Capítulo V

Se despedía del soldado del faro cuando sintió la explosión y, al poco, estremecerse la nave. Teresa Bailón Romero, dieciséis años, se acurruca ahora junto a su madre y a su hermana Herminia, un par de años menor que ella, en las escalerillas del puente de mando, donde su padre repasa con el capitán las listas de embarque como si la lectura reiterada del número de pasajeros que en ellas figura, 2.638, bastara para contrarrestar el sobrepeso de los casi tres mil quinientos que se hacinan en realidad por todos los rincones. Al capitán Dickson no es que le preocupen mucho ahora —que por fin sale a mar abierto con su cafetera— los nombres o las cifras que contengan los papeles, pero sí que las autoridades de Orán, que le han exigido como requisito indispensable el registro nominal y minucioso de su cargamento humano, se nieguen a franquearles su puerto.

Pero aún nadie sabe, sólo su capitán, a dónde se dirige el Stanbrook. El destino es secreto, la ruta también, insuficiente discreción, en todo caso, para evitar encuentros fatales con la flota de Franco y con las máquinas aéreas y de inmersión que sus aliados del Eje han dispuesto para sellar por mar la ratonera del Puerto de Alicante. En buen inglés, Vicente Bailón Turubí conversa con el capitán, pero su hija Teresa, aún con el pañuelo en la mano, no alcanza a oírles a través de los cristales del puente. Sobresaltada todavía por la explosión reciente, Teresita Bailón se cubre la cabeza con el capote que ha echado sobre ella un soldado que ahora, arrimado al puente, se sirve de su luz para leer, abstraído, una carta. Con el calor del capote sobre su cuello mojado, con el fragor monótono que sube de la sala de máquinas, con la mano tibia de su hermana entrelazada con la suya, se relajan sus nervios momentáneamente y siente de pronto la magnitud real de su fatiga. Pero la cabeza no se contagia de esa gratificante sedación y Teresa contempla en su pantalla febril y luminosa la película extraña de los últimos días, de las últimas horas.

Desde lo de Segismundo Casado ya nada había sido lo mismo en Madrid. Cuando se sublevó cancelando con un golpe militar la guerra que había empezado con otro, ni Teresa ni casi nadie entendía nada: quiénes de los que se disparaban eran soldados afectos al Consejo y quiénes leales al gobierno huido de Negrín, que no lo sabían ni ellos de capitán para abajo, hasta el punto de que los primeros se fueron poniendo brazaletes blancos para no matarse entre ellos. Nadie entendía nada, ni su padre, Vicente Bailón Turubí, chófer del SIM, que no pasó en los días previos de olerse algo y de recomendar a sus hijas, madrinas de guerra activas y párvulas agitadoras de retaguardia, que no salieran mucho. Tanta era la con fusión esos días de combates callejeros y proclamas cruzadas entre los partidarios de resistir y los de rendirse que cuando se escuchó un cañoneo que subía de Las Ventas por Alcalá hacia Manuel Becerra, Vicente Turubí, creyó que eran los fascistas que entraban en la ciudad y se puso a quemar documentos furiosamente, que salieron ardiendo hasta los recibos de la luz. Pero no, eran las tropas del general anarquista Cipriano Mera, que venían en auxilio del golpista general Casado —Negrín le había ascendido a general—, dando lo suyo a los soldados del comunista, o negrinista, o partidario de la resistencia a ultranza, general Barceló.

Nadie entendía nada, salvo que los restos de la II República Española se desmoronaban y, con ellos, el mundo conocido y, lo que es peor, el germen del buen mundo que tantos, los ávidos de pan y justicia sobre todo, soñaron alguna vez. Sin saber qué hacer, pero viendo naufragar las negociaciones de Casado con Franco para una paz honrosa sin venganzas ni carnicerías, pues Franco nunca quiso otra cosa que la rendición incondicional del gobierno de la República, Vicente Bailón Turubí mandó a su mujer y a sus hijas a sacarse el pasaporte al ministerio de Exteriores, pero en la madrugada de ayer, 27 de marzo de 1939, Vicente llegó espantado a su casa de la calle de Cartagena en el Hispano-Suiza enorme y negro del servicio, y según entró por la puerta dijo que cada cual cogiera un poco de ropa y una manta, que se marchaban porque al día siguiente iban a entrar en Madrid, sin lucha, los fascistas.

