Capítulo VIII

Un barco grande se acerca, a toda máquina, hendiendo de proa la confusa claridad del alba. Amanece en el Puerto de Alicante, y hoy, 30 de marzo de 1939, el sol no parece haber delegado en la lluvia su presencia, de modo que a la voz de Ginés Laval, «¡Un barco! ¡Un barco!», a los náufragos del puerto se les ha iluminado doblemente la esperanza, tan amortecida desde que esa noche las luces de otro barco se burlaran de ellos acercándose, alejándose, trazando un semicírculo por la bahía y desvaneciéndose finalmente por el cabo Huerta.

De nuevo la multitud toma el rompeolas para divisar la nave y expresarle con gritos de júbilo su bienvenida, de nuevo el cabo de señales Ginés Laval agita sus brazos desde lo alto de faro, de nuevo se desentumecen con premura los que han dormido sobre el cemento de los muelles, de nuevo otros grupos se desplazan hacia la Aduana, hacia la zona de embarque, para hallarse en buena situación en el momento de saltar al barco, y de nuevo, ahora que el apenas nacido sol se oculta dando por concluido su somero acto de presencia, el barco grande se detiene bruscamente a menos de media milla de la bocana.

Se apagan los gritos y las exclamaciones del rompeolas dijérase que para no intimidar a la tripulación de la nave, y durante unos minutos se establece un duelo de silencio entre el barco y los náufragos apenas subrayado por el rumor del mar que se estrella rítmicamente contra el rompeolas. Una sacudida del barco casi imperceptible desvela de pronto la reanudación de su marcha, y sí, el barco torna a aproximarse, ahora lentamente, a la bocana del puerto, se acerca, se acerca, se incendia otra vez de voces jubilares el rompeolas, viene, se acerca, Ginés Laval ya distingue a su capitán en el puente de mando tendiendo sobre el puerto la mirada de sus prismáticos, pero en una maniobra súbita, demasiado elástica para un buque tan grande, gira sobre sí mismo, muestra la popa bañada de espuma, y se aleja.

La consternación y la impotencia invaden, como un gas paralizante, los muelles, el rompeolas y las almenas del castillo de Santa Bárbara, desde donde el coronel Burillo trata de comunicarse por radio, entre exabruptos, ruegos y amenazas, con el barco que se da a la fuga mostrando, cada vez más lejana, su popa. Pero no todos parecen haber respirado lo suficiente el gas inmovilizante que abruma a las criaturas del Puerto: algunos soldados, encaramados al rompeolas, disparan contra la nave, o acaso contra ese sol cruel que se empeña en esconderse y en abandonarlos. Un hombre corpulento, enloquecido, clama desde lo alto de una farola:

—¡Nos matarán a todos, a todos…!

Eduardo de Guzmán, inseparable de su pequeña maleta de cartón que contiene papeles, dos libros y una muda, va de un lado a otro del puerto intentando averiguar sobre qué pilares se fundamentan, en realidad, las posibilidades de salvación de los que se agolpan en ese último trozo de España. Se ha encontrado con Mariano Viñuales, maestro de escuela aragonés hoy comisario de la 28 División, que ha combatido desde la Sublevación en casi todos los frentes, Aragón, Belchite, Teruel, Levante, Extremadura, y con el curtido comandante de la 127 Brigada, Máximo Franco. Ambos conservan en la cintura sus pistolas de reglamento, dicen, por si al final sólo ellas les muestran el portillo para salir de allí. Prefieren quitarse la vida antes de caer en manos de los que, con toda seguridad, habrán de complacerse tanto arrebatándosela con oprobio.

Quedan conversando Mariano Viñuales y Máximo Franco en tanto que Eduardo de Guzmán se reúne con Carlos Rubiera, presidente de la Diputación de Madrid, y con Rafael Henche de la Plata, el alcalde de la Villa, que se hallan parlamentando con el diputado francés Charles Trillon, del Comité Internacional que organiza y supervisa, o eso querría, si pudiera, la evacuación. Carlos Rubiera, abogado joven y político honesto, excelente orador y secretario de la Federación de Empleadas y Dependientes de la UGT, sospecha que lo sucedido con los barcos, con los que llegan y se van y con los que ni siquiera llegan, pueda deberse a una maniobra de los comunistas. Aunque propiedad de la República, las compañías de navegación Mid-Atlantic y Exportaciones Campsa-Gentibus, cuyos barcos la han abastecido durante la guerra y ahora tendrían que acudir a salvar sus restos, han estado controladas por los comunistas, que para los socialistas Rubiera y Henche, para el anarquista De Guzmán y, en general, para casi todos, equivale a que han estado, y acaso lo estén aún, controladas por Stalin y su Komintern.

