estado perdiendo el tiempo.

—¿Por qué? —le pregunté.

—Frank, ese día va a llegar una joven para quedarse aquí conmigo, y voy a intentar que te enamores de ella.

Yo respondí jocosamente:

—Oh, muchas gracias por sus amables intenciones, señora Trevor, pero suponga por un momento que es imposible: por mucho que quieras que algo ocurra, si no ha de ocurrir, no ocurrirá.

—Frank, no seas tonto. No voy a hacer que te enamores contra tu voluntad, pero creo y espero que ocurra.

—Bueno, yo espero no causarle un disgusto, pero todavía no he oído hablar bien de una persona sin que luego me lleve una decepción al conocerla.

—Frank, ¿acaso he hablado yo bien de alguien?

—Bueno, soy bastante vanidoso como para pensar que si usted dice que me voy a enamorar de ella, eso se trata más bien de una alabanza indirecta.

—Frank, querido, ¡qué modesto te has vuelto! ¡Una alabanza indirecta! Tu humildad me conmueve.

—¿Puedo preguntar quién es la dama para la que soy un buen partido?

—No creo que deba decírtelo, ya que has dudado de sus cualidades. Además, eso podría disminuir el efecto que va a causar en ti cuando te la presente. Si consigo mantener tu curiosidad, será un punto a mi favor.

—De acuerdo. Supongo que solo me queda esperar.

—Muy bien, Frank, te lo diré. No es justo hacerte esperar. Se trata de la señorita Fothering.

—¿Fothering, Fothering? Ese nombre me suena. Recuerdo haberlo oído en alguna parte hace mucho tiempo, si no me equivoco. ¿De dónde es?

—Su padre es el reverendo de Norfolk, pero pertenece a la familia Warwickshire. Yo la conocí hace algunos meses en Winthrop, la propiedad de Sir Harry Blount, y nos encariñamos y llegamos a ser grandes amigas. Le hice prometer que me haría una visita este verano, así que su hermana y ella vendrán el jueves para quedarse unos días.

—¿Y puedo atreverme a preguntar cómo es?

—Puedes preguntar todo lo que quieras, Frank, pero no voy a responderte. No voy a intentar describírtela. Debes esperar y juzgar por ti mismo.

—¿Esperar tres días enteros? —dije yo—. ¿Cómo voy a hacerlo? Por favor, dígamelo.

Pero no conseguí hacerle cambiar de idea. A lo largo de la tarde, intenté varias veces averiguar algo más sobre la señorita Fothering. Sentía una gran curiosidad, pero la única respuesta que pude obtener fue:

—Espera, Frank, y juzga por ti mismo.

Al ir a darle las buenas noches, la señora Trevor me dijo:

—A propósito, Frank, a partir de mañana tendrás que cambiar de habitación. Va a haber tanta gente en la casa que no puedes tener una habitación doble para ti solo. Les daré tu habitación a las señoritas Fothering y tú te subirás a la segunda planta. Ahora quiero que veas tu nuevo cuarto: tiene unas vistas románticas y conserva el viejo mobiliario que había aquí cuando llegamos. Hay varios cuadros que merece la pena que veas.

El dormitorio era una habitación inmensa (demasiado grande para ser un dormitorio), con dos ventanas que se abrían a ras de suelo, como la de los comedores y los salones. El mobiliario era de estilo antiguo, aunque no lo bastante como para llamar mi atención; de las paredes colgaban muchos cuadros, retratos (la casa estaba llena de ellos) y paisajes. Solo les eché un vistazo; los miraría con más detenimiento por la mañana. Luego me fui a la cama. En la habitación había una chimenea y, tumbado en la cama, me quedé ensimismado contemplando las sombras de los muebles, que revoloteaban por las paredes y el techo, mientras las llamas saltaban y caían, y los rescoldos al rojo vivo se volvían blancos. Intenté hacerme con las riendas de mis pensamientos, pero estos giraban una y otra vez en torno a un único tema: la misteriosa señorita Fothering, de la que tenía que enamorarme. Estaba seguro de haber oído su nombre en alguna parte y, a ratos, creía tener vagos recuerdos de un rostro infantil. Deseaba salir de ese estado de ensueño pero, cuando lograba reunir mis pensamientos dispersos, parecía como si hubiera cambiado de idea. No podía recordar ni cuándo ni dónde había oído aquel nombre, ni siquiera la expresión del rostro de la niña. Debía de haber sido hacía mucho, mucho tiempo, cuando yo también era niño. Mi madre aún vivía. Mi madre, madre, madre… De repente, me encontré medio despierto, repitiendo una y otra vez aquella palabra. Luego, caí dormido.

Creo que me desperté de golpe, con esa extraña sensación que a veces tenemos al salir del sueño, como si alguien hubiera estado hablando junto a nosotros en la habitación y el eco de su voz permaneciera todavía en ella. Todo estaba en silencio y el fuego ya se había apagado. Miré por la ventana que estaba justo frente a los pies de mi cama. Fuera vi una luz que, poco a poco, se fue haciendo cada vez más brillante, hasta que la habitación quedó iluminada como si fuera de día. La ventana parecía un cuadro enmarcado por la cornisa que estaba entre los pies de la cama y las columnas macizas envueltas en cortinajes que la sostenían.

