Hoy martes, 28 de marzo de 1939, es el fin del mundo en un trozo, en el último trozo probablemente, de España: el Puerto de Alicante. De este lado, de la parte de tierra, un país en ruinas, un suelo yerto abonado únicamente con cadáveres, bosques calcinados, centenares de miles de sombras erráticas que abandonan los frentes y se dirigen a sus casas campo a través, y otras tantas que buscan un agujero por donde salir o donde esconderse. De aquel lado, invisible tras el muro de mampostería que corona el rompeolas del puerto, el mar. En el puerto, entre la tierra y el mar, una muchedumbre se agita y bulle impotente consumiendo las últimas provisiones de esperanza, pero si esa masa humana no existiera, si toda esa gente en derrota no poblara los muelles, el paisaje mudo y estático del puerto bastaría para transmitir idéntica imagen de desolación: un solo y desvencijado barco en las dársenas, mástiles de buques hundidos que emergen de las aguas irisadas de fuel, una lluvia menuda, persistente y fría, el Paseo que flanquea el puerto por la parte de tierra con sus palmeras desmochadas y sus edificios rotos, los muelles sarpullidos de cráteres cavados por las bombas de la aviación, los tinglados reducidos a escombros, las enormes grúas de hierro retorcidas, las casetas de los baños de la vecina playa del Postiguet reventadas, y la visión trágica de una fuente absurda: una montaña de sacos de la que manan, por diferentes bocas, chorros de lentejas.
Pero el Puerto de Alicante, según lo vemos desde el castillo de Santa Bárbara a cuyos pies se esparcen los muelles y el caserío de la ciudad, está abarrotado de fugitivos del fin del mundo, de españoles que lo han perdido todo, la paz, la guerra, y que se aferran a su última posesión, ese poco de vida que se salvaría si llegan los barcos prometidos antes que el enemigo triunfante, los italianos, los moros, los falangistas, excitados por las ramblas del odio. Pero avanza el día, aumenta el número de los fugitivos, y en el puerto, frente al edificio de la Aduana, en la dársena interior, hay sólo un barco, un pequeño y viejo carbonero inglés, apenas mil cuatrocientas toneladas, que luce su nombre en la popa: Stanbrook.
La flota de guerra republicana, que huyó a Bizerta el 5 de marzo, abandonando su base de Cartagena y las aguas de España, no guarda la boca del Puerto de Alicante ni ayuda, en consecuencia, a que los millares de personas que se hacinan en él alimenten la esperanza de trasponer su barra. Antes al contrario, y pese a las promesas de Francia e Inglaterra de garantizar la evacuación de los republicanos con sus barcos de guerra, son los submarinos alemanes e italianos, y los buques franquistas Canarias y Cervera, los que espantan a los transportes y a los cargueros que, enviados a regañadientes por la Mid Atlantic o por la France Navigation, no se arriesgan a cruzar la línea del horizonte.
Desde que el domingo se desplomaron los frentes por la rendición sin condiciones del golpista general Segismundo Casado a Franco, el ejército y la población civil de la República han quedado abandonados a su suerte, tan adversa desde que treinta y dos meses atrás una cuerda de militares africanos emprendieron violentamente, auxiliados por Hitler, por Mussolini y por las democracias pusilánimes y conniventes, la conquista de España. Hoy, 28 de marzo de 1939, Madrid, la heroica capital de la República que no pudo ser tomada por las armas, está siendo ocupada sin lucha por sus sitiadores, que han dejado abierto un portillo hacia Levante para que huyan o para que, concentrados en sus puertos los que se van por miedo a la venganza fascista o por el asco que les inspira vivir sin libertad, sea más eficaz su copo y más fácil su captura masiva. Pero los que huyen, confiados siquiera remotamente en la palabra de Casado y de su fantasmagórico Consejo Nacional de Defensa que depuso al gobierno legítimo de Negrín, e incluso confiados en el rumor de que los rebeldes acceden a ello, esperan que una flota de barcos neutrales, enviados por las potencias democráticas de Europa, vendrá a salvarles en esta última hora o fin del mundo, como se prefiera.
