EN los años siguientes, cuando Eleanor Maxie se sentaba tranquila en su salón, a menudo veía en su memoria ese fantasma del pasado, larguirucho y confiado, que la confrontaba desde la puerta, y sentía de nuevo el silencio conmocionado que siguió a sus palabras. Ese silencio no pudo durar más que segundos y, sin embargo, al recordarlo, le parecía como si hubieran pasado minutos mientras los miraba tranquilo y confiado y ellos a su vez lo miraban incrédulos y horrorizados. La señora Maxie tuvo tiempo para pensar que era como un cuadro, la personificación misma de la sorpresa. Ella no sintió ninguna sorpresa. Los últimos días la habían vaciado de tanta emoción que esta revelación final le cayó como un martillo sobre lana. No quedaba nada por descubrir acerca de Sally Jupp que fuera capaz de sorprenderla ya. Era sorprendente que Sally hubiese muerto, sorprendente que hubiese estado comprometida con Stephen, sorprendente que hubiera tanta gente implicada en su vida y en su muerte. Enterarse ahora de que Sally había sido esposa a la vez que madre era interesante, pero no impactante. Desligada de la emoción general, no se le escapó la mirada rápida que Felix Hearne dirigió a Deborah. Había recibido un impacto, sin duda, pero esa apreciación rápida encerraba algo, también, de diversión y triunfo. Stephen parecía simplemente aturdido. Catherine Bowers se había ruborizado profundamente y había quedado literalmente boquiabierta, la imagen clásica de la sorpresa. Luego se volvió hacia Stephen como pasándole el papel de portavoz de todos ellos. Por fin, la señora Maxie miró a Dalgliesh y por un segundo los dos sostuvieron la mirada. En ellos ella leyó una conmiseración pasajera pero inconfundible. Tuvo conciencia de estar pensando, sin sentido, «Sally Ritchie. Jimmie Ritchie. Es por eso que le puso el nombre de Jimmy como su padre. Nunca comprendí por qué había tenido que ser Jimmy Jupp. ¿Por qué le miran de esa manera? Alguien debería decir algo». Alguien lo hizo. Deborah, pálida hasta los labios, habló como en un sueño:
—Sally murió. ¿No se lo dijeron? Murió y está enterrada. Dicen que uno de nosotros la mató.
Entonces se puso a temblar de forma incontrolable. Catherine, que llegó a ella antes que Stephen, la sostuvo antes de que cayera y la llevó a una silla. El cuadro se deshizo. Hubo un repentino torrente de palabras. Stephen y Dalgliesh se acercaron a Ritchie. Hubo un murmullo de «mejor en el despacho» y los tres desaparecieron rápidamente. Deborah quedó recostada en su silla, los ojos cerrados. La señora Maxie pudo ser testigo de su angustia sin sentir más que una leve irritación y una curiosidad pasiva acerca de lo que había detrás de todo esto. Sus propias preocupaciones eran más urgentes. Habló con Catherine:
—Ahora tengo que volver con mi marido. Quizá tú podrías venir a ayudarme. El señor Hinks llegará pronto y no creo que Martha sirva de mucho por ahora. Esta llegada parece haberla alterado.
Catherine pudo haber respondido que Martha no era la única alterada, pero murmuró un asentimiento y fue en seguida. Su utilidad real y la verdadera atención que le prestaba al inválido no cegaba a la señora Maxie el papel que su huésped se había impuesto, el de la pequeña y jovial compañera eficaz en todas las emergencias. Esta última emergencia podría colmar el vaso, pero Catherine tenía mucha fibra y cuanto más se debilitaba Deborah, más crecía en fuerza Catherine. Al llegar a la puerta, la señora Maxie se volvió hacia Felix Hearne.
—Cuando Stephen termine de hablar con Ritchie, creo que debería ir con su padre. Está totalmente inconsciente, claro, pero creo que Stephen debería estar con él. Deborah también debería venir, cuando se haya recobrado. Quizá usted podría decírselo —en respuesta al comentario que él no había expresado, agregó—. No es necesario decírselo a Dalgliesh. Su plan para esta noche sigue en pie. Todo habrá terminado antes de las ocho.
Deborah estaba recostada en la silla, con los ojos cerrados. El pañuelo de gasa se había aflojado alrededor del cuello.
—¿Qué pasa con el cuello de Deborah? —la señora Maxie pareció interesarse sólo vagamente.
—Me temo que alguna broma pesada —contestó Felix—. Con muy poco éxito.
Sin volver a mirar a su hija, Eleanor Maxie los dejó juntos.