El sol ha delegado en la lluvia el anuncio del nuevo día; no es ya este Levante el que era. Pese a que es el primer rayo de la amanecida, y no otro, el que infunde a los cítricos su espíritu expansivo y reidor, un penetrante perfume de naranjas abiertas se extiende por los muelles del Puerto de Alicante.
Hasta el juez Marino Lara y el probable huérfano de guerra Ignacio de la Cruz ha llegado, desde un grupo próximo, el estimulante aroma amarillo, y eso les despierta del pobre sueño que han echado sentados en el suelo, recostados en el muro de un cobertizo en ruinas. El juez, entumecido, no ha logrado incorporarse todavía, y ya el niño de la calle merodea en tomo a la familia campesina que desprende el olor maravilloso. Los jugos gástricos de ambos han devenido en cristales que bullen en sus estómagos, pero Marino cuenta los niños del grupo campesino, nueve, ausculta con la mirada el hato que contiene las naranjas, semivacío, y no puede reprimir un gesto de resignada contrariedad.
—Ignacio, hijo, ven aquí.
—Mande.
—Me parece que vamos a tener que ir pensando en desayunar otra cosa. Apenas les quedan naranjas para tanto crío, y no sabemos cuándo llegarán los barcos. Si quieres darte un garbeo por ahí… Yo voy a echar un ojo por los muelles a ver si encuentro conocidos y saben algo de los barcos. Quedamos aquí, junto al cobertizo.
No ha necesitado Ignacio de la Cruz que el juez Marino Lara le sugiera dos veces lo del garbeo y corre, hasta perderse de vista entre el gentío que vuelve a afluir a los muelles, hacia la plaza de Joaquín Dicenta. La lluvia ha cesado, aunque de tan fina que es, se tarda en apreciar cuando llueve y cuando no llueve, y en la atmósfera lavada se esparcen grises y blancas las humaredas de las fogatas con las que juega el viento. Del paseo de los Mártires, de las Palmeras, llegan de pronto cánticos masculinos: del interior de los camiones que avanzan en fila, lentamente, hacia la entrada del puerto emergen, entreveradas y vibrantes, las notas de La Internacional, de A las barricadas, de La Marsellesa.
Una mano sujeta el brazo de Marino Lara, que deambula sin rumbo por el muelle principal entre el humo, el eco lejano de las canciones y las figuras que recogen del suelo sus improvisados petates, y el juez se gira con harto dolor de los músculos del cuello, la mitad de los cuales se le han debido quedar pegados en el muro del cobertizo.
—¡Lázaro! ¡Luisito!
—¡Señoría!
Lázaro Vega y Luis Pérez Segovia, el policía y el periodista de sucesos dedicados, a lo último, a liberar a los comunistas de las cárceles de Casado, no pueden ofrecer, aunque acabarán ofreciéndolo, un aspecto más lamentable: sin rasurar, desgreñados —más el policía que el reportero, calvo como él sólo—, las chaquetas arrugadas y llenas de lamparones… los tres amigos republicanos se abrazan, y, al desasirse, le brillan los ojos al inspector Vega:
—¡Cómo me alegro de verte aquí, Marino! ¿Qué te ha hecho cambiar de opinión?
—Un crío.
—¿Qué dices?
—Sí, un chaval, uno de esos a los que la guerra ha dejado solos, en la calle. Éste, Ignacio se llama, se escapaba de todas las colonias y de las residencias de niños evacuados, dormía en casa de una tía suya, alcohólica, y todavía el sábado me lo trajo un guardia porque le pilló con artículos de Intendencia… Ya sabéis que yo iba a quedarme, total…
—Sí —tercia Pérez Segovia—, nosotros te llamamos al despacho ayer por la mañana, cuando salíamos de Madrid, para hacer el último intento de convencerte y que te vinieras con nosotros, pero la línea del Juzgado estaba cortada. Nos temíamos lo peor… ¿Cómo has llegado aquí?
—Ya veis, mañas de mi lazarillo… En un camión de reparto del pan de los de Artes Blancas de Vallecas.
—Eres un fenómeno, Marino. ¿Y el chico?
—Por ahí anda buscando el desayuno, ahora vendrá. Y vosotros, ¿qué sabéis de Reinoso? ¿Le habéis visto?
—No. Pero estos días atrás estaba trabajando con el doctor Bajo Mateos, el director de Higiene Infantil, que antes se dejaría arrancar la piel a tiras que permitir que los fascistas atrapen a su hijo. Con su mujer, Encarnita Bueno, lleva desde lo de Casado preparándose para salir de Madrid. No por él, por el chico…
—Buena pieza, Paquito… Le conozco. ¡La de veces que ha tenido que ir su madre al frente para llevárselo a casa a bofetada limpia! No debe tener diecisiete años y es el secretario de las Juventudes Libertarias. Lleva toda la guerra escapándose de casa el jodio para ir a pegar tiros en la Universitaria… ¿Habrán conseguido escapar de Madrid? ¿Vendrá Reinoso con ellos?
