Las murallas de Ávila, a lo lejos, espejeaban a la luz del ocaso, y los hombres de la columna del teniente coronel Mangada, que venían exhaustos, heridos y sucios de pelear con los de la columna rebelde del comandante Doval, el carnicero de la represión de Asturias, se quedaron contemplándolas desde las alturas de la Sierra Paramera, adonde habían llegado tras romper la línea de penetración enemiga, por el Oeste, hacia Madrid.
Pocos han logrado descabezar un sueño a bordo del Stanbrook, y Julio Mangada, pese a su cansancio infinito, no ha sido de los afortunados que han conseguido desvanecerse, siquiera unos momentos, en los brazos de esa dulce y pequeña muerte. Comienza a despuntar el alba en el mar sin contornos por el que navega tosiendo el carbonero inglés, y si bien la lluvia ha cesado, el barco parece que enfila hacia un horizonte donde se funden en negro las aguas y el cielo. Luce aún Julio Mangada sus tres barras de coronel en el pecho de la guerrera; muy poco ha ascendido el héroe de la Sierra, el laureado de Madrid, en estos años siniestros.
Nadie lo hubiera podido imaginar cuando la sola mención de su apellido evocaba, en agosto del 36, la victoria imparable del pueblo sobre la rebelión facciosa. En la carrera por conquistar las cimas y los puertos de la sierra de Guadarrama, paso obligado de las tropas de Mola hacia Madrid, el teniente coronel Mangada no fue el primero, pues antes habían llegado Riquelme y Burillo con sus heteróclitas tropas de milicianos a taponarle las alturas al enemigo, pero sí fue el único que llegó con espíritu ofensivo. El plan inicial de Mola, apoderarse de la capital cayendo desde Castilla, donde había triunfado la sublevación, se encontró con la barrera natural de la sierra, en cuyos sanatorios antituberculosos, repartidos por las frondas de sus laderas, buscaban la salud perdida los hijos del pueblo, en aquellos mismos sanatorios donde hasta la llegada de la República sólo podían hallarla los elegidos de la Fortuna. Así, en los primeros días de la guerra, en el abrasador mes de julio del 36, los madrileños que marcharon a la sierra por libre o encuadrados en sus organizaciones sindicales y políticas, en amalgama con grupos de guardias civiles y de asalto, se cruzaban en las carreteras con los enfermos que huían de sus sanatorios bombardeados, con los pulmones deshechos sin remisión.
En aquellos primeros combates, en los que los republicanos pudieron oponer feliz resistencia a la superior máquina militar de los rebeldes gracias a una orografía favorable para la defensa, empezó a construirse el prestigio bélico de muchos que, hasta ese momento, solo habían luchado con el arma de la palabra o de la huelga, Mera, Modesto, El Campesino, Líster, pese a que sus acciones en Guadarrama, y ya fue mucho, se limitaron, por falta de material, organización y plan general, a contener a las columnas rebeldes en las crestas de las montañas. Sólo el teniente coronel Mangada marchó a la Sierra con el mismo espíritu de conquista que el enemigo, si bien la exaltación de ánimo que consiguió contagiar a sus hombres, un barullo de camareros, guardias, albañiles, estudiantes y mineros asturianos mal armados y peor vestidos, no habría de bastar para la reducción a la legalidad de las partidas sublevadas en Castilla la Vieja. Sí, en cambio, para contemplar desde la Sierra Paramera, tras haber batido a las columnas enemigas de Doval y Cebrián, las murallas de Ávila enrojecidas por el sol de la tarde.
Y algo más, mucho más hicieron los hombres de Mangada durante aquellas dos primeras semanas de agosto en que, desconectados del mando central, que no había, y del plan general de operaciones, que tampoco, hicieron la guerra por su cuenta: derrotado Doval por los mineros que recordaban la sangre que el milico fascista había hecho derramar por las brañas de su tierra, Mangada marchó hacia Villacastín para cortar la carretera que, procedente de Valladolid, vomitaba armas, pertrechos y soldados hacia el Alto del León, paso franco hacia la capital de España. Llegó, por esa carretera, hasta Labajos, donde su columna se enfrentó a una de falangistas mandada por Onésimo Redondo, el iluminado fundador de las Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalistas, que perdió la vida en el combate. Lamentablemente, nada había para explotar aquellos éxitos y consolidar las posiciones arrebatadas al enemigo, de suerte que, carente de intendencia, sanidad, munición y reservas, diezmada su columna, Mangada hubo de replegarse hacia las posiciones propias de la sierra de Malagón, a donde llegó justo cuando en Valladolid se celebraban las exequias de Redondo, el más aguerrido visionario del fascismo hispano.
