GOLPEARON la puerta y apareció Martha, con cofia y delantal, impasible como siempre. Llevaba el pelo tirante hacia atrás bajo la cofia antigua curiosamente alta; los tobillos se veían hinchados por encima de los zapatos negros a rayas. Si los Maxie vieron en su mente a una mujer desesperada que aferraba ese frasco incriminatorio buscando el refugio de su cocina familiar como un animal asustado, no dieron ninguna señal de ello. Tenía el aspecto de siempre y si se había convertido en una extraña no lo era tanto como se habían vuelto ahora ellos, los unos para los otros. No dio ninguna explicación de su presencia, salvo anunciar: «El señor Proctor para el inspector». En seguida desapareció y la figura en sombras a sus espaldas se adelantó a la luz. Proctor estaba demasiado enojado para desconcertarse al verse introducido tan de repente en una habitación llena de gente que, obviamente, estaba hablando de asuntos privados. No pareció tomar nota de ninguno, excepto Dalgliesh, y avanzó hacia él en son de guerra.
—Vea, inspector, necesito protección. Esto no está bien. Intenté verlo en la comisaría. No quisieron decirme dónde estaba, por favor, pero a mí no me iban a engañar con ese sargento de guardia. Supuse que lo encontraría aquí. Hay que tomar alguna medida.
Dalgliesh le observó en silencio durante un minuto.
—¿Qué es lo que no está bien, señor Proctor? —inquirió.
—Ese jovencito. El esposo de Sally. Ha andado por casa amenazándome. Estaba borracho, si me preguntan mi opinión. No es culpa mía si ella se hizo matar y así se lo dije. No voy a permitirle que perturbe a mi mujer. Y además están los vecinos. Lo hubiera oído insultándome a gritos que se oían en toda la avenida. Mi hija también estaba ahí. No está bien hacer eso delante de una criatura; soy inocente de este crimen como usted sabe muy bien, y quiero protección.
En realidad tenía aspecto de que le vendría bien que lo protegieran de mucho más que de James Ritchie. Era un hombrecito flaco de cara rojiza que parecía una gallina enojada, y con un tic que le hacía mover la cabeza cuando hablaba. Estaba cuidadosamente vestido pero con ropa barata. El impermeable gris estaba limpio y el sombrero de paño que sostenía rígido con la mano enguantada, tenía una cinta recién comprada. Catherine dijo de pronto:
—Usted estuvo en esta casa el día del crimen, ¿no es cierto? Lo vimos en la escalera. Debía venir de la habitación de Sally.
Stephen miró a su madre y dijo:
—Será mejor que entre y se sume al grupo de oración, señor Proctor. Se dice que las confesiones públicas son buenas para el alma. En realidad, calculó su entrada bastante bien. Supongo que tiene interés en saber quién mató a su sobrina.
—¡No! —dijo Hearne súbita y violentamente—. No seas tonto, Maxie. No le metas en esto.
Su voz recordó a Proctor en qué ambiente estaba. Dirigió su atención a Felix y lo que vio no pareció gustarle.
—¡De modo que no puedo quedarme! Y qué pasa si decido quedarme. Tengo derecho a saber qué está pasando —lanzó una mirada furiosa a las caras que lo observaban sin acogerlo—. Les gustaría que hubiese sido yo, ¿verdad? Todos ustedes. No crean que no lo sé. Querrían poder acusarme a mí. Me vería mal si la hubieran envenenado o golpeado en la cabeza ¿no es así? Qué lástima que uno de ustedes no pudo contenerse de ponerle las manos encima ¿no? Pero si hay algo de lo que no me pueden acusar es de estrangular a alguien. ¿Por qué? ¡Por esto!