Jacinto Reinoso Berenguer, el doctor Reinoso, es el forense más delicado de Madrid. Íntimo de Faustino Cordón, el biólogo, fascinado como él por el misterio de la vida, se hizo popular en 1934 con el caso de Adela Ruano, la criada de una familia de espiritistas que pasó tres días, tendida en el lecho de mármol del depósito de cadáveres, ni viva ni muerta. Durante esos tres días en que, pese a estar aparentemente muerta, no apareció signo cadavérico alguno en su cuerpo, ni la rigidez de los miembros, ni las mariposas violáceas del vientre, ni la palidez espectral de la cara, el doctor Reinoso se resistió a hundir el bisturí, ni la sierra, ni el escoplo, en el cuerpo de la mujer dormida, y en vano los reporteros intentaron durante todo ese tiempo que les declarara otra cosa que su perplejidad soñadora ante el misterio.
El inspector Lázaro Vega se encargó de las pesquisas, pues se corrió por Madrid el rumor de que la catalepsia de Adela había sido provocada por las prácticas espiritistas de sus señoritos; el juez Marino Lara dirigió las investigaciones, y Luis Pérez Segovia escribió para Estampa y para el Ahora las más bellas e inquietantes páginas de reporterismo forense que se hayan leído nunca. Amigos desde entonces, sellada indestructiblemente su amistad por haber viajado juntos a los confines de aquel misterio, los cuatro hombres, de edad similar y republicanos de izquierda, tornaron de nuevo a sumergirse en los fondos más crepusculares de la existencia, y los cuatro en ejercicio de sus respectivas profesiones, cuando fueron a levantar el cadáver de Onopko el Fascinador, el mentalista destrozado por las esquirlas de una bomba de la aviación fascista en el Madrid asediado, y aún una última vez, en torno a los restos de la romancera de Vallecas, estampada por otra bomba con su cartelón de los crímenes contra una pared de la Plaza Vieja.
Avanza ingrávida e irreal la mañana en el Puerto de Alicante. De los camiones que llegaron en fila, lentamente, por el paseo de las Palmeras, de los Mártires, han bajado soldados y paisanos que, según han pisado el solar abigarrado del muelle, han cesado en sus cánticos. Del silencio de la primera hora del alba, cuando el sol delegó en la lluvia su presencia, se ha pasado ahora a un clamor de voces similar al de ayer por la tarde, y en las aguas del puerto, irisadas de fuel y esmaltadas de papeles, ropas y fotografías, no se refleja el cuerpo de ningún buque, si no tan sólo los mástiles de los que reposan en el fondo.
El doctor Isidoro Bajo Mateos y su esposa, Encarnación Bueno, arriban al puerto cogidos del brazo. Han seguido hasta allí a su hijo indomable, Paco Bajo Bueno, o, más exactamente, lo han traído con ellos, en una de las ambulancias donadas por los cuáqueros de Norteamérica al departamento de Higiene Infantil, que el doctor dirige. Él parece, y de alguna manera lo es, un dandi, y ella, veinte años menor, una princesa rusa. Impecable, pulcrísima, la pareja parece que recién ha salido del cine, de ver una película muy triste, y que, ya en la calle, contempla perpleja que la película sigue y que ellos actúan en ella a instancias de un guión que no conocen. A casi todos los que pueblan el Puerto de Alicante, este límite extremo de la tierra española, les sucede lo mismo, pero Encarnación e Isidoro, elegantísimos, cogidos del brazo, son los únicos que van vestidos como iban los matrimonios de antes de la guerra, una noche especial, al cine.
Isidoro Bajo Mateos se ha pasado la guerra, hasta que le encomendaron la salud de la infancia mordida por sus desastres, recomponiendo cabezas y miembros en el hotel Ritz de Madrid, convertido en hospital de sangre, pero, médico hasta los tuétanos, hasta el último poro de su piel, no ha dejado de pasar consulta en su casa del número cinco de la calle Luis Vélez de Guevara. De lo suyo, de Pulmón y Corazón. Encarnación Bueno, por su parte, se la ha pasado persiguiendo a su hijo, Paquito Bueno, por los escenarios más candentes del Madrid en guerra, y era cosa de ver cómo, una vez descubierto en el frente de Usera, o en el de la Universitaria, el incendiario Paquito, el valiente miliciano apenas púber, era conducido a tortazos por su madre a casa. Curiosamente, ese episodio materno-filial repetido y conocido en las trincheras de la ciudad, no generó menoscabo alguno hacia el honor combatiente del muchacho, pues los compañeros de armas, y los oficiales al mando, y aun los comisarios, reconocían y temían la inmensa autoridad de la madre, que ojalá la madre de todos —¿España?—, la de los pobres soldados que se han dejado la juventud y la vida en las trincheras de uno y otro lado, se los hubiera llevado de allí, a guantazo limpio, a casa.
Diecinueve años atrás, en 1920, Encarnación Bueno, que tenía la edad que hoy tiene su hijo —que, por cierto, se ha esfumado según ha entrado con sus padres en el puerto—, ya dio muestras de su coraje indómito cuando abandonó su pueblo de Cuenca y se fue a vivir con el doctor Bajo Mateos a su emporio de Pulmón y Corazón, de corazón desde entonces sobre todo. Él era el médico de la familia Bueno, el médico de Madrid para intervenciones y enfermedades difíciles, y todo comenzó el día en que Encarna acompañó a la consulta a un hermano, que se tenía que operar de alguna cosa. El elegante y terne doctor, que a la sazón tenía treinta y siete años y el mal sabor de un matrimonio espantoso y roto, se quedó maravillado de la súbita belleza de Encarnación, ya nada que ver con esa niña que hasta entonces había acompañado a sus familiares portando la cesta de los presentes pueblerinos al médico de la capital: huevos frescos, chorizos rutilantes, mantecadas, y un conejo, o una perdiz, o una becada. Supo que esa iba a ser la mujer de su vida según la vio aquella tarde, y su alucinante y famoso ojo clínico no iba a fallarle en ese trascendente diagnóstico como habría de verse después y hasta ahora.