—¿A dónde vamos? —le preguntó Teresa, la madre, su mujer.

—No lo sé. A quitarnos de en medio. Vienen como hienas.

Estaban hechos a viajar y en pocos minutos dispusieron sus leves equipajes, concluido lo cual Vicente se dirigió con voz temblorosa a Gala, la chica, bueno, la señora, la chacha, la mujer que ayudaba en las faenas de la casa desde tiempos inmemoriales, desde antes que el propio Vicente Bailón, chófer del SIM, naciera, desde los tiempos en que llegó completamente huérfana de un pueblo remoto y se empleó con don Vicente, su padre, minervista y masón.

—Gala, nosotros nos vamos ahora mismo, pero tú no tienes que acompañarnos.

—Yo me voy con vosotros, todavía me sujetan las piernas. No voy a dejar solas por esos mundos a las niñas.

—No, Gala, ya sé que estás fuerte y que nos quieres mucho, pero no sabemos qué será de nosotros, a dónde iremos a parar y cuántas privaciones nos esperan. Más útil vas a ser aquí… Toma, Gala, estas son todas las llaves que hay de la casa. Son tuyas, y la casa también, y todo lo que contiene. Siempre lo ha sido, pero ahora eres la única dueña y debes guardarla y atenderla, y si algún día podemos volver, ya sabemos que nos esperarás aquí, y que aquí volveremos a tener nuestro hogar y nuestro refugio.

—Sea, pues, con esa condición.

—Y otra cosa, nos llevamos la mitad del saco de arroz que teníamos para una emergencia. La otra mitad, Gala, la repartes entre los vecinos.

Bajaron descalzos las escaleras para no hacer ruido, y en el Hispano-Suiza negro y grande, estacionado discretamente en la esquina donde se adensaba más la oscuridad, aunque no tanto como para apagar del todo el brillo de los dorados del auto, les aguardaba Julián Losada, jefe del SIM, con su familia. Amontonados, lentamente, empañados los cristales del coche por la respiración de los pasajeros y el relente de la madrugada, los del grupo fueron cortando la noche de Madrid, y luego la noche de Castilla la Nueva, y luego la noche de Levante, más tristes y desesperadas cada una de las noches que se iban comiendo los neumáticos, y habitadas todas ellas únicamente por espectros sin rumbo.

Una escala en Madridejos, donde recogieron a Paco, el hijo mayor de Losada, y donde se desayunaron un tazón de brebaje maravilloso e inédito desde el 36, café con leche, y otra parada en Albacete para dormir un poco en el interior del auto, varado en la cuneta de la carretera hacia Alicante, habían jalonado su viaje al último confín de la España republicana, y cuando llegaron de mañana, Vicente Bailón Turubí, ahora ya más jefe que su jefe Losada, pues él era el auriga y donde hay auriga no manda pasajero, se dirigió a los locales de la Federación Socialista de Alicante, la encargada de fletar los barcos para la evacuación, y los halló cerrados.

Todo, en realidad, estaba cerrado en Alicante: el cielo con una lona gris e impenetrable, las aguas de la bahía por una línea invisible de destructores y submarinos, las oficinas para la evacuación desesperada porque era muy temprano, muy tarde pero muy temprano, y también las tiendas que Teresa, Herminia y su madre recorrieron infructuosamente en busca de un tarro de colonia para refrescarse, adecentarse y disipar las brumas del largo viaje adheridas a sus cuerpos.

—Será que no tienen género, como en Madrid —concluyó Teresa.

