CREO que el asesino fue a la habitación de la señorita Jupp llevado por el impulso incontrolable de averiguar exactamente lo que la chica sentía, cuáles eran sus intenciones y hasta dónde constituía un peligro. Quizá tenía algún propósito de persuadirla, aunque no lo creo muy posible. Es más probable que la intención fuera convenir algún arreglo. El visitante fue hasta la habitación de Sally y o bien entró directamente o llamó y ella le hizo entrar. Era una persona, comprenden, de la que no podía temer nada. Sally estaría desvestida y en la cama. Debió estar adormilada pero sólo había alcanzado a tomar un poco del chocolate y no estaba drogada, sólo demasiado cansada para pensar en sutilezas o argumentos racionales. No se tomó el trabajo de levantarse de la cama ni de ponerse la bata. Quizá piensen, por lo que hemos llegado a saber de su carácter, que lo hubiese hecho de tratarse de un hombre. Pero ése es el tipo de evidencia que vale muy poco. Todavía no sabemos qué ocurrió entre Sally y esa persona. Sólo sabemos que, cuando ese visitante salió y cerró la puerta, Sally había muerto. Si suponemos que se trató de un asesinato no premeditado podemos arriesgar una suposición. Ahora sabemos que Sally estaba casada, que estaba enamorada de su marido, que lo esperaba para irse con él, hasta que lo estaba esperando cualquier día. Podemos adivinar, dado su comportamiento con Derek Pullen y el cuidado con que mantuvo su secreto, que gozaba con la sensación de poder que este secreto le daba. Pullen ha dicho, «Le gustaba mantener las cosas en secreto». Una mujer que entrevisté, para la que Sally había trabajado, dijo: «Era una pequeña reservada. Estuvo tres años conmigo y al final no sabía de ella más que el primer día que vino». Sally Jupp mantuvo la noticia de su casamiento en secreto en circunstancias muy difíciles. Su conducta no fue razonable. Su esposo estaba en el extranjero y le iba muy bien. La firma no le hubiera mandado de vuelta. La firma ni siquiera tenía por qué saberlo. Si Sally hubiese dicho la verdad, alguien la habría ayudado. Creo que mantuvo el secreto en parte porque quería probar su lealtad y su confiabilidad y en parte porque era de esas personas que se sienten atraídas por el secreto. Le daba la oportunidad de herir a su tío por quien no sentía ningún afecto, y le proporcionaba considerable diversión. Además le ofrecía una casa gratis durante siete meses. Su marido me ha dicho: «Sally siempre dijo que las madres solteras se llevaban la mejor parte». No creo que ninguno de los presentes esté de acuerdo con esto. Pero Sally Ritchie obviamente creía que vivimos en una sociedad que prefiere calmar su conciencia ayudando a los desgraciados interesantes antes que a los aburridos meritorios, y se encontró en una situación en la que pudo poner a prueba su teoría. Pienso que gozó en el St. Mary. Pienso que saber que era distinta de las demás le daba ánimos. Pienso que saboreaba por adelantado la expresión de la señorita Liddell cuando conociera la verdad, cómo se divertiría parodiando a las internas de St. Mary a su marido. Las cosas de siempre. «Que Sally les cuente la temporada en que fue una madre soltera». También yo pienso que gozaba con la sensación de poder que le daba su secreto. Gozó con la consternación de los Maxie ante un peligro que sólo ella sabía que no existía.
Deborah se movió incómoda en su silla.
—Parece conocerla muy bien. Si sabía que el compromiso no tenía realidad, por qué lo aceptó. Hubiera evitado preocupaciones a muchos diciéndole la verdad a Stephen.
Dalgliesh la miró.
—Estaría con vida. ¿Pero estaba en su carácter decirlo? No tendría que esperar mucho tiempo. Su marido llegaría en un vuelo, quizá dentro de uno o dos días. La declaración del doctor Maxie no fue sino una complicación adicional que agregaba su propio estímulo de emoción y diversión a la situación general. Recuerden que nunca aceptó la propuesta abiertamente. No, yo hubiera esperado que actuara como lo hizo. Es obvio que la señora Riscoe no le caía bien y lo iba mostrando con más audacia a medida que se aproximaba el retorno del marido. La declaración le ofreció más oportunidades para divertirse en privado. Creo que cuando le llegó la visita estaba acostada en la cama adormilada, feliz y divertida en su seguridad, sintiendo, quizá, que tenía en sus manos a la familia Maxie, toda la situación, el mundo mismo. Ni una sola de las docenas de personas que entrevisté la describió como buena. No creo que haya sido agradable con su visita. Menospreció la fuerza del enojo y la desesperación que la confrontaban. Quizá se rió. Y cuando lo hizo, esos dedos fuertes se cerraron alrededor de su garganta.
