SIMON Maxie murió media hora después. Los largos años de vivir a medias habían terminado por fin. Emocional e intelectualmente llevaba tres años muerto. Su último aliento fue el mero tecnicismo que final y oficialmente lo alejó de un mundo que una vez conoció y amó. No estaba dentro de sus posibilidades enfrentar la muerte con coraje o con dignidad, pero murió sin alharaca. Su esposa y sus hijos estuvieron con él y el pastor de la parroquia dijo las oraciones prescritas como si la figura tiesa y grotesca que yacía en la cama pudiese oírlas. Martha no estuvo allí. Luego la familia diría que no tenía sentido hacerla venir. En ese momento sabían que su llanto sentimental hubiera sido más de lo que podían tolerar. Este lecho de muerte fue tan sólo la culminación de un lento proceso de muerte. Aunque estaban pálidos cuando rodearon la cama y trataron de evocar recuerdos y dolor, sus pensamientos se centraban en aquella otra muerte y sus mentes en las ocho horas.
Más tarde todos se reunieron en el salón, salvo la señora Maxie, que o no sentía curiosidad por el marido de Sally o había decidido desentenderse por el momento del crimen y todas sus ramificaciones. Simplemente dijo a la familia que no hiciera saber a Dalgliesh que su marido había muerto, y luego acompañó al señor Hinks de vuelta a la vicaría.
En el salón Stephen sirvió bebidas y contó su historia:
—En realidad es muy simple. Por supuesto que sólo tuve tiempo para escasos detalles. Quería subir a ver a papá. Dalgliesh se quedó con Ritchie cuando yo me fui y supongo que consiguió toda la información que necesitaba. Es cierto que estaban casados. Se conocieron cuando Sally trabajaba en Londres y se casaron allí en secreto alrededor de un mes antes de que él se fuera a Venezuela a trabajar en una obra de ingeniería.
—¿Pero por qué no lo dijo? —preguntó Catherine—. ¿Por qué todo ese misterio?
—Al parecer él no habría conseguido el trabajo en el extranjero si la empresa lo sabía. Querían un hombre soltero. El sueldo era bueno y les hubiera dado la oportunidad de formar su hogar. Sally estaba entusiasmadísima por casarse antes de que él se fuera. Ritchie piensa que le encantaba la idea de pavonearse delante de la tía y el tío. Nunca fue feliz con ellos. La idea era que se quedara con ellos y conservara su empleo. Planeaba ahorrar cincuenta libras antes de que Ritchie volviera. Luego, cuando descubrió que iba a tener un bebé, decidió cumplir con su parte del trato. Sólo Dios sabe por qué. Pero esa parte no sorprendió a Ritchie. Dijo que eso era justo lo que una chica como Sally haría.
—Es una lástima que no se haya asegurado de que no estaba encinta antes de irse —dijo Felix secamente.
—Quizá lo hizo —dijo Stephen cortante—. Quizá se lo preguntó y ella le mintió. No le interrogué sobre sus relaciones sexuales. ¿Qué me importa? Me enfrentaba con un marido que vuelve para encontrar a su mujer asesinada en esta casa, y a una criatura que ni siquiera sabía que existía. No quisiera volver a vivir una media hora semejante. No era el momento adecuado para sugerir que debió haber sido más cuidadoso. ¡También debimos serlo nosotros, por Dios!
Se tragó de un golpe su whisky. La mano que sostenía el vaso temblaba. Sin esperar que hablaran continuó:
—Dalgliesh estuvo maravilloso con él. A partir de esta noche podría serme simpático si estuviera aquí por otro motivo. Se llevó a Ritchie consigo. Van a pasar por el St. Mary para ver a la criatura y luego esperan conseguir una habitación para Ritchie en el Moonraker’s Arms. Al parecer no tiene familia con quien quedarse.
Hizo una pausa para volver a llenar su copa. Luego siguió:
—Esto explica muchas cosas, claro. La conversación de Sally con el vicario el jueves, cuando le dijo que Jimmy iba a tener un padre.
—¡Pero estaba comprometida contigo! —gritó Catherine—. Te aceptó.
—En realidad nunca dijo que se iba a casar conmigo. A Sally realmente le gustaba un misterio y éste fue a mi costa. No creo que le dijera a nadie que estaba comprometida conmigo. Todos lo dimos por sentado. Estuvo enamorada de Ritchie todo el tiempo. Sabía que volvería pronto. Estaba patéticamente ansioso por hacerme saber cuánto se amaban. No dejaba de llorar y de tratar de obligarme a leer algunas de las cartas de ella. Yo no quería leerlas. Dios sabe que ya me odiaba lo bastante a mí mismo sin sumarle eso. ¡Dios, fue espantoso! Pero una vez que empecé a leer tuve que seguir. Insistía en sacarlas de esa bolsa que tenía y ponérmelas en las manos, mientras las lágrimas le corrían por la cara. Eran patéticas, sentimentales, ingenuas. Pero eran reales, la emoción era genuina.
«No es de extrañar que estés trastornado entonces», pensó Felix. «Jamás sentiste una emoción genuina en tu vida».
Catherine Bowers dijo razonablemente:
—No debes culparte. Nada de esto habría pasado si Sally hubiese dicho la verdad sobre su casamiento. Mentir sobre esas cosas es jugar con fuego. Supongo que le escribía a través de un intermediario.
—Sí. Le escribía por medio de Derek Pullen. Las cartas iban en un sobre metido en otro dirigido a Pullen. Se las hacía llegar a Sally en encuentros previamente concertados. Ella nunca le dijo que fueran de su marido. No sé qué historia había inventado, pero debe de haber sido buena. Pullen se había comprometido a guardar el secreto y, por lo que sé, nunca la delató. Sally sabía cómo elegir sus víctimas.
—Le gustaba jugar con la gente —dijo Felix—. Pueden ser juguetes peligrosos. Es obvio que una de sus víctimas encontró que la broma había ido demasiado lejos. ¿No fuiste tú, por casualidad, Maxie?
El tono fue deliberadamente ofensivo, y Stephen dio un rápido paso hacia él. Pero antes de que pudiera contestar oyeron la campanilla de la puerta principal y el reloj sobre la chimenea dio las ocho.