Aquella línea que se desvanece debe ser la costa de África, y aquella elevación blanca, entrevista hace un momento, antes de que arreciara la lluvia, el caserío de Orán. La voz se corre por las cubiertas del Stanbrook, baja a las bodegas donde se hacina la gente de Albacete y de Murcia que embarcó primero, sube por los techados y los mástiles en los que se encaraman los pasajeros más jóvenes y Casimiro Municio, el verdugo de Madrid. Tras los cendales de niebla y lluvia que velan la vista más allá de doscientos o trescientos metros debe hallarse la costa de África, el puerto de Orán, pero las máquinas del carbonero inglés enmudecen de pronto y el barco se estremece con una seca sacudida que hace crujir espantosamente sus cuadernas.
—Al habla Andrew Dickson, capitán del Stanbrook, de la marina mercante de Inglaterra. Solicito práctico para la maniobra de atraque y permiso para desembarco del pasaje.
El capitán Dickson radia una vez y otra el mensaje desde el puente de mando, pues las crepitaciones de su emisora, el bombardeo de interferencias siderales, no le dejan saber si su voz llega al puerto de Orán y tampoco si se le contesta. África, de momento, está invisible, muda y sorda para la nave de la pena, de los piojos y de los náufragos, pero el temporal que se levantó de mañana arrecia y es una temeridad mantener el barco fondeado tan cerca del puerto. Unas violentas rachas de viento que arrancan de las cubiertas del carbonero capotes y gorras que vuelan al agua son el anticipo del oleaje brutal que las sucede. El agua se estrella primero en el costado de estribor del barco y, al poco, salta sobre él anegando a los pasajeros, que se sujetan a cualquier saliente y se abrazan entre sí para no ser arrojados al espumante abismo. Las olas golpean con violencia la nave atestada, semihundida, ya severamente escorada de babor desde antes de que el mar la acariciara siquiera, y el capitán Dickson golpea la emisora de radio y manda levar el ancla y ordena la maniobra para situar el barco en mejores condiciones de resistir la tempestad.
—Al habla el capitán del Stanbrook, al habla…
Al fin, una voz remota, metálica, entrecortada, emerge del receptor:
—Denegado el permiso de atraque, retírese, vire y aléjese del puerto.
—¿Cómo? ¿A dónde quiere que vaya en medio de esta tempestad? ¡Llevo mujeres y niños a bordo, el barco se escora, se hunde, y apenas nos queda combustible!
—Repito: denegado el permiso. Si se acerca, nos veremos obligados a dispararles.
—Está usted loco o es un criminal —brama el capitán Dickson en el instante en que una ola se estrella contra el puente de mando haciendo añicos los cristales—. Les envié la documentación por radio desde Marsella y la lista de embarque desde Alicante. ¿Qué pasa ahora?
—Que nos ha mentido. En las listas aprobadas figuran 2.638 pasajeros, y lleva, por lo menos, mil más. No podemos hacernos cargo de tanta gente ni queremos indeseables. Aléjese, busque otro puerto o les dispararemos con las baterías de costa.
Chorreando agua, rebotando en el puente, Andrew Dickson ha debido encontrar dentro de sí, en el límite mismo de la desesperación, una reserva de la flema que el tópico atribuye a los de su nación. Seco, enérgico, tranquilo, silabea al micrófono:
—Aquí Andrew Dickson, capitán del Stanbrook, de la Marina Mercante de Inglaterra. Armador: Billmeir, de Londres, 9, Saint Helens Place. Propiedad de la Compañía France Navegation. Consignatarios en Orán: Lasry et Fils y la Compañía Atlamer. Solicitado práctico y permiso de atraque, imposibilitado de maniobrar y temiendo por la seguridad del pasaje, enfilo la nave al puerto de Orán, donde obra la documentación legal requerida. Si disparan, sobre su conciencia. Si no viene el práctico, disparen o no contra mujeres y niños, el barco se estrellará a causa del oleaje contra el muelle. Corto.
Las letrinas del Stanbrook desbordan de heces y las ratas consideran abandonar la nave. El griterío del pasaje tiene que llegar, sin duda, a los muelles del puerto de Orán, y romper contra los espigones de manera espantable, y conmover, por muy duro que sea, el corazón del radiofonista que les ha conminado a virar. La administración colonial francesa no quiere indeseables, o sea, parias, náufragos, vencidos, rojos, y no se sabe a quiénes teme o desprecia más, si a ese millar innominado que lleva el Stanbrook de matute, o a los 2.638 que figuran, con su edad y sus profesiones, en las listas que radió el capitán Dickson desde Alicante y cuyo desglose debe parecerle tan inquietante: 2.240 hombres, 108 de ellos heridos o mutilados de guerra, y 398 mujeres, además de 147 niños, incluyendo quince recién nacidos y menores de un año.
