Un rayo de luz turbia, ensuciada al colarse por las rendijas del cielo bajo de nubes grises, y luego otro poco al traspasar los mugrientos cristales del balcón de su despacho, fue a caer sobre el ABC que el juez Marino Lara tenía ante sí, ante su mirada perpleja, entre las manos. Eran las cuatro hojas de estraza que, por la extrema escasez de papel de prensa en el Madrid asediado y pletórico de revistas y diarios, venían componiendo el otrora periódico monárquico y luego, tras la incautación por los sucesos del 18 de julio, bajo el control de Unión Republicana, el más moderado y conservador de los partidos del Frente Popular. Pero lo que acababa de leer el juez de Instrucción Marino Lara esa mañana primaveral y triste del 25 de marzo de 1939 nada tenía que ver con el talante liberal del periódico, ni con su elegante línea de pensamiento republicano, ni siquiera con la realidad ni con el periodismo a la fuerza vivo y vibrante que había logrado sobrevivir en Madrid, pese a todo, durante los últimos treinta y dos meses de guerra. El editorial que acababa de leer era, como fruto de la traición, o de la estupidez, o de la cobardía, mucho más sucio que el rayo que había venido sobre él a posarse, y hasta Ignacio de la Cruz, el niño harapiento que se hallaba sentado al otro lado de la mesa desde que un guardia lo llevó temprano al juzgado para diligencias por robo, debió percibir que el señor juez acababa de leer algo extraordinariamente infecto:
El papel de los republicanos en la paz
Para muchas gentes se ha producido una actitud de desconcierto ante la inminencia del fin de la guerra. Se trata del modo como esperan la paz muchas personas que están limpias de todo delito y, por otra parte, son de escaso o nulo relieve político, pero, en la guerra actual, han estado del lado de los Gobiernos republicanos.
Son gentes, y esto es lo grave, que piensan más en el final de la guerra que en el comienzo de la paz.
La culpa de esto la tiene la propaganda, en su más amplio sentido, que se nos ha estado sirviendo, casi sin excepción, a lo largo de estos años. En sentido tan amplio que incluimos en ella, y muy principalmente, las manifestaciones de los Gobiernos, en especial las del último, y el tono mismo de la vida oficial y oficiosa. Esta propaganda ha sido hasta tal punto irreal, que nos ha pretendido convencer de que no había más que nosotros en España. Lo demás eran divisiones italianas que por azar utilizaban para fines secundarios a algunos españoles. Así se hizo creer a la mayoría de la opinión que el único desenlace posible de la guerra era la entrega incondicional del adversario. Y recuérdense los monótonos estribillos: antes del 18 de julio… después del 18 de julio… El mundo había empezado en ese día y, naturalmente, con esa etapa habría de acabarse.
Y esto es, precisamente, lo que ocurre: que muchos sienten como si se fuese a acabar el mundo. Y no es así. Es menester que todos se convenzan. Se va a liquidar una fase de la vida española, la que comenzó el 18 de julio del 36; y más especialmente la de nuestra zona, aunque también la de la otra, en buena parte. Pero el mundo seguirá a pesar de ello, y también España; y, desde luego, «el pueblo español».
El pueblo español, formado por veintidós o veinticuatro millones de hombres, no se va a marchar de España, no va a evacuar, y continuará su vida profunda, creando los regímenes y las formas de Gobierno de España, cosas todas secundarias respecto a él.
Y esto no contradice a lo que hemos indicado antes, de la situación marginal en los organismos rectores de la política. Porque no es esto la función decisiva de gobierno, sino la opinión. Y los republicanos van a constituir en España, si saben y tienen suficiente valor y generosidad para hacerlo, el órgano de opinión más importante. Porque van a tener las manos libres frente a las orientaciones políticas predominantes, van a estar fuera de su engranaje y de sus tópicos, y al mismo tiempo tendrán toda la experiencia, tan rica en quebrantos y en ásperas lecciones de estos tres años nuestros…
—¡Canallas! —bramó el juez Marino Lara, y el niño mugriento Ignacio de la Cruz dio un respingo en su silla—. ¡Canallas! ¡Buena prisa se han dado los emboscados en desemboscarse! ¿Qué pretende esta gentuza, que los leales, que los que han combatido a Franco y le han disputado el triunfo durante estos tres años terribles se queden aquí, tranquilamente, constituidos en el «órgano de opinión más importante»? El que ha escrito esta basura es un fascista o un loco, y, lo que es peor, cree que los que buscan ansiosamente estos días noticias sobre las negociaciones de paz y el fin de la guerra, son fascistas o locos también. ¿Y no habían asegurado que podrían abandonar el país quienes quisieran o se sintieran amenazados? ¿A qué viene eso de que nadie se va a marchar de España, que nadie va a evacuar? No se atreven a decir la verdad: que Franco no ha aceptado ninguna de las condiciones de Casado para la rendición, y que de su clemencia y de su generosidad poco o nada puede esperarse. ¿Y lo de los italianos? ¡Qué poca vergüenza! A ver, chico, ¿tu sabes leer, verdad?
