Son tres los penachos de humo ante cuya visión el corazón de la multitud se desbocaría, pero el trianero Ginés Laval, cabo de señales, serviola improvisado del faro del Puerto de Alicante, permanece mudo esta vez. O no quiere alimentar en falso, de nuevo, la esperanza de los náufragos, o teme vomitar el suyo, su corazón, si da la voz de avistamiento. O puede que Ginés, exhausto, se haya dormido y no los vea, o que, despierto, les suponga un espejismo cruel de su vigilia interminable.
Ha pasado toda la noche Ginés Laval escrutando la nada, la nada oscura del mar frente al Puerto de Alicante, y pese a que a ráfagas se ha rendido al sueño, no ha soñado nada. Todos en este umbral del fin del mundo, todos salvo la niña casi naonata, sólo sueñan despiertos, sueñan todos lo mismo, con los barcos, con tripulaciones amables, con dormir un poco mientras se alejan en las naves, mecidos por las olas. La nada era la misma ante Ginés Laval dormido o despierto, sólo que más espesa a las doce y media de la madrugada de este 31 de marzo de 1939, la hora en que debió llegar el crucero francés y no vino.
Esos tres penachos de humo que Ginés Laval ha de distinguir, si no duerme, en el horizonte de este amanecer siniestro, acaso broten de los mismos barcos que no vio, porque era aún noche cerrada, hace unas horas. Venían con las luces apagadas, pero el serviola oyó aproximarse el lejano rumor de las máquinas y creyó ver un baile de linternas sobre las cubiertas. Entonces, serían las dos de la mañana, sí dio la voz, pero las miradas de los náufragos no se dirigieron esta vez hacia el rompeolas ni hacia la bocana, sino hacia el grupo que, separado del resto junto a la Aduana, habría de embarcar en la nave invisible. Luego la noche se esmaltó de silencio, que al poco se desportilló con unas cuantas detonaciones.
Siete u ocho detonaciones. Siete u ocho cuerpos desplomados, aquí y allí, sobre el cemento. Siete u ocho hombres que, sencillamente, han elegido la hora, el instante, para transponer la barra del fin del mundo, y despedirse íntegros, apenas con un agujero en la sien, de la esperanza, que les ha acompañado hasta aquí y se ha desvanecido. A las primeras y confusas luces del alba, los más próximos han ido retirando los cuerpos de los suicidas y los han ido alineando en los confines del muelle, cerca del rompeolas, cerca del mar abierto, a unos pocos metros de la salvación tan sólo.
Amanece en el Puerto de Alicante como desde que empezó a acabarse el mundo, con una lechada turbia sobre la gente. En torno a los restos de una fogata ruin, Lina de Andrés y Encarnación Bueno duermen abrazadas, en tanto que los doctores Bajo y Reinoso, Lázaro Vega, Pérez Segovia y Marino Lara contemplan, silenciosos en su duerme vela, el agónico fulgor de las brasas. Han pasado la noche, desde que Ginés Laval dio las últimas voces de avistamiento, yendo y viniendo con los suicidas. Un disparo, gritos, y allá que han ido siguiendo la trágica estela hasta hallarse junto al cuerpo y su naturaleza muerta: un capote, una pistola, una maleta, en algún caso una carta. Se han pasado la noche como tantas otras noches, levantando cadáveres, pero eso ocurría en otros tiempos, cuando el cadáver lo era a consecuencia de un atropello, o de un mal amor, o de una reyerta de gente cruda, o, ya en guerra, de la acción de los pacos, de las bombas que llovían sobre Madrid o de la actividad infame de los incontrolados.