Pero entonces de una esquina brotó una cuerda de jóvenes ruidosos que jaleaban desatentados, con acento de vino, consignas que les infundieron escalofríos: «¡Viva Franco! ¡Arriba España!». Al cruzarse con el grupo en la calle estrecha, las Bailón bajaron los ojos como para hacerse invisibles, pero uno de ellos, un tipo robusto, no tan joven, de cabello negro, ensortijado, y mandíbula dura, se plantó frente a Teresa, que había tardado una fracción de segundo más de la cuenta en bajar los ojos y hacerse invisible, cerrándole el paso. En su mirada opaca, aunque barnizada por un fulgor loco, artificial, exagerado, vio Teresa brillar el fuego fatuo de la Victoria, pero en ese instante llegó del fondo de la calle un fragor de carreras y de otras voces, «¡Al puerto! ¡Al puerto!», y el grupo victorioso que las asediaba volvió sus cabezas hacia los soldados de la República que corrían enredándose en sus capotes. Todo estaba cerrado en Alicante salvo esa última espita del puerto, y hacia allí se deslizaron raudas, aprovechando la distracción, a reunirse con Vicente Bailón Turubí. Chófer. Auriga.

Zarpó la nave del capitán Dickson hace una hora del Puerto de Alicante, pero aún puede distinguirse desde ella, en la lejanía, el faro de Santa Pola. El Stanbrook, vencido de babor, navega lentamente y en zigzag para confundir a la escuadra fascista evitando que le tome con precisión el rumbo, de suerte que tan pronto enfila la proa hacia Valencia como hacia Almería mientras se aleja de la costa. Hace una hora que ha zarpado el Stanbrook en medio de un silencio de planetas, y ahora es el momento en que la hoja del martes 28 de marzo de 1939 se desprende del calendario dejando tras de sí, tan sólo, tres hojas más, las que han de medir el fin del mundo en marcha, desencadenado. Otros calendarios, que ya se incuban en las imprentas de Burgos, de Salamanca, de Sevilla, incluso de Barcelona, decretarán el año cero de la Victoria y empezarán a contar, aboliendo todo lo anterior —la modernidad, el laicismo, la democracia, la expresión libre, el divorcio, la Constitución, la educación mixta, la esperanza— desde ese momento. Y hacia atrás. Vertiginosamente.

Flotan las tres mil quinientas almas del Stanbrook en su balsa raída y metálica de náufragos, cuando de la niebla, súbitamente, emerge un tinglado de luces como a media milla a popa. Es el Cervera, el barco de la escuadra franquista que acompaña al Canarias en el bloqueo de los puertos de Levante, que se ha dado de bruces con el carbonero cuando ya creía perdida la espuma de su estela. Sabedor el capitán del Cervera de las maniobras evasivas del Stanbrook, advertidos igualmente los artilleros de sus potentes cañones, han errado no obstante el vómito de fuego de sus bocachas porque el capitán Dickson ha rectificado rápidamente la deriva, ventajas de un barco pequeño, y a toda máquina, en línea recta, ha conseguido perderse de nuevo en la oscuridad. Las miles de almas enlatadas en el Stanbrook se han horrorizado con las luces fantasmales del Cervera y con las explosiones a estribor que han arrancado surtidores del agua y han hecho zozobrar la nave, pero no saben nada de la maniobra de Dickson ni hasta qué punto y cuántas veces ese extraño capitán inglés les está salvando la vida.

El capitán de la marina mercante inglesa Andrew Dickson —superviviente de las razias de los temidos submarinos alemanes en el Mar del Norte y en el Canal de la Mancha durante la Gran Guerra— maniobra con destreza, enfila ya hacia la costa de África, hacia Orán, y valora haber encontrado un auxiliar tan entusiasta en Vicente Bailón Turubí, auriga como él a fin de cuentas, capitán de Hispano-Suiza en la noche más triste, que parece haberse instalado definitivamente en el puente de mando junto a él, aunque también es cierto que ya no cabría en ningún otro rincón del atestado buque.

El capitán del Stanbrook está vivo, y merced a esa providencial circunstancia van a vivir también, aunque de esa manera desavecindada, ingrávida y dolorosa del exilio, cuantos se hacinan en su decrépito cascarón de hierro, o arca, según se mire, de la alianza. La lista de pasajeros de la que Bailón Turubí se ha hecho depositario, la que contiene sólo una parte de los que huyen en el carbonero, pues en ella no figuran, por ejemplo, ni el Niño de la Noche, ni Rosa Beltrán, ni el Verdugo de Madrid, ni la familia gitana acostumbrada a huir, es, en realidad, una cala de la sociedad española, de la sociedad republicana española más exactamente, pues son varios los diputados a Cortes, electos por la ciudadanía, que viajan —es un decir— a bordo. En la España que queda, la de la Victoria, la que contará los días con los nuevos calendarios que ya se incuban en las imprentas de Burgos, de Salamanca, de Sevilla, incluso de Barcelona, ya no hay electos, ni electores, ni ciudadanía.