Julio Mangada luce hoy sólo una barra más que entonces, cuando las barras eran todavía estrellas de ocho puntas. Su inflamado ardor republicano no adscrito a disciplina partidaria alguna, mucho menos a la de los comunistas que al discurrir de la guerra fueron haciéndose con los resortes de mando del Ejército Popular de la República, su espíritu libertario, su romanticismo un punto decimonónico y dos puntos, por lo menos, atrabiliario, le fueron relegando a oscuros destinos en tanto su recuerdo y el de su columna fantástica se fueron diluyendo también en el imaginario heroico de los primeros días. Fuma un cigarrillo el coronel Mangada y la montura de sus gafas redondas enmarca las enormes bolsas de sus ojos soñadores e insomnes. Sobre los hombros, la toquilla que entregó a Ventura Martí su tía, en el último momento, para arropar al hijo que aún lleva en su vientre, mecido todavía en los latidos de su corazón averiado.
Se van desentumeciendo como pueden, pero apenas pueden, los náufragos del Stanbrook, siquiera para cambiar de postura en el hacinamiento inaudito de la nave. Un grupo próximo a donde se hallan Ramón Vías, Rafael Garrido y Silvio Morelli, el rapsoda de la cuestión social, el Niño de la Noche y el reportero italiano, parece, sin embargo, muy animado. Es gente de Murcia, de Águilas, de Cartagena, paisanos y soldados, que se han identificado al escucharse el habla morisca y se han juntado para no estar tan solos en el fin del mundo o a donde quiera que les lleve ese bravo capitán inglés, que habrá de ser el confín de todo en cualquier caso.
Uno de los murcianos, un hombre joven todavía pese a las arrugas profundas, de intemperie, que le tatúan el rostro, parece ser requerido por sus paisanos, con grandes extremos gestuales, para algo. Es Aquilino Cuerda, hortelano de estirpe y, en el siglo, ajustador mecánico y sargento de artillería de la 40 División de Levante, pero, sobre todo, es trovero, el trovero más ingenioso de los últimos tiempos, el improvisador de versos más celebrado de Murcia.
—Aquilino, macho, hazte una trova.
—Para trovas estoy yo…
—Venga, Aquilino, no te hagas de rogar, pon en versos lo que quieras, lo que se te ocurra.
—¿Y qué se me va a ocurrir? Me casé la semana pasada y he tenido que despedirme de la mujer, que está a punto de dar a luz, en el puerto. ¡Qué será de ella! Estoy muy triste; hemos perdido la guerra, no sabemos a dónde vamos…
—Pues eso, pon en versos todas esas cosas, Aquilino.
—Sea:
Capitán de la Marina
Mercante de la Inglaterra,
capitán del Stanbrook
no zarpes aún, espera,
espera que me despida
de mi esposa y de mi tierra,
mira que es mucho trabajo,
capitán, el que me cuesta,
dejar un ser tan querido
y mi España en primavera.
Espera que quiero irme
a otros mares, a otras tierras,
lejos, muy lejos de España,
a donde yo no la vea
subyugada por traidores
que su honor ponen en venta.
Capitán del Stanbrook,
ya estoy sobre cubierta
llorando, y no por cobarde,
sino por rabia e impotencia.
¿No ves cómo esos traidores
otra vez me bombardean
ese trocito de España
destrozado que me queda?
Partamos pronto, partamos,
mira que en tierra me dejo
mi esposa amante y enferma,
y duele mucho dejarse
a mi España en primavera.