Pero no fue fácil; la madre, doña Casta Uribes, a punto estuvo de arrancarle de su órbita el ojo clínico, y el otro también. Y no tanto porque no considerara al legendario doctor Bajo Mateos digno de su hija, como por lo que ambos hicieron para abolir rápidamente los abismos que pudieran interponerse entre uno y otro: cuando Encarnación, operado su hermano, volvió al pueblo, el doctor Bajo se sintió víctima de un acceso febril de melancolía tan terrible y de origen tan desconocido que ni él, ni Marañón, ni nadie, estaban en condiciones de combatir con específico alguno. Sólo Encarnación, sólo sus ojos verdes y separados, sólo su piel blanca impregnada aún, remotamente, del perfume de los mantecados, podía devolver la salud a su alma quebrantada.
Veinte años separaban al doctor de su sanadora, que había nacido exactamente el mismo día de 1903 en que él terminó la carrera de medicina, de modo que la distancia entre el pueblo de Cuenca y Madrid, al lado de eso, debió parecerles irrelevante. Isidoro se las ingenió para comunicarse con ella, y ella, sin advertir a nadie de su designio de marchar en pos de él, se plantó en Madrid y, trémula, en sus brazos. Por aquellos tiempos, anteriores al turbillón de libertad de la Segunda República, las muchachas románticas que caían de grado y encantadas en los brazos de un hombre, y más si las tales muchachas se habían escapado de la casa familiar o de un internado, lo hacían invariablemente trémulas, pero más trémula, aunque de diferente manera, se quedó doña Casta Uribes, la madre, cuando al poco de notar la ausencia de su hija, alguien le contó haberla visto en la estación del pueblo aguardando la llegada del rápido Madrid-Valencia.
No tardó mucho doña Casta en averiguar el paradero de Encarnación, aunque para ello no dudó en recabar, autoritaria e iracunda, el auxilio del comandante de puesto de la Guardia Civil del pueblo, un sargento bonancible, y el de un subdiácono paisano suyo que medraba en la nunciatura, con los cuales y pese a la resistencia de ambos, pues si bien eran tiempos anteriores a la República, lo eran también ya del siglo XX, se presentó en la casa-consulta de la calle Luis Vélez de Guevara hecha un basilisco. De los pelos prácticamente, pues el gentleman Isidoro no se hallaba en ese instante allí para impedirlo o para dejarse la vida en el intento, se llevó doña Casta Uribes a su hija, y se la llevó nada menos que a un convento, pero la situación era tan absurda y la determinación de Encarna tan inflexible —como la de su madre, pero con el plus de enamoramiento—, que la iglesia y la milicia, representadas en el suceso por el sargento y por el subdiácono, ejercieron influjo conciliador sobre doña Casta, y la niña, esta niña que ahora sólo tiene ojos para hendirlos en la multitud que abarrota los muelles en busca de su hijo esfumado, no pernoctó con las Trinitarias sino aquella sola noche, y luego, al alba, se marchó de allí con viento fresco.
Eduardo de Guzmán, director del periódico anarquista Castilla Libre, se ha cruzado al filo del mediodía, según ha llegado al Puerto de Alicante con los dedos aún manchados de tinta, con el coronel Burillo, que al mando de los restos de su unidad ha decidido proteger la evacuación de los que aguardan los barcos desde el castillo de Santa Bárbara, donde, al parecer, hay algunas ametralladoras antiaéreas y, lo que es mucho más importante en estos momentos de confusión, una radio. Las últimas informaciones de que dispone sitúan al enemigo, las tropas italianas del general Gambara, a sólo veinte kilómetros de la ciudad, y cree que si los barcos que han de sacarles de allí se retrasan, la posesión del castillo que guarda el puerto puede reforzar la vaga garantía de dejarles salir que el general italiano ha dado a la Comisión Internacional de Ayuda y Evacuación que negocia y supervisa, con más voluntad que medios, el éxodo.
El joven periodista ácrata, uno de los principales activos del anarcosindicalismo madrileño por su formación, su talento y su bondad, ha permanecido en Madrid hasta esa misma mañana, y allí seguiría, tratando de sacar el periódico del día siguiente, si su madre no le hubiera rogado desesperada, convulsa, con lágrimas en los ojos, que abandonara la ciudad. Angel, el hijo menor, cayó durante las primeras escaramuzas de la Batalla de Madrid, y Eduardo, atendiendo más a esas lágrimas que no se resignan a perderlo todo que a su propio destino, que todo lo ha perdido ya, ha salido de Madrid en el último instante, cuando de algunos balcones colgaban ya banderas monárquicas y de las comisuras de la boca de quintacolumnistas y emboscados un destello de felicidad.