La lista del pasaje muestra un pequeño diorama, una mínima porción, de lo que la Victoria expulsa para mayor empobrecimiento de una nación devastada: seis diputados a Cortes, cinco gobernadores civiles, un presidente de tribunal, un catedrático de Universidad, diez magistrados, doce médicos, cinco ingenieros, cinco abogados, tres farmacéuticos, cinco veterinarios, treinta y nueve técnicos superiores, ocho profesores de Instituto y Universidad, seis periodistas, cuatro músicos, nueve dibujantes, veintidós militares de carrera, tres arquitectos, nueve aviadores, quince marinos, y relojeros, agricultores, transportistas, cocineros, mecánicos, mozos de café, ajustadores, caldereros, torneros, electricistas, tipógrafos, funcionarios, impresores, comerciantes, telegrafistas, pintores, libreros, peluqueros, contables, zapateros, ferroviarios, conductores, mineros, ferrallistas, caldereros, enfermeras, dactilógrafos, modistas, institutrices, telefonistas, artistas de variedades, albañiles, panaderos… Y cuando, llegados a Orán, que no desembarcados, el comisario del puerto indague por orden del jefe de la policía de la ciudad la filiación política del pasaje, resultará que ciento veinticinco se reconocen republicanos, seiscientos setenta y uno socialistas, ochenta y dos comunistas, ciento ochenta y cinco anarcosindicalistas y catorce nacionalistas vascos. Se sabrá también que en el Stanbrook, que ahora navega en la oscuridad cada vez más vencido de costado, viajan noventa y seis extranjeros y un apátrida, Emerich Greinner, de cuarenta y tres años y de ningún sitio, y un adolescente desarticulado y angélico, Rafael Perol Asensi, a quienes los agentes del puerto calificarán en su informe de faible d’esprit.

Álvaro Nuez Castillo, el soldado que ha echado su capote sobre los ateridos hombros de Teresa, sujeta la carta que ha estado leyendo a la débil luz que se filtra por los cristales del puente y la oprime, sin arrugarla apenas, contra su corazón. Su mirada perdida traspasa la oscuridad del mar y de la noche sobre la cubierta esmaltada de náufragos, seguramente a lomos de alguna ensoñación, cuando una monodia extraña le distrae de sus pensamientos: un faible d’esprit, encaramado al tejadillo de la cocina, canta a grandes voces, dijérase que poseído por la necesidad de pintar en el cielo vacío de tanta tristeza el pájaro de una canción:

Soc barretinaire de Prats de Molió;

me diven cantaire, mais no canto gaire;

mais no canto, no.

Cuand a Olot jo l’aprenía

mon ofici daba pler

cada pople aont floría

un ensemblaba un claveller…

Esa misma canción, de Jacinto Verdaguer, la había escuchado musitar a dúo, hace menos de un año, a un padre capuchino y a un condenado a muerte en la capilla de la prisión de Torrero, en Zaragoza. ¿Cómo había llegado a los labios de ese muchacho a quien Mangada, que se ha acercado a él, acaricia el cabello? Nunca olvidaría Álvaro Nuez esa canción: el padre capuchino era Gumersindo de Estella, el fraile barbado que pretendía absurdamente, aunque de veras, auxiliar las almas de los republicanos que cada noche fusilaban en las tapias del cementerio de Zaragoza; el condenado, Isidro Franquesa, teniente del Ejército de la República hecho prisionero en el sector de Teruel, y él mismo, Álvaro Nuez Castillo, uno de los ocho soldados que integraban aquella noche del 11 de junio de 1938 el piquete de ejecución.