Andrew Dickson, capitán de la Marina Mercante de la Inglaterra, no se ha movido del puente de mando en toda la noche: su obsesión por los submarinos, nunca relajada desde que hace veinticinco años le mandaran a pique dos veces en el espacio de un mes, le mantiene en tensión, y más desde que el Stanbrook se ha cruzado hace unos instantes con la sombra de un sumergible italiano parado en la superficie. Ha surgido de pronto, a unos cien metros a babor, de la nada, pero antes de distinguirla ha oído las risas destempladas y las voces de los tripulantes del submarino apiñados en la torre y repartidos por cubierta:
—¡Comunisti, bastardi, siete fortunati! Siamo rimasti senza siluri e non abbiamo voglia di farvi saltare i coglioni con il cannone di superficie perché questo non é da gentiluomini. Ja, ja, ja…
Hasta que un periodista italiano que viaja a bordo, un tal Morelli, no se ha acercado al puente y le ha traducido las palabras de los italianos, el capitán Dickson no ha sabido lo que le han dicho, pero sí ha entendido, perfectamente, su significado. Lo normal es que los submarinos se expliquen con sus torpedos, pero esa tripulación, embriagada con la victoria total, magnánima ante los restos del naufragio y con ganas netamente italianas de volver a casa, ha perdido la elemental reserva de no comunicar al enemigo, por muy maltrecho que huya, los detalles de su deficiente municionamiento.
Sólo algunos de los pasajeros que se hacinan a babor sobre la cubierta han visto aparecer y desaparecer en la oscuridad apenas diluida por las primeras luces de la aurora el espectro del submarino, pero los que lo han visto, incluso los que también han escuchado las voces de sus tripulantes, no podrían jurar ni defender la realidad de ese encuentro. Salvo Morelli, atraído por la lengua familiar como los murcianos que se han ido descubriendo y juntando por el habla, y, desde luego, el capitán Dickson, que no ha ordenado poner el barco a toda máquina porque no hay más máquina que poner.
A las 11:53 del 15 de octubre de 1914, el teniente de navío de la Marina Imperial de Alemania Johannes Spiess, comandante a la sazón del submarino U-9 en misión de caza por el Mar del Norte, dio la orden de disparar el segundo torpedo de proa, en tiro directo, contra el crucero H.M.S. Hawke de la Armada de Su Majestad. No bien la tripulación del U-9 dio el tercer hurra de ritual por el blanco conseguido, el submarino picó de proa, y cuando el periscopio pudo romper de nuevo la superficie del mar, ocho minutos después, el H.M.S. Hawke se había hundido ya, excepto un trozo de chimenea del que unos hombres se arrojaban a los remolinos del mar. Sólo uno de ellos, Andrew Dickson, cadete de la Armada, no fue succionado por el torbellino y pudo ser recogido por el único bote que había logrado desprenderse del crucero antes de su hundimiento.
Socorridos horas después por un vapor noruego y desembarcados finalmente en Aberdeen, los escasos supervivientes del Hawke contaron a la prensa su fatal aventura.
Andrew Dickson la relató a un periodista de The Guardian en estos términos:
—Aunque era bien entrada la mañana, mucha gente, toda la que había hecho guardia durante la noche, dormía en sus coyes cuando saltaron por los aires por la tremenda explosión y la sacudida del buque. Los que pudieron, corrieron a reunirse con nosotros en cubierta, y entre unos y otros tratamos de echar al agua los botes y las balsas de a bordo, pero casi todas estaban inservibles y se hundieron en cuanto cayeron al agua.
Todo pareció transcurrir en un segundo porque el buque se sumergió con espantosa rapidez. Se oyó la voz de «sálvese quien pueda» y, desde ese instante, cada uno procuró salvarse de alguna forma, salvo los oficiales, que parecían clavados a la cubierta como si no pudieran asimilar que, en verdad, el barco se perdía irremediablemente. Cuatro minutos, sólo cuatro minutos tardó el Hawke en empinarse, y alguno más en desaparecer bajo las aguas.
—¿Y usted? ¿Qué hizo para salvarse?
—Lo mismo que algunos de mis compañeros, ocho o nueve, hicieron, sólo que a mí, incomprensiblemente, no me tragó el mar ni me mató el frío del agua. Nos encaramamos a lo alto de una chimenea huyendo de nuestro sepulcro, y ya no recuerdo sino que fui engullido por el mar, que emergí de pronto y que mis ojos sólo vieron un muro de humo y de niebla, nada más, ni rastro del buque ni de los centenares de hombres que se habían arrojado al agua tras la explosión. Al poco, conseguí embarcar en un bote, y trazando círculos en torno al lugar del hundimiento, conseguimos recoger a algunos más, muy pocos.
