UN mes después de que Eleanor fuera declarada culpable por la acusación menor de homicidio sin premeditación, Dalgliesh, en uno de sus raros días libres, pasó en coche por Chadfleet camino de vuelta a Londres del estuario del Essex donde había dejado su velero de 30 pies. No le desviaba demasiado de su camino, pero prefirió no analizar en detalle los motivos que le habían inducido a hacer estos cinco kilómetros adicionales de caminos sinuosos sombreados por árboles. Pasó delante de la casa de los Pullen. Había una luz en el salón y el perro alsaciano de yeso se destacaba en un perfil oscuro detrás de las cortinas. Y después pasó por el Hogar St. Mary. La casa parecía vacía con sólo un cochecito solitario en los escalones del frente para sugerir que adentro había vida. El pueblo mismo estaba desierto, soñoliento en la calma del té de las cinco de la tarde. Cuando pasó delante de la tienda de Wilson estaban corriendo las cortinas y salía la última clienta. Era Deborah Riscoe. Llevaba una cesta de la compra que parecía pesada colgada del brazo y él detuvo el coche instintivamente. No hubo tiempo para la indecisión o la torpeza, y él le había tomado la cesta y ella se había sentado al lado de él antes de que pudiera maravillarse de su atrevimiento y de la sumisión de ella. Dirigió una rápida mirada a su perfil calmo y respingón y vio que la expresión tensa había desaparecido. No había perdido nada de su belleza, pero se le notaba una serenidad que le recordó a la madre.
Cuando el coche dobló en la entrada a Martingale él vaciló, pero ella hizo un movimiento casi imperceptible con la cabeza y él siguió. Las hayas estaban doradas ahora, pero el crepúsculo les iba apagando el color. Las primeras hojas caídas crujían en la tierra bajo los neumáticos. La casa emergió tal como la había visto la primera vez, pero ahora más gris y levemente siniestra en la luz que se iba yendo. En el vestíbulo, Deborah se quitó la chaqueta de cuero y soltó la bufanda.
—Gracias. Me vino muy bien. Stephen tiene el coche en la ciudad esta semana y Wilson sólo lleva a domicilio los miércoles. Siempre me hacen falta cosas de las que me he olvidado. ¿Tomaría una copa, o té o algo? —le dirigió una rápida sonrisa burlona—. Ahora no está trabajando. ¿O me equivoco?
—No —dijo él—. Ahora no estoy trabajando. Sólo mimándome.
Ella no le pidió una explicación y él la siguió al salón. Había más polvo de lo que recordaba, y de alguna manera estaba más desnudo, pero su ojo entrenado vio que no había ningún cambio real, sólo el aspecto desnudo de una habitación privada de los hechos menudos de la vida.
Como si adivinara lo que estaba pensando, ella dijo:
—La mayor parte del tiempo estoy sólo yo. Martha se fue y la he remplazado con un par de empleadas por día de la ciudad nueva. Por lo menos dicen que son por día, pero nunca sé si vendrán o no. Agrega sabor a nuestra relación. Stephen está en casa la mayoría de los fines de semana, por supuesto, y eso ayuda. Ya habrá tiempo para una buena limpieza antes de que mamá vuelva a casa. Por ahora casi todo es papeleo, el testamento de papá y el impuesto sucesorio y ese eterno ir y venir legal.
—¿Debía quedarse sola aquí? —preguntó Dalgliesh.
—Oh, no me importa. Alguien de la familia tiene que quedarse. Sir Reynold, por cierto, me ofreció uno de sus perros, pero son un tanto rápidos para morder para mi gusto. Por otra parte, no han sido educados para exorcizar fantasmas.
Dalgliesh tomó la copa que le ofrecía y preguntó por Catherine Bowers. Le pareció la persona más inocua para mencionar. Stephen Maxie le interesaba poco y Felix Hearne demasiado. Preguntar por el niño era evocar el fantasma de cabellos dorados cuya sombra ya se interponía entre ellos.
—A Catherine la veo algunas veces. Jimmy por ahora sigue en St. Mary y Catherine va con el padre a menudo para sacarlo a pasear. Me parece que ella y James Ritchie se van a casar.
—Un tanto repentino, ¿no?
Ella rió.
—Oh, no creo que Ritchie lo sepa todavía. Será una suerte en realidad. Ella ama a esa criatura, realmente le importa, y creo que Ritchie tendrá suerte. No creo que haya nadie más para darle noticias. Mamá está bastante bien en realidad y no es demasiado desgraciada. Felix Hearne está en Canadá. Mi hermano pasa la mayor parte del tiempo en el hospital y está terriblemente ocupado. Todos han sido muy buenos, sin embargo, dice él.
«No cabe duda», pensó Dalgliesh. Su madre estaba cumpliendo condena y su hermana se enfrentaba sin ayuda con el impuesto sucesorio, el trabajo de la casa y la hostilidad o (cosa que dolería más) la compasión del pueblo. Pero Stephen Maxie estaba de vuelta en el hospital y todos eran muy buenos con él. Algo de lo que sentía debió reflejarse en su cara porque ella dijo rápidamente:
—Me alegra que esté ocupado. Fue peor para él que para mí.
Se quedaron callados un rato. A pesar de la aparente camaradería fácil, Dalgliesh estaba morbosamente sensible a cada palabra. Anhelaba decir una palabra de consuelo o confianza pero rechazó cada frase formulada a medias antes de que llegara a sus labios.
—Siento que me tocara a mí hacerlo.
Sólo que no lo lamentaba y ella era lo bastante inteligente y sincera como para saberlo. Hasta hoy no se había disculpado por su trabajo y no la iba a insultar intentando hacerlo ahora. «Sé que debo serle antipático por lo que tuve que hacer». Empalagoso, sentimental, insincero y con la arrogante presunción de que ella pudiera sentir algo por él en un sentido u otro. Caminaron hasta la puerta en silencio y ella se quedó para verlo desaparecer. Cuando él volvió la cabeza, vio la figura solitaria, delineada por un momento a la luz del vestíbulo, y supo con una seguridad repentina y alentadora que se volverían a encontrar. Y cuando eso ocurriera se encontrarían las palabras justas.