Abraham Stoker nació en la aldea irlandesa de Clontarf, que hoy forma ya parte de la ciudad de Dublín, el 8 de noviembre de 1847, hijo de un funcionario del principal órgano administrativo del país, el Castillo de Dublín. Abraham —conocido familiarmente como Bram— fue un niño enfermizo, que pasó los primeros siete años de su vida en cama, escuchando las macabras leyendas gaélicas que le narraba su madre, Charlotte. Ese período pudo ser decisivo para forjar su mórbida atracción por lo oscuro y lo siniestro, pero después hizo todo lo posible por recuperar el tiempo perdido: se transformó en un hombretón alto y corpulento, de llamativa barba pelirroja y capaz de destacar en todo tipo de pruebas deportivas. Inició estudios de Matemáticas en el reputado Trinity College, y no tardó en conseguir un puesto en el Castillo, donde su padre había trabajado durante cincuenta años: todo parecía indicar que su vida iba a discurrir por los cauces de la estabilidad y el anonimato, pero una oculta vocación cambió su vida.
Para Stoker, la literatura y el teatro siempre habían sido algo más que una afición: eran una verdadera pasión. La representación, en 1871, de la obra de Erckmann y Chatrian «Las campanas» lo llevó a ofrecerse como crítico teatral del periódico Evening Mail sin cobrar nada: maravillado por la interpretación del actor Henry Irving, consideró injusto que los diarios dublineses no reseñaran tales acontecimientos, y se dispuso a cubrir este vacío. Durante los cuatro años siguientes fue un apasionado defensor de Irving en la prensa irlandesa, hasta el punto de que, cuando el actor visitó Dublín en 1876, pidió conocer a su joven admirador. En su entrevista nació una profunda amistad que se prolongaría durante treinta años.
En 1878, Irving hizo a Stoker una proposición que este no pudo rechazar: convertirse en su agente y secretario personal. Para el joven, que acababa de contraer matrimonio con su atractiva vecina Florence Balcombe, esto suponía dejar su puesto en la administración, trasladarse a Londres e iniciar una imprevisible forma de vida. Pero la atracción por las candilejas y la idea de estar al lado de su idolatrado Irving tuvieron la última palabra: hasta la muerte del actor en 1905, Stoker fue su administrador, su fiel consejero, su contable y el hombre que siempre cuidaba de que todo funcionara a la perfección en la compañía. Tras la desaparición de Irving, un Stoker envejecido, enfermo y en precaria situación económica malvivió hasta el 20 de abril de 1912. Desapareció en silencio, ya que, aunque tenía cierta fama como el hombre que escribió «Drácula», esa misma semana se produjo la catástrofe del Titanic y los periódicos no tenían espacio más que para sensacionalistas crónicas del hundimiento.
Paralelamente a su agitada vida en el mundillo teatral, Stoker cursó estudios de Derecho y desarrolló una modesta carrera literaria con artículos y relatos que publicaba en periódicos y revistas. En 1879 se editó su árido tratado de jurisprudencia «The Duties of Clerks of Petty Sessions in Ireland», pero hasta 1882 no vio la luz su primer libro de ficción, «Under the Sunset», una colección de relatos infantiles; a partir de entonces entregaría volúmenes a la imprenta con asombrosa asiduidad, si consideramos que este oficio era para él una actividad secundaria y que debía compaginarlo con una frenética existencia de noches de estreno, giras de la compañía y montajes teatrales: su primera novela, «Snake’s Pass» data de 1890 y, en los veinte años siguientes, aún escribiría otras diez, además de dos libros de viaje, una biografía de Henry Irving y el curioso ensayo «Famous Impostors». Ninguno de ellos, sin embargo, alcanzó la popularidad de «Drácula», publicado en 1897, la obra que marcó su vida y su carrera.
No se puede negar que «Drácula» es la más lograda, elaborada y ambiciosa de las incursiones literarias de Stoker. Él mismo debió de verlo así, ya que dedicó a la novela siete largos años de gestación, cuando lo normal era que entregara sus escritos a la imprenta en muy pocos meses; de hecho, muchos de sus textos —principalmente los relatos— adolecen de un estilo a veces desmañado, sin duda producto del apresuramiento a que se veía sujeto un autor diletante.
Ahora bien, el hecho de que el propio Stoker se pusiera el listón demasiado alto con «Drácula» no invalida el resto de su producción, un repertorio en el que no faltan un par de muy bien urdidas y resueltas novelas («La joya de las siete estrellas» y «La dama del sudario»), una obra demencial pero atractiva en su estrafalaria atmósfera («La guarida del gusano blanco») y narraciones más convencionales, pero en absoluto desdeñables («Snake’s Pass», «The Mystery of the Sea», «La boca del río Watter»). Por otra parte, queda un extenso corpus de relatos cortos diseminados por diversas revistas a lo largo de las últimas décadas del siglo XIX.