El hedor es insoportable en las bodegas del Stanbrook: la mierda de las letrinas, los vómitos de los que se marean, la roña pegada a los capotes, el sudor revenido de tantas jornadas en fuga, la falta de ventilación y de oxígeno, el pánico y su olor característico. La gente de Murcia y de Albacete, que embarcó primero y ocupó las tripas del barco, se asfixia muy cerca de la costa de África, de ese más allá u otro lado del mundo que también la rechaza. Embutido en un rincón, entre dos cañerías, parece mantenerse sereno un hombre alto y que alguna vez tuvo que ser robusto, pero acaso su serenidad le viene de sentir tan familiar, tan inevitable, el rechazo. Se llama Emerich Greinner y es un apátrida, aunque tampoco mucho más apátrida que cuantos le rodean. Si acaso, desde hace más tiempo. Creyó encontrar en España la nación que nunca tuvo al sentirse concernido por su lucha contra el fascismo y requerido por ella, lo creyó cuando se alistó en París en las Brigadas Internacionales, siguió creyéndolo en el fragor de la sangre y la dinamita en Madrid, en el Jarama, en Brunete, en Teruel, en Belchite, en el Ebro, perseveró en su creencia el otoño pasado, cuando los Internacionales se despidieron de la lucha en Barcelona, entre lágrimas y ramos de flores, y él se las arregló para seguir combatiendo como español en España, y siguió creyéndolo cuando una esquirla de metralla le mandó a convalecer a un hospital de Albacete con el intestino perforado.
Emerich Greinner, apátrida, se ha aferrado a España, a la España de la República, hasta el último momento, incluso hasta después de haberse dejado el vigor de sus cuarenta y tres años en un quirófano de Albacete, incluso ahora en medio del hedor y de la tempestad, incluso ahora que viaja sin rumbo con una multitud que estrena su condición de apátrida precisamente. Junto a él, encajado también entre dos tuberías, sentado en el suelo, un hombre que diríase acabado, Santiago Rojas, comisario de alguna unidad a juzgar por el rastro que las estrellas han dejado en las bocamangas de su desastrada guerrera. Emerich ha intentado trabar conversación con él durante la travesía, pero algo de lo vivido en estos años, o todo lo vivido, o lo que está viviendo, ha debido enmudecerle, y apenas ha logrado que sus ojos vidriosos, perdidos, se posaran en los suyos cuando el Cervera les descerrajó unos cuantos cañonazos. Greinner tarda en reaccionar cuando le ve ahora llevarse lentamente una mano al pecho, desabrocharse la guerrera, extraer una pequeña pistola y llevársela, muy despacio, a la sien. Tarda Greinner en reaccionar pero reacciona y consigue interceptar el arma ascendente del comisario a la altura de la mandíbula. La lentificación de su movimiento por la falta de oxígeno le ha salvado, y el internacional, el menos apátrida en el fondo de cuantos naufragan frente a Orán en esta hora, le arrebata la pistola mientras Santiago Rojas cierra los ojos como si, en efecto, hubiera abandonado ya este mundo.
La línea de tierra se ha fijado definitivamente a proa del Stanbrook, ya no se desvanece con la lluvia ni con la niebla, y allá que se dirige asmático el carbonero, a toda máquina. Al comisario del puerto de Orán no le intimida la velocidad ni la fuerza del viejo carguero que finge la embestida, sino que las olas lo arrojen, como resto grande de naufragio que es, contra los muelles, y esa es la razón, y no ninguna otra de índole humanitaria, que le ha inducido a ordenar al práctico que vaya a por él y se lo lleve al muelle de Ravin Blanc, el de los apestados, el de los indeseables. Dickson se deja, mansamente, conducir.
Los gritos de pánico, que no han cesado durante la paliza que ha recibido la nave de la tempestad, se modulan poco a poco de otra manera hasta apagarse cerca del muelle de Ravin Blanc. Todos los náufragos de Stanbrook, sacudiéndose el terror, pugnan por mirar, por ver la tierra ignota a la que llegan, y se corren de babor a estribor, agolpándose en uno u otro costado ante la desesperación del capitán. La nave se inclina peligrosamente, bascula, amaga con mostrar la quilla, los náufragos tropiezan, caen, las letrinas vomitan su carga mefítica, las ratas corren desconcertadas y el capitán Dickson, no se sabe cómo, consigue arrimar el barco al muelle y apoyarlo en él. El silencio se apodera de la nave como cuando partió, muda y a oscuras, del Puerto de Alicante.
Silba el viento en el puerto de Orán, y en el Stanbrook. al silencio sucede la quietud, inyectada sin duda por la fatiga, el sueño y el hambre. Apoyado de babor el barco en el muelle, al capitán Dickson no le inquieta ya que el pasaje se arracime de babor tendiendo la mirada hacia los tinglados, las grúas, las casamatas y, por encima de todo eso, que parece deshabitado, hacia el caserío de la ciudad abrumada por la lluvia. Lo que le inquieta es la sospecha de no haber llegado a ninguna parte, de haber rendido en falso el peligroso viaje, de no estar su barco, en realidad, amarrado a puerto alguno. Le duelen todos los huesos al capitán inglés, los que tiene y los que no tiene, en tanto contempla desde el puente el muelle desierto.
