Ha caído la noche sobre el Puerto de Alicante no mucho más oscura que el día que acaba de morir, pero lo parece porque un puerto sin luces concentra y multiplica las sombras y las espesa demasiado. Y más oscura parece esta noche desplomada al contacto con las hogueras que se van encendiendo aquí y allá, en torno a las cuales se agrupan, empapados y friolentos, muchos de los que no han podido embarcar en el Stanbrook, que flota de costado en el muelle de la Aduana, sin luces también, como un animal grande que se acaba de ahogar. Pero cuantos pisan el último trozo de España llevan a sus espaldas tres años de guerra, tres años de fuego, de bombardeos nocturnos, de obuses sibilantes sobre sus cabezas, de sobresaltos continuos en el frente o en la retaguardia, y han colocado mantas que apantallan las fogatas para que no se vea su resplandor desde el mar.
Pero todo el mundo sabe, principalmente el ejército rebelde victorioso, dónde está Alicante y dónde su puerto en el que se concentra la esencia de la República que ha resistido hasta el final. Todo el mundo lo sabe, también los comandantes de los submarinos enemigos que lo merodean y los aviadores que espantan con sus vuelos rasantes a los pocos barcos que navegan por las inmediaciones, y, además, tanto el faro de Santa Pola, en la lejanía, como el de la bocana del puerto, están activos, encendidos, señalando los términos de la inmensa bahía. En el del puerto, Ginés Laval, cabo de señales que no marchó con la flota a Bizerta porque, en un primer impulso, le entró miedo de acabar en un sitio tan lejos de Triana, parece ahora resuelto, acodado en la barandilla bajo su impermeable verde, a no permitir que se extinga esa luz y a ser él, serviola improvisado, quien anuncie la llegada de los barcos de la salvación.
No cabe un alma en el Stanbrook, en cuyo puente se adivinan las sombras del capitán Dickson y de Vicente Bailón Turubí, chófer del SIM, menos activas y expresivas que hace un par de horas. Momentáneamente sobrepasados, invadidos por la impotencia, observan desde el puente la nave abarrotada, la pasarela de acceso llena de gente, soldados sobre todo, que no avanza ya hacia la cubierta, del exterior de cuya baranda de hierro se sujetan algunos hombres como de las puertas de un tranvía en tarde de toros. Lázaro Vega y Luis Pérez Segovia contemplan desde el muelle la escena, retirados unos metros de la multitud que se arracima y se embuda en el arranque de la pasarela, cuando el periodista distingue una voz detonante que le trae su nombre desde la cubierta. Al elevar la mirada distingue, medio retrepado en un mástil del que cuelga un farol y por ello no enteramente deglutido por la oscuridad ni por la multitud, a un hombre de edad imposible, tal vez un anciano, que le saluda agitando un brazo. Al reconocerle, Luis Pérez Segovia contesta a su saludo moviendo las manos en el aire.
—¿Quién es? —inquiere el policía.
—Tú le conoces: Casimiro Municio.
—¿Casimiro? ¿El verdugo de Madrid?
—El mismo. Pero no entiendo qué hace aquí ese hombre.
Ese hombre, Casimiro Municio, verdugo de Madrid que ha pasado los últimos años sin matar a nadie en medio del crimen generalizado, se ha encaramado a ese mástil y se va por los mismos motivos que se marchan casi todos cuantos integran la atarantada multitud del Puerto de Alicante: ha sonado la hora del fin del mundo y prefiere que se lo trague el mar, cuya línea del horizonte, invisible en la lejanía por el muro que corona el rompeolas del puerto, vuelve a ser el límite abisal de todo lo conocido y aun de todo lo soñado. Casimiro Municio no habría de irse ni tendría nada que temer de la horda ítalo-africana si fueran firmes y leales las promesas del traidor: nada habrá de temer el que no tenga manchadas las manos de sangre. Casi nadie aquí, en este último adarme de suelo español, las tiene tintas de crúor, que los que las tenían huyeron según se pusieron definitivamente feas las cosas para la República, o han sabido travestirse hasta que escampe, o cargan errantes con la sombra de Caín más bien en los predios del otro bando. Casimiro Municio, verdugo de Madrid, no mata a nadie en cumplimiento de la venganza diferida y fría de los tribunales de justicia desde 1931, cuando la República suspendió la pena de muerte ordinaria en tiempos de paz, y hasta el día de hoy ha seguido así, entre vacante y cesante, pues el crimen organizado ha tomado luego otras dimensiones, otras formas y otros derroteros.