—Pero no es ésta la primera vez que ha vuelto usted a nacer.
—No. Hace un mes el crucero en el que servía, el Hogue, fue también echado a pique por un submarino alemán, no sé si por el mismo. Permanecí varias horas en el agua, sujeto a un trozo de mástil de madera, hasta que me rescató un barco español y me desembarcó en Chatam. En cuanto me recuperé un poco embarqué en el Hawke, y esta es la hora en que todavía puedo hablar con usted.
La mañana es fría en este rincón del Mediterráneo por donde la buena estrella del capitán Dickson guía a los náufragos de su patria. Continúa en mangas de camisa como cuando zarpó del Puerto de Alicante, pues desde hace veinticinco años, desde que lo quisieron comer por dos veces el agua helada del Mar del Norte, este lobo de mar no tiene frío nunca, en ninguna parte. Todo lo contrario que su cocinero, Manolito Estrada, el moro filipino que recogió de una balsa a la deriva en las proximidades de las Shetlands cuando la Gran Guerra daba sus últimas boqueadas y él oficiaba ya de Segundo en un crucero auxiliar de la Marina Británica. A Manolito Estrada, al que los pegajosos misioneros españoles de Mindanao no lograron nunca apartar de su fe mahometana, parece que la helazón del Mar del Norte se le quedó metida desde entonces en la sangre. Sólo verle da frío, y hasta los piojos pasan de largo porque su inteligencia les alcanza para temer quedarse congelados.
El pesquero de altura Tyne Wave, en el que se había enrolado en mala hora el moro filipino, fue el último de los cuarenta y cuatro barcos que echó a pique el comandante Spiess, y el capitán Dickson lo supo cuando en 1930 leyó, fascinado y horrorizado a partes iguales, sus memorias de guerra traducidas al inglés. De esa presa cazada el 24 de abril de 1918, a Johannes Spiess le llamó la atención que fue la única de las cobradas por él que conservó la posición horizontal al hundirse.
Ramón Vías escucha embelesado el relato de las aventuras de Rafael Garrido, el Niño de la Noche. Junto al reportero italiano Silvio Morelli han permanecido en silencio, pegados a la barandilla de babor, desde que embarcaron, pero no bien éste último se dirigió al puente saltando por encima de los cuerpos y los bultos que tapizan la cubierta cuando se cruzaron con el submarino fantasma, el Niño de la Noche, mudo desde que partió de los confines de las serranías de Córdoba, ha roto a hablar:
—Creo que los guerrilleros podíamos haber hecho mucho más de lo que hicimos. La gente que quedó en la zona fascista, los campesinos y los trabajadores, era en su mayor parte de izquierdas, sobre todo en Andalucía, y de haber organizado mejor las cosas, el enemigo no habría podido sentir segura su retaguardia.
—Y dime, ¿es verdad eso que se dice por ahí, que os habían entrenado con tácticas especiales para que pudierais resistir el sufrimiento de las torturas si os capturaban?
—Quiá, eso son tonterías. La mayoría éramos voluntarios, jóvenes, muy jóvenes, y que conocíamos bien el terreno. Ya la vida de la mayoría de nosotros había sido lo suficientemente dura, trabajando en el campo de sol a sol, descalzos, sedientos, antes de la guerra, para que nos asustaran los golpes y las palizas. Si nos capturaban, poca información iban a poder sacarnos: los Niños de la Noche sólo conocíamos el objetivo de la misión concreta que se nos había encomendado, y no los pormenores del plan, ni la situación de nuestras unidades, ni la identidad real de los mandos ni, desde luego, nada respecto a la organización general del cuerpo de guerrilleros.
—¿Cuáles eran vuestras misiones más habituales?