No deambula solo Eduardo de Guzmán por los muelles del Puerto de Alicante en busca, cómo no, de noticias, sobre todo de aquella de la que depende la vida de cuantos lo pueblan y que él quisiera, si su periódico no hubiera enmudecido para siempre, dar en primicia: la llegada de los barcos que esperan. No va solo; a su lado, un colega del diario Política que viste un desgastado uniforme de miliciano de la Cultura: en las bocamangas, un libro abierto inscrito en una estrella. Es Tomás Lirola, el escritor que conmovió a la España leal, y a Europa cuando fue vertida a otras lenguas, con una novela extraña cuya acción se sitúa en torno a noviembre del 36, en los días más crudos del asedio y la defensa de Madrid.
Eduardo es anarquista y Tomás republicano, pero ni en los momentos de mayor divorcio entre los partidos que defendían a la República, o que, cuando menos, combatían a Franco, su amistad y su admiración recíprocas sufrieron el menor quebranto. Ni cuando Tomás denunció y censuró en su periódico en los primeros meses de la guerra, jugándose la vida, las infames acciones de algunos incontrolados próximos a la FAI, ni cuando Eduardo tronó contra los que —comunistas, socialistas, republicanos…— habían combatido violentamente la revolución libertaria y a sus correligionarios en los sucesos de mayo del 37 en Barcelona o en la desarticulación del Consejo de Aragón, reino de taifas o ínsula rojinegra.
Han vivido estos años, Eduardo y Tomás, de diferente manera, pero con idéntico aborrecimiento de la violencia. La novela de Tomás Lirola, plagada de cadáveres, es un manifiesto estremecedor contra la guerra, una proclama vehementemente pacifista en medio del general e incendiario ardor bélico de los primeros meses del conflicto, en tanto que la crónica novelada de esos meses y sobre los mismos sucesos que publicó Eduardo de Guzmán en 1939, en los talleres socializados de la CNT, «Madrid rojo y negro. Milicias Confederales», diríase más penetrada de una épica partidaria y febril. Cada uno, leal a sus ideas y a los suyos, que en el caso de Tomás eran, por este orden, las de un republicano demócrata y los ciudadanos de Madrid que la defendieron heroicamente, y en el caso de Eduardo las de un anarquista puro, demócrata de otra manera, y los confederales que se batieron, según él, con más arrojo y honestidad que nadie.
Mucho han bromeado y discutido los dos periodistas durante la guerra, pero lo cierto es que de tanto andar juntos por los frentes y las trincheras, sobre los escombros de las casas en ruinas y entre las camas de los hospitales de sangre, por los cuarteles y por los cafés, por los ministerios y las redacciones de los periódicos, sus espíritus han acabado entreverándose y Tomás se ha ido haciendo un poco anarquista y Eduardo, un poco republicano. Aun ahora, que ambos pisan la mínima porción que les corresponde del suelo de España, polemizarían como lo han venido haciendo constantemente si no fuera porque un nudo de angustia, bien apretado por la esperanza, les estrangula las palabras:
—Tú eres un burgués, Tomás. Piensas que, sin una revolución que destruya desde los cimientos el sistema de opresión e injusticia que se ha ensañado desde siempre con los trabajadores, se puede hacer algo. Y la máxima expresión y el máximo sostenedor de ese sistema es el Estado.
—Y tú eres un iluso, amigo mío. Yo descreo del Estado no tanto como tú, sino más que tú, y por eso me horrorizan las pretensiones vuestras, las de los anarquistas, según las cuales deberían existir en España no uno, sino veinticuatro millones de Estados. Cada uno, un Estado, dictando sus normas y, lo que es peor, intentando que prevalezcan sobre las de los otros.
—No, no, sabes que no es eso.
—Sí, yo sé que tú no quieres eso, pero ese es, como lo estás viendo todos los días, el resultado de ese anarquismo gárrulo, voluntarista, dogmático y a la española que predicáis.
—Lo que te pasa es que tú no crees en el hombre. Nosotros sabemos que son las condiciones y las circunstancias las que le hacen ser como es, y que transformándolas, conquistando la Libertad, el hombre hasta ayer tarado por los vicios se convertirá en un hombre nuevo.
—¿Y quién va a hacer la revolución para traer al hombre nuevo? ¿El hombre viejo, tarado por los vicios?
—El que cree en él, iluminado por la fe en la Idea.
—Bien, pero no comprendo esa inquina contra el Estado, ese considerarle suma y cifra de cuanto aflige a la Humanidad. ¿No comprendes que son los ricos los que no necesitan el Estado, y lo desprecian, y lo convierten en una mera herramienta para sus intereses? Con gusto asistiría a la abolición del Estado, de la autoridad, de la clase política si me apuras, si no fuera porque un buen Estado, uno solo, democrático, eficaz, decente, al servicio del pueblo, es la única garantía y el único amparo de los débiles frente a los fuertes.
Y así seguirían horas y horas, polemizando interminablemente entre cigarrillos y gestos, si no fuera porque van descendidos de las alturas de la Idea en busca, como periodistas que son, de alguna noticia sobre el futuro de sus vidas, de las vidas de todos, varadas e inmóviles en el Puerto de Alicante.