El diputado francés Charles Trillon, un hombre bueno en cuya conciencia habitan más sentimientos de justicia y humanitarios que los que la República Francesa ha demostrado tener con su hermana española, abandonada por las democracias de Europa en su lucha contra el fascismo, ha conseguido que el avión de la Air France que hace la ruta Casablanca-Marsella haga una rápida escala en Valencia para que Rubiera lo tome y averigüe sobre el terreno qué pasa con los barcos que han de llegar y no llegan, que se burlan de los náufragos de la República rozando el puerto y dando marcha atrás, que deambulan por el Mediterráneo como cruceros de placer. Pero Carlos Rubiera, a pesar de los requerimientos de Heche de la Plata, de Eduardo de Guzmán y del propio Trillon, se niega a tomar el avión de la Air France porque dice que no quiere salir de allí, él solo, de esa manera, que quiere correr la misma suerte que los demás. A Pascual Tomás, otro socialista, le encomiendan la misión, acepta, y con el diputado francés se pierde entre el gentío hacia la entrada del puerto, donde los hombres de Burillo están empezando a construir una barricada con automóviles y sacos de lentejas.

A consecuencia de los besos se les antoja más irreal, si cabe, cuanto les rodea. Lina de Andrés y el doctor Reinoso han emergido al fin de su zaquizamí de escombros y cajas, donde han pasado toda la noche. Rendidos tras el amor caníbal, sucumbieron al sueño, unidos, enlazados, poco antes del amanecer, cuando el puerto se llenó de voces y carreras porque llegaba un barco. Se han recompuesto como han podido al salir de su madriguera, han bajado al agua irisada de fuel y de fotografías por unas escaleras de piedra con la intención de asearse un poco, pero el agua fría sobre el rostro no ha logrado arrancarles de la ensoñación. Con la cara lavada con el agua del mar, Lina de Andrés parece una diosa.

Ignacio de la Cruz no ha conseguido esta mañana latas de leche del diputado Trillon, al que no ve por ninguna parte, pero sí encontrar, comisionado por el juez Marino Lara y sus amigos, al doctor Reinoso. Es más; ha sido él, y no la luz del alba ni la barahúnda del puerto, el que le ha despertado, sacudiéndole suavemente en el hombro al encontrarle dormido en el cobertizo en ruinas, pero antes de eso se ha quedado mirando a la mujer dormida junto a él, maravillado, largo rato. A consecuencia de los besos, lo irreal del lugar y de lo que les sucede se les antoja más irreal si cabe, sentimiento que la irrupción súbita de Ignacio de la Cruz —ese chico de la calle al que su amigo Marino llevó un día al hotel Ritz, hospital de sangre, porque le había germinado una alubia en el conducto nasal— refuerza:

—Que le están buscando sus amigos desde ayer. Vengan conmigo.

—Espera, hijo, que vamos a lavarnos un poco. ¿Dónde están?

—Hacia allí, hacia el rompeolas, más o menos donde la última grúa.

—Pues, hala, vete para allá y les dices que ya voy.

Parece una diosa Lina de Andrés con la cara lavada, y el doctor Reinoso una especie de Harold Lloyd que se va tropezando con todo. Van abriéndose paso entre la gente y los bultos en dirección al rompeolas, van tomados del brazo imbuyéndose a marchas forzadas de la realidad, cuando un alarido desgarrador les obliga a dirigir su atención hacia el lugar del que proviene. A su derecha, del interior un grupo que se arremolina, se reproduce el grito y, al poco, otros que emiten voces distintas.

—¡Un médico! ¡Por favor, un médico!

