Capítulo III

Todos quieren subir al Stanbrook, el rumor del oleaje humano de los muelles es más intenso y sonoro que el del rompeolas coronado por un muro de mampostería, los grupos se compactan y se disgregan mezclándose en un tumultuario haz de gritos, llantos y exclamaciones y, pugnando por alzar la voz sobre la barahunda y ser oído siquiera por los más próximos, un hombre se desgañita encaramado sobre unas cajas de pescado:

—¡Compañeros! ¡Orden! ¡Un poco de orden! Sabed que ya hay en camino barcos para todos; me lo acaban de confirmar los cónsules del Comité de Evacuación, que también saben que Francia e Inglaterra se han comprometido a garantizar su llegada y su partida, hasta que no quede nadie en el puerto, con sus barcos de guerra. ¡Compañeros, camaradas! ¡Escuchad, por favor! Todos vamos a salir de aquí, pero tenéis que dejar que pasen por la Aduana los que tienen la tarjeta de embarque y están en la lista de ese barco. ¡Compañeros, seamos republicanos y dignos hasta el final! Ese barco va a hacerse a la mar con una carga muy superior a su capacidad, ¿no veis que ya está lleno y que quienes suben ahora se van situando en cubierta, en cualquier rincón, que incluso algunos se están encaramando a las grúas, a los techos y a las poleas? ¡Oídme, compañeros, apartaos de la Aduana y dejad subir a los que están en las listas del pasaje! ¡UHP, compañeros, UHP!

Desde los remotos tiempos del asalto al Cuartel de la Montaña, el metalúrgico Ramón Vías Fernández no había vuelto a dirigirse, con su voz tronante y su gesto fervoroso, a la multitud, y de ahí, acaso, ésa su invocación final a la Unión de Hermanos Proletarios, el envejecido eslogan que defendía, por encima de consignas e intereses partidarios, la unidad contra el fascismo, el enemigo común del pueblo. Desbordado como Mangada por la realidad atroz y pragmática de la guerra en un remoto subsecretariado de armamento en Albacete, parecía haberse extinguido en él la pasión por los mítines y por las arengas, pues Ramón Vías, ese hombre de corta estatura, cabello negro con entradas prominentes, ojos oscuros, nariz y boca regulares y cejas al pelo, fue un gran revolucionario teórico, el mejor del Puente de Vallecas durante las primeras semanas de la guerra, y, sobre todo, un magnífico orador, un rapsoda casi de la cuestión social. Este su exhorto a los diez mil ciudadanos de la República que desesperan en el Puerto de Alicante no ha sido, ciertamente, de los mejores, pero sí de los más efectivos, pues la mayoría de los que le han oído asienten a sus palabras y se disuelve en algo la tensión en torno a la Aduana, si bien su lugar en la atmósfera lo ocupa ahora, enteramente, el gas asfixiante de la fatalidad.

Rafael Garrido, un Niño de la Noche, un joven guerrillero que ha llegado desde los confines de las sierras de Córdoba comido por los piojos y por la miseria, le ayuda a descender de su improvisado púlpito de cajas de pescado. A su lado se halla Silvio Morelli, un periodista italiano al que le pilló el sálvese quien pueda engolfado en un reportaje sobre los Niños de la Noche precisamente, pero Rafael, con quien ha venido hasta aquí desde las serranías de Córdoba, no ha querido contarle ninguna de sus aventuras durante el viaje. Silvio Morelli no sabe ahora, no puede saberlo, que andando el tiempo y los sufrimientos del mundo, a quien hará un reportaje, y nada menos que para ser publicado en el llustrated London News, será a Ramón Vías Fernández, el revolucionario teórico de Vallecas convertido, pero él tampoco lo sabe aún, en apóstol guerrillero de la liberación de España por los despeñaderos de la Axarquía de Málaga.