De la multitud que se agolpa en los muelles y que ensaya sin éxito un remedo de cola ante el edificio de la Aduana, donde al parecer se expiden tarjetas de embarque, se distinguen grupos diversos en su vestuario, en su actitud y hasta por el grado de acabamiento de sus semblantes: los de los soldados con sus capotes verdes y marrones, pues la uniformidad entre ellos es más peregrina que nunca en estas horas de disolución, con los cabellos sucios y revueltos y la expresión del rostro traspillada por la fatiga, el hambre y el sueño; los de las familias urbanas, que pugnan por no disgregarse en el tumulto y que se desplazan como islotes sin rumbo en medio del naufragio general; los de las organizaciones políticas, o lo que queda de ellas, que también tratan de mantenerse compactos para figurarse alguna clase de orden y de apoyo mutuo en la evacuación; y los grupos de familias campesinas, llegadas en carros de los pueblos de La Mancha, Levante y Andalucía, que llevan sus animales domésticos, sus aperos de labranza y, lo que resulta mucho más previsor, pequeños baúles llenos de azafrán, oro rojizo que habrá de servirles allá donde vayan si es que logran llegar a alguna parte.
Un grupo destaca por su indumentaria colorida y heteróclita, y por el cabello detonante y rubio de algunas de las mujeres que lo componen: es la compañía de revistas de Lina de Andrés que hasta anoche mismo actuó en el Alkázar de Valencia con El amor es sabio, si bien anoche las risas salaces sonaban distintas y un estremecimiento sacudió el teatro, al público y a la compañía, cuando sonó al término de la función, y todos sabían que por última vez, el Himno de Riego.
Lina de Andrés, la belleza más rutilante y cereal de los escenarios de preguerra, se había medio retirado de ellos poco antes de entablarse la carnicería y había montado, con los ahorros de toda una vida de vedette, una granja en la Ciudad Lineal, en un hotelito con terreno de los ideados por Arturo Soria. Allí, rodeada de gallinas leghor, cerdos del país y conejos cebados, en marcha ya la explotación moderna, higiénica y racional de su granja, le sorprendió la guerra, y como a tanta gente, el cambio radical y adverso de su sino, sobre todo cuando un día de noviembre del 36, cuando la ciudad de Madrid se batía con furia para repeler al invasor, un paco mató en la calle de Alberto Aguilera al hombre que amaba en secreto.
Otros proyectiles devastaron también su granja de las afueras, y Lina retornó a los teatros de la gran ciudad loca, treinta y tantos abiertos y a función diaria incluso en lo más álgido de los bombardeos, y ya no paró de narcotizarse el alma herida con su trabajo, ya no dejó de actuar en las salas de Madrid y en los frentes con los que, como ella, cantaban, o bailaban, o hacían reír entre las explosiones: Lolita Granados, Ana Mary, «la Shirley Temple española», Adelita Saavedra, Margarit and Francis, Cojo Madrid, Carmen Numantini, las Hermanas Brasil, Pompoff, Teddy, Nabucodonosorcito, Zampabollos, el Gran Fred, Pastora Imperio, Antonio Molina, Tony Astayre, Consuelito de Málaga, Pepita Hevia, Coralito de Granada, Leonor Domínguez, Petit Pilarín, Rosario la Cartujana, la Bella Amelia, Sepepe, Luis Tour, Pepe Pinto, Victoria de Madrid, Juan de Orduña, Negro Aquilino, Elsie and Waldo, Olimpia Asensi, Ramper, la Niña de los Peines, Mora and Rafa o Aurorita Brizard. Y ahora, a lo último, en esta gira por el Levante feliz, pero ya tan desgraciado como el resto de España, que concluyó anoche en el Alkázar de Valencia.