Tuvo un movimiento convulsivo repentino, se oyó un ruidito y hubo un momento increíble de pura comedia cuando su mano derecha artificial cayó con un golpe seco sobre el escritorio, delante de Dalgliesh. La miraron fijamente como fascinados, tirada ahí como una reliquia obscena, con los dedos de goma curvados en una súplica impotente. Respirando pesadamente, Proctor se encajó una silla debajo con un diestro movimiento de la mano izquierda y se sentó en ella triunfante, mientras Catherine volvía a él sus ojos claros en señal de reproche como si fuera un paciente difícil que se había comportado con más malhumor de lo usual.
Dalgliesh tomó la palabra:
—Ya lo sabíamos, por cierto, aunque me alegra decir que lo supe de una manera mucho menos espectacular. El señor Proctor perdió la mano derecha en un bombardeo. Este sustituto ingenioso ha sido hecho con lino y pegamento. Es liviano y fuerte y tiene tres dedos articulados con nudillos como una mano verdadera. Moviendo el hombro izquierdo y alejando levemente el brazo del cuerpo, quien lo lleva ajusta una cuerda de control que va del hombro hasta el pulgar. Esto abre el pulgar contra la presión de un elástico. Cuando se relaja la tensión del hombro, el elástico cierra automáticamente el pulgar contra el índice inmóvil. Como ven, es un aparato ingenioso, y el señor Proctor puede hacer muchas cosas con él. Puede trabajar, montar en bicicleta y ofrecer un aspecto casi normal al mundo. Pero hay una cosa que no puede hacer, no puede matar por estrangulación manual.
—Podría ser zurdo.
—Podría serlo, señorita Bowers, pero no lo es, y la evidencia demuestra que a Sally la mató un fuerte apretón con la mano derecha.
Dio la vuelta a la mano y la empujó sobre la mesa hacia Proctor.
—Ésta, está claro, es la mano que cierto muchachito vio abrir la trampilla de los establos de Bocock. Sólo podía haber una persona relacionada con este caso que llevaría guantes de cuero en un día cálido de verano y en una fiesta al aire libre. Ésta fue una clave para conocer su identidad y hubo otras. La señorita Bowers tiene mucha razón. El señor Proctor estuvo en Martingale esa tarde.
—¿Y qué hay con eso? Sally me invitó a venir. Era mi sobrina ¿no es así?
—Bueno, vamos, Proctor —dijo Felix—. No nos va a decir que se trató de una visita de cortesía, ¡que fue sólo para preguntar por la salud del bebé! ¿Cuánto le estaba pidiendo?
—Treinta libras —dijo Proctor—. Andaba detrás de treinta libras y de mucho le servirían ahora.
—Y como necesitaba treinta libras —siguió Felix implacable—, es natural que pensara en su pariente más próximo de quien se esperaría que la ayudara. Es una historia conmovedora.
Antes de que Proctor pudiese contestar, Dalgliesh interrumpió:
—Pedía treinta libras porque quería tener dinero cuando volviera el marido. Habían arreglado que ella seguiría trabajando y ahorrando todo lo que pudiera. Sally tenía la intención de cumplir con ese trato, bebé o no bebé. Tenía el propósito de conseguir este dinero de su tío por un método bastante común. Le dijo que se iba a casar sin decirle con quién, y que ella y su marido harían conocer la manera en que él la había tratado a menos que le pagara por su silencio. Amenazó con contarle todo a sus empleadores y a los vecinos respetables de Canningbury. Habló de haber sido privada de sus derechos. Por otra parte, si él optaba por pagar, ni ella ni su marido volverían a ver o a molestar a los Proctor.
—Pero eso fue un chantaje —gritó Catherine—. Le debió decir que dijera lo que quisiera. Nadie le habría creído. ¡A mí no me habría sacado ni un penique!
Proctor se quedó callado. Los otros parecían haber olvidado su presencia. Dalgliesh continuó:
—Pienso que el señor Proctor hubiera estado muy satisfecho de seguir su consejo, señorita Bowers, si su sobrina no hubiese usado cierta frase. Habló de haber sido privada de sus derechos. Es probable que no haya querido decir nada más que no la habían tratado como a su prima, aunque la señora Proctor lo negaría. Tal vez haya sabido más de lo que pensamos. Pero por razones que no es del caso comentar aquí, esa frase resultó incómoda a oídos de su tío. Su reacción debió de ser interesante y Sally fue lo bastante inteligente como para aprovechar la ocasión. El señor Proctor no es un actor. Trató de descubrir cuánto sabía su sobrina y sus sondeos lo delataron. Cuando se separaron, Sally sabía que esas treinta libras, y quizá más, ya estaban aseguradas.