Se hizo un silencio. Felix Hearne interrumpió para decir rudamente:
—Ha equivocado su profesión, inspector. Ese histrionismo dramático merecía un público más numeroso.
—No seas tonto, Hearne —Stephen Maxie levantó una cara pálida y marcada por el cansancio—. ¿No ves que ya está bastante satisfecho con las reacciones que le estamos ofreciendo? —se volvió hacia Dalgliesh con un repentino estallido de furia—. ¿Las manos de quién? —preguntó—. ¿Por qué sigue con esta farsa? ¿Las manos de quién?
Dalgliesh no le hizo caso.
—Nuestro asesino va hacia la puerta y apaga la luz. Éste es el momento de escapar. Y entonces, quizá, tiene una duda. Puede ser la necesidad de asegurarse una vez más que Sally Jupp está muerta. Puede ser que la criatura se mueve en el sueño y tiene el deseo natural y humano de no dejarlo llorando y solo con la madre muerta. Puede ser la preocupación más egoísta de que sus gritos despertaran a la casa antes de que el asesino logre escapar. Sea cual fuere la razón, la luz se vuelve a encender por un instante. Se enciende y se apaga. A la espera en el extremo del prado y al abrigo de los árboles, Sydney Proctor ve lo que considera la señal esperada. No tiene reloj. Depende de la luz que se enciende. Avanza por el borde del prado hacia la casa siempre protegido por los árboles y los matorrales.
Cuando Dalgliesh hizo una pausa, su público miró a Proctor. Ahora estaba más sereno y parecía, en realidad, haber perdido a la vez su nerviosismo y agresividad defensiva iniciales. Prosiguió la historia con sencillez y tranquilidad como si el recuerdo de esa noche espantosa y el interés intenso y concentrado de su público lo hubieran liberado de la inhibición y de la culpa. Ahora que había superado la necesidad de justificarse ruidosamente, lo encontraban más fácil de tolerar. En cierto sentido había sido, como ellos, víctima de Sally. Escuchándolo, compartieron la desesperación y el miedo que lo habían impelido hasta su puerta.
—Pensé que debía haber perdido el primer destello. Había dicho dos destellos, de modo que esperé un poco y vigilé. Luego pensé que era mejor correr el albur. No tenía sentido seguir demorándome. Ya que había llegado tan lejos lo mismo podía terminarlo. Por otra parte, ella me obligaría. No había sido fácil conseguir las treinta libras. Había sacado todo lo posible de mi cuenta en la oficina de Correos, pero no eran más que diez. En casa no tenía mucho, sólo lo que había apartado para las cuotas del televisor. Lo cogí y empeñé mi reloj en un negocio de Canningbury. Supongo que el tipo se dio cuenta de que estaba desesperado y no me dio lo que valía. De todos modos tenía lo suficiente como para que se quedara tranquila. También había redactado un recibo para que lo firmara. No iba a correr ningún riesgo con ella después de esa escena en los establos. Pensé que no haría más que entregarle el dinero, hacerle firmar los recibos y volver a casa. Si intentaba alguna otra cosa rara, podía amenazarla con una acusación por chantaje. En ese caso el recibo sería útil, pero no creía que se llegaría a eso. Ella sólo quería el dinero y después me dejaría en paz. Bueno, no tendría mayor sentido intentarlo de nuevo ¿no les parece? No puedo conseguir dinero por encargo y Sally lo sabía muy bien. Nuestra Sally no era ninguna tonta, no señor. La pesada puerta exterior estaba abierta, cómo me había dicho. Yo tenía mi linterna y fue fácil encontrar la escalera y subir a su cuarto. Esa tarde me había enseñado el camino. Fue muy fácil. La casa estaba totalmente en silencio. Parecía vacía. La puerta de Sally estaba cerrada y por el ojo de la cerradura no se veía luz ni tampoco por debajo de la puerta. Eso me pareció extraño. Me pregunté si debía golpear, pero no tenía interés en hacer ruido. La casa estaba en un silencio tal que daba miedo. Por fin abrí la puerta