Junto a Lina, agarrada a su brazo, trastabillea, medio cayéndose de los zapatos de tacón, Rosa Beltrán, la vicetiple que se unió a la compañía en Valencia, una rubia de verdad de ojos inmensos y separados que parece buscar con ellos algo, ansiosamente, en la behetría del puerto. Es la hija del secretario del Partido Comunista de su pueblo, Mislata, que ha estado preso, a raíz de la sublevación de Casado, hasta ayer mismo, y Rosa ha quedado en reunirse con él, con su madre y con su hermana aquí, en el Puerto de Alicante, para salir de España, empujados por la división Littorio del general Gambara como los miles de acorralados en los muelles. Para salir si llegan los barcos prometidos, pero a la vista, de momento, sólo se halla ese destartalado carbonero inglés que aun estando atracado, vacío y surto en el muelle se inclina ligera, pavorosamente, de babor.
Lina de Andrés, capitana de esa pequeña tropa de cómicos en derrota, busca con la mirada mientras deambula por el muelle a los compañeros de la Federación Regional del Espectáculo, que se afanan no se sabe dónde por conseguir embarque para sus afiliados en los barcos todavía invisibles, y de su brazo, algo retrasada porque camina a trompicones sobre sus zapatos de tacón, Rosa Beltrán recorre igualmente la multitud con sus ojos enormes buscando a su familia. Pero sobre todo a su padre, del que se han dicho cosas horribles desde el golpe de Casado, como que los comunistas de Mislata, por su inspiración, se habían estado pasando y escondiendo en sus casas a un cura anciano para que, cuando vencieran los suyos y entraran a sangre y fuego en el pueblo, hablara a su favor. Sobre todo, Rosa Beltrán busca con los ojos a su padre, Fermín Beltrán, quien, sobre tener las manos limpias de sangre, sabría salvarla del acoso de Narciso Encinas, conspicuo emboscado en Intendencia que lleva tres meses, los que la Compañía de Lina pasó en Valencia, pretendiendo comprarla con salchichones, bacalao, carne en conserva y, en los últimos días, con una plaza segura en un crucero inglés que él sabe que ha de zarpar de Gandía.
A poca distancia del grupo de los cómicos, ataviado con un impecable uniforme de sargento de Carabineros, Narciso Encinas, ajeno a la catástrofe general por la que transita —porque él se quedará, cambiará su uniforme por otro azul con correajes negros, se integrará en la avanzadilla de los vencedores e incluso logrará ser distinguido por sus sufrimientos por la patria—, pero demenciado por el deseo, acechante para que la presa no se le escabulla en la maleza de los vencidos, no separa su mirada de ella. Pero de súbito Rosa se desprende del brazo de Lina, se despoja de los zapatos que le abruman casi tanto como la tristeza, y corre descalza hacia un grupo que acaba de emerger a su vista de la multitud. Es su familia, su padre, su madre, su hermana Luisa, que van cargados con dos maletas atadas con cuerda, un colchón, la jaula del canario con el canario dentro y Ramón, el gato grande y sabio de la casa, en una cesta. Narciso Encinas aspira entonces la última bocanada de su cigarro antes de arrojarlo con rabia al suelo, pero se lo piensa mejor y decide cargar su contrariedad en la cuenta de sus sufrimientos por la patria. Da media vuelta hacia la salida del puerto, mete las manos en los bolsillos del pantalón, encoge los hombros y se aleja.
En ese instante, la muchedumbre que atesta los muelles del puerto se desplaza compacta, como un charco de mercurio, hacia la dársena interior, y Narciso Encinas, que escupe aún por el colmillo su saliva de rabia mezclada con alquitrán mientras se dirige hacia la salida de la plaza de Joaquín Dicenta en dirección contraria a la del gentío, se gira un instante, en un falso mutis, al oír el unánime, ronco y lastimero resuello de las ocho o diez mil personas que pugnan por abordar el Stanbrook. Hace unas horas, un gran barco, nada que ver con este cascarón que se escora sin que las olas y el viento le hayan tocado todavía, el Marítima, de 9.000 toneladas, ha partido casi vacío ante la mirada perpleja de los náufragos de la República. En los días anteriores, bien que en número raquítico, han zarpado algunos barcos llevándose a los más afortunados o a los más avisados del momento: del puerto de Valencia, donde se pensaba que partiría el grueso de la flota salvífica, apenas salió el Lezardieux con quinientos pasajeros a bordo; de Cartagena, el Campillo; y de este mismo Puerto de Alicante, agujereado por las bombas, el Africa Trader, el Marionga, el Winipeg y, a lo último, el Ronwyn con setecientos dieciséis fugitivos rumbo a Orán.
