DALGLIESH y Martin estaban sentados en el pequeño salón del Moonraker’s Arms en ese estado de hartazgo insatisfecho que generalmente sucede a una mala comida. Les habían asegurado que la señora Piggott, quien junto con su marido estaba a cargo de la hostería, era conocida por su comida sencilla y abundante. La expresión había sonado ominosamente en los oídos de hombres a quienes sus viajes habían acostumbrado a los caprichos de la buena y sencilla comida inglesa. Es probable que fuera Martin quien más sufriera. Su servicio durante la guerra en Francia e Italia le había dado un gusto por la comida europea que desde entonces satisfacía durante sus vacaciones en el extranjero. La mayor parte de su tiempo libre y todo su dinero sobrante lo empleaba en eso. Él y su mujer, jovial y emprendedora, eran viajeros entusiastas y sencillos, confiados en su habilidad para ser entendidos, tolerados y bien alimentados en casi cualquier rincón de Europa. Por extraño que parezca, hasta ahora nunca se habían visto defraudados. Sentado con un profundo malestar abdominal, Martin dejó vagar su mente por la cassoulet de Toulouse y recordó con añoranza la poularde en vessu que había comido por primera vez en un modesto hotel en la Ardèche. Las necesidades de Dalgliesh eran a la vez más simples y más exigentes. Sólo ansiaba comida inglesa sencilla y correctamente cocinada.
La señora Piggot tenía fama de preocuparse por sus sopas. Esto era cierto en la medida en que los ingredientes envasados eran lo suficientemente bien mezclados como para evitar grumos. Hasta había experimentado con sabores y la mezcla de hoy de tomate (anaranjado) y rabo de buey (pardo rojizo), lo bastante espesa como para sostener la cuchara sin ayuda, resultaba tan sorprendente para el paladar como para la vista. Después de la sopa vinieron un par de chuletas de carnero, artísticamente colocadas sobre un montículo de patatas y flanqueadas por guisantes enlatados más grandes y brillantes que cualquier guisante que alguna vez conociera una vaina. Tenían sabor a harina de soja. Rezumaban un colorante verde que tenía poca semejanza con el color de cualquier vegetal conocido y se mezclaba desagradablemente con el jugo de la carne. A continuación un pastel de manzanas y casis, en la que ninguna de las frutas se habían encontrado, ni entre sí ni con la pasta, hasta haber sido dispuestas sobre el plato por la mano cuidadosa de la señora Piggott y generosamente cubiertas con crema sintética.
Martin arrancó su mente de la contemplación de esos horrores culinarios y la centró en el asunto entre manos.
—Es extraño, señor, que el doctor Maxie haya hecho venir al señor Hearne para ayudarle con la escalera. Un hombre fuerte puede manejarla solo. El camino más rápido a la vieja cuadra de los establos habría sido por la escalera trasera. En cambio, Maxie va a buscar a Hearne. Parece como si hubiera querido tener un testigo del hallazgo del cadáver.
—Eso es posible, claro. Aunque no haya matado a la chica puede haber querido tener un testigo de lo que fuera a encontrarse en la habitación. Además, estaba en pijama y bata. No diría que es la vestimenta más adecuada para subir escaleras y entrar por ventanas.
—Sam Bocock confirmó hasta cierto punto la historia del doctor Maxie. No es que signifique mucho hasta que se establezca la hora de la muerte. Sin embargo, sí prueba que sobre una cosa estaba diciendo la verdad.
—Sam Bocock confirmaría cualquier cosa que dijesen los Maxie. Ese hombre sería un regalo para el abogado de la defensa. Además de su don natural para decir poco mientras crea una impresión de veracidad absoluta e incorruptible, cree honradamente que los Maxie son inocentes. Usted lo escuchó. «Son buena gente los de la casa». La sencilla afirmación de una verdad. La sostendría contra la evidencia de Dios Todopoderoso sentado en el mismo trono del Juicio. No es probable que los tribunales de Old Bailey puedan asustarlo.
—Le consideré un testigo sincero, señor.
—Claro que sí, Martin. A mí mismo me hubiera gustado más si no me hubiera mirado con esa expresión extraña, mitad divertida, mitad de lástima, que he observado antes en las caras de la gente vieja de campo. Usted mismo es un hombre de campo. Sin duda puede explicarlo.