El juez, el forense, el periodista de sucesos, el policía… También el doctor Bajo Mateos, Pulmón y Corazón, Hospital de Sangre en el lujoso Ritz, les acompañó a veces como ahora, pero eran otros tiempos, la noche de la ciudad hervía en los cafés, en las calles, en los periódicos recién hechos y todavía calientes. ¿Cuántas veces el doctor Bajo, traspasado el corazón por las saetas de unos ojos verdes, había musitado para sí, en aquellas noches de vida, la advertencia de Castelao, «os vellos non deben namorarse»? Él era un viejo enamorado, o no tan viejo pero sí tan enamorado, aquellas noches tan distintas a esta última noche del mundo, noche sin cena, sin sueños, a la que ha sucedido la lechada turbia de la amanecida.
Se habrá acurrucado en algún sitio para descabezar un sueño, pero lo cierto es que Ignacio de la Cruz ha estado apareciendo y reapareciendo durante toda la noche por el aduar de la fogata, y una de las veces, incluso, con un paquete de galletas de fabricación belga. Ahora, que Lina y Encarnación acaban de despertarse y se reintegran al mundo de los sueños —un barco, una tripulación amable, el suave mecerse de las olas—, el niño de la calle reaparece extrañamente excitado y se sienta junto al juez de Instrucción y últimamente de Menores:
—Don Marino, tengo que hablarle…
—Dime, hijo —el juez desvía con dificultad su mirada de las brasas y le echa su brazo sobre los hombros.
—¿Usted cree que vendrán los barcos?
—Hum… No lo sé, no lo sé. Pero tú estarás más enterado que yo, que andas todo el rato de acá para allá y hablas con Trillon.
—El señor Trillon dice que sí, pero yo creo que no. A punto han estado de fusilarle esta noche al salir del puerto, yo lo he visto.
—¿Qué ha pasado?
—Los italianos le dejan ir y venir, pero se le han echado encima unos falangistas diciendo que era un rojo, que ya estaba bien y que había que matarle. Uno le ha puesto la boca de un fusil en el pecho; creí que iba a disparar.
—¿Y?
—Con el alboroto, se han acercado unos oficiales italianos y lo han sacado de allí. Se lo han llevado en un coche.
—¡Pobre Trillon! ¿Y los barcos?
—Para mí que no vienen, que les da miedo venir o que no les dejan, y me parece, por lo que he oído a los italianos y a los falangistas, que Franco no va a esperar más y que hoy mismo van a entrar en el puerto.
—Bueno, no te preocupes, a ti no va pasarte nada.
—A mí, no, pero a usted sí, y a sus amigos, y de eso es de lo que tengo que hablarle.
—Desembucha.
—Se está formando un grupo para salir de aquí a la desesperada. El plan es salir del puerto e intentar la huida por el Macizo Ibérico…
—¿Macizo Ibérico? ¿De dónde sacas tú eso?
—Es lo que dicen, yo sólo sé que son unas montañas en fila que llegan casi hasta los Pirineos. El plan, ya le digo, es ir por ahí, escondiéndose en las montañas, hasta llegar a Francia. Si usted quiere, nos vamos los dos, o, bueno, también alguno de estos señores. A lo mejor mi padre, don Marino, está en Francia, en uno de esos campos de los que usted me ha hablado tantas veces. Tengo que ir a buscarle.