Pero desde el domingo, cuando Casado ordenó desmantelar los frentes e izar bandera blanca ante el enemigo, y se supo que Franco había suspendido las negociaciones para una paz honrosa y que todo estaba perdido salvo el éxodo sin rumbo por los extramuros de la patria, éxodo que, cuando menos, Casado garantizaba por mar para cuantos no quisieran quedarse para ver el tiro de gracia a la República o a sus propias cabezas, desde el domingo no había aparecido ni se había hecho a la mar otro buque que el Marítima, pero incluso éste dejando abandonados en el muelle a sus pasajeros. Cuando Romero Aguilar, comisario del Ejército de Levante que a la sazón organizaba en el muelle la lista de los fugitivos que iban a embarcarse, vio que la tripulación del Marítima empezaba a soltar amarras con el barco vacío, pidió a voces desde el muelle que el capitán compareciera en cubierta para que le diera razón de la maniobra, y al no recibirla, al entrever al capitán en el puente de mando accionando las ordenes para zarpar, exhortó a los jóvenes tenientes del Asalto que le auxiliaban con las listas de evacuación a subir al barco para impedirle la fuga. Lograron atrapar la pasarela justo en el instante en que comenzaba a ser retirada, pero apenas ascendieron y pisaron la cubierta, la tripulación, apuntándoles con escopetas y pistolas, les desarmó y les condujo, atados de dos en dos, a las bodegas. Zarpó el Marítima sin fijar siquiera la pasarela de embarque a su costado, y cuando los atrapados en el puerto alcanzaron a reaccionar, el bulto cobarde del navío trasponía ya la bocana del puerto llevando en su tripa tan sólo a un comisario y a unos cuantos tenientes bisoños fabricados deprisa y corriendo en la escuela de guerra de Paterna.
Desciende el mediodía sobre el Puerto de Alicante y los restos de la República, militares y paisanos —pero así mismo paisanos la inmensa mayoría de los militares hasta el día en que el Ejército africano le declaró la guerra a la gente hace tres años—, se agolpan a la entrada de la Aduana para subir al único barco atracado en los muelles, a ese oxidado y decrépito carbonero inglés que se vence a babor como para facilitar, cortés, la subida del pasaje. Narciso Encinas, que cuando salía del puerto se ha girado al escuchar el fragor del gentío al desplazarse, contempla el espectáculo con una media sonrisa y, al volverse de nuevo hacia la salida, contracorriente de la multitud que no cesa de afluir a los muelles, se golpea un hombro con el de un militar de aire exhausto que luce en su guerrera, al contrario de los que se la han arrancado dejando en su lugar un rastro desvaído en la ropa, la divisa de su empleo: tres barras anchas de coronel. Es Mangada, un laureado con la Medalla de Madrid, aquel teniente coronel Mangada que marchó a la sierra con su mítica y desorganizada columna de milicianos para cerrar el paso a las primeras tropas rebeldes que caían sobre la capital. Es Mangada, quién lo diría contemplando el cansancio infinito que desploma las bolsas de sus ojos. El romántico, el republicano, el militar amigo del pueblo y leal a su amistad, el atrabiliario, el sentimental, el decimonónico Mangada que se fue diluyendo poco a poco durante la guerra en oscuros destinos, porque esa masacre, ese genocidio, ese emputecimiento progresivo, no era su guerra ni habría de concluir, cual vemos hoy en el Puerto de Alicante, con el triunfo de las luces y de la libertad.