Conversan al pie del púlpito de cajas de madera los tres hombres, cuando el Niño de la Noche recula un poco, para que pase entre ellos una dolorosa comitiva en dirección al Stanbrook. Se trata de Martina Cruz Vidal, una robusta mujer que se las arregla para llevar agrupados a sus ocho hijos en torno a ella: Pilar, Sevillana, Gerónimo, Carolina, Rosa, Matilde, Jaime y María. Todos con una especie de volante en la mano, y sólo la madre y las mayores, Pilar y Sevillana, cargadas con lo que queda de sus ajuares, aunque aún habrán de desprenderse de algún bulto y esparcir sus secretos en el agua antes de abordar ese barco que se inclina. La pequeña, María, que apenas ha cumplido los seis años, camina algo rezagada de la mano de Acracia, la mayor del grupo familiar que sucede al suyo en la travesía por el mar de cuerpos que anega el Puerto de Alicante. Acracia pertenece a un vestigio, todavía vivo, unido y articulado, de un mundo que, apenas soñado, se acaba, la familia León, los hijos de la familia León que parten solos, medio adheridos a la clueca Martina Cruz Vidal, hacia una tierra que sólo el capitán Dickson sabe cuál es, e incluso es probable que ni él lo sepa. Los siete hijos de la familia León, que habrían de heredar la tierra pero que tienen que huir como portadores de un estigma, completan con sus nombres el estadillo mágico de la utopía libertaria: tras Acracia, que lleva de la mano a María, dan sus últimos pasos por España, y aspiran los últimos adarmes de su aire trágico, y se mojan lentamente por última vez con su lluvia, Higiene, Germinal, Armonía, Flora, Helio y Minerva.

Va cayendo la tarde incolora y en el puente del Stanbrook un paisano habla y gesticula, expresivo en la distancia, con el capitán Dickson. Es Vicente Bailón Turubí, socialista y chófer de Gobernación adscrito al servicio de Julián Losada, jefe del SIM desde lo de Casado, que llegó de Madrid con su familia y con la de Julián esta mañana cuando algunos grupos celebraban por las calles interiores de la ciudad esta última hora, o fin del mundo, como se prefiera, dando voces de ¡Viva Franco! y ¡Arriba España! Entre los perplejos soldados de la República que se cruzaban con ellos, erráticos y en desorden, sólo prosperaba una consigna: «¡Al puerto! ¡Al puerto!».

Atestadas las bodegas con los que entraron por la mañana, civiles de Murcia y Albacete sobre todo, los que siguen subiendo al Stanbrook buscan por las cubiertas un espacio libre, por mínimo que sea, para acomodarse, pero ya nadie encuentra ese espacio y los fugitivos atoran la escalerilla de acceso al barco y el capitán Dickson, que ha recibido por radio noticias sobre la proximidad de naves enemigas, pero que sobre todo contempla horrorizado cómo se sumerge en el agua la línea de flotación, parece decidido a partir con su descomunal y frágil cargamento humano. Vicente Bailón Turubí trata de persuadirle para que espere, para que siga permitiendo el embarque de más pasajeros y salve cuando menos a otra pequeña porción de la multitud que se debate en el muelle, y Ramón Vías, que ha conseguido trasponer la linde de la Aduana arrastrado por las corrientes internas del gentío, distingue la figura del capitán enarbolando frente a Bailón Turubí la quimérica lista de pasajeros.

El eco de una explosión sacude los muelles, pero sólo el sevillano Ginés Laval, que por iniciativa propia ha tomado posesión del pequeño faro del extremo del rompeolas que guía a los barcos hacia la embocadura del puerto, ha visto elevarse un surtidor de agua a poca distancia mar adentro. Pero en vez de correr hacia el Stanbrook, y licuarse si es menester para introducirse por alguna rendija en la nave, se queda estático y alerta, apoyado en la barandilla que circunda el fanal de luz intermitente porque alguien tiene que ser el Rodrigo de Triana que aviste, si no la tierra de promisión, sí el mar poblado de naves pacíficas sin destructores enemigos que lo surquen, sin aeronaves de la Legión Cóndor que lo sobrevuelen, sin submarinos italianos que lo minen, para toda esa pobre gente.