Los ojos del juez Marino Lara, últimamente de Menores, se licúan sin que pueda evitarlo. Muchas veces, es cierto, le ha asegurado que su padre vive, que lo que ocurre es que le tienen prisionero en uno de esos campos que guardan los terribles senegaleses y que por eso no ha podido escribirle. Tal vez. Pero ahora, contemplando la ilusión que le ilumina la cara, se arrepiente de su ligereza, de su fácil piedad al haberle inducido a creer como cosa cierta en eso. No quiere volver a arrepentirse y, mucho menos por apagar, ahora que todo se apaga, la luz de esa cara:
—Nosotros estamos muy cascados y seríamos un estorbo para los demás. Te lo agradezco mucho, Ignacio, eres un buen chico, y tu padre, donde esté, puede sentirse orgulloso de ti… Marcha tú, vete con ellos si ese es tu deseo, o si te quieres quedar, te quedas, que no nos separaremos de ti mientras podamos, pero no te quedes por mí, te lo ruego…
—No, no, don Marino, usted es fuerte y yo iré a su lado. Cuidaré de usted en el camino y, ya en Francia, buscaremos a mi padre… Se harán amigos…
El llanto ha prendido del duro niño de la calle, que esconde su rostro y las lágrimas en el pecho del juez. Marino le estrecha, le acaricia el pelo, y no bien consigue rehacerse le aparta lo justo para mirarle de frente:
—Escucha, Ignacio: tu padre te espera en Francia, y yo te esperaré aquí. Los que van a huir de esta ratonera te necesitan, eres hábil, escurridizo, y por tu poca edad no levantarás sospechas si hay que acercarse a alguna casa para pedir comida o lo que sea. Id con cuidado, aprovechad estos momentos de confusión en que tanta gente vaga por los campos, y llegaréis, estoy seguro, a Francia. Sin ti, no creo que lo consigan.
—¿Y usted? ¿Qué le van a hacer?
—¿Qué van a hacerme? Yo no he matado a nadie, ni he inducido a nadie a hacerlo, aunque con las ganas me he quedado de ir a las trincheras a defender la República con los más valientes. Me detendrán, me echarán de juez, me meterán en la cárcel una temporada, y ya está. Pero ni tú ni yo queremos que eso dure mucho, ¿verdad? Pues por eso también tienes que marchar, para crecer fuera de este inmenso presidio que va a ser España, y hacerte un hombre, y aprender un oficio, y luego, con otros como tú, regresar para devolvernos la libertad.
Ignacio de la Cruz se pierde, con su gorra de orejeras y su cochambroso abrigo de espiguilla gris, entre el gentío. Vuelve la cabeza cada dos pasos hacia el grupo de caballeros que están siendo barridos por la Victoria, hacia el juez que le ha dado cariño, hacia el médico que le extrajo, entre heridos del frente, una alubia germinada de la nariz, hacia Lina de Andrés, tan bella cuando duerme, como una diosa cuando se ha lavado la cara con el agua del mar. Lleva abultados los grandes bolsillos de su sobretodo; al despedirse entre abrazos de sus amigos, le han regalado, para su viaje por el Macizo Ibérico, lo poco que poseen: el doctor Reinoso, su estuche de forense, cuyos instrumentos no quisieron penetrar en el cuerpo de Adela Ruano porque no estaba ni viva ni muerta; el doctor Bajo, el dandi republicano de la calle de Luis Vélez de Guevara, su juego de manicura y un frasco de láudano; Luis Pérez Segovia, su petaca de licor; Encarnación Bueno, una muda de su hijo Paco, que anda esfumado por los tinglados del puerto con sus colegas de las Juventudes Libertarias; Lina de Andrés, tres mil pesetas de las que valen, de esas falsas que han fabricado los fascistas y son las únicas que valen; Lázaro Vega, su pistola, a condición de que la entregue a algún adulto del grupo fugitivo; y Marino Lara, el reloj de su padre. Ignacio de la Cruz vuelve la cabeza mientras camina hasta que los cuerpos de los náufragos le ciegan la visión de sus amigos, que agitan las manos en el aire por si el chico les ve todavía a través de los cuerpos y de la distancia.
No llueve ahora, pero la mañana es desapacible y fría en el Puerto de Alicante. La doble barricada de la entrada del puerto, la de los sacos y automóviles y la de alambre de espino, sella el destino de los que aún esperan, pues qué van a esperar si no, los barcos. Un irreconocible Charles Trillon, pálido, descompuesto, sin la pajarita que tanto aire le daba de diputado francés, traspone la doble barrera y, según lo hace, Carlos Rubiera, Eduardo de Guzmán, Henche y Viñuales le rodean. También Burillo, desposeído de su posición del castillo de Santa Bárbara, de la radio, de las ametralladoras, de su atalaya sobre el puerto, sobre la ciudad y sobre el mar maldito.