Jacinto Reinoso Berenguer, el forense más delicado de Madrid, se da de bruces, no bien ha penetrado en el corro, con el misterio de la vida: de la vagina de una mujer que yace en el suelo sobre unas mantas fluye un río de sangre y de placenta, y una cabecita roja emerge de ese río con los ojos cerrados. A los gritos de la madre y a las voces reclamando un médico se ha acercado también, y llega ahora, el doctor Bajo Mateos, pero antes de que ambos doctores, el de la vida y el de la muerte, acierten a reaccionar, ya Lina de Andrés y Encarnación Bueno socorren a la mujer, la tranquilizan, secan su sudor, apartan a los que se arremolinan, la sujetan por los hombros, la acarician, y piden agua y ropa limpia. La niña que nace está atascada por los hombros, no respira, acaso está naciendo, en ese ocaso del mundo, muerta.

Jacinto Reinoso Berenguer, el doctor Reinoso, el forense más delicado de Madrid resulta serlo también en el campo de la obstetricia: toma con sus manos la cabeza de la criatura, calibra suavemente con ellas la resistencia que ofrece el cuerpo a salir de su madriguera, las hunde en las entrañas de la mujer y, como quien toma un pájaro del nido, con idéntica presión, saca a la niña del vientre de su madre justo en el momento en que el avión de la Air France proyecta su sombra alada sobre ella al cruzar el cielo del Puerto de Alicante. Torna entonces a salir más lava muelle, alimenticia, del cuerpo de la madre estremecida, y el doctor Reinoso, alucinado como cuando contempló durante tres días el cuerpo de aquella mujer, Adela Ruano, ni viva ni muerta, le entrega la niña rosada e inmóvil a su colega Bajo. Éste la coge de los pies como a un gazapo, la golpea con la palma de la mano en la espalda mojada, y un llanto infantil penetrante y profundo recorre los muelles y se posa en una almena del castillo de Santa Bárbara.

El loco de la farola reanuda, ahora algo más monocorde, su salmodia:

—¡Nos matarán a todos! ¡A todos…!

La niña casi naonata duerme, o parece que duerme con sus ojos cerrados, en los brazos de la madre congestionada, cuando de unos metros más allá en dirección al rompeolas se eleva una algarabía sobre el bullicio general del puerto. Un hombre se ha arrojado al agua con el propósito de quitarse la vida, pero por la estimulante frialdad de su contacto o por el imperio del instinto de conservación, bracea desesperadamente para no ser engullido. Cuatro hombres se tiran vestidos para salvarle, y al final, desplazando pellas de fuel y de espuma, logran nadar con el suicida hasta las escaleras de piedra donde el doctor Reinoso y Lina de Andrés se han estado lavando sin conseguir desprenderse enteramente de los restos de su ensoñación.

A Tomás Lirola le estrangula una tos convulsa, imparable, porque ha tragado agua y fuel y porque está empapado y le traspasa todo el frío del Puerto de Alicante. El doctor Bajo Mateos, al que ni la sangre ni la placenta han salpicado su terno impecable, su ropa como de ir al cine una noche especial y cálida de preguerra con su esposa, busca en su maleta de cuero el traje de repuesto, pues a los verdaderos dandis no debe sorprenderles jamás el fin del mundo desastrados, y se lo ofrece al escritor madrileño.

—No es cosa, amigo mío, de pillar una pulmonía antes de saber en qué acaba todo esto.

—Déjelo, Isidoro, que yo me seco la ropa en esa fogata en un plis plas.

Ca, hombre, ca. Éste que llevo está resistiendo admirablemente, que no por nada me lo cortó el sastre de Miguelito Maura. Fíjate que yo creo que el 14 de abril le abrieron la puerta de Gobernación y se le cuadró la Guardia Civil, por lo impresionante que iba con el traje cruzado que llevaba: «¡Paso al gobierno de la República!». Qué tiempos, Tomás.

De miliciano de la Cultura a pisaverde de la capital. Quién sabe si, andando el fin del mundo, ese travestimiento no habrá de salvar al escritor republicano de algo más helador, de una bala por ejemplo, que una pulmonía.

Ignacio de la Cruz, Guadiana de la calle que aparece y desaparece entre la multitud que se agolpa en el Puerto de Alicante, emerge de súbito del costado del juez Marino Lara y le tira de la manga:

—Don Marino, don Marino…

—Coño, hijo, ¿de dónde sales?

