Capítulo IX

1

DE común acuerdo se reunieron en el despacho. Alguien había dispuesto las sillas en semicírculo alrededor de la pesada mesa, alguien había llenado con agua la jarra que estaba a la derecha de Dalgliesh. Sentado solo a la mesa con Martin a sus espaldas, Dalgliesh observó a sus sospechosos a medida que entraban. Eleanor Maxie era la más serena. Tomó una silla frente a la luz y se sentó indiferente y tranquila, contemplando el prado y los árboles más alejados. Era como si su suplicio hubiera terminado ya. Stephen Maxie entró a grandes pasos, lanzó una mirada a Dalgliesh en la que se mezclaban el desprecio y el desafío, y se sentó al lado de su madre. Felix Hearne y Deborah Riscoe llegaron juntos, pero no se miraron y se sentaron separados. Dalgliesh sintió que la relación entre ellos se había alterado sutilmente desde la comedia fracasada de la noche anterior. Se preguntaba por qué Hearne se habría prestado a un engaño tan obvio. Mientras miraba el cardenal que se iba oscureciendo en el cuello de la joven, apenas disimulado con el chal anudado, se maravillaba más de la fuerza que Hearne al parecer había juzgado necesario usar. Catherine Bowers fue la última en entrar. Se ruborizó al notar que la miraban y se deslizó hasta la única silla vacía como una estudiante ansiosa que llega tarde a una clase. Cuando Dalgliesh abrió el expediente, oyó las primeras notas lentas de la campana de la iglesia. Las campanas habían sonado la primera vez que entró en Martingale. Habían sonado a menudo como telón de fondo para su investigación, la música adecuada a un crimen. Ahora tañían a muerto y se preguntó, sin que tuviera nada que ver, quién habría muerto en el pueblo; alguien para quien las campanas tañían como no lo habían hecho para Sally.

Levantó la vista de los papeles y comenzó a hablar con su voz calma y profunda:

—Uno de los rasgos más inusuales de este crimen es el contraste entre la aparente premeditación y su ejecución. Toda la evidencia médica indica un crimen impulsivo. Esto no fue una estrangulación lenta. Había pocos de los signos clásicos de la asfixia. Se había usado una fuerza considerable y había una fractura del asta superior del cartílago tiroides en su base. Sin embargo, la muerte se debió a la inhibición del vago y fue muy súbita. Hubiera podido muy bien ocurrir aun si el estrangulador hubiese usado muchísima menos fuerza. A primera vista era un cuadro de un único ataque hecho sin premeditación. Esto queda confirmado además por el uso de las manos. Si un asesino tiene la intención de matar por estrangulación, generalmente lo hace con una cuerda, o un chal, o quizás una media. Esto no ocurre siempre pero es fácil ver la razón. Pocas personas pueden confiar en su capacidad para matar sólo con las manos. Hay una persona en esta habitación que podría confiar en esa capacidad, pero no creo que hubiera usado ese método. Hay maneras más efectivas de matar sin un arma y él las conocería.

Felix Hearne masculló entre dientes, «Pero eso fue en otro país y además, la muchacha murió». Si Dalgliesh oyó la cita o percibió la leve tensión de los músculos mientras su público controlaba el impulso de mirar a Hearne, no lo dejó traslucir y continuó con tranquilidad:

—En contraste con este aparente impulso, en el hecho nos enfrentamos con el intento de drogar a la víctima, cumplido parcialmente, que sin duda prueba la intención de dejar inconsciente a la joven. Esto pudo deberse a la necesidad de facilitar la entrada a su habitación sin despertarla o para asesinarla mientras dormía. Deseché la teoría de dos intentos de asesinato por separado y distintos en la misma noche. Nadie en esta habitación tenía motivos para sentir simpatía por Sally y algunos entre ustedes quizá tuvieran motivos para odiarla. Pero sería forzar demasiado la incredulidad pensar que dos personas eligieron la misma noche para intentar matarla.

—Si es que la odiábamos —dijo Deborah suavemente—, no éramos los únicos.

—Estaba ese muchacho Pullen —dijo Catherine—. No me van a decir que entre ellos no había nada.

Vio que Deborah hacía un gesto de disgusto ante la vulgaridad y siguió en son de lucha:

—¿Y qué hay de la señorita Liddell? Todo el pueblo habla de que Sally había descubierto algo deshonroso acerca de ella y amenazaba decirlo. Si era capaz de chantajear a una persona, podía chantajear a otra.

Stephen Maxie dijo cansado:

—No puedo imaginar a la pobre vieja Liddell trepando caños o escurriéndose por la puerta trasera para enfrentar a Sally a solas. No tendría el coraje. Y es imposible imaginarla intentado seriamente matar a Sally con sus manos.