De los grupos que llegan en nuevas e incesantes oleadas al puerto van surgiendo, una vez esparcidos por los muelles, otros grupos que se crean por afinidades políticas, gremiales, de paisanaje o de procedencia, pero el que componen el doctor Bajo Mateos y su mujer, tan elegantes todavía, con el inspector Lázaro Vega, el juez Marino Lara y el cronista de sucesos Pérez Segovia, se agavilla por su común y antigua amistad desde los tiempos civiles de pre guerra. Ignacio de la Cruz, niño de la calle y ahora de estos confines, les ha proporcionado un desayuno que ya, a estas horas, les sirve también de almuerzo y quién sabe si también de cena: unas latas de leche condensada que, para quitárselo de encima, le ha dado el diputado francés Charles Trillon, el hombre que desde su consulado, junto a su compatriota Forcinal, trata de organizar la flota de rescate radiando mensajes a los barcos de la Mid-Atlantic y, como miembro del Comité de Evacuación, recordando al general Gambara su compromiso de no tomar el puerto hasta que embarquen todos esos miles de náufragos de su patria.
Es la primera vez desde que se conocen que Eduardo de Guzmán y Tomás Lirola llevan tanto tiempo sin hablar de la guerra. Ya no hay guerra, o, cuando menos, en esa otra terrible de la venganza, del castigo del vencido y del ajuste de cuentas que está a punto de estallar, uno de los dos bandos, el suyo, el leal, el bando heteróclito y resistente de la Idea, ya no lucha y se halla, inerme, a merced del vencedor. Ya no hay guerra y se adentran en silencio, deteniéndose aquí y allá, saludando a los conocidos, por los meandros del puerto que bulle de miedo y esperanza en cada cuerpo traspillado por el hambre y el frío, cuando un grupo singular entregado a la aspiración del contenido de unas latas llama la atención de Tomás Lirola en la distancia, que no en vano la vista de indio sioux del escritor ha sido proverbial en las trincheras de la Universitaria, donde un día el general Miaja, bromeando, le ofreció el puesto de binocular de campaña con carácter vitalicio.
—Eduardo, ¿no es aquél el doctor Bajo? Sí, coño, y Encarnación, y veo también a Vega, y a Lara…
—No los distingo, pero vamos.
Es difícil caminar en línea recta en el Puerto de Alicante. Las cuadrillas de soldados exhaustos tendidos en el suelo, los bultos, las maletas, los enjambres de niños que, siempre a su aire, juegan al pilla-pilla entre la gente, la propia gente que viene y va buscando a los suyos o noticias de los barcos… En zigzag, rompiendo las olas de la multitud, los periodistas se van aproximando al grupo singular.
—¡Qué guapa es Encarna!
—Y qué enamorada de su marido. Tiene el gesto nada común de descuidar un poco su arreglo para disimular la diferencia de edad.
—Bueno, pero es que el doctor es un Otelo. ¿Cuánto se llevan?
—Veinte años. Oye, ¿y no ves a Carmen?
—No… Con ellos no está. Lo siento.
Al gesto cómplice de Tomás Lirola al decir «lo siento» ha respondido Eduardo de Guzmán con una sonrisa tímida y melancólica. Carmen Bueno es la hermana menor de Encarnación, la que le llevaba los artículos del doctor Bajo Mateos, responsable de Higiene Infantil de Madrid, a la redacción de Castilla Libre de la calle de Fernando el Santo. Se habían conocido una tarde de febrero de 1937, en el portal de la redacción precisamente, cuando Carmen fue con sus dieciocho años a llevar un vestido que su hermana le había hecho a la hija de Isabelo Romero, Azucena, que vivía en Ciudad Real, en aquel tiempo Ciudad Libre o, según otra variante, Ciudad Leal. En torno al auto dispuesto a partir hacia la ciudad manchega hacían corro el propio Isabelo, su hermano Eliseo y el chófer, charlando y matando el tiempo porque, al parecer, aguardaban a alguien más para emprender el viaje. Isabelo Romero, un líder anarquista valiente y vital, bromeaba con Carmen:
—Y de novio, ¿qué?
—No hay prisa.
—¿Cómo que no? En el frente están cayendo muchos hombres…
—Que te digo que no tengo prisa.
—Te quedarás soltera.
—De eso nada. Y ya que insistes, me casaré con el primero que encuentre.
En ese preciso instante, de cara a Isabelo y a espaldas de Carmen, salía de la redacción de Castilla Libre Eduardo de Guzmán y se encaminaba hacia ellos. Isabelo, poseedor de la chispa madrileña, cogió el instante al vuelo.
—¡’Amos, anda! Tú no eres capaz de decirle que se case contigo al primero que pase por la calle.
—¿Que no?
Haciéndose el transeúnte a instancias del guiño de su correligionario, el joven periodista ácrata Eduardo de Guzmán fue el primero que pasó por la calle, y Carmen, siguiendo la chanza, se le plantó delante:
—Oiga, ¿se quiere usted casar conmigo?
—¡Ahora mismo!