—Vengo de la ciudad. ¡Los italianos asoman ya por el Paseo de las Palmeras!

—¡Joder con los italianos! ¿No decía el ABC que aquí no había italianos ningunos? Bueno, no te alejes mucho, ya verás como llegan los barcos y nos sacan de aquí antes de que nos echen el guante esos grandísimos hijos de… Mussolini.

—Y otra cosa, ¿ve usted aquellos viejos con blusón?

—Sí, deben ser hortelanos de Valencia.

—Pues me han dicho que le pregunte a usted si quiere presidirles el Tribunal de las Aguas.

No quieren esos regantes, al parecer, que les pille el fin de todo con asuntos pendientes, y menos con asuntos de agua, como tampoco quiere González Molina, gobernador civil de Guadalajara, hacer dejación de su responsabilidad hasta el último instante: sobre una caja, junto a un muro derruido, auxiliado por dos compañeros, expide pasaportes a cuantos lo solicitan.

Una cola se ha formado ante su improvisada oficina. Antes de abandonar Guadalajara y huir hacia Levante, González Molina se ha hecho en el Gobierno Civil con una provisión de pasaportes en blanco, esos que se apilan ahora a un lado de la caja. Apunta los datos, pega la foto que el solicitante arranca del carnet militar, del partido o del sindicato, estampa las huellas dactilares, sella el documento con un tampón y, antes de cerrar el documento y entregarlo, sopla sobre el sello. El orden en la cola es perfecto, como si a impulso de ese acto legal, cívico y administrativo, el caos y el miedo se amortiguaran. Lázaro Vega, que contempla desde cerca la escena, se admira de la invención de González Molina para mantener el ánimo. A su lado, Pérez Segovia toma notas en una libreta.

—¿Qué sentido tiene eso, Lázaro? ¿No es un poco cruel?

—Al contrario. Es más; lo que está haciendo el gobernador acaso sea lo único que tiene sentido. ¿No ves cómo la gente se tranquiliza y aguarda su turno? Un pasaporte es la promesa de un viaje, y la vida de todos los que nos encontramos aquí depende de ese viaje. Los barcos no están de su mano, pero sí la esperanza, que ahora es más necesaria que nunca.

El diputado Charles Trillon está de vuelta y conversa a la entrada del puerto, junto a la barricada de autos y sacos de lentejas, con el grupo de náufragos responsables de los diferentes partidos e instituciones republicanas que está en contacto permanente con el Comité Internacional de Ayuda y Evacuación, que es, básicamente, sólo él mismo. La actitud de los que parlamentan desvela que trae buenas noticias, si bien comienzan a llegar desde el Paseo de las Palmeras, de los Mártires, las notas de la La Giovenese. Se aproximan al puerto, dice Trillon, un crucero francés y dos cargueros, y en ese instante, en efecto, Ginés Laval distingue desde su faro tres puntos en el horizonte.

Salvo los que hacen cola frente a la expendeduría de pasaportes del gobernador civil de Guadalajara, que siguen en ella impertérritos y ordenados, y la niña casi naonata, que duerme, los náufragos del Puerto de Alicante enloquecen de alegría al escuchar la voz de su Rodrigo de Triana, «¡Tres barcos se acercan a toda máquina!», pero los barcos se aproximan, llegan a la bocana del puerto, se detienen, giran y se van por donde han venido, igual que las veces anteriores. Un hombre de cabeza cana y aspecto campesino que se halla sentado en el suelo, solo, se pega un tiro. Su cuerpo desplomado se estremece aún durante unos instantes mientras se anega en su charco de crúor.

Un silencio espeso, general, acoge la visión de las tropas italianas que han llegado por el Paseo de los Mártires, a la plaza de Joaquín Dicenta, la entrada principal al Puerto. Ya no cantan, como cuando venían, La Giovenese, sino que están construyendo una cerca de alambre paralela a la barricada de sacos y automóviles. Trillon, que había abandonado el puerto una vez dada la noticia del arribo de los barcos, regresa, pero los que se le arremolinan no parecen tener el ánimo para recriminar nada al único ser humano que se preocupa por su suerte. Mariano Viñuales, Comisario de la 28 División, oficia de interlocutor del diputado francés en nombre de todos los presentes.