y la llamé en voz baja. No contestó. Enfoqué la luz de la linterna a través de la habitación y sobre la cama. Estaba acostada allí. Al principio pensé que dormía y… bueno, fue como un alivio. Me pregunté si debería dejar el dinero sobre su almohada y luego pensé, «¿Por qué demonios habría de hacerlo?». Ella me había pedido que viniera. Le correspondía estar despierta. Además, quería irme de la casa. No sé cuándo comprendí que no estaba dormida. Me acerqué a la cama. Fue entonces cuando supe que estaba muerta. Es curioso que uno no pueda equivocarse con eso. Supe que no estaba enferma ni inconsciente. Sally estaba muerta. Tenía un ojo cerrado y el otro medio abierto. Parecía que me miraba, entonces extendí la mano izquierda y bajé el párpado. No sé qué me hizo tocarla. En realidad fue una maldita idiotez. Sólo que sentí que tenía que cerrar ese ojo que miraba fijamente. Tenía la sábana doblada bajo el mentón como si alguien la hubiese acomodado. La bajé y entonces vi el moretón en el cuello. Hasta entonces creo que la palabra «asesinato» no se me había ocurrido. Cuando lo pensé, bueno, supongo que perdí la cabeza. Debí haber sabido que había sido hecho con la mano derecha y que nadie podría sospechar de mí, pero cuando uno está asustado no piensa bien. Todavía tenía la linterna en la mano y temblaba tanto que hacía pequeños círculos alrededor de su cabeza. No la podía mantener quieta. Traté de pensar bien, preguntándome qué debía hacer. Entonces me di cuenta de que estaba muerta y yo estaba en su habitación con ese dinero encima. Era evidente lo que la gente pensaría. Supe que tenía que escaparme. No recuerdo haber llegado a la puerta, pero era demasiado tarde. Oí pisadas que se acercaban por el pasillo. Eran muy débiles. Supongo que en otro momento no las hubiese oído. Pero estaba tan excitado que podía oír los latidos de mi corazón. En un segundo corrí el cerrojo de la puerta y me apoyé contra ella, reteniendo la respiración. Al otro lado de la puerta había una mujer. Golpeó muy suavemente y dijo «Sally. ¿Estás dormida, Sally?» Llamó muy bajito. No veo cómo creía que la iba a oír. Quizás en realidad no le importaba. Lo he pensado mucho desde entonces pero, en el momento, no esperé a ver qué hacía. Pudo haber golpeado más fuerte y entonces el niño se habría echado a llorar a gritos o haber llamado a la familia al comprender que pasaba algo. Tenía que escaparme. Por suerte me mantengo en buen estado físico y la altura no me afecta. No es que fuera muy alto. Salí por la ventana del lado que está protegida por los árboles y el caño de desagüe estaba muy a mano. No podía lastimarme las manos y mis zapatos blandos de ciclismo me permitieron aferrarme bien. Caí en el último trecho y me torcí el tobillo, pero en el momento no lo sentí. Corrí hasta el abrigo de los árboles antes de mirar hacia atrás. La habitación de Sally seguía a oscuras y comencé a sentirme a salvo. Había escondido la bicicleta en el cerco al lado del sendero, y les puedo decir que me sentí contento al verla. Sólo cuando me subí a ella me di cuenta de lo que había pasado con mi pie. No pude apretar el pedal con él. Pese a todo, salí adelante. Además, empecé a pensar un plan. Necesitaba una coartada. Cuando llegué a Finchworthy monté mi accidente. No fue difícil. Es un camino tranquilo con un muro alto a la izquierda. Lo embestí fuertemente con la bicicleta hasta que la rueda delantera se dobló. Luego corté el neumático con mi navaja. De mí no tuve que ocuparme. Desempeñaba el papel de accidentado muy bien. Ya entonces el tobillo se me había hinchado y me sentía mal. En algún momento de la noche debió empezar a llover porque estaba mojado y sentía frío, aunque no recuerdo la lluvia. Me costó mucho arrastrarme a mí y a la bicicleta hasta Canningbury, y llegué a casa bien pasada la una. No tenía que