—Temíamos por usted —le dice Henche de la Plata fijando la vista en la gota de sangre, una sola, que decora la pechera de su camisa blanca.
—Nada, nada, señores, muchas gracias… Un error, una confusión…
—Como suponíamos, nos la ha vuelto a jugar el crucero.
—Acabo de hablar por radio con el capitán, le he afeado su conducta… Pero me ha dicho que vieron armas en el puerto y que en esas condiciones… Ha exigido el desarme completo, y si se cumple, antes de una hora regresarán para llevarse a los ciento cincuenta que prometió.
—Háblenos como amigo, Trillon —le espeta suavemente Mariano Viñuales—. ¿No cree que ya nadie va a venir, ni ese crucero ni ningún otro barco, a por nosotros?
—Oh, no desesperen, no desesperen… Los italianos todavía cumplen su palabra y esperan. Ellos saben mejor que yo y que ustedes lo que ocurre, y si esperan… Lo que siento es no poder hacer más, me han restringido los movimientos por la ciudad y el uso de la radio y, además, me he quedado solo; los cónsules que ayudaban en el Comité de Evacuación se han ido, y a Forcinal, el otro diputado francés, no le encuentro por ningún lado.
Hacia el rompeolas, un grupo gesticula y grita al borde del muelle: un hombre de edad se ha arrojado al agua. Dos jóvenes se tiran a por él, se le aproximan braceando, pero el suicida los rechaza a puñetazos hasta que desaparece bajo el agua entre estertores de espuma.
—¡Nos van a matar a todos! ¡A todos…! —torna a gritar el loco encaramado a la farola.
Tres barcos, seguramente los mismos que Ginés Laval ha visto aparecer y desaparecer durante la noche colgados de sus penachos de humo, se muestran en el centro de la bahía, pero el trianero, ahora, tampoco dice nada, sólo mantiene la vista fija en ellos. Los del grupo destinado a embarcar en el crucero, que debe ser ese que marcha algo adelantado, se han desprendido de sus armas, pistolas, fusiles, granadas, y las han amontonado junto a ellos, para que el capitán las vea cuando atraque y pierda cuidado. Algunos de los del grupo, durante la noche, no han soportado su privilegio, o no han querido separarse de los suyos, o se han horrorizado con la compañía de los fabuladores de atrocidades, y lo han ido abandonando. Apenas cincuenta o sesenta hombres permanecen apartados del resto, algunos varados en el terror insuperable; otros, los más, por la pura consunción moral y física que les impide decidir, desplazarse, cambiar de sitio, moverse. Los barcos, por lo demás, dan la vuelta y se alejan de nuevo.
La memoria de los estómagos da las dos del mediodía en el Puerto de Alicante cuando del mar, saltando por el muro de mampostería que corona el rompeolas, llega una música que poco a poco, se va imponiendo al fragor del agua que se estrella rítmicamente contra las rocas. Por la bocana del Puerto de Alicante, sin que el vigía Ginés Laval haya dado la voz, emerge el minador Vulcano, de la escuadra franquista, lleno de soldados en cubierta que apuntan a la multitud con sus fusiles y sus ametralladoras y que cantan:
Banderita tú eres roja,
banderita tú eres gualda,
llevas sangre y llevas oro
en el fondo de tu alma…
Un grito desgarrado, desgarrador, corta de súbito la estrofa y vacilan y callan las voces de delirio y aguardiente: ¡Viva la República! Ginés Laval, serviola improvisado del Puerto de Alicante, lanza ese grito antes de arrojarse al vacío desde lo alto del faro y estrellarse contra las rocas, definitivamente lejos de Triana, del rompeolas.