—La principal, infiltrarnos en territorio enemigo para sabotear sus comunicaciones, sus fábricas, las vías férreas, las centrales eléctricas, y para dar cuenta a nuestro mando de sus movimientos de tropas y de las disensiones entre las diversas banderías que luchaban con Franco, ya sabes, carlistas, falangistas, monárquicos… También, como es natural, promover el descontento en su filas echando a rodar bulos para quebrantarles la moral y, en lo posible, organizar grupos de resistencia en su zona, bien con los huidos del campo o con los republicanos supervivientes de la gran represión que se hacía en los pueblos y en las ciudades.
—No era poco.
—No, pero podía haber sido mucho más, sobre todo si nuestras actividades hubieran dependido de un mando único y no de las órdenes contradictorias de un sin fin de comités, de comisarios y de estados mayores en pugna continua. Además, el gobierno no siempre entendía que unos centenares de chicos jóvenes, robustos y preparados deambulara por las sierras fuera de su control cuando en los frentes se necesitaban hombres. Yo creo que no se le dio a lo nuestro la importancia que tenía, y como yo ha pensado siempre la mayoría de los compañeros.
—Cuéntame algún hecho en el que participaras. Me temo que puedes, que ya no es un secreto.
—Mira, a los Niños de la Noche nos ocurrió como a la flota, que se pasó casi toda la guerra en labores de escolta de convoys, renunciando a su potencial ofensivo, que al principio, cuando menos, era superior al del adversario. A lo que nos dedicamos nosotros, sobre todo, fue a ayudar a pasar a nuestras líneas a los que querían huir de la zona facciosa, a civiles y a soldados. La verdad es que hacer eso salía de nosotros más que de nuestros mandos, que andaban preparando golpes fabulosos que no terminaban nunca de llevarse a cabo. Los Niños de la Noche vivíamos en el filo mismo de nuestras líneas, desde donde penetrábamos en las del enemigo aprovechando la oscuridad de la noche, y como por eso teníamos buena información de lo que ocurría en la otra zona, sabíamos que lo que pasaba allí con los republicanos era horrible. En más de una ocasión sacábamos a la gente sin que los jefes nos lo hubieran mandado, y a veces sin que se enteraran siquiera. De paso, volábamos lo que podíamos: los raíles del tren, un poste de telégrafo, un polvorín…
—Pero cuéntame algún caso concreto…
—Un miliciano de la Cultura que había venido voluntario a nuestro grupo, a enseñar a leer y a escribir a los que no sabían en los períodos de calma, nos contó un día que la memoria de las personas es selectiva, que con el tiempo se desprende de los malos recuerdos para que no pesen en el ánimo en el futuro, pero a mí debe pasarme todo lo contrario. De lo único que me acuerdo ahora, lo único que me sale cuando me pongo a pensar en las cosas que hice, que vi y viví en la guerra, es una operación que fracasó y que tuvo un resultado catastrófico.
—Seguro que no fue vuestra la culpa.
—Sí y no, no lo sé. Sabes que durante buena parte de la guerra tuvimos Zaragoza casi a tiro de mosquetón; nos habíamos frenado en la Sierra de Alcubierre y ya no hubo manera de avanzar un paso más hacia lo que creímos tener al alcance de la mano. Los fascistas eran tan conscientes como nosotros de esa proximidad, y no sé si el miedo o las pocas entrañas que tenían les indujeron a ser muy crueles y criminales en aquella zona amenazada que, aunque en su poder, no tenían controlada del todo. Dos agrupaciones de Niños de la Noche nos desplazamos a Alcubierre desde San Benito, en el límite de La Mancha con Andalucía, donde operábamos desde una cueva enorme, la Peña Hueca, en la que, según los pastores del lugar, podían entrar hasta mil ovejas. Bastaba cruzar el río Guadalmer, que unas veces bajaba en un hilo y otras se llevaba los puentes por delante, para ponernos en zona enemiga por la parte de…
—Bueno, no iba muy desencaminado tu miliciano de la Cultura, ya ves que te acuerdas de más cosas.