—No sé lo que ha pasado, me habían dado garantías… Tal vez han recibido por radio amenazas del Canarias, o las tripulaciones han sentido miedo al ver en los muelles la masa desesperada…

—O es un boicot de los que controlan la Mid-Atlantic.

—No lo sé, sólo he conseguido comunicar con el capitán del crucero francés, y no es muy bueno lo que tengo que decirles: está dispuesto a regresar, pero para llevarse sólo ciento cincuenta personas, ni una más.

—Qué hijo de puta.

—Creo que deben decidir ustedes y seleccionar a aquellas ciento cincuenta personas más comprometidas, las que crean que corren más peligro si son capturadas por Franco.

—Y después de que hagamos semejante cosa, que a ver quién decide los que han de salvarse y los que no, ¿los embarcará de veras o se presentará en la bocana para dar la vuelta en el último momento?

—Creo que cumplirá su palabra. Esta mañana, un crucero inglés, el Galatea, se ha llevado de Gandía a los miembros del Consejo de Defensa y a unas doscientas personas que había en el puerto.

—Ya. Y los italianos, ¿cumplirán la suya?

—Me la han vuelto a dar de que no penetrarán en el puerto hasta que lleguen barcos y ustedes hayan partido.

Los que parlamentan con Trillon, jefes militares, responsables de los partidos y cargos públicos, rompen filas cabizbajos y se dirigen a reunirse con los grupos que se han ido formando por facciones o afinidades. Eduardo de Guzmán, que deambula por los corros como hasta ayer mismo por los frentes y los ministerios, acompaña a Virtuales a la zona del puerto donde se congregan sus correligionarios, que pronto se enteran de la exigencia del capitán del crucero francés. Disponen para ellos, les dice Viñuales, de unas treinta plazas, y entonces el comisario anarquista y el director de Castilla Libre han de asistir a un espectáculo denigrante: algunos pugnan por atribuirse tantas atrocidades como creen necesarias para poder embarcar.

Lázaro Vega, Pérez Segovia y Marino Lara también deambulan por los corros, pero más que nada porque acaban de alejarse del suyo, el de los funcionarios de la República, según han rechazado postularse para embarcar como más comprometidos en el crucero. Pérez Segovia, que ha escuchado junto a sus amigos los términos de la propuesta del capitán francés, ni se toma la molestia de buscar el grupo que le correspondería, y va con ellos, con el juez y el policía, de un lado a otro, aunque ahora, se han acercado a la fratría de los anarquistas porque entre ellos cuentan con buenos amigos. Como Eduardo de Guzmán, al que hallan demudado.

—¿Qué ocurre aquí, Eduardo? —le pregunta el policía liberal, indagando la causa de su palidez.

—¿Que qué ocurre? ¿No oyes a ésos? —le responde exaltado.

—No, no les he oído, ¿qué dicen?

—Pues el que más y el que menos, si das crédito a lo que cuentan, es un asesino feroz y despiadado. Han violado, matado, profanado, han dado matarile a media Quinta Columna, han detenido, allanado, delatado… Yo que sé. Ese imbécil de Miñambres, que no ha hecho otra cosa durante la guerra que fanfarronear con su pistolón por los cafés, se atribuye el incendio de media docena de iglesias… Mira, Lázaro, aun sabiendo que todo es mentira, me entran ganas de vomitar al oírlos.

—Déjalo, en los otros grupos también hay gente así, ¿qué le vamos a hacer…? Bueno —concluye bromeando el policía—, aquí tenemos al juez Marino, que todavía puede cogerles la palabra e instruirles sumario.

—Por cierto —interviene el aludido—, ¿no es aquél tu amigo Varela, Benigno Varela, el agente de los Servicios Especiales de Salgado?