hacer nada de ruido de modo que dejé la bicicleta en el jardín del frente y entré. Era importante no despertar a la señora Proctor antes de que yo tuviera la oportunidad de atrasar los dos relojes de abajo. En el dormitorio no tenemos ningún tipo de reloj. Solía dar cuerda al de oro todas las noches y tenerlo al lado de la cama. Si tan sólo podía acostarme sin despertar a mi mujer, calculaba que todo andaría bien. Pensé que tendría mala suerte. Debió estar despierta y atenta a la puerta porque vino a lo alto de la escalera y me llamó. A esas alturas ya no tenía ánimo para aguantar nada más, así que le grité que volviera a la cama que ya subía. Hizo lo que le dije (generalmente lo hace) pero yo sabía que al cabo de un rato bajaría. Pero eso me daba mi oportunidad. Para cuando se puso la bata y bajó la escalera como un gato, yo ya había atrasado los relojes a medianoche. Insistió en hacerme una taza de té. Yo sudaba tratando de que volviera a la cama antes de que alguno de los relojes de la ciudad diera las dos. Era el tipo de cosa que ella suele recordar. Finalmente conseguí que subiera y se quedó dormida muy rápido. Les digo que conmigo fue muy distinto. Dios mío. ¡No querría volver a pasar una noche como esa! Se podrá decir lo que quieran de nosotros y de la manera en que tratamos a Sally. Pienso que se aprovechó bastante de nosotros. Pero si se sentía maltratada, bueno, la pequeña perra se desquitó esa noche.
Les escupió la escandalosa palabra y luego, en el silencio, masculló algo que pudo ser una disculpa y se cubrió la cara con esa grotesca mano derecha. Nadie habló por un momento y luego Catherine dijo:
—Usted no vino a la indagatoria ¿no? Nos extrañó entonces, pero algo se habló de que estaba enfermo. ¿Fue porque tenía miedo de que le reconocieran? Pero para entonces ya debía saber cómo había muerto Sally y que nadie podía sospechar de usted.
Bajo la presión de la emoción, Proctor había relatado su historia con una fluidez desinhibida. Ahora se reafirmó la necesidad de justificarse y volvió a su belicosidad anterior:
—¿Por qué había de ir? No estaba en condiciones de hacer nada. Claro que sabía cómo había muerto. La policía nos lo dijo cuando mandaron a uno el domingo por la mañana. No se tomó mucho tiempo para preguntarme cuándo la había visto por última vez, pero yo tenía mi historia lista. Supongo que todos ustedes piensan que debí haberle contado lo que sabía. ¡Y bien, no lo hice! Sally había traído bastantes problemas en vida y no iba a agregar otros ya muerta si yo podía evitarlo. No veía por qué mis asuntos personales tenían que salir a relucir en el tribunal. Estas cosas no son fáciles de explicar. La gente puede interpretarlo mal.
—Peor aún, podrían comprender demasiado bien —dijo Felix secamente.
La cara delgada de Proctor enrojeció. Se puso de pie y dándole la espalda a Felix se dirigió a Eleanor Maxie:
—Si me disculpa me iré ahora. No quise entrometerme. Fue sólo porque tenía que ver al inspector. Deseo de veras que todo esto salga bien, pero ustedes no me necesitan aquí.
«Habla como si fuera a dar a luz», pensó Stephen. El deseo de afirmar su independencia de Dalgliesh y de mostrar que por lo menos un miembro de la familia todavía se consideraba dueño de sus actos lo llevó a preguntar:
—¿Puedo llevarlo a su casa? El último autobús salió a las ocho.
Proctor hizo un gesto negativo pero no lo miró.
—No. No, gracias. Tengo la bicicleta fuera. La arreglaron bien, considerando cómo estaba. Por favor, no se tome el trabajo de acompañarme.
Estaba ahí de pie, la mano enguantada caía suelta, una figura patética y poco simpática pero no falta de dignidad. «Por lo menos», pensó Felix, «tiene la discreción de comprender cuando está de más». De pronto, y con un pequeño gesto rígido, Proctor tendió su mano izquierda a Eleanor Maxie y ella se la estrechó.