El fin del mundo se acelera en el último trozo de España: una horrísona confusión de banderitas rojigualdas, de ríos de sangre y de oro en el fondo del alma penetran en él como no lo hizo el bisturí del doctor Reinoso en el cuerpo de Adela Ruano. Como ella, la multitud no se halla en ese instante ni viva ni muerta, pero sí severamente hendida por el minador Vulcano y por las tropas franquistas que rodean de pronto el perímetro del puerto y se apostan a la entrada ante la no menos súbita desaparición de los italianos.
El minador se ha detenido en el centro del Puerto de Alicante, rota por el postrero grito de Ginés Laval su canción victoriosa. Desde la cubierta, un oficial provisto de un megáfono precisa con voz ronca y avinada el tiempo que le queda al último trozo del suelo de España antes de hundirse para siempre al pecio de su naufragio:
—¡El puerto está rodeado por las tropas nacionales! ¡Enarbolen bandera blanca y vayan en fila hacia la salida del puerto! ¡Si antes de media hora no lo han desalojado, empezaremos a disparar! ¡Viva Franco! ¡Arriba España!
Es inútil el grito; España nunca estuvo tan abajo, y cayendo, cayendo precipitadamente, ¡en media hora!, hacia el abismo. Cayendo como caen, aquí y allá, por donde la Aduana y por donde las grúas, por la parte del rompeolas y por la de los cobertizos, varios hombres al agua. Caen y el agua irisada de fuel y de fotografías les deglute, caen como soldaditos de plomo en un estanque y se hunden de inmediato. Sólo uno parece arrepentirse en el último instante, al sentir el agua y rebelarse a su decisión de no volver a sentir nada, y bracea desesperadamente, pero acaba hundiéndose como los otros.
Ya no hay tiempo, la memoria de los estómagos vacíos dio las dos del mediodía hace una eternidad, y desde entonces el único tiempo mensurable es el de esa media hora extraña que ha de preceder al fin del mundo. Media hora. ¿Cuánto dura media hora? ¿Lo mismo para los náufragos de la República que para sus captores? Nadie se mueve. No es posible asimilar el sentido de ese plazo. Nada se dice tampoco de media hora ninguna en el Apocalipsis, como nada tampoco de los piojos del Stanbrook, ese minúsculo trozo desprendido del naufragio general del Puerto de Alicante, de la República, de España.
Nadie se mueve, ¿cómo coger la maleta y dirigirse de grado hacia la salida del puerto, donde te van a matar? Sólo se mueven los que, aquí y allí, como los que se arrojan al agua, se disparan con sus pistolas. Caen también a plomo, como soldaditos de plomo derribados por el gato al pasar, y se ve que a los franquistas no les hacen mucha gracia esas detonaciones porque empiezan ahora a disparar. ¿Ha transcurrido ya la media hora, esa media hora imposible de medir, de entender, de aceptar?
Disparan las tropas de Franco, desde el minador Vulcano y desde el exterior del puerto, sobre las cabezas de los náufragos, pero algunas balas rebotan en el muro del rompeolas y lastiman a los que se hallan cerca. El pánico se apodera de la gente, que corre enloquecida, o se tira al suelo, o al agua, o trata de buscar protección entre los hierros retorcidos de las grúas o detrás de los mojones de amarre de los muelles.
—¡Nos van a matar a todos! ¡A todos…!
Una bala perfora la sien del loco de la farola, que cae desarticulado al suelo, en tanto el ruido de las ráfagas que vuelan cada vez más abajo se entrevera con el de los disparos de los que se matan con sus pistolas. Cerca de Eduardo de Guzmán, que se ha agazapado tras unas maletas, una mujer se sume en un trance epiléptico, y algo más allá, otra sufre un ataque de histeria. Su marido, porque no hay duda de que ese hombre es su marido por el modo con que la tranquiliza y la consuela, se pone en pie y agita sobre su cabeza un pañuelo blanco. Otros le imitan y, poco a poco, el puerto se sarpulle de pañuelos blancos.
