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LOS Maxie pensaban que ir a la cárcel debía ser bastante parecido a ir al hospital, salvo que era aún más involuntario. Dos experiencias anormales y bastante aterradoras ante las cuales la víctima reacciona con una objetividad clínica y los espectadores con una jovialidad decidida que tiene como propósito crear confianza sin dar la impresión de insensibilidad. Eleanor Maxie, acompañada por una oficial de policía, fue a gozar de la comodidad de un último baño en su propia casa. Había insistido en esto y, como con los preparativos finales para ir al hospital, nadie quiso advertirle que el baño era el primer procedimiento obligado al entrar. ¿O quizás hubiera una diferencia entre un detenido en custodia y los ya condenados? Felix lo debía saber, pero nadie se molesto en preguntarle. El chófer del coche de la policía esperó por ahí, vigilante y disimulado como el ayudante de una ambulancia. Se dieron las últimas instrucciones, los mensajes para amigos, las llamadas telefónicas y la preparación apresurada del equipaje. El señor Hinks llegó de la vicaría, sin aliento y sorprendido, preparándose para dar consejo y consuelo, pero con tal aspecto de necesitarlos desesperadamente él mismo, que Felix le tomó del brazo con firmeza y le acompañó de vuelta a la vicaría. Desde una ventana, Deborah observó cómo se alejaban conversando y se preguntó por un instante qué estarían diciendo. Mientras ella subía la escalera para ir donde estaba su madre, Dalgliesh hablaba por teléfono en el vestíbulo. Sus ojos se encontraron y sostuvieron la mirada. Por un segundo ella creyó que él iba a hablar, pero inclinó de nuevo la cabeza sobre el teléfono y ella siguió su camino, admitiendo de pronto y sin sorpresa que, si las cosas hubiesen sido diferentes, éste era el hombre al que se hubiera dirigido instintivamente para pedir seguridad y consejo.

Stephen, que se había quedado solo, reconoció su sufrimiento por lo que era, un dolor abrumador que no tenía nada en común con la insatisfacción y tedio que antes tomaba por infelicidad. Había bebido dos copas pero comprendió a tiempo que la bebida no le ayudaba. Lo que necesitaba era que alguien se ocupara de su dolor y le convenciera de que era esencialmente injusto. Fue en busca de Catherine. La encontró arrodillada delante de una cajita en la habitación de su madre envolviendo tarros y frascos con papel de seda. Cuando le miró, se dio cuenta de que había estado llorando. Estaba impresionado e irritado. En la casa no había lugar para un dolor menor. Catherine nunca había dominado el arte de llorar de manera atractiva. Quizá fuera por eso que había aprendido pronto a ser estoica en el dolor como en otras cosas.

Stephen decidió pasar por alto esta intrusión en su propio dolor.

—Cathy —dijo—. ¿Por qué demonios confesó? Hearne estaba en lo cierto. Nunca lo habrían podido probar si tan sólo no hubiera hablado.

Sólo la había llamado Cathy una vez antes y entonces, también, había necesitado algo de ella. Aun en el momento del amor físico la había impresionado como una afectación. Lo miró.

—No la conoces muy bien, ¿no? Sólo esperaba que tu padre muriera para confesar. No quería dejarlo y le había prometido que no le sacarían de la casa. Ésa fue la única razón por la que no dijo nada. Le contó lo de Sally al señor Hinks cuando le acompañó a la vicaría esa noche temprano.

—¡Pero se mantuvo tan serena durante todas las revelaciones!

—Supongo que quería saber exactamente lo que había ocurrido. Ninguno de vosotros le contó nada. Creo que lo que más le preocupaba era que hubieses sido tú quien visitó a Sally y cerró la puerta.

—Lo sé. Intentó preguntármelo. Creí que me preguntaba si yo había sido el asesino. Tendrán que reducir la acusación. Después de todo no fue premeditado. Por qué Jephson no se da prisa en venir. Le llamamos por teléfono.

Catherine estaba revisando unos libros que había sacado de la mesita de noche para decidir si empacarlos o no. Stephen continuó:

—De cualquier manera la mandarán a la cárcel. ¿Mamá en la cárcel? ¡No creo que pueda aguantarlo!

Y Catherine que había llegado a querer y respetar mucho a Eleanor Maxie tampoco estuvo segura de poder aguantarlo y perdió la paciencia.

—¡No puedes aguantarlo! ¡Qué gracioso! Tú no tendrás que aguantarlo. Ella sí. Y recuerda que fuiste tú quien la puso allí.

A Catherine, una vez que empezó, le resultó difícil detenerse y su irritación encontró una expresión más personal.

—Y hay otra cosa, Stephen. No sé qué piensas de nosotros… de mí si prefieres. No quiero volver a hablar de esto de modo que te lo digo ahora que todo terminó. ¡Oh, por Dios, saca los pies de encima del papel de seda! Estoy tratando de empacar —ahora lloraba en serio como un animal o una criatura. Las palabras salían empastadas de modo que él apenas las oía—. Estaba enamorada de ti, pero ya no. No sé qué esperas ahora, pero no importa. Todo acabó.

Y Stephen, que ni por un momento había tenido la intención de que eso siguiera adelante, miró la cara manchada, los ojos hinchados y protuberantes, y sintió, fuera de toda razón, un espasmo de pena y remordimiento.