Rieron todos, enrojeció Carmen al saber que Eduardo era el cuarto pasajero hacia Ciudad Leal que andaban esperando, se abismó, mientras se le disipaba el rubor de la cara, en el alisamiento del vestido de Azucena, partió el auto con las siglas CNT-FAI pintadas en la carrocería, y luego, en tanto las termitas de la guerra iban socavando inexorablemente sus vidas, sus destinos, su juventud, tornaron Carmen y Eduardo a encontrarse muchas veces, en la redacción del periódico cuando la chica llevaba los artículos del doctor Bajo, en los mítines de los cines de barriada y en la casa de su hermana, en la casa-consulta de Pulmón y Corazón de la calle Luis Vélez de Guevara… Hasta hoy, cuando las termitas de la guerra lo han derribado todo, y Carmen Bueno no se halla aquí, abrazándose con los náufragos familiares que se acaban de encontrar en el Puerto de Alicante. Por lo demás, también se echa en falta la presencia sobre el cadáver de la República, representado aquí por toda esa gente a la que se le ha roto la vida, del forense más delicado de Madrid, Jacinto Reinoso Berenguer, el doctor Reinoso.
El doctor Reinoso se está besando con Lina de Andrés detrás de un cobertizo, se están besando desesperadamente. Lina, la vedette de belleza rutilante y cereal, la granjera de Arturo Soria, las piernas más vertiginosas del Teatro Martín de Madrid y del Alkázar de Valencia, ha embarcado a su compañía en el Stanbrook, pero ella ha preferido naufragar de otra manera, esperando en el puerto al doctor Reinoso, al que lleva dando calabazas desde la batalla de Guadalajara. No ha querido que el mundo se acabe dejando intacto, sin romperse, sin liberar su perfume, el frasco de su pasión, y aquí está, gozando del amor que tanto miedo le da, exprimida en los brazos del delicado forense que le devuelve la vida.
El fin de mundo tiene, al parecer, estas paradojas: Lina de Andrés y el doctor Reinoso son las únicas personas, entre las quince o veinte mil que se hacinan ya en el Puerto de Alicante, que se están besando. Que se están besando así, de esta manera: él la rodea con sus brazos y la toma por la nuca con la mano izquierda, en tanto que la otra mano, animada de vida propia, animadísima, repta por sus piernas hasta el culo subiéndole hasta la cintura el vestido de lunares blancos. Ella le ciñe con sus brazos la espalda, entremetidos por la camisa y la americana, y, vencida un poco en el pulso de bocas, como desmayada, inclina ligeramente la cabeza hacia atrás y las ondas rubias de su cabello flotan en el aire. Nadie se está besando así en el Puerto de Alicante sino ellos, entre ese cobertizo y el agua irisada de fuel, con un beso tan anterior a todo que es un coito, bien que vertical, en sí mismo.
Lo paradójico no es que se estén besando de esa manera urgente y convulsa, tierna y salvaje como la de las bestias —en las guerras, cuando todo instante puede ser el último y la muerte que circula por todas partes puede fijarse en uno de pronto, se encabritan los corceles de la vida para ahuyentarla, u olvidarse de ella, o que se olvide de uno—, sino el hecho de que la vedette y el forense son acaso, de cuantos pueblan esta última porción de mundo conocido, los más austeros en el amor, los más fríos: Lina, a causa de una remota tragedia familiar cuyos rescoldos —avivados por la salacidad gárrula del público masculino de sus revistas, indiferente a su belleza cereal e hipnotizado por la rítmica frotación en el baile de sus muslos desnudos—, han provocado hasta ahora mismo el incendio constante y profundo de su atonía; Jacinto Reinoso, desde que hubo de practicar la autopsia a la única mujer que había amado en su vida, y sus lágrimas sobre el corazón de la muerta sellaron con ese lacre misterioso el arca de sus instintos. Pero eso nadie lo sabe, y ahora, que se están besando como caníbales, en este raro finisterre de Levante, ellos tampoco.
A lo mejor Lina de Andrés, de no haber mediado aquella remota tragedia familiar que le afectó únicamente a ella, podía haber sido, en vez de vedette, otra cosa, pero Jacinto Reinoso Berenguer, el forense más delicado de Madrid, sólo podía haber sido lo que es, forense. Su padre, que murió cuando él no había cumplido aún los diez años, lo era, y lo fue de una forma rotunda y definitiva: vivió de eso, de separar los pétalos de las flores marchitas para averiguar la causa de su muerte, y murió por aspirar su aroma mefítico. Un día, practicando una autopsia en un cuartucho indecente y sin ventilación, cual solían ser en los depósitos de cadáveres los destinados a ese menester a principios de siglo, estalló el cuerpo que manipulaba al hacerle la incisión abdominal, y, para evitar que cayera al suelo, se sujetó a él, con el resultado de que los tóxicos del cuerpo descompuesto le envenenaron. Al volver a casa aquel día, se metió en la cama y no volvió a levantarse. Su insuficiencia hepática, legado de familia, impidió que su hígado neutralizara con algún éxito las toxinas, y el pobre primer doctor Reinoso murió de septicemia, no sin que antes, justo en ese postrer instante de la vida que él había logrado reconstruir en los cuerpos inertes de tantos otros, tomara a su único hijo de la mano —este segundo doctor Reinoso que se besa con Lina como si, cual en verdad, se fuera a acabar el mundo— y le dijera:
—Pocas lecciones te puedo dar, pero que te sirva ésta.