—Hubiera podido —dijo Catherine—, si hubiese sabido que Sally estaba drogada.

—Pero no podía saberlo —señaló Deborah—. Y tampoco pudo haber puesto la droga en la taza de Sally. Ella y Epps se iban cuando Sally se llevó la taza a la cama. Y recuerden que se llevó mi taza. Antes de eso los dos estaban en esta habitación con mamá.

—Cogió tu taza de la misma manera que copió tu vestido —dijo Catherine— pero alguien debió agregarle el Sommeil más tarde. Nadie podría querer drogarte a ti.

—No se pudo poner más tarde —dijo Deborah secamente—. ¿Cuándo pudo haber oportunidad de hacerlo? Supongo que uno de nosotros entró de puntillas con el frasco de comprimidos de papá, le hizo creer a Sally que se trataba de una visita amistosa, y luego esperó a que Sally se inclinara sobre el bebé y dejó caer uno o dos comprimidos en su chocolate. No tiene sentido.

La voz tranquila de Dalgliesh interrumpió:

—Nada de todo eso tiene sentido si el intento de drogarla y la estrangulación están relacionados. Sin embargo, como he dicho, fue demasiada coincidencia que alguien intentara estrangular a Sally Jupp la misma noche en que otra persona intentó envenenarla. Pero podría haber otra explicación. ¿Y si la droga no fuera un incidente aislado? Supongamos que alguien la haya puesto regularmente en la bebida nocturna de Sally. Alguien que supiera que sólo Sally tomaba chocolate, de modo que el Sommeil se podía poner con toda impunidad en la lata de chocolate. Alguien que supiera dónde se guardaba la droga y tuviera la experiencia necesaria como para saber cuál era la dosis conveniente. Alguien que quería desacreditar a Sally y que la echaran, y que pudiese quejarse si Sally se quedaba dormida repetidamente. Alguien que probablemente hubiera sufrido más por culpa de Sally de lo que el resto de la gente se imaginaba, y se sentía satisfecha de hacer algo, aunque en apariencia inútil, que le diese una sensación de poder sobre la joven. En un sentido, comprenden, remplazaba al asesinato.

—Martha —dijo Catherine sin querer.

Los Maxie se quedaron callados. Si lo sabían o lo habían supuesto, no lo dejaron traslucir. Eleanor Maxie pensó con tristeza en la mujer que había dejado en la cocina llorando por el amo muerto. Martha se había puesto de pie al entrar ella, las manos gruesas y ásperas cruzadas sobre el delantal. No había hecho ningún gesto cuando la señora Maxie se lo dijo. Las lágrimas dolían más, por lo silenciosas. Cuando habló, había controlado la voz perfectamente, aunque todavía le corrían lágrimas por la cara y caían sobre las manos inmóviles. Sin barullo y sin dar explicaciones le había dicho que dejaba la casa. Le gustaría irse al finalizar la semana. Tenía una amiga en Herefordshire que la recibiría por un tiempo. La señora Maxie ni había discutido ni había intentado persuadirla. No era su estilo. Pero ahora, mientras dirigía una mirada cortés y atenta a Dalgliesh, su mente honesta investigaba los motivos que la habían inducido a excluir a Martha del lecho de muerte y le interesaba esta revelación de que una lealtad que la familia toda había dado por sentada, había sido más complicada, menos condescendiente de lo que ninguno de ellos había sospechado, y por fin había sido llevada demasiado lejos.

Catherine estaba hablando. Al parecer no tenía ninguna aprensión y seguía la explicación de Dalgliesh como si estuviera explicando un caso atípico e interesante.

—Está claro que Martha siempre podía coger el Sommeil. La familia era asombrosamente descuidada en lo que concierne a los remedios del señor Maxie. ¿Pero por qué habría de querer drogar a Sally esa noche en especial? Después de la escena durante la cena, la señora tenía cosas más importantes por qué preocuparse que el hecho de que Sally no se levantara a su hora. Era demasiado tarde para echarla por ese motivo. ¿Y por qué Martha ocultó el frasco bajo la estaca con el nombre de Deborah? Siempre creí que adoraba a la familia.

—También lo creyó la familia —dijo Deborah secamente.