Stephen le acompañó hasta la puerta. Mientras él estuvo fuera, nadie habló. Felix sintió que la tensión aumentaba y experimentó una crispación en las aletas de la nariz al recordar el olor del miedo. Ahora iban a saberlo. Se les había dicho todo salvo el nombre. ¿Pero hasta qué punto se estaban dejando llevar a aceptar la verdad? Los observó con los párpados bajos. Deborah estaba curiosamente tranquila, como si el fin de la mentira y el engaño hubiese traído su propia paz. No creía que Deborah supiera lo que se avecinaba. La cara de Eleanor Maxie estaba gris, pero las manos cruzadas se apoyaban flojas sobre el regazo. Casi podía creerse que estaba pensando en otra cosa. Catherine Bowers estaba sentada tiesa, los labios apretados como desaprobando. Al principio, Felix había pensado que lo estaba pasando bien. Ahora, no estaba tan seguro. Observó con satisfacción sardónica sus manos apretadas, el rictus nervioso en el rabillo de sus ojos.
De pronto Stephen estuvo de vuelta con ellos y Felix habló:
—¿Esto no ha durado demasiado? Hemos oído la evidencia. Esa puerta trasera estuvo abierta hasta que Maxie la cerró a las doce y treinta y tres. Algún tiempo antes alguien entró y mató a Sally. La policía no ha descubierto quién fue y no parece que lo vaya a descubrir. Pudo haber sido cualquiera. Sugiero que ninguno de nosotros diga nada más.
Los miró a todos. La advertencia fue evidente. Dalgliesh dijo suavemente:
—¿Usted sugiere que un desconocido total entró en la casa, no intentó robar nada, se dirigió sin ninguna duda a la habitación de la señorita Jupp y la estranguló mientras, sin intentar ningún pedido de auxilio, ella se acostaba cortésmente en la cama?
—Pudo haberle invitado a entrar, quienquiera que fuese —dijo Catherine.
Dalgliesh se volvió hacia ella.
—Pero estaba esperando a Proctor. No podemos suponer que quisiera convertir esa pequeña transacción en una reunión. ¿Y a quién podía invitar? Hemos interrogado a todos los que la conocían.
—Por amor de Dios dejen de comentarlo —gritó Felix—. ¡No se dan cuenta de que están haciendo lo que él quiere! ¡No hay ninguna prueba!
—¿No la hay? —dijo Dalgliesh en voz baja—. Me lo pregunto.
—Por lo menos sabemos quién no lo hizo —dijo Catherine—. No fue Stephen ni Derek Pullen porque tienen coartadas, y no fue el señor Proctor por su mano. No puede ser que a Sally la haya matado su tío.
—No —dijo Dalgliesh—. Ni Martha Bultitaft que no supo cómo había muerto hasta que se lo dijo el señor Hearne. Ni usted, señorita Bowers, que golpeó su puerta y trató de hablar con ella cuando ya estaba muerta. Ni la señora Riscoe, cuyas uñas inevitablemente habrían dejado arañazos. Nadie puede hacer crecer sus uñas de ese modo en una noche y el asesino no tenía guantes. Ni el señor Hearne, pese a que quiera hacérmelo creer. El señor Hearne no sabía en qué cuarto dormía Sally. Le tuvo que preguntar al señor Maxie adónde debía llevar la escalera.
—Sólo un tonto hubiese demostrado que lo sabía. Pude haber mentido.
—Sólo que no mentiste —dijo Stephen con rudeza—. Puedes guardarte tu maldita actitud protectora para ti. Eres la última persona que hubiese querido ver muerta a Sally. Una vez Sally instalada aquí, Deborah quizá se habría casado contigo. Créeme que no la habrías conseguido en ninguna otra situación. Ahora nunca se casará contigo y tú lo sabes.
Eleanor Maxie levantó la vista y dijo con calma:
—Fui a su habitación para hablar con ella. Me pareció que el casamiento no sería tan malo si realmente quería a mi hijo. Quería saber qué sentía. Estaba cansada y debí haber esperado a la mañana siguiente. Allí estaba ella echada en su cama y canturreando sola. Todo habría estado bien sino hubiese hecho dos cosas. Se rió de mí. Y me dijo, Stephen, que iba a tener un hijo tuyo. Fue tan rápido. Un segundo estaba viva y riéndose. Al otro fue una cosa muerta en mis manos.
—¡Así que fue usted! —dijo Catherine en un susurro—. Fue usted.
—Está claro —dijo Eleanor Maxie suavemente—. Piénsalo bien. ¿Quién podía haberlo hecho si no?