Martin sin duda podía, pero la suya era una naturaleza en la que la discreción se anteponía al valor.
—Parecía un viejo señor muy aficionado a la música. Es un muy buen tocadiscos el que tiene. Resulta curioso ver un aparato de alta fidelidad en una cabaña como ésa.
El tocadiscos, rodeado por anaqueles de discos de larga duración, efectivamente resultaba incongruente en la sala de estar de la cabaña donde casi todos los demás objetos eran un legado del pasado. Resultaba evidente que Bocock compartía el respeto habitual del hombre de campo por el aire fresco. Las dos ventanas estaban cerradas; en verdad, no mostraban señales de haber sido jamás abiertas. El empapelado mostraba las rosas entrelazadas y descoloridas de otra época. Colgados en caprichosa profusión estaban los trofeos y recuerdos de la Primera Guerra Mundial, un grupo de soldados de caballería a caballo, un pequeño cuadro de medallas con cristal, una estampa chocantemente coloreada del Rey Jorge V y su Reina. Estaban las fotos de familia, parientes que ningún observador casual podría esperar identificar. ¿Ese hombre joven serio de patillas con su novia eduardiana era el padre de Bocock o su abuelo? ¿Podía realmente tener un recuerdo personal de esos grupos color sepia de campesinos con bombín endomingados, con sus esposas e hijas sólidas y de pechos caídos, o se trataba de lealtad familiar? Sobre la repisa del hogar estaban las fotos más nuevas. Stephen Maxie, orgulloso sobre su primer pony peludo con un Bocock inconfundible pero más joven a su lado. Una Deborah Maxie con trenza inclinándose en su silla para recibir su premio. Pese a toda esa aglomeración de lo viejo y lo nuevo, la habitación daba muestras del cuidado ordenado de un viejo soldado por sus objetos personales.
Bocock les había recibido con una sencilla dignidad. Había estado tomando su té. Pese a vivir solo tenía la costumbre femenina de colocar de una vez sobre la mesa todo lo comestible, quizá para satisfacer cualquier capricho gustativo. Había una hogaza de pan de corteza dura, un bote de mermelada que sostenía su cuchara, un tarro de vidrio tallado con remolacha en rodajas y otro con cebolletas, y un pepino en precario equilibrio en una taza pequeña. En el medio de la mesa disputaban el mejor lugar una fuente de lechuga y un gran pastel obviamente casero. Dalgliesh recordó que la hija de Bocock estaba casada con un granjero de Nessingford, y no perdía de vista a su padre. El pastel probablemente era una muestra reciente de deber filial. Además de esta generosidad, la vista y el olfato daban pruebas de que Bocock acababa de terminar una comida de pescado frito y patatas fritas.
Dalgliesh y Martin se acomodaron en los pesados sillones que flanqueaban el hogar (aún en ese cálido día de junio ardía un pequeño fuego, su tenue llama incandescente apenas visible en un rayo de sol que entraba por la ventana oeste) y les fueron ofrecidas tazas de té. Hecho esto, Bocock, evidentemente, consideró cumplidos los deberes de la hospitalidad y que correspondía a sus huéspedes dar a conocer el motivo de su visita. Prosiguió con su té, arrancando trozos de pan con sus delgadas manos morenas y echándoselos casi al descuido en la boca donde eran masticados y dados vuelta con silenciosa concentración. No ofreció ningún comentario propio, contestó las preguntas de Dalgliesh con una deliberación que daba la impresión de desinterés antes que una falta de voluntad de colaborar, y observaba a los dos policías con ese aire franco de divertida evaluación que Dalgliesh con sus muslos pinchados por la crin y la cara sudando por el calor, encontraba un tanto desconcertante y más que un tanto irritante.