La última vez que Lázaro Vega se cruzó con Benigno Varela, ambos acabaron acariciando nerviosamente, uno frente al otro, la empuñadura de sus pistolas. Ocurrió a primeros de diciembre de 1936, cuando el general Miaja, jefe de la Junta de Defensa de Madrid, se enteró de que los anarquistas habían abierto en el número 12 de la calle de Juan Bravo una falsa embajada, la de Siam, con el propósito de asilar en ella fascistas y gente de derechas y, mediante micrófonos instalados en sus dependencias, averiguar sus conexiones, sus planes y la identidad de los espías de Franco. Las legaciones diplomáticas, desde las que los asilados de la Quinta Columna desarrollaban sus actividades subversivas contra la República ante la indignación de gobierno, de la Junta, de la prensa y de la opinión pública, habían llevado el abuso del derecho de asilo hasta extremos insoportables, y el Comité de Defensa de la CNT y los Servicios Especiales anarquistas idearon por su cuenta el establecimiento de la apócrifa embajada de Siam, remoto país con el que España ni tenía ni había tenido nunca relaciones diplomáticas.

El general Miaja se hallaba en los sótanos del ministerio de Hacienda junto al teniente coronel Vicente Rojo, revisando unos mapas iluminados por un flexo, cuando se presentó en la sala el inspector Lázaro Vega:

—Quite de esa silla los papeles y siéntese, Lázaro, que la misión que le voy a encomendar es preferible que le pille sentado.

—Usted dirá.

—Se trata de la falsa embajada esa de Juan Bravo: desmantele usted aquella vergüenza. A los enemigos emboscados de la República hay que combatirlos con medios legales.

—Algo me ha llegado de eso, pero ¿sabe usted lo que me está pidiendo? La mitad del día me lo paso evitando que las patrullas esas de control y vigilancia me peguen cuatro tiros por intentar que prevalezca la ley y por hacer mi trabajo. La gente ha empezado a reaccionar y ya nos llama si se presentan esos chulos en sus casas sin orden de detención ni nada, pero los compañeros de la policía y los guardias están desmoralizados porque cuando intervienen se encuentran a esa gentuza en plan amenazante y más numerosa y mejor armada que ellos. ¿Cómo quiere usted que me presente en la embajada de Juan Bravo y les diga que vayan recogiendo, que se ha acabado?

—Pues a usted se lo pido porque es el único al que se lo puedo pedir. Usted no está desmoralizado de tanto descontrol, está harto, y sólo con gente así vamos a poder restaurar el orden y la legalidad que la mierda de la Sublevación ha hecho añicos. Mire, Lázaro, ayer me enteré de esto y mi decisión de clausurar ese chupadero indecente no la conoce ni el Consejero de Orden Público, un chico muy capaz, pero comunista, y ya sabe las ganas que se tienen los comunistas y los anarquistas. Si yo mando a Juan Bravo a los comunistas, y los de la CNT y los de Salgado se ponen farrucos, imagínese la ensalada de tiros que se puede organizar.

—Le comprendo, pero no veo qué miedo les puedo dar yo.

—Mi plan es éste: esta tarde hablaré muy serio con los consejeros de la CNT y con algunos de sus líderes más razonables, no sé, Isabelo Romero por ejemplo, que es de su Comité de Defensa. Hablarán entre ellos, si han de zurrarse se zurrarán entre ellos, y cuando llegue usted mañana por la mañana con una compañía de la Guardia de Asalto que ahora mismo voy a retirar del frente de la Universitaria, va a encontrar usted, estoy seguro, poca o ninguna resistencia. Debemos acabar con eso de que algunos de los que supuestamente luchan con nosotros nos jodan más que el enemigo. ¿Está usted conmigo?

—Como estar, estoy.

—Pues eso, inspector Vega, aguarde en Gobernación a los de Asalto y organícese usted como le convenga. Aquí, en este documento, va mi orden de desmantelamiento de la embajada. Y prepárese, que la próxima va a ser desarmar a la chusma ociosa de retaguardia que priva de armas a los soldados del frente.

—Eso será si mañana vivo para contarlo. General, teniente coronel Rojo, buenas tardes y viva la República.

Una veintena de hombres armados aguardaba en el portal número 12 de la calle de Juan Bravo, un viejo palacete incautado en cuya fachada, en un balcón del primer piso, ondeaba un trapo absurdo, la bandera de Siam. Llegada a bordo de dos camiones, la fuerza pública dirigida por el inspector Vega no lucía una uniformidad mayor que la de los milicianos de retaguardia que les esperaban con sus naranjeros en prevengan y su vestuario heteróclito: Los de Asalto apenas conservaban algún resto de sus rutilantes uniformes azules con botones dorados, y algunos, que habían destrozado sus botas en los barrizales del Manzanares, calzaban alpargatas.

