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MIENTRAS tanto, en el saloncito del 17 de Windermere Crescent, el inspector Dalgliesh enfrentaba a su hombre y se acercaba implacablemente al momento de la verdad. En la cara de Victor Proctor se veía la mirada del animal atrapado que sabe que tiene cerrada su última salida, pero aún no puede volverse y enfrentar el fin. Sus ojitos oscuros se movían inquietos de un lugar a otro. Habían desaparecido la mirada y sonrisa propiciatorias. Ya no quedaba más que miedo. En los últimos minutos los surcos que iban de la nariz a la boca parecían haberse profundizado. En su cuello colorado, flaco como el de un pollo, la nuez de Adán se agitaba convulsivamente.

Dalgliesh lo apremiaba implacablemente:

—¿De modo que admite que era falsa la declaración que hizo a la Asociación de Ayuda a los Huérfanos de Guerra en la que afirmaba que su sobrina era una huérfana de guerra carente de medios?

—Supongo que debía de haber mencionado las dos mil libras pero se trataba de capital y no de renta.

—¿Capital que usted había consumido?

—Tenía que criarla. Puede que me lo hayan dejado en fideicomiso para ella pero tenía que alimentarla, ¿no es cierto? Nunca tuvimos mucho dinero con que manejarnos. Consiguió la beca, pero todavía quedaba la ropa. Déjeme decirle que no me ha resultado fácil.

—¿Todavía insiste en que la señorita Jupp ignoraba que su padre había dejado esa cantidad?

—Entonces no era más que un bebé. Después pareció que no tenía sentido decírselo.

—¿Porque para entonces usted ya había usado el dinero del fideicomiso en su propio provecho?

—Lo usé para ayudar a mantenerla, le digo. Tenía derecho a usarlo. Mi mujer y yo éramos los fideicomisarios e hicimos todo lo que pudimos por la chica. ¿Cuánto hubiese durado si lo hubiera recibido cuando cumplió los veintiuno? Le dimos de comer todos esos años sin otro centavo.

—Salvo las tres subvenciones de la Asociación de Ayuda a los Huérfanos de Guerra.

—Y bueno, ¿acaso no era una huérfana de guerra? No nos dieron mucho. Sirvió para la ropa escolar, nada más.

—¿Y todavía niega haber estado en Martingale el sábado pasado?

—Ya se lo dije. ¿Por qué sigue atormentándome? No fui a la kermés. ¿Por qué habría de ir?

—Podría haber querido felicitar a su sobrina por su compromiso. Dice que la señorita Liddell llamó el sábado por la mañana temprano para contárselo. La señorita Liddell sigue negando haber hecho semejante cosa.

—¿Y qué le voy a hacer? Si no fue la Liddell, era alguien que se hizo pasar por ella. ¿Cómo puedo saber quién era?

—¿Está bien seguro de que no era su sobrina?

—Le digo que era la señorita Liddell.

—¿Fue a ver a la señorita Jupp a Martingale como resultado de la conversación telefónica?

—No. Le insisto que no. Estuve todo el día montando en bicicleta.

Pausadamente Dalgliesh sacó dos fotografías de su cartera y las desplegó sobre la mesa. En cada una se veía un grupo de chicos entrando por los pesados portalones de hierro forjado de Martingale, sus caras desfiguradas por amplias sonrisas falsas en un esfuerzo por convencer al fotógrafo oculto que allí estaba «el chico más feliz que entró a la kermés». A sus espaldas, algunos adultos entraban de forma menos espectacular. La figura furtiva, de impermeable y con las manos en los bolsillos, que se volvía hacia la taquilla, no estaba muy enfocada pero, sin embargo, resultaba inconfundible. Proctor adelantó a medias su mano izquierda como para romper en dos la foto y luego se hundió en su silla.

—Está bien —dijo—. Va a ser mejor que se lo diga. Estuve allí.