El lento catecismo no había producido nada nuevo, nada inesperado. Stephen Maxie había estado en la cabaña la noche anterior. Llegó cuando pasaban las noticias de las nueve. Bocock no podía afirmar cuándo se fue. Había sido más bien tarde. ¿Muy tarde? «Ajá. Después de las once. Quizá más tarde. Quizá bastante más tarde». Dalgliesh observó secamente que sin duda el señor Bocock lo recordaría con más precisión cuando hubiese tenido tiempo para pensarlo. Bocock admitió el peso de esta posibilidad. ¿De qué habían hablado? «Escuchamos a Beethoven más que nada. El señor Stephen no era de hablar mucho». Bocock hablaba como deplorando su propia locuacidad y la lamentable garrulez del mundo en general y de los policías en particular. No surgió nada más. No había visto a Sally en la kermés salvo al final de la tarde, cuando ella le hizo dar una vuelta a caballo con el bebé en sus brazos, y a eso de las seis cuando el globo de uno de los chicos de la escuela dominical se enganchó en un olmo y el señor Stephen trajo la escalera para bajarlo. Sally había estado con él entonces con su hijo en el cochecito. Bocock recordó que ella sostenía el pie de la escalera. Aparte de eso no la había visto por ahí. Sí, había visto al joven Johnnie Wilcox. Alrededor de las tres y cincuenta más o menos. Escapándose a escondidas de la carpa del té con un bulto de lo más sospechoso. No, no había detenido al chico. El joven Wilcox era bastante buen muchacho. A ninguno de los chicos les gustaba ayudar con el té. En sus días de juventud, a Bocock tampoco le había gustado. Si Wilcox decía que había dejado la carpa a las dos y media estaba un poco confundido, eso es todo. El chico había trabajado treinta minutos a lo sumo. Si el viejo se preguntaba por qué estaba la policía interesada en Johnnie Wilcox y sus travesuras, no dio señal alguna. Todas las preguntas de Dalgliesh fueron contestadas con la misma compostura y aparente sinceridad. No sabía nada del compromiso del señor Maxie y no había oído hablar acerca de él en el pueblo, ni antes ni después del asesinato. «Hay gente que dice cualquier cosa. No hay que hacerle caso a las habladurías del pueblo. Son buena gente los de la casa». Ésa había sido su última palabra. Sin duda, cuando hablara con Stephen Maxie y supiese qué se requería, recordaría con más claridad a qué hora lo había dejado Maxie la noche anterior. Por el momento andaba con cautela. Pero estaba claro hacia dónde se inclinaba su lealtad. Cuando lo dejaron seguía comiendo, sentado con gran pompa y soledad, rodeado de su música y sus recuerdos.
—No —dijo Dalgliesh—. No es probable que saquemos de Bocock algo que nos sirva sobre los Maxie. Si el joven Maxie buscaba un aliado sabía dónde recurrir. Sin embargo algo hemos obtenido. Si Bocock está en lo cierto sobre las horas, y ciertamente es probable que sea más exacto que Johnnie Wilcox, el encuentro en el henil probablemente tuvo lugar antes de las cuatro y media. Eso encajaría con lo que sabemos de los movimientos siguientes de Jupp, incluida la escena en la carpa del té cuando apareció con un duplicado del vestido de la señora Riscoe. A Jupp no la habían visto con él antes de las cuatro cuarenta y cinco, así que se debe haber cambiado después de la entrevista en el henil.
—Fue una cosa rara de hacer, señor. ¿Y por qué esperar hasta entonces?
—Puede haber comprado el vestido con la idea de usarlo públicamente en una ocasión u otra. Quizás algo ocurrió en esa entrevista que la liberó de cualquier dependencia futura de Martingale. Podía darse el lujo de un último gesto. Por otra parte, si sabía antes del sábado que iba a casarse con Maxie, presumiblemente estaba en libertad de tener ese gesto cuando le viniera en gana. Hay un extraño conflicto de evidencias acerca de esa propuesta de matrimonio. Si hemos de creer al señor Hinks, ¿y por qué no?, Saily Jupp ciertamente sabía que iba a casarse con alguien cuando lo encontró el jueves anterior. Me parece difícil de creer que tuviese dos futuros maridos en perspectiva, y no hay un exceso de candidatos obvios. Y ya que estamos tratando la vida amorosa del joven Maxie, aquí hay algo que usted no ha visto.
Le entregó una hoja delgada de papel de carta de aspecto formal. Llevaba el membrete de un pequeño hotel de la costa.