Penetra el crepúsculo en el Puerto de Alicante por las brechas de aire de las grúas retorcidas, enredándose en los hierros, cuando de la última oleada que llega a los muelles por la plaza de Joaquín Dicenta destacan dos figuras que caminan con parsimonia ralentizando el flujo de los que vienen detrás, que pugnan por adelantarles en dirección a la Aduana. La más alta de las figuras corresponde a Lázaro Vega, que hasta hoy mismo ha ejercido la profesión acaso más difícil y absurda en la España de estos últimos años: policía. A su lado, más bajo y de mayor edad y corpulencia, su amigo Luis Pérez Segovia, el decano de los periodistas de sucesos de Madrid, que no ha necesitado cambiar de especialidad para hacer la crónica del día a día de la urbe, la situación en los frentes, las razias de la aviación facciosa, los abastecimientos, las evacuaciones, los mítines, los hospitales de sangre, los llamados a la resistencia, a la mesura y a la observancia de la ley, desde que hace tres años la ciudad se sumió, la sumieron, en un monumental y continuo suceso.

Salieron de Madrid esta mañana en la camioneta de reparto de La Libertad, que providencialmente había quedado olvidada en el garaje de los talleres del diario. Lázaro Vega, que desde que supo que Casado había decidido entregar sin lucha a Franco la ciudad heroica e imbatida se dedicaba a ir por las cárceles liberando a los prisioneros comunistas, pasó hacia las nueve a recoger a su amigo Pérez Segovia, que le acompañaba en esos menesteres, ajenos ambos a toda disciplina y al cataclismo moral que el coronel golpista, roído el estómago por el miedo y el honor por la cobardía, había desencadenado sobre los restos de la República. Pero cuando salió de su casa de los Cuatro Caminos y se cruzó con la Cipriana en la escalera, la portera tuerta que con su único ojo todo lo veía, la vio derramar una lágrima tan enorme, tan caudalosa, que le veló enteramente la vista.

—Buenos días, Cipri… ¿Qué le pasa a usted? ¿Qué le ocurre?

—Nada, señor Lázaro, nada… Que están entrando en Madrid los fascistas.

Rompiendo en llanto, la Cipriana, mujer seca como la cuenca de su ojo perdido, portera absoluta, altavoz y portavoz del rumor, el bulo y el cotilleo, hembra dura del confín obrero de los Cuatro Caminos, se desplomó sobre el policía liberal buscando en sus brazos calor, o protección, o cariño, o piedad, y entonces Lázaro Vega supo, al abrazar ese bastión tan inexpugnable y tan crudo, que todo, incluyendo cada poro de la piel del mundo que ambos conocían, estaba irremediablemente perdido.

Cipriana Ortega Benavides, desasiéndose con párvulo rubor de los brazos del policía, súbitamente azorada, secándose las lágrimas con la punta del delantal, recobrando el magisterio pero hipando todavía, amplió su informe:

—No hace ni media hora, cuando he salido a la calle a recoger los serones del trapero, he visto pasar un camión lleno de gente que iba gritando y haciendo el saludo fascista. Hasta me parece que iba un cura, sí, era un cura con sotana y todo, que con una mano saludaba y en la otra llevaba una bandera de ellos.

—¿Está segura?

—Sí, señor Lázaro, con estos ojos, bueno, con este ojo lo he visto, así es que tenga mucho cuidado si sale a la calle, o mejor no salga, asómese sólo al portal y verá que los soldados del frente de la Universitaria suben hacia Cuatro Caminos, sin los fusiles ni los cascos, a coger el metro para irse a sus casas. Hasta los enfermos y heridos del hospital de la Cruz Roja salen a la calle, con los vendajes y todo, y se marchan cada uno por su lado.

—Hombre, Cipri, esos serán los emboscados, porque los heridos de verdad no creo…

—No, no, créame, hay como una estampida y una desesperación en todas partes, muchos andan sin rumbo, pasan muchos camiones cargados de gente, pero no con fascistas como el que le he dicho, sino mujeres, y viejos, y niños con bultos y colchones, que se ve que huyen hacia algún sitio. Y fíjese, a pesar de todo eso, en la calle hay un silencio de muerte.