—Tienes razón, pero es sólo cuando, recordando lo de Alcubierre, se engarzan unos pensamientos con otros. Bueno, a lo que íbamos, que llegamos allí dos agrupaciones de guerrilleros, no sé si con vistas, pues no nos dijeron nada, a la ofensiva de Teruel. Era el otoño del 37, sí, sería finales de septiembre, dos o tres meses antes de la conquista de Teruel… Como casi siempre, y salvedad hecha de dos o tres actos de sabotaje de poca monta, los guerrilleros, que estábamos deseando entrar en acción, nos dedicamos más o menos por nuestra cuenta a recorrer las inmediaciones de los pueblos y las aldeas de la Sierra del lado de allá de nuestras líneas pero, en realidad, en tierra de nadie. Ejercían su dominio en nuestra zona los que la gente del lugar llamaba los catalanes, que eran los anarquistas y los trotskistas que habían salido un año antes de Barcelona para conquistar Zaragoza, y que, la verdad sea dicha, se ocupaban más de sus colectividades y de sus historias que de reactivar las operaciones, aunque a lo mejor es que no podían por falta de recursos, no sé, cada uno dice una cosa. En aquellas correrías por zona enemiga supimos detalles de la matanza de republicanos que los fascistas estaban haciendo en Zaragoza, y contactamos con una mujer, no recuerdo cómo se llamaba, que estaba escondida porque había sido la compañera de Durruti y que nos rogó que la pasáramos a nuestras líneas.
—¿Y la pasasteis?
—No, no se podía. Primero, porque tenía con ella una criatura de mantillas; y segundo, porque no nos constaba que fuera quien decía ser, que lo mismo se trataba de una facciosa con la misión de espiar en nuestro bando bajo la excelente coartada, que la alejaría de toda sospecha, de ser, sin más, una madre con su cría.
—¿Y entonces…?
—Regresamos a nuestra base, informamos a los mandos, se recabaron informes, y resultó que, en efecto, esa mujer era la que decía y que llevaba mucho tiempo aguardando la hora, en penosas condiciones, de volver a la España republicana. Cuando volvimos a ella para llevárnosla, que hasta habíamos construido una especie de mochila para transportar al niño por aquellos barrancos, resultó que no se quería mover del sitio si no nos llevábamos igualmente a otras dos mujeres amigas suyas, una también con un niño de pecho. Engañar no nos iba a engañar, pues era la viuda de Buenaventura Durruti, pero nos pedía un imposible, pues si hubiéramos vuelto a la base con todo ese mujerío, seguro que nos fusilan, que más de uno tenía ganas ya de meternos mano por nuestra indisciplina.
—Me tienes en ascuas, acaba ya.
—Tranquilo, Ramón; las cosas, por sus pasos.
—Ya, perdona, pero es que oyéndote me pongo nervioso. Yo participé en el Asalto al Cuartel de la Montaña, y lo hice de dos maneras: primero arengando a los paisanos y a los guardias que luchaban para tomarlo a pecho descubierto, y luego, cuando se rindieron los fascistas, me saqué de la manga otra arenga para distraer a los más excitados y ansiosos de escarmentar a los sublevados prisioneros mientras los guardias los sacaban detenidos por una puerta lateral para hurtarles del linchamiento, que, la verdad, la gente no les perdonaba que hubieran hecho esa escabechina al volver sus armas contra el pueblo. A mí lo de arengar se me dio siempre de perlas, pero tras lo del Cuartel soñé con protagonizar grandes hazañas por la causa del pueblo, hazañas reales y no sólo teóricas o de boquilla. Sin embargo, y aunque no lo lamento porque ni me han matado ni he matado a nadie en el frente, he pasado la guerra en un destino militar burocrático, de modo que oyéndote contar esas cosas, incluso ahora que vamos derrotados no sabemos a dónde, me entra una ansiedad tremenda. ¿Me comprendes? Continúa, por favor.