No entendió entonces Jacinto Reinoso las palabras de su padre, y tampoco después, en treinta años, estuvo seguro jamás de haberlas comprendido. Contenían, sin duda, una clave, y probablemente la más esencial de todas, pero ¿qué única lección, y a pesar de sí mismo, quiso darle su padre? ¿Que no volviera la cara a sus deberes así le costaran la vida o, por el contrario, que no se abrazara nunca a un cadáver, así fuera con lágrimas sobre su corazón abierto y desnudo? Ahora el doctor Reinoso no piensa en eso, no piensa en nada porque todo cuanto le habita piensa por él en ese beso, en esa cópula con la gélida Lina que ahora tampoco piensa en nada y ha cobrado, súbitamente, la justa temperatura.
Una cosa más alcanzó a decirle a su hijo el buen forense, pero ya no en términos de clave cifrada, sino de consejo ordinario para la vida ordinaria:
—Y no te apures nunca, jamás te detengas ante ningún obstáculo, tropieza con él tantas veces como sea preciso para derribarlo.
Lina de Andrés y el doctor Reinoso fueron, entre 1932 y 1936, vecinos en el número 5 de la plaza del Progreso, balcón con balcón, puerta con puerta, en el mismo edificio en el que por esos tiempos vivían Valle-Inclán y Álvaro de Albornoz, ministro de Justicia en varios gobiernos de la República, lo que explicaba la presencia en el portal de dos fornidos guardias de asalto que, más que guardar a don Álvaro, se timaban con todas y cada una de las chicas del barrio. Luego, Lina de Andrés había montado su granja de la Ciudad Lineal y se fue a vivir a Arturo Soria, pero cuando las bombas de la aviación alemana destriparon sus cerdos del país y sus gallinas leghor, pero sobre todo cuando el proyectil de un paco perforó la sien de su amigo Eduardo López Montes, a la altura del número 42 de la calle de Alberto Aguilera, cuando iba a comprar un pienso especial para sus gazapos en una cordelería de Guzmán el Bueno —uno de los escasos comercios de la zona que no habían cerrado bajo la lluvia de fuego porque cerrar es morir, y más para un comercio—, Lina tornó a su piso de la plaza del Progreso, y el doctor Reinoso a renacer por dentro, sin saberlo, con su proximidad y su presencia.
Lina volvió como muerta a su antigua casa del centro, y hasta los guardias de asalto del portal, de haber seguido allí a esas alturas de la guerra, habrían reparado en su desolación y la habrían saludado tímidos y sin intercambiarse, como habían hecho tantas veces, miradas rijosas. Reinoso, protector y tal vez ya enamorado, comenzó a ejercer alguna influencia sobre ella, y merced a ese influjo y a sus cuidados, Lina volvió a los escenarios de la ciudad bombardeada. ¿Qué mejor médico para una mujer medio muerta que un forense que, a su vez, tampoco andaba muy boyante de vitalidad? Ni en lo tocante a su profesión siquiera: ¿Autopsias, para qué? Era evidente de qué morían los madrileños en aquellas horas terribles, en su ciudad convertida en frente de guerra.
Buscaban Lina y el doctor Reinoso los momentos, cada vez con más ansia, en que, fuera de las tablas de los teatros y de la mesa de operaciones del hotel Ritz, hospital de sangre, se reunían en el cuarto de estar del piso de la vedette como en una isla a la que no llegaban, o llegaban muy amortiguados, los ecos de tanto dolor. Dieron, como es natural, en hacerse confidencias, y fue en una de esas cuando el doctor Reinoso le contó a Lina algo que no sabía nadie y que a la muchacha la obligó a reír abiertamente por primera vez desde que retornó medio muerta a la plaza del Progreso:
—¿Ves éste décimo de lotería?
—Sí… Y, fíjate, me produce una sensación extraña. Había olvidado que existió la lotería alguna vez.
—Pues sí, existió, y el número de este décimo, de la Navidad del 35, fue el del Gordo de ese año.
—Bromeas.
—A éste décimo le cayó el Gordo, cuarenta o cincuenta mil pesetas, no me acuerdo bien, pero no lo cobré.
—¿Qué dices? ¿Que te tocó el Gordo y no lo cobraste? ¿Por qué? ¿Lo habías perdido…? ¿No te enteraste que te había tocado?
—No lo había perdido y me enteré perfectamente, pero ¿sabes qué?
—Dime, dime…
—Que no lo quise cobrar.
—¡Estás loco!
—Nunca estuve más cuerdo que cuando determiné, después de darle muchas vueltas, no cobrarlo. Este décimo me lo regalaron, y sí que pensé que estaba loco cuando, según me lo dieron, sentí miedo de que tocara. Yo nunca he jugado, nunca tuve fe en el azar ni gusto por aquello que no he luchado por conseguir, pero me sentí mal, ya te digo, cuando me lo dieron y lo guardé en esta misma cartera. Como si estuviera cantado, o escrito en los cielos, que me iba a caer el Gordo. Al principio me puse a cavilar qué iba a hacer con tanto dinero, y decidí que lo repartiría entre mis mejores amigos. Tú los conoces: Lázaro…
—¿El policía?