—Bueno, Cipriana, ¿y qué va a hacer usted?

—¿Yo?

—Sí, usted, ya sabe que a los porteros les van a tratar como a nosotros, a los policías. Creen que nos hemos pasado la guerra denunciando y persiguiendo a los de la Quinta Columna, y en el caso de que no lo crean da igual, van a venir a por nosotros.

—¿Qué voy a hacer yo, don Lázaro, a dónde voy a ir, y para qué? No he hecho mal a nadie, al contrario, usted sabe que durante los primeros meses, cuando la calle era peligrosa según para quienes, tuve escondido en la portería, en el cuartucho ese que da al patio, al párroco de la iglesia de San Bernabé, y no sólo al párroco, sino también al pendón de su sobrina, ya sabe… Y lo sabe porque usted lo supo siempre aunque no me lo dijo nunca, e hizo la vista gorda hasta que pudieron salir y asilarse en la embajada de Finlandia.

—Sí, Cipri, pero eso no creo que le haya de valer. Márchese usted al pueblo ese donde tiene familiares y deje pasar los primeros momentos, que serán los peores.

—Es usted, señor Lázaro, el que se tiene que ir, o esconderse donde sea. En Brihuega, el pueblo que usted dice, mi pueblo, a los primeros que mataron nada más llegar los fascistas fue a los Guardias de Asalto, que cuando el gobierno recuperó el pueblo, a los pocos días, los encontró medio enterrados en un rincón del cementerio. A los guardias y a los policías leales no les van a perdonar aquí si no los perdonaron en otras partes, y no sé yo a los militares de carrera, aunque el Casado ese debe imaginarse que les van a hacer fiestas y a premiarles con ascensos a discreción.

—Ya lo sé, y no crea, Cipriana, que voy a esperar escondido a que vengan a por mí. Pero antes de marchar tengo que rematar un trabajo…

—Ni se le ocurra, señor Lázaro, que ya sé yo qué trabajo es ése, el de sacar a los presos comunistas de las cárceles donde los metió Casado cuando dio el golpe…

—¿Cómo lo sabe?

—Parece mentira que no me conozca todavía. Lo sé todo. Bueno, le diré la verdad: anoche vino uno de esos a los que ha soltado, su amigo Cordel…

—¿Cordón? ¿Faustino Cordón?

—Sí, ése, el sabio. Venía con una moto a recogerle a usted. A esa hora yo aún no sabía que los fascistas estaban a punto de entrar en Madrid, y me imagino que venía con la moto para sacarle de aquí.

—¿Y cómo no me lo dijo antes?

—Debió llegar usted muy tarde anoche y no le oí subir las escaleras.

—En fin, Cipriana, piénseselo, procure no correr el riesgo de quedarse. Y, bueno, ya que lo sabe usted todo, es verdad, me he procurado unas hojas con membrete de Gobernación y, con algún compañero y con Pérez Segovia, mi amigo el periodista que usted conoce, hemos estado haciendo estos días lo que la Junta de Casado debió hacer según se rindió a Franco: liberar a los antifascistas de las cárceles, los cuarteles y los centros de detención donde los habría fusilado directamente. Nos queda la cárcel de Ventas, y a eso iba, a buscar primero a Luis para irnos allá. Lo mismo alguien, en estas horas difíciles de disolución, los ha soltado ya, pero en cuanto nos cercioremos de eso me paso corriendo por aquí a hacer la maleta.

—No pierda tiempo, don Lázaro, déjese de cárceles y de maletas y huya, que porque no es usted ni ha sido nunca un infame hay quienes le quieren mal, que lo mismo se llevaría usted la sorpresa de que le detuviera y le interrogara ahora uno de aquellos comecuras a los que tuvo que parar los pies y sus desmanes. Yo sé mucho, no sé si más por vieja, por pobre, por portera o por tuerta, que se me concentra toda la curiosidad en un solo ojo, y sé que habremos de ver a alguno de aquellos revolucionarios terribles y sanguinarios vistiendo la camisa azul. Sólo el que no es lo que es, exagera tanto. Váyase, váyase ya, olvídese de su maleta y no se preocupe por mí, que tampoco he de dejar que me cacen como a un conejo.