En voz baja, como temiendo importunar a sus invisibles anfitriones, la gente del Stanbrook se comunica. Pues muchos de los que viajaban sentados en el suelo se han puesto en pie y muchos otros se hacinan de babor, se ha liberado el espacio mínimo suficiente para desplazarse sorteando obstáculos y bultos, y Álvaro Nuez, que ha abandonado su asiento de primera en las escalerillas del puente para estirar las piernas, se halla ahora junto a una lancha salvavidas liándose un pitillo. Nunca sabrá que el muchacho que le va a proporcionar lumbre con su chisquero es el que intentó salvar la vida de aquellas tres mujeres que él, vomitando mientras disparaba, fusiló mal como siempre.
Del fondo del muelle Ravin Blanc emergen, en dirección al Stanbrook, tres vehículos, un automóvil y dos camiones, de los que, al llegar a su altura, bajan unos negros enormes, senegaleses tal vez, armados hasta los dientes. Del automóvil, el comisario del puerto y tres gendarmes Franceses. A grandes voces, en inglés, el comisario requiere la presencia del capitán del barco, que asoma por el puente:
—Tiendan la pasarela y baje usted, usted sólo, inmediatamente. ¡Nadie más! Abriremos fuego si alguien más intenta poner un pie en tierra.
Teresita Bailón, comida por los piojos e inseparable de su aviador mejicano, contempla desde la barandilla de babor al capitán Dickson, que se ha despojado del chubasquero y conversa en el muelle en mangas de camisa, tocado con su gorra azul de capitán, con la autoridad portuaria. Le dan miedo esos hombres raros y grandes que apuntan al barco con sus fusiles:
—Parece como si hubieran salido de detrás de las montañas.
—¿Eh? ¿Qué montañas?
Benito Monteverde, el aviador, mira instintivamente a lo lejos, a la línea quebrada de las montañas en el horizonte. Es muy niña Teresa Bailón, pero él también es muy niño bajo su fantástica cazadora de aviador. De aviador sin avión: nunca llegó el chato que había de tripular, detenido con otra gran cantidad de material bélico en la frontera francesa. Cuando regresó de su cursillo de piloto de caza en la URSS, en febrero, ya era muy tarde, apenas quedaban aparatos y apenas podían hacer otra cosa que camuflarse para no ser destruidos en tierra por los Stukas, los Junkers, los Savoias y los Caproni.
Teresa Bailón, al verle con su cazadora y su cámara de fotos, se había acercado a preguntarle si conocía a su ahijado Tomás, otro joven piloto de la base de Los Llanos. Ahijado de guerra. Porque Teresa Bailón, además de dar mítines-relámpago por las esquinas de Madrid, era madrina de guerra de dos soldados, de dos hombres desconocidos pero de su misma sangre, la de aquellos que luchaban en el frente por su misma causa. Cartas, dibujos, paquetes de comida, jerséis, tabaco… Un lenitivo para el que se halla tan solo en las trincheras, a merced de las balas. Su otro ahijado, Rufino, había muerto en el Ebro, y se murió amándola sin haberla visto en su vida. Antes de eso, en la primavera del 38, fue a verla un día su padre, el padre de Rufino, para decirle que su hijo se había enamorado de ella, que no le hablaba de otra cosa en las cartas que le escribía, ni del miedo, ni del hambre, ni de la explosiones, ni de las fatigas, y que cuando terminara la guerra se casaría con ella.
Se ha marchado el capitán Dickson en automóvil con el comisario del puerto, pero no sin antes llamar a Manolito Estrada, el cocinero filipino, que se ha ido con ellos. Algunos de los pasajeros del Stanbrook han perdido los nervios, o la razón, y se han escuchado gritos destemplados, sobre todo en las bodegas hediondas y asfixiantes, pero salvo esos pocos episodios de desesperación, controlados por los que aún parecen imbuidos de sus responsabilidades públicas, la situación de los náufragos, bien que extrema, parece morigerada por un sentimiento generalizado de fatalidad. Nada esperan en este pecio hostil y extraño al que han ido a caer con su barco hundido. A flote, pero hundido.
Y por eso, porque nada esperan los prisioneros del Stanbrook, acogen con tanta alegría el retomo del capitán, que les ha dejado huérfanos durante un par de horas.
Vuelve en una camioneta destartalada llena de cestos con hogazas de pan, y con Manolito Estrada, que, encaramado a los cestos, va gritando:
—Alá Akbar! Alá Akbar!
Alá, en efecto, es grande, y sólo por ser tan grande puede ser tan pequeño como para contenerse en cada una de las finas láminas de pan en que Manolito convierte las hogazas, a fin de que alcance para todos.