Por su desafección al Movimiento, al soldado Álvaro Nuez, que a punto estaba de licenciarse cuando Cabanellas sublevó la guarnición de Zaragoza, se le encomendó la tarea de fusilar a sus correligionarios, y desde el 19 de julio de 1936 al 9 de septiembre de 1938, cuando consiguió cruzar por Pina las líneas del frente del Ebro y pasarse a su ejército natural, el de la República, rara fue la noche en que junto a otros siete compañeros, condenados como él a la más lenta y atroz de las penas, no tuvo que disparar su fusil contra los inocentes alineados ante la pared del cementerio más cercana al mausoleo de Costa. A sus espaldas otro piquete, éste compuesto por afectos a la Cruzada de los africanos, les vigilaba apuntándoles con sus armas en prevención de que se negaran a acatar la orden de «¡Fuego!», pero, con todo y con eso, fusilaban mal, tiraban a cualquier parte, al suelo, al muro, a las piernas, y muchas veces el oficial al mando del pelotón les había abofeteado tras haber tenido que ir matando con su pistola a los presos, uno a uno, de dos o tres tiros en la cabeza.

Ante él, casi cada madrugada durante dos años interminables, fue sucediéndose la misma escena terrible: muchachos, hombres y mujeres maniatados, sucios, heridos, semidesnudos, que se enfrentaban perplejos a una muerte ominosa. Pisaban un suelo amasado con sangre, con excrementos, con vísceras, con los restos de masa encefálica de los ejecutados en noches anteriores, y unos gemían, otros llamaban a sus madres, otros imploraban clemencia, otros temblaban de espanto, y los había que imprecaban a los cielos, los que daban vivas a la República, los que parecían ajenos al trance en que se hallaban, los que, adelantando su pecho hacia los fusiles, decían: «¡Vais a matar a inocentes, a hijos del pueblo como vosotros!», y los que, dirigiéndose a los soldados, les rogaban que apuntaran bien y no les hicieran sufrir.

Pero Álvaro Nuez y sus siete compañeros de infortunio, cotizantes como él hasta la sublevación de algún sindicato socialista o anarquista, les hacían sufrir, les hacían sufrir horriblemente porque tiraban mal, a la pared, a los brazos y a las sombras de la noche, les hacían sufrir porque algo superior a su voluntad se resistía a hacerles ningún daño y desviaba de las zonas vitales del cuerpo el punto de mira de sus máuseres. Hasta que apareció por allí acompañando a los reos cada noche, sería septiembre del 37, un capuchino de ojos penetrantes y largas barbas, el padre Gumersindo de Estella, que les rogaba por el amor de Dios que dispararan bien, que él les comprendía pero que no alargaran la agonía de los condenados, que aún hubo veces, porque los del piquete de Álvaro seguían fusilando mal merced a ese designio moral superior, que vieron brillar en sus ojos la luz del furor y en sus manos temblar el crucifijo con el que, de no mediar su santa mansedumbre, habría partido la crisma a los desventurados hijos del pueblo forzados a matar.

Álvaro Nuez Castillo recuerda el día en que apareció por primera vez el capuchino en el campo de la muerte, un día de finales de septiembre de 1937, porque aquella noche fusilaron a tres mujeres: Celia, la viuda de Durruti; Margarita Navascués, esposa de un militar que se hallaba en zona republicana; y Simona Blasco, una joven cuyo hermano luchaba en el Ejército de Franco. Las tres habían intentado cruzar las líneas por la Sierra de Alcubierre a bordo de una camioneta que había resultado ser un cebo, una trampa tendida para aprehender desafectos, espías y leales. Cuando, con el tiempo, Álvaro intimó con el capuchino, éste le contó la espeluznante escena que se vivió aquella noche en la capilla de la cárcel de Torrero, cuando los guardias civiles, los falangistas y los Hermanos de la Sangre de Cristo, que pululaban por allí como cada noche de ejecución, arrancaron a los hijos de Celia y Margarita, criaturas de apenas un año de edad, de los brazos de sus madres:

—¡Hija mía! ¡No me la arrebaten! ¡Por compasión, no me la quiten, que la maten conmigo! ¡Me la quiero llevar a donde yo vaya…! ¡Me necesita!