—Hasta pronto, Cipriana, y cuídese. ¡Salud! ¡Salud, amiga mía! Hoy más que nunca, salud.

—¡Salud, señor Lázaro! Y, pase lo que pase, no se olvide nunca de Madrid, que va a quedar muy triste sin gente como usted.

Traspuso Lázaro Vega el umbral de la finca con los ojos nublados y, en verdad, el silencio de la calle era un silencio de muerte. En la redacción de La Libertad, a donde llegó caminando deprisa y pegado a las fachadas por el atajo de los bulevares, le aguardaba Pérez Segovia, que, sentado en su escritorio, parecía no entender nada con el auricular del teléfono en la mano.

—¿Y la gente, Luis? ¿Dónde está?

—¿Eh? ¿La gente? No hay nadie, se han marchado todos.

—Pero ¿a dónde?

—Supongo que a Valencia, a Alicante, a tomar los barcos que según la Junta esperan allí para todo el que se quiera marchar. No sé, acaba de llamar Rubiera desde la Diputación y me ha dicho que desde la ventana de su despacho estaba viendo pasar camiones con falangistas. Sabe lo que nosotros, que esto se va rápida y definitivamente a la mierda. Me ha preguntado por ti, y me ha ofrecido el automóvil de la diputación para irnos con él y con Rafa Henche, el alcalde, a Valencia. Ellos salen ya, temen no poder hacerlo si se demoran, pero le he dicho que te estaba esperando y que si en diez minutos no le llamaba, que se fueran. Nos falta la cárcel de Ventas, Lázaro, tú verás lo que hacemos, pero el alcaide es buena persona y buen republicano, y no creo que le sirva a Franco los presos comunistas como aperitivo fácil de su festín de sangre.

—¿Han pasado los diez minutos desde que hablaste con Rubiera?

—Me temo que sí, y media hora. Poco antes de que llegaras me he dado cuenta de que llevaba un buen rato con el auricular en la mano, sin colgar. Me quedé de piedra. Luego he llamado a Marino, al Juzgado, y está cortada la línea, no se oye nada: escucha…

—Pues se nos tiene que ocurrir algo, porque a pinrel no creo que lleguemos ni a Arganda.

—Los compañeros de talleres me han dicho, al irse, que en el garaje hay una camioneta de reparto a la que le falta no sé qué…

—¡Gasolina!

—No, no, gasolina hay una poca en unos bidones en el patio. No sé, no sé qué han dicho, pero por lo visto rula si la llevamos despacio.

—No se hable más, Luis, andando.

—¿No llevas nada de equipaje?

—No, ¿y tú?

—Tampoco. Pero mejor así, ligeros de equipaje… ¡Andando!

Llegaron a Valencia sin saber qué le faltaba a la camioneta de La Libertad, aunque por sus toses y su rumor asmático bien podría faltarle, tranquilamente, medio motor. El viaje había sido muy lento, la carretera era un hormiguero de vehículos de toda laya, autos, carros, camiones, y los atascos y las paradas fueron continuas. A las afueras de Perales de Tajuña recogieron al alguacil del pueblo, Germán Carrasco, y a su hijo, y un poco más allá a una familia de gitanos acostumbrada a huir. Cerca de Valencia se detuvo la caravana y algunos vehículos de los que les precedían dieron la vuelta para tomar unos kilómetros atrás, por carreteras secundarias e imposibles, el camino hacia Alicante. Se había corrido la voz de que era allí, y no en Valencia, donde aguardaban los barcos del éxodo, y Lázaro Vega, Luis Pérez Segovia, Germán Carrasco, su hijo adolescente y la familia gitana acostumbrada a huir enfilaron hacia Alicante su carraca.