—Sí, Lázaro, Pérez Segovia y Marino, el juez. Llegó el día del sorteo y, zas, el Gordo, lo cual, claro, tampoco me pilló de sorpresa. Reconozco que, en el momento, sentí alegría y que me dispuse a imaginar lo que sentirían ellos al saberse poseedores, de pronto, de una pequeña fortuna, pero aquí viene lo grande: no conseguí imaginarlo.
—¿Cómo que no?
—Pues ya ves. Creo conocerlos bien, pero se ve que mi inconsciente, ese órgano invisible al que pedimos ayuda para poder imaginarnos cosas, los conocía mejor, pues no pude representármelos en modo alguno felices por pillar diez o doce mil pesetas, pese a que ninguno de ellos ganaba esa cantidad ni en dos años.
—Bueno, pero eso era cosa del inconsciente ese que dices, pero ¿y el sentido común?
—También consulté al sentido común, Lina, también lo consulté.
—¿Y?
—El sentido común, el poco que uno tiene, tampoco se los imaginó. Como te he dicho, les conozco bien y me puse a pensar qué significaría para ellos, que el que mas y el que menos no cree ni en la legitimidad de la herencia, ese montón de dinero que no habían ganado con su trabajo ni con su esfuerzo. Mi sentido común los imaginó violentados, confusos, y hasta temí que eso pudiera cambiarles, cambiarnos, la vida.
—Pero a mejor, ¿no lo pensaste?
—Pensé mucho, ya te digo, y concluí que en ningún caso sería para mejor. Andan siempre a dos velas, son gente que da cuanto tiene, que se les va el dinero que ganan, poco, en remediar lo que pueden, y son felices así, viviendo de sus oficios, que a todos ellos les apasionan. No quise que nos cambiara la vida, y tampoco, aunque lo pensé, me decidí a cobrar el premio para hacer caridad. Nosotros éramos y seguimos siendo republicanos para traer a España la justicia y enterrar para siempre la caridad.
Lina de Andrés embarcó ayer a su compañía de revistas en el Stanbrook y ella se quedó en el puerto esperando al hombre que ahora, por primera vez, la besa. Antes, ciertamente, la hubiera besado, seguro que en alguno de aquellos instantes en que, aislados en la burbuja de su mutua compañía, quedaban momentáneamente abolidos los horrores de la guerra y los íntimos de sus propias vidas, pues se ve que los varones, incluso medio muertos, incluso habiendo sellado con lágrimas sobre el corazón inerte de la amada el arca de sus instintos, son más propensos a reventar cualquier lacre y volver a la vida. Ahora se besan, se abrazan, se buscan la piel bajo la ropa, se degluten, se aman como si el mundo, cual en efecto sucede, se estuviera acabando.
Ginés Laval, de Triana, el cabo de señales de la flota de la República —sólo queda él, de la flota— que permanece en el faro de la bocana del puerto desde que se instaló allí ayer por la tarde, vocifera de pronto desde la barbacana:
—¡Un barco! ¡Un barco! ¡Por la parte de Santa Pola!
Al principio sus voces quedan desleídas en el bullicio, pero algunos le ven accionar como un orate en lo alto del faro y requieren del entorno la atención y silencio necesarios para oír lo que grita el serviola varado:
—¡Un barco! ¡Un barco! ¡Ya vienen!
La multitud, una buena parte de ella, corre hacia el rompeolas que cierra el puerto y la vista del horizonte, y, al llegar, trepa por el muro de mampostería. La oscuridad se ha cernido ya sobre el mar y la tierra, han tornado a encenderse en los muelles fuegos apantallados con mantas militares, y las figuras que han alcanzado el rompeolas no tienen silueta, sino que parecen, sin más, pellas, espesamientos de la propia sombra.
Un barco, las luces de un barco se aproximan al Puerto de Alicante desde la parte de Santa Pola, y el silencio de quienes las contemplan desde el rompeolas contrasta con el alboroto y la excitación de los muelles, que aumentan a medida de que se corre la voz de la nave que viene. Las luces se aproximan lentamente, y a cosa de media milla, las propias luces desvelan el contorno de un barco grande, mucho más grande que el Stanbrook, un barco de carga enorme, gigantesco, en el que, aunque no vinieran más, podrían marchar casi todos.
Nunca un barco ha navegado tan despacio como este que se acerca, rodeado de noche, al Puerto de Alicante. El rompeolas, de tanta gente que se ha encaramado a él, diríase construido de piel, de ojos, de cabellos, de ropa, pero, sobre todo, de silencio mientras el barco, ese barco grande de la salvación, se acerca, pero ahora, apenas a quinientos metros de la bocana, no parece sino que su marcha se ha lentificado absolutamente.
Transcurren unos instantes imposibles de mensurar hasta que el silencio de los náufragos aferrados al rompeolas se quiebra con algunas voces titubeantes.
—¡Eh! ¡Los del barco! ¿Qué pasa? ¡Eh!
—Se ha detenido.
—¡Está maniobrando! ¡Da marcha atrás!
—Pero ¿por qué, si iba bien enfilado hacia el puerto?
—¡Se aleja!
—No, no puede ser; si ha llegado hasta aquí, tiene que entrar para sacarnos.
—¡Se aleja! ¡Se va! ¡Eh!
El barco grande, descomunal, desaparece por el cabo Huerta después de trazar un semicírculo por la bahía.