Cesan los disparos y, al poco, empiezan a salir los atrapados por un portillo abierto en la doble barricada. El silencio sobrecoge, y tanto o más que el silencio sobrecoge la amargura y la vergüenza que se pinta en el semblante de los náufragos. Uno a uno van saliendo a la plaza de Joaquín Dicenta, donde se les cachea y donde los soldados de Franco separan a las mujeres de los hombres. Apartados de la salida, hacia el rompeolas, Lina de Andrés se abraza al doctor Reinoso:
—No quiero que me separen de ti.
—¡Qué vamos a hacerle, mujer!
—Si no vamos a poder vivir juntos, vámonos juntos de aquí para siempre…
—¿Qué dices, loca?
—Sí, yo prefiero la muerte. Por lo menos, no será tan distinta a la vida como lo que nos espera.
—¿Y qué nos espera? No lo sabemos. De querer, nos habrían matado ya, ahora, hace un rato, cuando han disparado al alto. Nos separan ahora para llevarnos a centros de detención distintos, pero saldremos, y el que salga primero esperará al otro, y ya veremos…
—Tú no sabes cómo es esa gente, pero yo sí. Para ellos no se ha acabado la guerra, sino que empieza ahora, ellos solos decidiendo sobre la vida y la muerte, ajustando cuentas, vengándose de cuantos se les han resistido. Yo sí les conozco, les conozco bien, y no piensan, odian, y ahora España es sólo suya.
El juez Marino y Lázaro Vega se abrazan a ellos, y así, los cuatro, quedan inmóviles, apretándose en medio del desasne, confundiéndose las lágrimas de los unos con las de los otros. No se matará ninguno, ni Lina tampoco, por mucho que sienta ya tan mancillada su belleza por la salacidad prostibularia de los vencedores, esos machos que, según tiene anunciado Queipo, enseñarán a las rojas lo que es un hombre. No se matará ninguno ahora, en este último rincón de España, porque nunca han llevado incorporada la muerte a sus vidas, y menos que ninguno el doctor Reinoso, más fascinado que nunca con el misterio de la existencia, enamorado, desprovisto de sus instrumentos de autopsia, que se los regaló al chaval para que le fueran útiles en su viaje y en su vida.
Desagua lentamente la masa cautiva por el sumidero de la doble barricada. Son quince o veinte mil personas, ¿quién las ha contado?, las que van saliendo hacia la nada por ese vomitorio del fin del mundo. Languidece la tarde, se nublan los contornos, tornan las sombras a enredarse con las farolas ciegas y en los hierros de las grúas, y entonces, cuando cae la oscuridad del extremo del crepúsculo y los primeros murciélagos acuden, suena de nuevo el megáfono, esta vez desde tierra firme, desde la salida del puerto:
—¡Alto! ¡Alto ya! ¡Mañana, a las ocho, se reanuda el desalojo! ¡Se disparará ante cualquier intento de fuga o movimiento extraño! ¡Viva Franco! ¡Arriba España!
Quedan unos mil ciudadanos de la República esparcidos por los muelles del Puerto de Alicante, emplazados a consumir esta noche las últimas bocanadas de libertad. Pero ya en las afueras del mundo, de la historia, de sus proyectos de vida, de sus oficios, de sus hijos, de sus madres, ni vivos ni muertos. Quedan unos mil esparcidos por los muelles, los últimos de los últimos, y pues el puerto casi vacío se les antoja descomunal, se van aproximando y juntándose unos grupos con otros. Tomás Lirola y Eduardo de Guzmán lían sus cigarrillos al tacto en la noche oscura, y lían y deslían nuevamente, como en los viejos tiempos, su conversación:
—Tengo la sensación, Eduardo, de que el que está dentro de mi cuerpo no soy yo.
—Eso es por el traje ese tan elegante que llevas, que vaya cambio has dado, madre mía.