Tan fatigado va Mangada, rebotando en los cuerpos de la marea humana que fluye con él hacia ninguna parte, que tropieza con un montón de maletas y petates sin dueño y pierde el equilibrio, pero la mujer que camina a su lado logra prenderle de las axilas, evita que el coronel dé con sus huesos en el suelo, porque es sólo un racimo de huesos bajo el capote que lo abruma, y se inclina solícita hacia él cuando, pese a su ayuda, Mangada cae de hinojos sobre el cemento del muelle. Ventura Martí Pérez responsable de la CNT de Altea, tiene veintiséis años, un hijo en su vientre y un soplo en el corazón, y cuando subió con lo puesto esta mañana al camión que ha ido recogiendo fugitivos por los pueblos de la costa, su tía Ventura le entregó una muda y unas pocas monedas de oro desenterradas esa misma noche y procedentes del remoto legado familiar. Arrancaba ya, entre espasmos, el camión, cuando la tía Ventura le arrojó su toquilla:
—¡Para arropar a tu hijo!
Algunos claros se abren en los muelles porque la multitud se aglomera frente a la Aduana, pero una parte de esa multitud estancada parece que algo ya respira por el aliviadero de la pasarela del Stanbrook. Al capitán del carbonero, Andrew Dickson, que gesticula desde cubierta en mangas de camisa, la barba revuelta, la gorra azul ladeada, como apremiando al pasaje —todas esas vidas en fuga que según suben a bordo están pasando a depender de él, de su valor, de su pericia, de su bondad y de su viejo barco—, le han entregado una lista con los nombres, las edades y las profesiones de 2.638 pasajeros, una locura para ese cascarón que se inclina de lado antes de que le haya tocado el mar. Dickson, que sabe que sus colegas de otros buques han vuelto la proa, como el del Marítima, según han visto bullir en el puerto a la multitud desesperada, y que no sabe si algún otro vendrá a sacar a la gente de esa ratonera, ha cedido a los ruegos del Comité de Evacuación y del gobernador civil de Alicante para acoger todo ese desmesurado pasaje, pero ha puesto una condición dictada por la seguridad de todos: sólo una maleta por persona, sólo un bulto por pasajero, excepto los niños, que nada.
Desde el muelle de atraque una vez pasada la Aduana, que a duras penas consiguen mantener unos cuantos guardias para filtrar por ella a los nominados en las listas de evacuación y que no se produzca el asalto al buque de la multitud aterrada, y desde la propia pasarela de embarque, la gente se deshace de sus escasas pertenencias, sobrecarga imposible pese a todo, arrojándolas al mar. Algunas maletas se abren al caer y esparcen sus secretos en el agua: no contienen, como los vencedores de esta guerra desigual y miserable mantendrán en el futuro para desacreditar al vencido, alhajas robadas ni cálices de oro, sino libros, papeles, mudas, algún vestido, las escrituras de sus propiedades los que poseen alguna, llaves idénticas a las que aún conservan los judíos expulsados cuatro siglos y medio atrás, y más que ninguna otra cosa, fotografías, retratos iluminados de sus mayores y escenas familiares con el varón sentado en una butaca y la mujer y los hijos desparramados por la alfombra de guardarropía, todo ello ambientado por un forillo de parterres, pérgolas, hiedras y balaustradas. También el retrato de algún hijo o de algún marido movilizado, él solo en la foto con su particular e irrepetido uniforme de soldado de la República.
De rodillas y apartado del tumulto, próximo al rompeolas, un civil de mediana edad, cano y bien vestido, se vale de una pértiga para pescar y atraer hacia sí, al borde del muelle, uno de los papeles que flotan en el agua sucia del puerto. Pese a las gafas de hipermétrope que usa, redondas y nacaradas, ha reconocido a la distancia un emblema o un membrete que le resulta familiar, y que ahora que el pliego se bambolea más cerca comprueba que es el de la Universidad de Madrid. Intento tras otro, empero, el papel resbala y se desase de la punta del palo, y el juez de Instrucción Marino Lara, últimamente también de Menores, se cisca en la leche que le han dado, se incorpora sacudiéndose en vano el cerco mojado de las rodilleras del pantalón que prodigiosamente conserva la raya, y se dirige a voces hacia un chico que, a una veintena de metros en dirección al muelle principal de la Aduana donde se agolpa el grueso del gentío, parece merodear en torno al abigarrado ajuar de una familia campesina:
—¡Ignacio! ¡Rufián! ¡Ven aquí ahora mismo!