—Volvimos de nuevo a la base, pero de vacío, a informar a los jefes del nuevo sesgo que había tomado la operación de rescate de la viuda de Durruti, y allí, vuelta a recabar informes sobre las otras mujeres que nos pedía que salieran con ella. Una se llamaba Margarita Navascués y era la esposa de un militar de los nuestros; le había pillado la sublevación en Zaragoza, y desde entonces no había hecho sino aguardar la hora de pasarse a nuestra zona. La otra se llamaba Simona, era muy joven, y de ella sólo se pudo averiguar que estaba afiliada a la UGT y que un hermano suyo luchaba, seguramente porque habían llamado a los de su quinta, en el Ejercito de Franco. Después de muchas consultas y deliberaciones, se decidió acceder al ruego de la viuda de Durruti y rescatarlas a todas, pero ya no podía hacerse a pie, a través de la sierra, y menos con dos niños de pecho. Andábamos dándole vueltas para encontrar el modo cuando un paisano, un peón caminero de la zona que se había pasado a nuestras líneas hacía poco y que nos ayudaba a trazar los itinerarios de nuestras penetraciones, nos habló del dueño de una serrería al que habían maltratado los fascistas de su pueblo y que le había hablado alguna vez, en secreto, de trasponer las líneas con su camioneta fingiendo un transporte de maderos a las trincheras o a los puestos avanzados de los facciosos. Nos pareció, en principio, que podía ligarse una cosa con la otra, y yo mismo me ofrecí voluntario para buscarle, encontrarme con él y, como si fuera un pariente de las fugitivas, según la confianza que me diera, proponerle la evasión que tenía pensada con alguna modificación: se llevaría con él a las tres mujeres en su camioneta. Nosotros, escondidos en las peñas y en los bosques de las laderas, le cubriríamos la huida e intervendríamos si tuvieran alguna dificultad o algún mal encuentro.
—¿Diste con él?
—Sí, fue fácil. Vivía a la entrada de la serrería y la única dificultad que encontré fue la de los centinelas, que por lo visto tenían aquello militarizado. Busqué una noche sin luna, y gracias a las instrucciones del peón caminero di bien con la serrería, no tuve más que esperar el momento propicio, cuando los dos centinelas se calentaban en una fogata y se fumaban un pitillo, para entrar sigiloso en la cabaña del dueño.
—Se quedaría de piedra.
—Pues no, apenas hizo un ademán de sorpresa, y eso, que en aquel instante me venía muy bien por cuanto una reacción imprevisible del hombre podría habernos comprometido, se me quedó bailando dentro como una pieza mal encajada. ¡Lástima que cuando encajó era ya demasiado tarde…!
—Sigue, sigue.
—Hablamos. La situación era peligrosa y el tiempo apremiaba, de modo que su buena disposición al plan y la historia que me contó, que no le habían fusilado aún porque le necesitaban para mantener activo el aserradero, me convencieron de su honestidad. Además, él conocía caminos y pistas forestales, practicables para su vehículo, sin vigilancia, y, para colmo de venturas, había recibido la orden de llevar en los próximos días, a un puesto de primera línea, un cargamento de tablones. Y nada, le dejé advertido para que aguardara la confirmación definitiva del plan y retorné a mi base a ciegas, dando peligrosos rodeos porque me extravié varias veces en la negrura, para informar al mando de la situación. Si hubiera durado un poco más mi extravío, durante el que cavilé mucho sobre el encuentro con el tipo, no hubiera recomendado a los jefes seguir adelante con ese plan, pero cuando llegué a la posición me sentí alegre por haber llegado con bien y porque, después de todo, las dificultades de aquella operación se allanaban más de lo previsto.
—¿Qué pasó?
—Pasó que la reserva que me quedaba (¿Por qué no se había sorprendido apenas de mi irrupción, y tampoco de mi osada propuesta?) se disolvió con el optimismo y la resolución de los jefes, informados de que en el mando central se veía con muy buenos ojos el rescate de las tres mujeres y de los dos niños chicos. La cosa, a partir de ahí, fue rodada y se coordinaron todos los elementos: tal día, a tal hora, en tal revuelta del camino tal, el del aserradero recogería a las mujeres, las ocultaría entre los tablones y enfilaría, por una de esas pistas sin vigilancia, hacia nuestras líneas. De trecho en trecho nos situaríamos, ocultos en buenas atalayas, los Niños de la Noche, prestos a intervenir con nuestras armas ligeras y bombas de mano si el asunto se torcía. Y llegó el día, los compañeros del escondite más avanzado vieron salir la camioneta del aserradero a la hora convenida y en la dirección del punto acordado donde las mujeres, ocultas en la maleza con sus criaturas, esperaban. Pero ni yo ni el compañero que componía conmigo el segundo puesto de observación vimos jamás pasar la camioneta hacia nuestras líneas.