La voz áspera de Proctor interrumpió:
—Pero le dije que me tendría que dar un recibo. Sabía cuáles eran sus intenciones. Dije que estaba dispuesto a ayudarla esta vez ya que se iba a casar y no podía menos que tener gastos. Pero sería la última. Si lo intentaba otra vez, iría a la policía y tendría el recibo como prueba.
—No lo hubiera intentado otra vez —dijo Deborah tranquilamente. Los ojos de los hombres se volvieron hacia ella—. Sally no lo hubiera hecho. Sólo jugaba con usted, moviendo los hilos para divertirse viéndole bailar. Si podía conseguir treinta libras y divertirse además, mucho mejor, pero lo que más la atrajo fue verle sudar. Pero no se habría tomado el trabajo de seguir con eso. La diversión la aburrió al cabo de un rato. A Sally le gustaba comerse a sus víctimas frescas.
—Oh, no, no —Eleanor Maxie abrió sus manos con un gesto de protesta—. No era así, en realidad. Nunca la conocimos realmente.
Proctor no le hizo caso y de pronto y sorpresivamente sonrió a Deborah como aceptando una aliada.
—Es muy cierto. Usted sabe cómo era. Me manejaba con un hilo. Lo tenía todo planeado. Tenía que conseguir las treinta libras esa noche y llevárselas. Hizo que la siguiera dentro de la casa y me llevó a su habitación. Eso fue bastante feo, escabullirme para entrar y para salir. Fue entonces cuando las encontré en la escalera. Me mostró la puerta trasera y dijo que me la abriría a medianoche. Me tenía que quedar entre los árboles, al fondo del prado, hasta que encendiera la luz del dormitorio y la apagara. Ésa sería la señal.
Felix lanzó una carcajada.
—Pobre Sally. ¡Qué exhibicionista! Tenía que haber teatro aunque la matara.
—Al final lo hizo —dijo Dalgliesh—. Si Sally no hubiese jugado con la gente, hoy viviría.
—Ese día estaba en un estado de ánimo extraño —recordó Deborah—. Había una especie de locura en ella. No me refiero sólo a que me copiara el vestido o que simulara aceptar a Stephen. Estaba tan traviesa como una criatura. Supongo que podía haber sido su particular forma de felicidad.
—Se fue a la cama contenta —dijo Stephen.
Y de pronto todos se quedaron callados, recordando. En alguna parte dio la hora suave y claramente, pero no hubo ningún otro sonido salvo el leve roce del papel cuando Dalgliesh dio la vuelta a una página. Afuera, subiendo hacia el fresco y el silencio, estaba la escalera por la que Sally había subido aquella última bebida nocturna. Mientras escuchaban, casi fue posible imaginar el sonido de una pisada leve, el roce de la lana sobre los escalones, el eco de una risa. Afuera en la oscuridad, el borde del prado era una mancha borrosa y la luz del escritorio se reflejaba sobre ella como una hilera de farolillos chinos colgados en la noche perfumada. ¿Se vislumbraba un vestido blanco flotando entre ellos y un remolino de cabellos? En algún lugar, por encima de ellos, estaba el cuarto de los niños, vacío ahora, blanco y aséptico como una morgue. ¿Podría alguno de ellos enfrentar esa escalera y abrir la puerta del cuarto de los niños sin el temor de que la cama no estuviese vacía? Deborah se estremeció y habló por todos:
—Por favor —dijo—. ¡Por favor díganos qué ocurrió!
Dalgliesh levantó los ojos y la miró. Luego la voz uniforme y profunda continuó.