Estimado señor:
Pese a que debo pensar en mi reputación y no tengo ningún interés especial en verme mezclada en cuestiones policiales, creo que es mi deber informarle que un señor Maxie estuvo en este hotel el veinticuatro de mayo pasado con una mujer por la que firmó como su esposa. He visto una fotografía en el Evening Clarion del doctor Maxie que está envuelto en el caso de asesinato de Chadfleet y del que los periódicos dicen que es soltero, y es el mismo. No he visto retratos de la chica muerta de modo que no podría jurar nada acerca de ella, pero pensé que era mi deber llevar esto a su conocimiento. Claro que puede no significar nada y no quiero verme mezclada en nada desagradable, de modo que agradecería que mi nombre no se mencionara. También el nombre de mi hotel que siempre ha tenido una clientela de categoría. El señor Maxie sólo se quedó por una noche y eran una pareja muy tranquila, pero mi marido piensa que es nuestro deber hacerle llegar esta información. Naturalmente, lo hacemos por completo sin prejuicio.
Le saluda atentamente,
Sra. Lily Burwood
—La dama parece extrañamente preocupada por su deber —dijo Dalgliesh—, y es un poco difícil ver qué quiere decir con «sin prejuicio». Me parece que su marido tiene mucho que ver con esta carta, incluida la fraseología, pero no ha conseguido decidirse a firmarla. De todos modos, envié a ese joven novato impaciente, Robson, a que investigara, y no tengo dudas de que se divirtió muchísimo. Consiguió convencerlos de que la noche en cuestión no tiene nada que ver con el asesinato y que lo más conveniente para los intereses del hotel será olvidarlo todo. No es tan sencillo como todo eso, sin embargo. Robson llevó algunas fotos, una o dos de ellas tomadas en la kermés, y confirmaron una pequeña teoría bastante interesante. ¿Tiene alguna idea de quién era la compañera en el pecado del joven Maxie?
—¿No sería la señorita Bowers, señor?
—Lo era. Esperaba poder sorprenderlo.
—Bueno, señor, si tenía que ser alguien de aquí, ella era la única. No hay prueba alguna de que el doctor Maxie y Sally Jupp hubieran estado andando juntos. Y esto fue hace casi un año.
—¿Así que no se siente dispuesto a darle mucha importancia?
—Bueno, a los jóvenes de hoy no parece preocuparles tanto como me enseñaron a mí.
—No es que pequen menos, sino que se toman sus pecados más a la ligera. Pero no tenemos ninguna prueba de que ése sea el caso de la señorita Bowers. Es fácil que lo que ocurrió la haya afectado mucho. No me impresiona como una persona poco convencional, está muy enamorada y no se destaca por su habilidad para ocultarlo. Pienso que está desesperadamente ansiosa por casarse con el doctor Maxie y, a fin de cuentas, sus probabilidades han aumentado a partir del sábado por la noche. Estaba presente durante la escena en el salón. Era consciente de lo que podía perder.
—¿Piensa que el asunto todavía sigue, señor?
El sargento Martín nunca conseguía ser más explícito respecto de estos pecados de la carne. Había visto y oído lo suficiente en treinta años de labor policial como para haber destrozado las ilusiones de la mayoría de los hombres, sin embargo era de un carácter duro pero bondadoso y nunca podía creer que los hombres fuesen tan malos o tan débiles como lo demostraban conscientemente las evidencias.
—Me parecería muy poco probable. Es factible que, ese fin de semana, haya sido su única excursión por la pasión. Quizá no fue particularmente exitosa. Tal vez fue, como usted tan poco generosamente sugiere, una mera fruslería. Pese a todo es una complicación. El amor, esa clase de amor, siempre es una complicación. Catherine Bowers es el tipo de mujer que le dice a su hombre que hará cualquier cosa por él, y a veces lo hace.
—Sin embargo, ¿podría haber sabido acerca de los comprimidos, señor?
—Nadie admite habérselo dicho y creo que decía la verdad cuando expresó que no sabía nada. Sally Jupp pudo habérselo dicho pero no se trataban demasiado, en realidad no se trataban para nada, por lo que veo, y parece improbable. Pero eso no prueba nada. La señorita Bowers debe haber sabido que había pastillas para dormir de alguna clase en la casa y dónde era probable que las guardaran, y lo mismo puede decirse del señor Hearne.
—Parece raro que pueda quedarse por aquí.