—¡No quiero dejar a mi hija con estos criminales! ¡Matadla conmigo! ¡Hija de mi corazón! ¡Qué será de ti…!

Nada sabía aún de aquella escena Álvaro Nuez cuando las vio llegar a bordo del siniestro furgón que hacía la ruta entre la cárcel de Torrero y el cementerio de Zaragoza, coche de la línea de irás y no volverás. Veinticuatro soldados componían esa noche el piquete entre afectos y desafectos, pero no se conmovieron menos los primeros que los segundos al ver, entre las dos luces del alba, descender a las mujeres de la camioneta y aproximarse vacilantes, maniatadas, con los vestidos descompuestos y con los cabellos desgreñados, llorando y gritando los nombres de sus hijas, hacia el paredón de la muerte. Venciendo las bascas y los escalofríos, los soldados procuraron apuntar bien a aquellas madres, pero dispararon casi tan mal como de ordinario.

Nada de esto habría recordado Álvaro Nuez Castillo ahora, precisamente ahora, a bordo de este viejo barco cuyas cuadernas crujen bajo el peso de tanta derrota, de no haber oído la canción de Mosen Verdaguer estallar, bien que desconcertada, en la garganta del dulce faible d’esprit. Al escucharla esta noche («Soc barretinaire de Prats de Molló…»), su pensamiento ha retornado de golpe al lugar de donde le había sustraído la carta que aún oprime, sin arrugarla apenas, contra el pecho: la primera vez que la oyó fue aquella noche que hubo de ir con otros tres o cuatro a la cárcel de Torrero y se encontró, en la siniestra capilla, presidida por un retrato de Franco situado sobre el crucifijo, con el padre Gumersindo de Estella cantando a dúo, muy bajo y muy dulcemente, con Isidro Franquesa, de Vich y soldado de la República. Pero si esa música se le incrustó para siempre, tanto que ni el fragor de las olas, ni las máquinas del Stanbrook, ni el murmullo compacto de los que se hacinan en su cubierta alcanzan a amortiguar sus notas en el recuerdo, fue porque dos noches después de aquella noche, la del 13 de julio de 1938, fue ajusticiado a garrote vil en la cárcel Torrero un faible d’esprit muy parecido, casi idéntico, a ese chico desarticulado y angélico que ha distraído por unos instantes de sus amarguras a cuantos viajan en este tablón de hierro al que se aferran.

Recién habían llegado las tropas de Franco al Mediterráneo por Vinaroz, partiendo en dos el territorio de la República, cuando un capitán de los que paraban por la cárcel de Torrero anunció al padre Gumersindo que en pocos días iban a agarrotar a un monstruo. Instalado en la monstruosidad permanente, en el sueño de la razón, el de Estella se preguntó qué clase de nuevo o raro vestiglo era ese cuyo inminente exterminio excitaba tanto a los carniceros de la Nueva España, y le trasladó la pregunta al capitán.

—¡Un monstruo de crímenes!

—¿Y qué ha hecho ese monstruo?

—Atrocidades, padre. Es de Tarragona y allí mató con sus propias manos a casi un centenar de personas de derechas, pero no satisfecho con eso quemó tres o cuatro iglesias, profanó las sagradas formas y, en el colmo de la perversidad, obligó a muchas monjas y a muchas jóvenes de buenas familias a circular desnudas por las calles. Figúrese…

El día 13 de junio de 1938, lunes, dos días después de la ejecución del teniente Franquesa y de los restos de la canción de Verdaguer en sus labios secos y fríos, recibió aviso el capuchino para que se presentara en la cárcel porque iba a ser agarrotado el monstruo de Tarragona, el asesino, el profanador, el incendiario, el lúbrico criminal escarnecedor de monjas y señoritas, pero la criatura que el fraile vio entrar en la capilla del presidio, que se hallaba rebosante de militares, de falangistas y de Hermanos de la Sangre de Cristo, no era sino una criatura faible d’esprit asombrosamente parecida, según recuerda Álvaro Nuez —que estaba formado al pie del patíbulo y le vio pasar junto a él—, al niño nocturno que canta en la cubierta del Stanbrook con voz estentórea y desentonada.