El muchacho, que se cubre las greñas con una gorra con orejeras del Ejército y el cuerpo desmedrado con un sobretodo raído de espiguilla, acude despacio, remolón, con las manos en los bolsillos del abrigo.
—Mande usted.
—¡Qué mande ni qué ocho cuartos, ladrón!
—Sólo miraba…
—Sí, pero la tuya es una mirada prensil que toca y agarra. No des guerra, Ignacio, ahora que ésta se acaba, porque, además, te recuerdo que sigo siendo juez y que te hallas bajo mi tutela y mi jurisdicción, y que si bien es verdad que ya no puedo mandarte al colegio, o a las colonias, o a casa del alcalde de Altea, no lo es menos que te puedo mandar al infierno. Anda, coge este palo, y a ver si puedes enganchar ese papel, ese grande, sí…
Grupos de personas desplazan su miedo, su confusión y su ansiedad por los muelles, arriba y abajo, en un fragor de voces, encuentros, carreras, órdenes y equipajes, pero el juez Marino Lara parece indiferente a todo salvo a ese pliego a la deriva. Al primer intento, el chico alza la pértiga con el papel en el extremo.
—Aquí tiene, don Marino, el plano del tesoro.
—Trae, camándulas, y cuidado, que no se rompa…
—¿Puedo darme un garbeo? Si quiere me puedo acercar a la Aduana para enterarme de cuándo llegan los barcos, y, de paso, echo una ojeada a ver si veo a su amigo el doctor Reinoso.
—De eso nada; luego, cuando ese barco se llene y esto se aclare un poco, vamos los dos. Oh, Ignacio, mira esto, es el diploma académico de un magistrado, ¿de quién? Están corridas las letras y no distingo el nombre. Acércate y dime, ¿qué pone?
—Mel-chor… Zapata, no, Zavala. Mo-li-na.
—¡Melchor Zavala! ¿Es posible? ¡Melchor, el Estirao! ¿Andará por aquí? Era dos cursos más pequeño en la facultad de San Bernardo, pero luego hicimos juntos las oposiciones a juez. ¡Buen tipo! Y masonazo como él sólo. Pero es que su padre era Gran Maestre y yo creo que de chico, en vez de a la Casa de Fieras, se lo llevaba los domingos a la logia para que se fuera haciendo…
—¿Y qué hacía su diploma en el agua?
—Seguramente ha subido al barco y le han obligado a desprenderse de una parte de su equipaje. ¿No ves cómo está el agua, como después de un naufragio? Pero estoy seguro de que, con la confusión y la prisa, no sabe que ha arrojado su diploma al mar. Y verás que disgusto se lleva cuando se de cuenta, que por algo le llamábamos el Estirao. Uf, menudo ha sido siempre de rimbombante y legalista…
—Pero un juez sin su cédula… ¿Usted lleva la suya?
—Ah, perillán, si te crees que por no llevar la mía, que la dejé colgada en la pared del despacho para que los bárbaros encuentren un vestigio de civilidad, ya no tengo ascendente legal sobre ti, te equivocas.
El juez sin cédula Marino Lara atrae de un brazo hacia sí al muchacho, y ambos ríen en medio del desastre. Son, en apariencia, los más ajenos a la precipitada liquidación del mundo que se escenifica en este Puerto de Alicante. El rapaz silvestre, aventurero y acaso huérfano —¿sobrevivió su padre desaparecido?— por eso mismo, porque la que vive es una existencia libre, sin rutinas enojosas y sin sujeción. El hombre maduro, ¿quién lo sabe? Acaso porque desde su atalaya profesional ha dispuesto de casi tres años para asimilar la llegada más que predecible, inexorable, de este momento fatal. Pero viéndoles juntos, riendo, bromeando, diríase que, más que nada, se aferran desesperadamente a su amistad.