—Drogó el chocolate otra vez esa noche porque no sabía nada del supuesto compromiso —dijo Dalgliesh—. En ese momento no estaba en el comedor y nadie se lo dijo. Fue a la habitación del señor Maxie y cogió el Sommeil, y lo escondió presa del pánico porque creyó que había matado a Sally con la droga. Si recuerdan ese momento, se darán cuenta de que la señora Bultitaft fue la única persona de la casa que en realidad no entró en la habitación de Sally. Mientras todos ustedes rodeaban la cama, su única preocupación fue esconder el frasco. No fue una cosa razonable de hacer, pero ella estaba más allá de una conducta razonable. Corrió al jardín con él y lo escondió en la primera tierra blanda que encontró. Pienso que no iba a ser sino un escondite temporal. Es por eso que lo marcó en un apuro con la primera maderita que encontró. Resultó ser la suya por casualidad, señora Riscoe. Luego volvió a la cocina, tiró el resto del chocolate en polvo y el papel que forraba la lata en la cocina, lavó la lata y la dejó en el cubo de basura. Fue la única persona que tuvo la oportunidad de hacer estas cosas. Luego, el señor Hearne fue a la cocina para ver si la señora Bultitaft estaba bien y para ofrecer su ayuda. Esto es lo que el señor Hearne me contó.

Dalgliesh dio la vuelta a una página de su expediente y leyó:

—«Parecía atontada y no dejaba de repetir que Sally debía haberse suicidado. Le señalé que eso era anatómicamente imposible y esto pareció alterarla aún más. Me dirigió una mirada extraña… y estalló en fuertes sollozos».

Dalgliesh miró a su público.

—Creo que podemos aceptar que la emoción de la señora Bultitaft fue una reacción de alivio. También sospecho que antes de que la señorita Bowers llegara para alimentar a la criatura, el señor Hearne debe haber preparado a la señora Bultitaft para el inevitable interrogatorio de la policía. La señora Bultitaft dice que no le confesó a él ni a ninguno de ustedes que era responsable de haberle dado la droga a Sally. Eso puede ser cierto. No quiere decir que el señor Hearne no lo haya adivinado. Estaba muy dispuesto, como lo ha estado durante todo el caso, a callar si así despistaba a la policía. Hacia el final de esta investigación, con el fingido ataque a la señora Riscoe, adoptó una conducta más positiva al tratar de engañar.

—La idea fue mía —dijo Deborah con tranquilidad—. Se lo pedí. Le obligué a hacerlo.

Hearne hizo caso omiso de la interrupción y dijo simplemente:

—Quizás adiviné lo de Martha. Pero ella fue totalmente sincera. No me lo dijo y yo no se lo pregunté. No era asunto mío.

—No —dijo Dalgliesh con amargura—. No era asunto suyo —su voz había perdido su neutralidad controlada y todos lo miraron sorprendidos por su repentina vehemencia—. Ésa ha sido su actitud todo el tiempo, ¿no es así? No nos metamos en los asuntos de los demás. No cometamos la vulgaridad de interesarnos. Si es que hemos de tener un asesinato, que sea manejado con buen gusto. Hasta sus esfuerzos por estorbar a la policía habrían sido más efectivos si se hubieran preocupado por saber un poco más de los demás. La señora Riscoe no hubiese necesitado montar ese ataque contra ella mientras su hermano estaba seguro en Londres, si ese hermano le hubiera dicho que tenía una coartada para la hora de la muerte de Sally Jupp. Derek Pullen no se habría torturado preguntándose si debía proteger a un asesino si el señor Stephen Maxie se hubiese tomado el trabajo de explicarle qué hacía con una escalera en el jardín el sábado por la noche. Al final le arrancamos la verdad a Pullen, pero no fue fácil.

—Pullen no tenía interés en protegerme —dijo Stephen con indiferencia—. ¡Pero no podía dejar de comportarse como un caballerito! Tendría que haberle oído cuando me llamó por teléfono para explicarme hasta qué punto iba a portarse como un viejo compañero de colegio. «Tu secreto está a salvo conmigo, Maxie, ¿pero por qué no haces lo que corresponde?». ¡Maldita insolencia!

—¿Supongo que nada se opone a que sepamos qué hacías con una escalera? —preguntó Deborah.

—¿Qué podría oponerse? La traía de vuelta de la casa de Bocock. La usamos esa tarde para recuperar uno de los globos que se enganchó en su olmo. Ya saben cómo es Bocock. La habría arrastrado hasta aquí a primera hora de la mañana y es demasiado pesada para él. Supongo que estaba con ánimo para un poco de masoquismo de modo que me la eché al hombro. No podía imaginarme que me iba a encontrar con Pullen oculto en los viejos establos. Al parecer tiene la costumbre de hacerlo. Tampoco podía saber que Sally sería asesinada y que Pullen usaría su gran cerebro para atar cabos y suponer que había usado la escalera para trepar a su habitación y matarla. ¿Por qué trepar, por otra parte? Podía haber entrado por la puerta. Y ni siquiera llevaba la escalera en esa dirección.