Luis Pérez Segovia, decano de los periodistas de sucesos de Madrid, habló por primera vez con Casimiro Municio en 1930, el día en que acompañó al fotógrafo Alfonso a hacerle un retrato. El verdugo de Madrid vivía entonces junto al Cementerio del Este, en un tabuco incrustado entre los patios y los talleres de los marmolistas, y mataba la soledad en los merenderos de Las Ventas sumido en la algarabía de los parientes ebrios y excitados de los difuntos recientes. Era la primera vez que el verdugo se dejaba retratar para la prensa, y luego de posar con su terno andrajoso y su aire taciturno para el fotógrafo, rogó a Luis Pérez Segovia, al que conocía de vista y por sus crónicas, sobre todo por la de la ejecución de los tres autores del crimen del expreso de Andalucía, que pusiera por escrito lo que iba a decirle.
—Quiero que pongan, cuando saquen la foto, que el hombre que sale en ella es un hombre muerto.
—Pero no está usted muerto… —acertó a decir tontamente el periodista en tanto se reponía de la sorpresa.
—Sí lo estoy, pues aunque me vean aquí hablando con ustedes, recibiendo los rayos del sol, como ustedes, en esta mañana tan fría, estoy muerto, completamente muerto por todo lo que he matado. Cada vez que he accionado la manivela del garrote tras la nuca del reo, la punta de hierro nos ha matado a los dos, a él y a mí, y mientras él ha descansado yo he seguido matando y muriendo.
—Pero no es usted quien los mata en realidad —terció Alfonso.
—Claro que soy yo, y para que no quepa ninguna duda, y no lo olvide, está la pantomima de la pareja de la Guardia Civil que me detiene simbólicamente según concluyo y recojo los bártulos. Ellos, el Estado o la sociedad que representan, se lavan las manos así, con la mascarada de detener al homicida, pero no es eso, en fin, lo que me importa, pues muchas veces he deseado que me detuvieran de veras, sino el hecho de que para castigar a un hombre tengan que convertir a otro en asesino, y que para matar a uno tengan que morir dos.
—Le entiendo, pero ¿por qué no lo deja e intenta dedicarse a otra cosa?
—Porque estoy muerto, y eso ya no hay quien lo tuerza. Yo, u otro, qué más da quién le dé al manubrio para que se apague la vida de un semejante… Lo único que quiero es que, cuando saquen la foto, pongan ustedes debajo que Casimiro Municio, el verdugo de Madrid, sueña, cuando no está borracho, y cuando está borracho también, con la abolición de la pena de muerte.
Se espesa la noche en torno al Stanbrook, y en tanto que algunos de los guardias de asalto que custodiaban la Aduana han logrado embarcarse, otros, fatalmente imbuidos de sus obligaciones hasta más allá del límite de lo exigible y de lo razonable, procuran desde el muelle que la tripulación pueda retirar la pasarela antes de que el carbonero se escore irremediablemente. De las escotillas, de los ojos de buey, de las techumbres de cubierta y de las barcas de salvamento emergen las sombras de la compacta multitud que ha conseguido embarcar, y cuando la pasarela es al fin retirada y sujeta al costado provoca un gemido unánime que sale del barco y del muelle. Tal es el sonido que anuncia su partida, pues el prudente capitán Dickson no ha querido señalar la maniobra de soltar amarras con la ronca bocina de su carbonero.
Las cuadernas del Stanbrook crujen de pronto, y la obra muerta del buque no parece, en una primera impresión, que vaya a revivir lo necesario para echarse al mar sin ahogarse de inmediato. La nave se mueve como lo que es desde que la noche la pintó de oscuro, un animal desahuciado y sin contornos, pero no bien se ha movido, no bien se ha alejado un par de metros del muelle con el tesoro inapreciable de su carga, un silencio profundo se apodera del puerto y enmudece las gargantas de las criaturas que lo habitan en esta última hora. Los relojes dan las once de la noche y el carbonero, sorteando los mástiles que emergen de las aguas sucias, enfila lentamente la bocana del puerto.
Ginés Laval lo ve pasar frente a él por la bocana, y entonces el haz de luz de su faro se posa un momento, iluminándola, sobre la cubierta, y la ve íntegramente tapizada de seres humanos en silencio. En pie sobre la angosta barbacana del fanal luminoso se despide de los viajeros agitando un pañuelo con su mano derecha, los ojos nublados de lágrimas de lluvia o de emoción, pero saladas en cualquier caso, y desde el barco una niña, o no, tal vez una adolescente, le devuelve el adiós con un pañuelito de cuadros rojos y blancos.
Una explosión, entonces, arranca un gigantesco surtidor del lugar donde el Stanbrook estaba atracado hasta hace unos instantes, y la onda expansiva agita la nave y, sobre la nave, el pañuelo de la niña.