—Es otra cosa. Me refiero al cuerpo que va dentro del traje del doctor Bajo. No me parece el mío. Debería estar crispado y, sin embargo, noto una relajación absurda…
—No tan absurda, Tomás, a mí me ocurre lo mismo. En contraste con la ansiedad y la zozobra de estos días, yo también me siento invadido por una inexplicable paz interior.
—¡La muerte de la esperanza!
—Tienes razón: acaso la esperanza, por muy remota que sea, constituya la más insoportable de las torturas, y al perderla por completo, renace la tranquilidad del espíritu. Cuando ya no se espera nada, deja uno de agitarse y sufrir.
—¿Sabremos vivir sin esperanza? ¿Se puede vivir sin ella? Siquiera ahora, esta noche de balde que se nos ha concedido, temo no saber vivirla sin esperanza. Yo no la perdí nunca hasta que llegó el Vulcano y esa canción horrible, y tú tampoco.
—No; primero esperamos vencer, luego resistir, más tarde negociar la paz, después la derrota con honra y sin represalias, a lo último escapar de una muerte segura en esta ratonera…
—Ya ves, Eduardo, lo implacable que ha sido nuestra adversidad: ni una esperanza ha respetado, ni una ha dejado con vida. Para mí que ya estamos muertos, o como si lo estuviéramos. Bueno, no, no dejo de pensar en todo el sufrimiento de esta guerra, en el de la gente que queda ahora a merced de esos asesinos. Porque todo se ha acabado, Eduardo, éste es el fin de todo. ¿Cuánto durará esta noche?
—No lo sé, nunca he vivido ninguna sin esperanza.
Unos mil, los últimos de los últimos, componen los restos del naufragio. El puerto vacío y espectral impele a reunirse a los apátridas, nada significan ya las siglas políticas, ni las procedencias, ni los vínculos familiares cerrados, ni nada que pueda separar a los que, abrumados en la misma noche, se reúnen instintivamente, solos en el mundo, arrojados del mundo. Todos se juntan: catedráticos, albañiles, periodistas, abogados, ferroviarios, diputados, campesinos, militares, en el rincón más desamparado de esta madrugada del 1 de abril.
Del exterior del puerto llegan voces, risas y canciones, nadie debe dormir tampoco del otro lado, del lado del mundo. Del interior, según lo ven los soldados de Franco desde el castillo de Santa Bárbara, a cuyos pies se esparcen los muelles y el caserío de la ciudad, nada llega, pues ni las sombras agrupadas ni el murmullo lento de sus conversaciones trasciende hasta las almenas que dominó Burillo inútilmente. O no tan inútilmente, pues en ellas acabó posándose, territorio de la República aún, el primer llanto de la niña republicana que debió nacer en el mar.
El mar. Ni el mar es el mismo sin Ginés Laval vigilándole desde el faro. Ahora el mar es enteramente de las máquinas de guerra, de los destructores, de los submarinos, y sólo allá a lo lejos, en la remota orilla de África, otro poco de vida, también náufraga, a bordo de una nave herrumbrosa y caída de babor. El mar. A los que todavía pisan el último trozo de España les da lo mismo el mar, mucho les ha engañado y les ha hurtado sus caminos. Amanece en el mar, anochece en sus vidas.
Se filtran las primeras luces del Día de la Victoria sobre el Puerto de Alicante, cuando del gran corro de los náufragos de la República se desgajan dos siluetas que se corren hacia el rompeolas. Mariano Viñuales, maestro de escuela y comisario de la 28 División, y Máximo Franco, comandante de la 127 Brigada, caminan uno al lado del otro, se detienen, se sitúan frente a frente, estrechan sus manos izquierdas, y con las derechas se disparan en la sien. Caen al suelo con las manos enlazadas, juntos para la eternidad.
Tomás Lirola, que se ha acercado corriendo al escuchar las detonaciones, se arrodilla ante ellos y topa con sus miradas. Les cierra los ojos. Luego, de rodillas aún, cierra los suyos también.