Con la luz, eché un vistazo a la habitación, pero no había cambiado en nada. Todo estaba como antes. Sin embargo, algunos muebles y algunos objetos de adorno llamaron ahora más mi atención. De entre ellos destacaba una cama que estaba atravesada en la habitación y un viejo cuadro que colgaba a sus pies de la pared. Como la cama era idéntica a la mía, miré el cuadro. Lo observé de cerca con gran interés. Parecía antiguo: era el retrato de una joven, tras cuyo rostro amable y alegre se podía ver a una persona reflexiva que sentía casi pasionalmente. En algunos momentos, según la contemplaba, se me vino a la cabeza la Beatriz de Shakespeare[27] y, hasta una vez, pensé en Beatrice Cenci[28]. Pero quizá la asociación de ideas se debía solo a la similitud entre ambos nombres.

La luz de la habitación se iba haciendo cada vez más intensa, así que miré de nuevo por la ventana para averiguar de dónde provenía. Y vi una imagen deliciosa. Había tres niños adorables que parecían flotar en el aire. Era como si la luz procediera de un punto lejano tras ellos y, a su lado, había algo sombrío y oscuro que hacía aumentar aún más el resplandor de los pequeños.

Los niños parecían sonreír a algo que había en mi habitación. Siguiendo sus miradas, vi que sus ojos se dirigían hacia la otra cama. Allí, aunque suene extraño decirlo, apoyada sobre la almohada, estaba la cabeza que yo había contemplado en el cuadro. Miré a la pared, pero el marco estaba vacío, el lienzo había desaparecido. Entonces, volví a mirar hacia la cama y allí vi a la joven dormida; la expresión de su rostro cambiaba constantemente, como si estuviera soñando.

Mientras la observaba, su rostro reflejó una repentina expresión de terror; se levantó como una sonámbula, con los ojos abiertos, y miró fijamente por la ventana.

Yo también miré hacia allí y me quedé helado: algo había cambiado de una manera misteriosa. Las figuras continuaban allí, pero sus rasgos y su expresión eran bien distintos. La inocencia infantil de los niños había dejado paso a la malignidad. Habían envejecido y lo que yo tenía delante de mí en ese momento no eran sino tres brujas decrépitas y deformes.

Pero mil veces peor que aquella metamorfosis era la masa oscura que estaba cerca de ellas. De una nube densa e indefinida surgió una sombra que fue tomando forma. A medida que miraba, aquella masa se fue haciendo cada vez más oscura y compacta, hasta que solo su visión me hizo estremecer. Era el fantasma del Diablo.

Se hizo un silencio mortal; podía oír los latidos de mi corazón. El fantasma habló con las otras figuras. Las palabras parecían salir de sus labios de forma mecánica, inexpresiva:

—Mañana, mañana, mañana. El más bello y mejor.

Era tan horrible que me asaltó una pregunta: ¿Sería capaz de mirarlo cara a cara sin la ventana?, ¿se atrevería alguien a ir junto a esos demonios?

Una risa cruel, estridente, diabólica, que llegaba del exterior, pareció responder a mi pregunta.

Pero, además de la risa, oí otro sonido. Era una voz triste, dulce y desesperada, que atravesaba la habitación.

—¡Ay, estoy sola! ¿No hay nadie cerca de mí? No hay esperanza, no hay esperanza. Me volveré loca… o moriré.

A las últimas palabras les siguió un suspiro.

Intenté saltar de la cama, pero no podía moverme. Tenía los miembros paralizados.

La cabeza de la joven se inclinó de golpe hacia atrás; la mandíbula le colgaba flácida, y la boca, muy abierta, contó lo que había pasado.

Desde el exterior, volví a oír las carcajadas salvajes y diabólicas, que llenaban el aire cada vez con más fuerza, hasta que se hicieron tan patentes que se me quitó el sueño y me senté en la cama. Escuché. Llamaron a una puerta. Me acabé de espabilar y me di cuenta de que el sonido procedía del vestíbulo. Sin duda, era el señor Trevor, que volvía de la fiesta.

La puerta del vestíbulo se abrió y se cerró. Luego llegó un sonido suave de pasos y voces, que se fue diluyendo, y la casa volvió a quedarse en silencio.

Me mantuve despierto bastante tiempo, pensando y paseando la vista por la habitación, sobre todo por el cuadro y la cama vacía. Veía la luz de la luna, y la noche se iluminaba de vez en cuando con el centelleo de un relámpago de verano. A ratos, el grito de una lechuza rompía el silencio.

Tumbado, empecé a pensar en lo que había visto pero, más tarde, al casar unos hechos con otros, llegué a la conclusión de que había tenido el sueño que cabría esperar. Si relacionaba el relámpago, alguien llamando a la puerta del vestíbulo, el grito de la lechuza, la cama vacía y el rostro del cuadro, había razones de sobra para explicar mi visión. El resto era, por supuesto, fruto de mi imaginación y la consecuencia natural de todos esos elementos juntos.

Me levanté y miré por la ventana pero no vi nada, salvo el amplio haz de luz de luna que brillaba sobre la superficie del lago, que se extendía a lo lejos millas y millas hasta que su orilla se perdía en la neblina nocturna y sobre el césped verde punteado de arbustos y matorrales, que se encontraba entre el lago y la casa.

La visión se había desvanecido por completo. Sin embargo, el sueño, supongo que debía llamarlo así, había sido muy intenso. No pude dormir más hasta que la luz del día entró por mi ventana. Entonces, me invadió un ligero sueño.