Cuando Lázaro Vega, de paisano, bajó de la cabina del primer camión y se dirigió afectando imperio y naturalidad al portalón del palacio, el grupo armado se compactó ante él cerrándole el paso:

—Buenos días, señores. Soy el oficial de policía Lázaro Vega, y vengo comisionado por el general Miaja y la Junta de Defensa, al mando de esta fuerza, para dar cumplimiento a la orden de clausura y evacuación de estos locales. ¿Quién de ustedes es el jefe?

—Nosotros no tenemos jefes —le respondió insolente un tipo crudo que lucía dos cananas de munición cruzadas sobre el pecho, pero no bien pronunció esas palabras emergió del grupo, encarándose al policía, un sujeto rubio y delgado que vestía, como él, de paisano:

—Tiene razón el compañero, nosotros no tenemos jefes. Sólo obedecemos al pueblo porque somos luchadores de la revolución. En nombre de los dos, de la revolución y del pueblo, vigilamos esta embajada, así es que ya os podéis marchar por donde habéis venido —concluyó el jefe que no era jefe en tanto los suyos amartillaban los cerrojos de sus naranjeros y ponían caras terribles.

—La Junta de Defensa de Madrid —prosiguió en tono suave y firme el policía—, en la que está representada su organización, ha ordenado desalojar este local que usted como yo sabe que no pertenece a ninguna embajada. La República nada tiene que ver con las hordas rebeldes que quieren destruirla, y no tiene nada que ver porque combate limpiamente por el derecho, la ley y la justicia.

—Muy bonito suena eso, mientras la Quinta Columna, que se mueve a su antojo, nos apuñala por la espalda.

En tanto Lázaro Vega y Benigno Varela intercambian estas palabras, a las que el grupo anarquista asistía con ansiedad, los guardias de asalto, unos cuarenta, se habían desplegado en torno al portal espantando a los curiosos y a los transeúntes. Llevaban cerca de una semana en los frentes intentando taponar los agujeros de Madrid, tiritando en las trincheras, sintiendo el hedor de los cuerpos de sus compañeros abatidos en tierra de nadie, notando la muerte tan cerca, exhaustos, y sin el menor rastro de agresividad en sus miradas, aguardaban la orden de sentar la mano a aquellos revolucionarios de atrezo.

—Vamos a entrar. Creo que no es necesario que les diga qué va a ocurrirles si hacen armas contra la República.

—¡Sobre nuestros cadáveres! —pero se le quebró la voz al tal Varela en la última palabra.

—No hay ningún inconveniente, para ese albur me han acompañado estos agentes del orden.

Pero no hubo ocasión de pasar sobre cadáveres ningunos: Mateo Turpín, el sargento de Asalto descomunal que mandaba la sección situada más próxima a la entrada del edificio, abrió proa a Lázaro Vega apartando de un empellón a dos de los centinelas. Antes de que pudieran o de que quisieran reaccionar los otros, la tropa de Asalto penetró en la falsa embajada de Siam. Lázaro Vega, blandiendo la pistola que había extraído de la cintura de su pantalón, subió el primero las escaleras, penetró en las dependencias seguido de los guardias, y se encontró con una docena de desgraciados que se creían amparados por el remoto reino de Siam y que se delataban y delataban sin saberlo a sus correligionarios por el sumidero de los micrófonos instalados en las lámparas.

No supo Lázaro Vega más de aquella gente y de aquel suceso hasta que el juez Marino Lara le contó, meses más tarde, en qué había acabado todo aquello. Al parecer, luego de conducir a los asilados de Siam a Gobernación, el consejero de orden público les había puesto en libertad, salvo a uno, un falangista, que mandó a la cárcel de San Antón. Sólo ese se había salvado, incluso es muy probable que a estas horas, liberado por los suyos, ande cazando republicanos por las calles de Madrid. El resto, al que los de Benigno Varela tenían identificados y seguían los pasos, desaparecieron sin dejar rastro según supo el juez Lara cuando algunos de sus familiares acudieron a él en demanda de auxilio y se lo contaron.

Cae la tarde en el Puerto de Alicante y Lázaro Vega cruza con Benigno Varela, que se halla en el corro de los que relatan atrocidades, su mirada.

