El autor ha contraído una deuda impagable con cuantos supervivientes de aquel fin del mundo le instruyeron sobre lo que sucedió en el puerto de Alicante y a bordo del Stanbrook. A Carmen Bueno, viuda de Eduardo de Guzmán, debo el conocimiento interior de su compañero durante tantos años, autor de la mejor obra escrita (La muerte de la esperanza) sobre los últimos días de la Guerra de España. También a ella, la noticia cabal de otros personajes de la realidad —Encarnación Bueno, su hermana; el doctor Bajo Mateos, su cuñado; Paco Bueno, su sobrino; Isabelo Romero, jefe ácrata…— que, por osada licencia del autor de esta novela, han convivido con tantos otros ficticios, inventados, en su reconstrucción de los últimos días de la II República Española, reducida ya a un pequeño trozo de tierra, el Puerto de Alicante, y a una herrumbrosa balsa de náufragos, el Stanbrook. No es menor la deuda contraída con Teresa Bailón, superviviente de aquella odisea del viejo carbonero inglés, que me relató sus pormenores y aceptó, igualmente, revivir esas horas junto a criaturas fantásticas. Mi gratitud, igualmente, para Acracia León, que recogió el poema o trova de Aquilino en la cubierta atestada de la nave; para el padre Gumersindo de Estella, que tuvo la humanidad y el arrojo de recensar en un diario hasta hace poco inédito el cómputo de las almas arrancadas de sus cuerpos en la prisión de Zaragoza; para Germán Carrasco, alguacil de Perales de Tajuña y protagonista también de aquel sindiós de los barcos que nunca habrían de llegar, y para cuantos me ayudaron con sus recuerdos, sus testimonios y sus historias, a tejer este tapiz con el doble hilo de la ficción y la realidad. Mi gratitud y mi homenaje para todos ellos, víctimas del horror, y, desde luego, para Bella, que soportó amorosamente mi ausencia, pues me hallaba en marzo de 1939 y en el último trozo de España, mientras duró la redacción de esta historia de náufragos.
Alocén-Madrid, marzo de 2004