Si Ignacio de la Cruz no hubiera ido anteayer a por él, el juez de Instrucción Marino Lara tendría hoy, y si no hoy, mañana, o pasado mañana, un pie en el más allá. Cuando el sábado se despidió de él en el Juzgado corrió, de primer intento, a buscar al guardia que le había requisado los comestibles de Intendencia para que se los devolviera, pero allí no quedaba nadie, ni ujieres, ni funcionarios, ni guardias, ni comestibles de ningún género, de modo que se trazó un plan que si de una parte no contravenía la palabra dada al juez, de otra le permitía seguir haciendo lo que le daba la gana: volvería a Vallecas, a casa de la bruja de su tía, y de camino, en Pacífico, arramblaría con lo que pudiera del almacén de Intendencia, esto último, desde luego, en compensación por lo perdido a consecuencia de la desautorizada requisa. Sin embargo, y de camino a Vallecas por la calle de Atocha abajo, se sorprendió al comprobar que la conversación con el juez ocupaba enteramente sus pensamientos.
Había visto brillar los ojos de don Marino, de indignación con el ABC primero y de emoción después, cuando le abrazó al despedirse, y lo cierto es que Ignacio de la Cruz, randa de la calle, nunca había visto brillar así los ojos de un hombre, y mucho menos los de un juez. Estaba la calle de Atocha, e incluso la glorieta y los aledaños de la Estación, más silente que de ordinario, quizá con la misma agitación humana pero sin la habitual algarabía, y eso probablemente contribuyó a que germinara en su caletre aventurero la idea, y seguidamente la resolución, de hacer lo que fuera para poner a ese hombre a salvo.
Mucho debía Ignacio de la Cruz al juez Marino Lara, y no sólo el haber salido con bien, aunque sin botín, de su última correría. Muerta su madre por la aviación franquista en uno de los bombardeos de Vallecas, su padre fue enrolado, al poco, en las tropas del Gobierno, de suerte que, huérfano en la práctica, quedó a cargo de una tía, hermana de la madre, que sobre darle al anís sin morigeración alguna, le tenía una fila espantosa, dicen algunos que por haber estado siempre enamorada de su cuñado y por no haberle perdonado el decantarse, pues flirteó con las dos en su momento, por la hermana muerta. Sea como fuere, Inés, que así se llamaba su tutora, era un bicho que le hacía la vida imposible al adolescente, e Ignacio de la Cruz se dio a la vida aventurera y errante en el mundo fantástico y terrible del Madrid asediado.
Vallecas, con sus tahonas, sus vaquerías, sus enormes fábricas de ladrillo, sus descampados y sus movimientos de tropas por la Avenida de la República hacia Valencia, se le quedó pronto chica al niño de la calle, y entonces, cuando amplió el radio de sus vagabundeos y sus raterías por las trincheras, por los tinglados de las estaciones y por el pulverizado barrio de Argüelles, su paisaje lunar favorito, fue cuando conoció a Marino Lara, juez de Instrucción de sumarios que rara vez, por las circunstancias, llegaban a diligenciarse, y que recién se había hecho cargo, por las circunstancias también, del Juzgado de Menores. A Ignacio de la Cruz le habían pillado ese día con dos libros viejos, polvorientos, preciosos, que había encontrado en las ruinas de la casa de los Baroja en el Paseo de Rosales.
Mucho le debía Ignacio de la Cruz al juez Marino Lara, y por la decisión de devolverle una parte siquiera de lo recibido, decisión que ya regía enteramente la máquina de su voluntad indomable, rebasó el cuartel de Intendencia indiferente a los grupos de mujeres y chavales que se disputaban unas latas de melocotones en almíbar, y forzó el paso por el Asilo de los Ciegos hacia los abrevaderos del arroyo Abroñigal, límite y postigo de Vallecas. Le debía, por ejemplo, que en aquel primer encuentro, en vez de amonestarle, le felicitara por haber rescatado de los cascotes dos libros formidables y valiosos, de la biblioteca de Vera probablemente, y le dijera que gracias a él se habían salvado bienes de la cultura que, si bien pertenecían a la familia de un gran escritor, eran patrimonio de todos los españoles.