—El de la camioneta las había vendido.
—Era un cebo, y yo me lo tragué y nos lo tragamos todos. Recogió a las mujeres, las ocultó entre la madera, las tapó con una lona, y ya no tuvo sino que tomar dirección contraria, hacia Zaragoza.
—¿Y cómo sabes que las fusilaron?
—Es que entonces los fascistas no disimulaban sus atrocidades; al contrario, se hacía propaganda con ellas El Heraldo dio un día la noticia de su detención e internamiento en la cárcel de Torrero, y otro el de su ejecución en las tapias del cementerio.
—¡Qué mala ventura!
—No, no fue la ventura, ni el azar, ni la suerte. Las mismas circunstancias que podían haber salvado a aquellas mujeres, las mismas, les condujeron a la muerte. Yo le he dado muchas vueltas desde entonces y creo que, dejando a un lado la depravación de los que las mataron, hubo tres elementos clave en el desastre: su incontrolable ansiedad por huir de la zona rebelde, que de una u otra forma les habría jugado una mala pasada, mi poca perspicacia al entrevistarme con el traidor del aserradero, y la precipitación con la que el mando encaró una operación tan complicada. En cuanto a lo mío, yo creo ser el más culpable, y en mi descargo sólo puedo decir que me faltó tiempo para encajar en el conjunto de mi misión esa pieza que desde el primer momento, desde que vi al hijo de puta aquél sorprenderse poco con mi llegada, como si hubiera estado esperando esa o parecida situación, sentí que bailaba. Opté por la cábala más optimista y tranquilizadora: supuse que aquel hombre, que había decidido jugarse la vida en el intento de pasar a nuestra zona, era un hombre templado que no tenía por qué inmutarse con la irrupción de un desconocido. El alma de aquellas inocentes me perdone, que mi conciencia no habrá de hacerlo nunca.
No ha despejado el cielo en todo el día, en tanto el Stanbrook, este viejo barco cargado de vidas, de desengaños, de dolor, de piojos y de héroes vencidos, escribe su destino sobre las aguas guiado por la buena estrella del capitán Dickson. El magistrado Melchor Zavala Molina recién ha echado en falta su diploma, su cédula de veedor de la ley que ya no ha de servirle de nada; a Anita Reig se le han dormido, por la postura, los pies fingidamente cortados por el tranvía; Álvaro Nuez, que disparó contra las tres mujeres cuyo recuerdo lacera el alma del Niño de la Noche que no anda muy lejos de él, cincuenta cuerpos y cincuenta maletas hacia popa y babor, tararea por dentro la canción de Jacinto Verdaguer; el coronel Mangada observa tras sus lentes, insomne, las evoluciones angélicas del faible d’esprit que enreda, insomne también, a su lado; Vicente Bailón Turubí, que se ha reunido con su familia en cubierta liberando un poco de espacio en el puente, repasa la lista oficial de pasajeros en busca de conocidos, pero en esa lista no figura, por ejemplo, la familia gitana acostumbrada a huir; Manolito Estrada, encaramado en el fogón frío de su cocina atestada, ensaya la oración de la tarde mediante la que comunica su gratitud, acaso también su frío, al Altísimo; Ventura Martí siente a su hijo nonato como la única cosa que siente; Silvio Morelli, que se ha perdido el relato de Rafael Garrido porque andaba traduciéndole al capitán las insensateces de los tripulantes del submarino, urde en su cabeza la crónica de este viaje hacia más allá del fin del mundo; en el corazón de Ramón Vías crece imparable e imperiosa la necesidad de convertirse algún día en un hombre de acción; Teresita Bailón tontea con un aviador mejicano que hace fotos y se pavonea ante ella con su maravillosa cazadora de piel; Acracia, la hermana mayor de Higiene, Germinal, Armonía, Flora, Helio y Minerva, nomenclatura viva de un mundo soñado, pide a Aquilino Cuerda que le repita la trova, como si las trovas de los troveros pudieran repetirse, porque quiere apuntarla en un papel; y Rosa Beltrán, la vicetiple descalza, tiene a su padre comunista dormido en el regazo.
Tose el Stanbrook escorado de babor cuando, de súbito, se dibuja en el horizonte la costa de África.