—Sí, señor.
—Pues búscame en ese montón de ahí los ABC atrasados que veas.
Desmedrado y pálido bajo los churretones que le camuflaban en parte la cara de inteligencia, Ignacio de la Cruz comenzó a expurgar en el montón de papeles, periódicos, oficios y legajos en busca de los ABC. Marino Lara, juez de Instrucción —y de Menores en el último año de la Guerra— por voluntad propia desde el comienzo de su carrera por la repugnancia que le inspiró siempre juzgar a sus semejantes, particularmente a los pobres y a los desheredados que caían en manos de la ley, seguía tronando:
—¡La propaganda! ¡El felón que ha escrito esto, que habrá estado emboscado en la retaguardia, calentito y a salvo de las balas y los piojos, durante toda la guerra, sumiso a las instrucciones propagandísticas de vete a saber qué partido o comité, le echa ahora la culpa a la propaganda! Sí, hijo, esos me valen, a ver, a ver… Éste, mira, del 27 de enero de este mismo año, no he tenido que buscar mucho… «Los italianos en España. Declaraciones de los tanquistas prisioneros». Se suponía que con los diez mil soldados italianos que se fueron, heridos y enfermos en su mayor parte, en correspondencia a la retirada de nuestros voluntarios internacionales, Mussolini se los había llevado todos. ¡Una mierda! Escucha:
Los tanquistas italianos hechos prisioneros últimamente por el heroico antitanquista Celestino García Moreno han hecho declaraciones sobre las proporciones de la invasión italiana en España. El teniente del Ejército regular italiano Osvaldo Arpia ha dicho que pertenece a un grupo de tanques compuesto por dos batallones de tanques, uno de ametralladoras y una compañía de antitanques. Este grupo está mandado por el coronel italiano Olmi, a las órdenes directas del general Gambara, que, como se sabe, es el jefe de las fuerzas italianas en España.
Otro teniente del Ejército italiano, Mariano Ricci, ha hablado sobre los centros militares italianos que existen en España. El Centro de Sanidad y Hospitales se encuentra en Zaragoza, y el de movilización y reparación de material en Valladolid. Además de otros de mayor importancia, existe en Palencia un centro de distribución de uniformes del Ejército italiano.
El sargento Marino Borgoni ha declarado, por su parte, que el barco que le trajo a España se llamaba Aquilcia.
Dicho barco, al llegar a Gibraltar, izó el pabellón monárquico español, cambiando su nombre por el del Marqués de Comillas, con el que ya siguió hasta Cádiz, donde desembarcaron.
—¿Qué te parece, muchacho? El mismo ABC que tilda hoy de patraña propagandística la masiva intervención de las tropas de Mussolini en nuestro suelo daba estas noticias hace dos meses…
—Y yo, señor, ¿me puedo ir?
—¿Eh? ¿Ir? ¿Cómo que ir? ¿A dónde?
—A mi casa.
—Menudo sinvergüenza estás tú hecho. ¡Tu casa! ¿Cuántas veces te he mandado a Levante, a las colonias? Y la última vez, si no recuerdo mal, a la casa del alcalde de Altea, que estoy seguro te habrá tratado como a sus propios hijos.
—Pero es que tengo que estar aquí, en Madrid, por si vuelve mi padre.
—Claro que volverá tu padre, pero mejor será que estés recogido y localizado en algún sitio para que pueda encontrarte. ¿Sabes algo de él?
—No, sólo lo que me dijo usted, que está desaparecido desde la caída de Cataluña.
—Oh, pero no es el único, aquella retirada fue un caos y estará en Francia, en algún campo de refugiados, con los de su División. La Cruz Roja Internacional me ha dicho que le anda buscando, y no temas, le encontrará. Pero, a ver, qué has hecho ahora.
—Nada, don Marino.