—Supongo que ése —Lázaro Vega se dirige a Eduardo de Guzmán, señalando al agente de Servicios Especiales— no habrá tenido que inventar mucho para reputarse digno de embarcar en el crucero.

—Te equivocas. Yo también tengo asuntos pendientes con él y, cuando le he visto, le he recriminado algunas cosas, no me he podido contener. Tipos como él no han hecho más que intentar envilecer nuestra causa con sus sucios procedimientos, pero me ha sorprendido que ha sido el primero en rehusar embarcarse.

Poco antes de que el juez, el periodista y el policía se acercaran al grupo de Eduardo de Guzmán, poco antes de que a éste se le demudara el semblante y le subieran las bascas por la garganta, el director de Castilla Libre se había plantado, en efecto, ante Varela:

—Querrás salir el primero en ese barco, ¿verdad?

Varela, extremadamente delgado, le respondió con voz queda y afligida:

—No, ni el primero, ni el último. ¿No sería una vergüenza insoportable seguir vivo cuando tantas cosas perecen a nuestro alrededor?

—¿Y tú hablas de vergüenza?

—Mira, Eduardo, no me arrepiento de nada, de nada serviría ahora y, además, no creo haberme equivocado, la revolución no se hace, como muchos creéis, con agua de rosas. Tiene, como obligada contrapartida de su grandeza idealista, una parte fea y sucia que alguien tiene que realizar. Para defenderla de sus enemigos es preciso mancharse las manos. En nuestro caso, he tenido que manchármelas yo. Mi papel era menos heroico que el del que peleaba en las trincheras y menos brillante que el del que hablaba en las tribunas, pero tan necesario como el primero y más eficaz que el segundo.

Se espesa la derrota en el Puerto de Alicante. Cada una de las quince o veinte mil personas que lo habitan exhiben, en esta hora postrera, aspectos de sí mismos que ignoraban. El alma de cada uno se halla en carne viva, la piel es una tela delgada y transparente que desvela la verdadera anatomía de la condición de cada cual, y los muelles son la cama de piedra donde hoy, este 30 de marzo de 1939 que agoniza, se representa la autopsia general de los restos de la República.

Apenas hay dos o tres decenas de miserables entre la multitud que aguarda los barcos y su salvación. O no exactamente miserables, sino criaturas devastadas por el miedo, que a lo mejor por ese pavor insuperable que afloja los esfínteres se han inventado los desafueros necesarios para obtener el salvoconducto del crucero francés. En realidad, Charles Trillon, que entra y sale del puerto todavía con un brazalete blanco en una de las mangas de su abrigo con la aquiescencia de los italianos que lo cercan, se había referido, al recomendar la selección de los más comprometidos, a los jefes militares, los comisarios, los diputados, los jueces, los periodistas, los policías, los gobernadores civiles, los rapsodas de la cuestión social que han mantenido durante tres años el ánimo de lucha de los que estaban fatalmente condenados a perderla, aunque, en verdad, cualquiera de los aquí presentes lleva tatuada una diana en su pecho.

Se adensan las brumas del fin del mundo en el Puerto de Alicante, pues todos los que en él se hallan son fusilables en potencia, los soldados, los maestros de escuela, los funcionarios, los obreros, los estudiantes, las Marianas Pinedas, los jornaleros del campo, los intelectuales… todos portan el ignominioso estigma de su lealtad al mundo que se acaba, a la libertad, a sus normas, a sus promesas, y los rebeldes de Franco, que llevan tres años masacrando leales en las cunetas de los caminos y en las tapias de los cementerios por «auxilio a la rebelión», habrán de sentirse eufóricos con esta cosecha masiva, con este copo total.

Sea porque muchos quieren correr, por principios, la suerte de la mayoría, o porque la convivencia con los miserables fabuladores de crímenes les resulta indeseable, lo cierto es que, al filo ya de la medianoche, no ha llegado a completarse el cupo de los ciento cincuenta que habrán de partir en el crucero francés. Los seleccionados se agrupan, alejados del resto de los náufragos, en torno a la Aduana del muelle principal, prestos para embarcar a la hora prevista, las doce y media de la madrugada según el diputado Trillon.