Esperó Gumersindo de Estella en la capilla a que el monstruo saliera de la sala de identificación, donde el juez militar y su secretario le comunicaban los detalles de su tránsito —un aro de hierro en la garganta y un clavo en la nuca hacia un mundo mejor—, hasta que, concluido el trámite siniestro, se reunió con él. Hubo de rogar a la cuerda de señoritos necrófilos y expectantes que llenaban la capilla que le permitieran auxiliar al reo con alguna intimidad, pero a duras penas consiguió que clareara el cerco. Aun así, y gracias a que el condenado parecía tranquilo e indiferente a todo, pudo conversar con él.

Supo de sus labios que tenía veinte años, que se llamaba Esteban García Solanes, que era natural y vecino de Tarragona, que vivía en el número 6 de la calle Espinal, del barrio de San Pedro, que era pescador y que su madre se llamaba Dolores. Se impresionó vivamente el fraile, que cada noche vivía la rutina de la desesperación de los reos ante su próximo y seguro asesinato, de la actitud del muchacho y de la rotundidad en su rostro de los rasgos de la inocencia. Ni sombra en el joven pescador de nerviosismo, ni de miedo, ni de indignación, ni siquiera del más leve desasosiego. Diríase, le contó el fraile a Álvaro Nuez algunos días más tarde, que el condenado a garrote no era él, sino otro cualquiera.

Sentado junto a Esteban en un banco corrido, arrimándole manso las barbas persuasivas a la cara, el capuchino conversó con él:

—¿De qué te han acusado, hijo mío?

—No lo sé, padre.

—¿No lo sabes? ¿Qué declaraste en el interrogatorio?

—No me acuerdo.

—Pero has firmado un documento en el que te atribuyen crímenes espantosos en Tarragona…

—Puede ser, pero es que al que no firmaba le mataban a palos. A Tarragona no subía nunca; yo vivía en el barrio de los pescadores, y paraba más en el mar que en tierra.

Diez minutos tardó Esteban García en morir, estrangulado en el palo del garrote, pero el estremecido padre Gumersindo, rehén de uno de esos éxtasis emocionales que secuestran la conciencia de los santos, creyó que con tanta acción de la manivela, el verdugo le había dado cuerda suficiente para llegar sin escalas, directamente, al cielo.

Con todo, el soldado desafecto Álvaro Nuez Castillo, matador a la fuerza de los suyos, supo que ese crimen, que el asesinato de ese inocente más inocente si cabe que cualquiera otra de las víctimas, se había clavado más punzante que ningún otro en el alma del singular capuchino, que no paró de hacer pesquisas, incluida una muy arriesgada y rocambolesca sobre otro capuchino de Tarragona —que había sustituido el hábito religioso por el traje secular y permanecía sin ser molestado en la ciudad dirigiendo una granja colectivizada—, hasta averiguar que ni ese pobre chico agarrotado era conocido en Tarragona, ni que allí se habían producido desmanes de semejante factura. Lo único cierto, espantosamente cierto, es que la madre del inocente se llamaba ahora más Dolores que nunca.

Bajo el capote de Álvaro Nuez, Teresita Bailón cabecea de sueño, pero no es la única que se arrebuja en la prenda militar que le ha cedido el soldado cuyo corazón ha vuelto a calcinarse, inducido por el recuerdo, en las llamas del infierno de Zaragoza: miríadas de piojos se agitan, deambulan, se esconden y procrean por las costuras del verde y sucio sobretodo. En realidad, todo el barco ha sufrido el abordaje de los piojos, que no parece sino que los piojos del Ejército de Levante, los piojos del Ejército del Centro y los piojos del Ejército del Sur, los piojos de las trincheras y los piojos de los cuarteles, los piojos de los hospitales de campaña y los piojos de las cárceles, los piojos de la guerra y los de la derrota, todos los piojos, han conseguido embarcar en el Stanbrook.