—Es probable que haya pensado que estabas tratando de hacer recaer sospechas sobre una persona de afuera —sugirió Deborah—. El mismo, por ejemplo.

La voz perezosa de Felix interrumpió:

—¿No se te ocurrió, Maxie, que el muchacho estuviera sinceramente preocupado e indeciso?

Stephen se movió en la silla incómodo.

—No perdí mi sueño por él. No tenía derecho a estar en nuestra propiedad y se lo dije. No sé cuánto tiempo habrá estado esperando ahí, pero debe haberme visto cuando dejaba la escalera. Luego salió desde las sombras como una furia vengadora y me acusó de engañar a Sally. Parece tener ideas curiosas sobre la diferencia de clases. Cualquiera hubiera pensado que yo había estado haciendo uso del droit de seigneur. Le dije que se ocupara de sus propios asuntos, sólo que con menos cortesía, y se volvió contra mí. Ya había soportado todo lo que podía aguantar de manera que le pegué y le di en un ojo, haciéndole caer las gafas. Todo fue muy vulgar y estúpido. Estábamos demasiado cerca de la casa como para estar seguros, de modo que no nos atrevíamos a hacer mucho ruido. Nos quedamos ahí susurrando insultos y tanteando en el suelo para encontrar sus gafas. Casi no ve sin ellas, así que pensé que sería mejor acompañarlo hasta la esquina de Nessingford Road. Interpretó que lo estaba echando de la propiedad; de cualquier manera su orgullo habría quedado herido de manera que no importó mucho. Para cuando nos dimos las buenas noches se había persuadido a sí mismo de adoptar lo que imaginaba era el estado de ánimo apropiado. ¡Hasta quería que nos estrecháramos la mano! Yo no sabía si reírme o tirarlo al suelo de nuevo. Lo siento, Deb, pero es ese tipo de persona.

Eleanor Maxie habló por primera vez:

—Es una lástima que no nos hubieras contado esto antes. Le habría ahorrado mucha inquietud al pobre muchacho.

Parecían haber olvidado la presencia de Dalgliesh, pero ahora éste habló:

—El señor Maxie tenía un motivo para no hablar. Comprendía que para todos ustedes era importante que la policía pensara que había habido una escalera a mano para subir hasta la ventana de Sally. Sabía la hora aproximada de su muerte y prefería que la policía no supiera que la escalera no había sido devuelta al viejo establo antes de las doce y veinte. Con suerte supondríamos que había estado allí toda la noche. Por una razón muy similar fue impreciso acerca de la hora en que dejó la cabaña de Bocock y mintió sobre la hora en que se acostó. Si Sally había sido asesinada a medianoche por alguien que vive bajo este techo, prefería que hubiese muchos sospechosos. Comprendía que la mayoría de los crímenes se resuelven por un proceso de eliminación. Por otra parte creo que decía la verdad sobre la hora en que cerró la puerta sur. Fue alrededor de las doce treinta y tres, y ahora sabemos que a las doce y treinta y tres hacía más de media hora que Sally Jupp había muerto. Murió antes de que el señor Maxie dejara la cabaña de Bocock y más o menos al mismo tiempo que el señor Wilson de la tienda del pueblo se levantó de la cama para cerrar una ventana que crujía y vio a Derek Pullen pasando ligero delante de su casa, con la cabeza gacha, hacia Martingale. Pullen esperaba, quizá, ver a Sally y escuchar sus explicaciones. Pero sólo llegó al refugio de los viejos establos antes de que llegara el señor Maxie, llevando la escalera. Y para entonces Sally Jupp había muerto.

—¿De modo que no fue Pullen? —dijo Catherine.

—¿Cómo podía haber sido él? —dijo Stephen bruscamente—. No la había matado cuando habló conmigo y no estaba en condiciones de volver y matarla cuando le dejé. Apenas podía ver el camino a su propia puerta.

—Y si Sally había muerto antes de que Stephen volviera de su visita a Bocock, tampoco pudo ser él —señaló Catherine.

Fue, observó Dalgliesh, la primera vez que alguno de ellos se refería específicamente a la posible culpabilidad o inocencia de un miembro de la familia.

Stephen Maxie preguntó:

—¿Cómo sabe que ya había muerto entonces? Estaba viva a las diez y media y muerta por la mañana. Eso es todo lo que se sabe.

—En realidad, no —contestó Dalgliesh—. Dos personas pueden ubicar el momento de la muerte con más exactitud que eso. Uno es el asesino, pero hay otra persona que también puede ayudar.