—¿Cómo que nada? Aquí dice que te han pillado esta mañana cargado con sacos de arroz y latas de carne después de haber saqueado un almacén de Intendencia. ¿A ti te parece bonito que haga eso el hijo de un soldado de la República?
—No, bonito no me parece, pero la gente y los propios milicianos se lo están llevando todo.
—¿Qué me dices?
—Lo que oye usted. Venía yo de Vallecas, de casa de mi tía, por Pacífico, y vi un montón de gente que salía cargada de Intendencia con provisiones. Entonces me acerqué, pregunté, y me dijeron que los fascistas iban a entrar de un momento a otro, y qué mejor que la comida de los soldados se la llevara el pueblo hambriento. Así es que arramblé con lo que pude, con la mala suerte de que me pilló ese guardia que no se ha enterado de nada.
Más fiable era a esas alturas, al parecer, el periodismo de calle, el del pálpito por lo que sucedía y por lo que iba a suceder, que el del ABC, o cuando menos, para ese juez de Instrucción, y a lo último de Menores, que había pasado la guerra luchando bravamente por la restauración y la observancia general de la ley. Ni en los peores momentos del terror, cuando los bajos fondos emergieron en Madrid a consecuencia del desplome de las estructuras del Estado, en el otoño del 36, dejó Marino Lara de acudir a sus obligaciones y de dictar las diligencias propias de los asuntos y sucesos, más sucesos que asuntos, que como juez de Instrucción le concernían. Había defendido y conservado en los tiempos del caos, en la medida de sus posibilidades y aun a riesgo de su integridad física en varias ocasiones, el principio de justicia y legalidad que regía en España el 18 de julio de 1936, y no le tembló el ánimo, aunque sí y mucho el corazón, cada vez que hubo de asistir al levantamiento de tantos cadáveres anónimos como aparecían en aquellas fechas esparcidos por los descampados de la ciudad. Ceñido inevitablemente al derecho y a la ley, pues a ello le obligaban sus profundas convicciones republicanas y su conciencia jurídica, no dejó de ordenar en ningún caso que se fotografiaran los cuerpos innominados a fin de exponer los tristes retratos en diversas dependencias públicas para que fueran identificados por los amigos o los familiares, y tampoco dejó nunca de instruir su correspondiente sumario para el esclarecimiento de cada una de esas muertes.
Había logrado, en pleno fragor de los desastres de la guerra, auxiliar con éxito al gobierno en la recuperación de la Justicia con el establecimiento de los tribunales mixtos, de paisanos y magistrados, poniendo coto a la arbitrariedad y a la venganza de los incontrolados, pero aquella mañana del 25 de marzo de 1939 un rayo sucio, de luz sucia, que se coló por la ventana de su despacho, iluminó sombrío un futuro inminente de mayor arbitrariedad y venganza, por mucho que quisiera ocultarlo, artero, el quintacolumnista que había escrito el editorial del ABC.
—¿Te ha requisado el guardia el arroz y las latas?
—A ver.
—Bueno, ahora le diré que te los devuelvan, y, con las mismas, te vas a casa de tu tía, que ya sé que es una bruja que no te quiere. Pero me parece que ahora ya no hay un sitio mejor para ti ni, aunque lo hubiera, lo querrías, que desde que murió tu madre no hay quien haga carrera de ti. Yo, por lo menos, no.
—Muchas gracias, don Marino, le doy mi palabra que cojo las provisiones y me vuelvo volando a Vallecas.
—Y allí te quedas esperando a tu padre.
—Hecho. ¿Y usted seguirá siendo juez cuando entren los fascistas?
—Ja, ja, ja… Me temo, chaval, que me vas a echar de menos cuando te pillen, que espero que no, en alguna de tus correrías. Mira, en una cosa lleva razón el libelo inmundo ese que he leído, ¿dónde estaba?, sí, ya lo tengo, aquí: «Y esto es precisamente lo que ocurre: que muchos sienten como si se fuese a acabar el mundo». Yo lo siento, Ignacio, y tú, a tu manera silvestre y libre, lo sientes también. Todos lo sentimos. Lo sabemos. Se acaba el mundo. Pero tú tienes catorce años, toda la vida por delante, y verás otros mundos, sobre todo si conservas esa cualidad de anguila que habrá de evitar que te atrapen y te metan en la cazuela de horrores que llevan tres años guisando y a la que a punto están de incorporar lo poco que nos queda. El mundo se acaba, el que viene no quiere jueces, sino sicarios, de modo que espabila, que ya no estaré aquí para compadecerme de ti ni para admirarte, hijo.