Los fugitivos se rascan desesperadamente y la nave parece un insecto descomunal que agita y frota sus élitros. Los fugitivos se rascan y la tripulación se rasca, y los piojos viven así, también ellos, una noche inolvidable: masajeados, perseguidos torpe e inútilmente en la oscuridad, felices en el vapor de los cuerpos hacinados, ahítos del humor de las ronchas. Todos se rascan a bordo del Stanbrook en esta insólita noche del fin del mundo: nada dicen las Sagradas Escrituras de plaga alguna de piojos en los instantes postreros. De bolas de fuego, sí, como las que han recibido de los cañones del Cervera hace un rato, y de extrema desesperación también, como la del conjunto del pasaje, y de oscuridad abisal como la que les rodea, y de lágrimas, y de nostalgia infinita por la tierra perdida, pero de piojos no, los piojos se han apuntado al desastre por su cuenta.

Un ojo meticuloso, tendido cenital sobre la cubierta, distinguiría entre el pasaje humano y la noche una compacta y parda línea de piojos. Los han traído los soldados de las trincheras remotas y aquí están, afligiendo, como siempre, a los afligidos. De pertenecer ese ojo gigante, escrutador y cenital a alguien, de pertenecer a Dios sin ir más lejos, pues Dios es un ojo inscrito en un triángulo, y de querer Dios decir lo que ve, que nunca quiere, sabría Teresita Bailón que entre las miles de personas que huyen mar adentro hay sólo tres que no se rascan: Manolito Estrada, el cocinero filipino del barco, un moro de Mindanao que recogió hace veinte años el capitán Dickson de una balsa a la deriva cerca de las Shetlands; el débil de espíritu Rafael Perol, que se anda rascando siempre menos precisamente ahora, y Anita Reig, una amiga de Teresa cuyo nombre tampoco figura, ni el de los tres hermanos que la acompañan, en las listas que Vicente Bailón, el chófer del SIM, sigue teniendo en sus manos.

Si Dios le dijera a Teresa Bailón, acribillada por los anopluros bajo el capote, que su amiga y correligionaria de las JSU no se rasca, Teresa, que tiene una mentalidad fantástica de adolescente soñadora apenas rectificada por los mítines-relámpago que daba con sus camaradas en las esquinas de la ciudad asediada, relacionaría esa suerte inmensa con el talismán de sus pies cortos y cuadrados. Las muñecas no se rascan, y Anita Reig, preciosa, fina, rubia, pequeña, ojos azules de expresión líquida y ausente, había sido la muñeca del grupo de jóvenes que con sus mítines callejeros galvanizaban, o eso pretendían, el ánimo resistente de los hijos de Madrid, y luego, a la caída de la tarde, cuando se iban a merendar todos juntos cualquier cosa, unos boniatos, unas pipas, unas naranjas, siempre hacían bromas con los pies de la Reig.

—Anda, Anita, enséñanos los pies.

Y Anita, con un resignado mohín, se descalzaba, y siempre había alguno nuevo, recién incorporado al ratio adolescente de los mítines-relámpago, que exclamaba un «¡Madre mía!» o que se quedaba suspenso, y entonces la muñeca de Madrid bajaba la voz, entristecía teatralmente el semblante de porcelana, y musitaba como sin aliento:

—Me los cortó el tranvía.

Teresa Bailón, que siempre estuvo persuadida de que esos pies cortos, cuadrados, de muñeca, conferían a su amiga un don misterioso, no sabe que Anita Reig se halla, como ella, a bordo del Stanbrook. Llueve a ráfagas sobre el barco, hace frío, y no se resiste a desprenderse del capote que comparte con todos esos piojos que han sobrevivido a todas las batallas y a todas las derrotas. También ella se rasca compulsivamente como el resto de los fugitivos, salvo tres. Si el ojo que todo lo ve fuera el ojo de Dios, ese ojo que nunca parpadea inscrito en su triángulo ligeramente isósceles, y si ese ojo quisiera contarle lo que ve, le diría que ha visto a Anita Reig, su amiga, y que junto al cocinero de Mindanao y al faible d’esprit, es la única que no se rasca porque, en efecto, los pies cortos, cuadrados, tajados por un tranvía mutilador de muñecas, le otorgan ese don. De existir un Dios de muchachas, y de muchachas de las Juventudes Socialistas Unificadas a ser posible, se complacería en contarle bobadas así, ahora que cabecea de sueño bajo el capote impregnado de piojos.