Pero no le dejó ir aquella vez, ni las otras tres o cuatro en que volvió a caer en sus manos en los últimos meses, a reintegrarse a la vida selvática y gamberra, sino que se ocupó, sin delegar en ningún funcionario, en ningún comité, ni en nadie, de buscarle una buena colonia de niños evacuados de las que sarpullían, atendidas por maestros, el Levante Feliz. Le debía mucho Ignacio de la Cruz a Marino Lara, también sus aventuras en los trenes llenos de soldados, en los pueblos donde enriqueció su picardía con el conocimiento de lo rural, y en las colonias en las que los maestros pugnaban por imponer alguna disciplina y de las que invariablemente se escapaba para retornar a Madrid, a donde habría de regresar su padre panadero, afiliado desde 1931 al Sindicato de Artes Blancas, de la UGT.
A las oficinas del Sindicato precisamente, sitas en la Plaza Vieja, se dirigió derecho Ignacio de la Cruz al llegar a Vallecas, pues sabía —todo lo sabía—, que allí se estaba organizando, con algunos de los camiones de reparto del pan, la evacuación a Valencia de los más significados. Lamentablemente, el primer ciudadano con el que habló en las oficinas resultó ser bastante bruto:
—¿Un juez? ¿Pretendes que dejemos aquí a uno de los nuestros para que su lugar lo ocupe un juez? ¡’Amos, anda! ¡Un juez! A lo mejor es uno de esos que se han pasado la guerra protegiendo a los de la Quinta Columna… ¡No te amola, el chaval!
—Ese juez, don Marino, ha hecho más por la República y ha luchado más contra el fascismo que tú, que te has estado tocando las pelotas en la retaguardia durante toda la guerra, así es que dime con quién tengo que hablar, que contigo no merece la pena.
—¡Condenado! Mira, porque conozco a tu padre, no te doy lo que te mereces… ¡Largo de aquí!
Enrabietado, pero más firme en su decisión si cabe, Ignacio atrapó al vuelo una de las mil ideas que generaba al minuto su cerebro de adolescente en guerra, y salió corriendo hacia la carretera del Barrio de Doña Carlota donde vivía Amos Acero, el líder socialista que había sido alcalde de Vallecas y que casó, cuando él tenía once años, a su padre y a su madre. Le halló terminando de comer en el patio de su humilde casa de una planta, sentado frente a una mesa de tablas y envuelto en un halo taciturno.
—Marino Lara. Le conozco. Un buen hombre, de Izquierda Republicana, creo. Estuvo aquí, en Vallecas, cuando un proyectil de aviación mató a la romancera, que vino a levantar el cadáver. Fue al comienzo de la guerra, tú eras pequeño aún… ¿Y dices que no tiene intención de irse?
—No, he estado con él esta mañana y yo creo que le van a pillar los fascistas en su despacho del Juzgado, le van a matar…
—No lo dudes. Escucha: los de Artes Blancas habían escondido dos camiones del reparto por si la cosa se ponía muy fea, para llevar a Valencia a los más comprometidos. Casado ha dicho que está organizando la evacuación, en barcos franceses e ingleses, para los que quieran salir del país, y habrá que creerle. Bueno, el caso es que la cosa ya se ha puesto muy fea, más fea imposible, y se ha empezado a ordenar a los jefes militares que ondeen bandera blanca en todos los frentes ante cualquier movimiento del enemigo. No sé, todo eso me parece un disparate, Franco no ha dado por escrito ninguna garantía… En fin, pero la aviación no se ha entregado hasta ahora, y yo creo que contamos aún con dos o tres días…
—Pero vengo ahora de Artes Blancas y el que había allí me ha echado de mala manera…
—Pierde cuidado, Ignacio, hablaré con ellos, que no todos son como la bestia parda esa del Eutimio, que se le nota aún que fue somatén en la Dictadura. Los camiones, salvo que la situación se precipite, salen el lunes. Dile a tu amigo que esté en el bulevar a las seis de la mañana y que diga que va de mi parte.
—¿Puedo irme con él?
—¿Y tu padre?
—No sé si vive, señor Acero, pero si regresa, volveré a por él como me llamo Ignacio y soy su hijo.
* * *
El lunes 27 de marzo, entre las dos luces del alba, el juez Marino Lara y el niño de la calle Ignacio de la Cruz golpeaban con los tacones el suelo para espantar el frío del bulevar.