—Eso probablemente significa que cree que uno de los de la familia lo hizo y quiere estar cerca para evitar que pensemos lo mismo. Puede saber realmente quién lo hizo. Si es así, no es probable que se le escape, me temo. Hice que Robson lo investigara también. Su informe, quitándole la jerga psicológica sobre todos los que entrevistó, es en buena medida lo que yo esperaba. Aquí está. Todos los detalles acerca de Felix Georges Mortimer Hearne. Tiene un muy buen historial de guerra, claro. Dios sabe cómo lo hizo o qué le hizo a él. A partir de 1945 parece haber revoloteado por ahí escribiendo un poco y sin hacer mucho más. Es socio en Hearne & Illingworth, la editorial. Su bisabuelo era el viejo Mortimer Hearne que fundó la firma. Su padre se casó con una francesa, mademoiselle Annette D’Apprius, en 1919. El matrimonio aportó más dinero a la familia. Felix nació en 1921. Se educó en los colegios habituales y caros. Conoció a la señora Riscoe a través de su esposo que estaba en su mismo colegio, aunque era bastante menor, y por lo que pudo averiguar Robson, nunca vio a Sally Jupp hasta que la conoció en esta casa. Tiene una casita muy agradable en Greenwich, fiel a su tipo como ve, y un ex ordenanza del ejército a su servicio. Los rumores dicen que él y la señora Riscoe son amantes, pero no hay pruebas, y Robson dice que por el lado de su criado no se podría averiguar nada. Dudo que haya algo que averiguar. Es seguro que la señora Riscoe mentía cuando dijo que pasaron juntos toda la noche del sábado. Supongo que Felix Hearne pudo haber asesinado a Sally Jupp para evitarle una vergüenza a la señora Riscoe, pero un jurado no lo creería y yo tampoco.
—¿No hay ninguna mención de que tuviera la droga en su poder?
—Ninguna en absoluto. No creo que haya muchas dudas de que la droga usada para narcotizar a Sally Jupp vino del frasco que se sacó del botiquín del señor Maxie. Sin embargo, hay otros que también la tuvieron. El frasco de Martingale pudo haber sido escondido de esa forma melodramática como una pantalla. Según el doctor Epps, le recetó Sommeil al señor Maxie, a sir Reynold Price y a la señorita Pollack del St. Mary. Ninguno de estos insomnes puede dar cuenta de la dosis correcta. No me sorprende. La gente es muy descuidada con las medicinas. ¿Dónde está ese informe? Sí, aquí estamos. Del señor Maxie ya sabemos todo. Sir Reynold Price. Su Sommeil fue recetado en enero de este año y despachado por Goodliffes de la City el catorce de enero. Tenía veintitrés comprimidos de doscientos miligramos, y dice que tomó alrededor de la mitad y se olvidó del resto. Aparentemente su insomnio se curó pronto. El sentido común indicaría que era de él el frasco con nueve comprimidos que estaba en su abrigo y encontró el doctor Epps. Sir Reynold está dispuesto a reconocerlos como suyos sin poder recordar habérselos echado al bolsillo. No es un sitio muy común donde guardar pastillas para dormir, pero a veces pasa la noche fuera de casa y dice que probablemente las cogió apurado. Lo sabemos todo acerca de sir Reynold Price, nuestro hombre de negocios y granjero local, con pérdidas calculadas en esa segunda actividad para compensar sus ganancias en la primera. Echa pestes sobre lo que él llama la profanación de Chardfleet New Town desde un seudocastillo victoriano tan feo que me sorprende que nadie haya formado un fideicomiso para preservarlo. Sir Reynold sin duda es un filisteo pero, creo yo, no un asesino. No cabe duda de que no tiene ninguna coartada para el sábado pasado por la noche y todo lo que sabemos por su personal es que dejó su casa alrededor de las diez y no volvió hasta el domingo por la mañana temprano. Sir Reynold se siente tan culpable y turbado por esta ausencia, está tratando de un modo tan patente de conservar una reticencia caballeresca, que creo que podemos suponer que hay de por medio una «mujercita». Cuando realmente lo presionemos y comprenda que hay en juego una acusación de asesinato, creo que tendremos el nombre de la dama. Estas excursiones de una sola noche son bastante habituales en él y no creo que tuvieran nada que ver con Jupp. Difícilmente se pondría en evidencia llevando su Daimler en una visita subrepticia a Martingale.
»Sabemos acerca de la señorita Pollack. Parece haber considerado las pastillas como debería un cocainómano considerar la cocaína pero muy pocas veces lo hace. Luchó mucho tiempo con los males gemelos de la tentación y el insomnio y terminó tratando de tirar el Sommeil por el inodoro. La señorita Liddell la disuade y las devuelve al doctor Epps. El doctor Epps, de acuerdo nuevamente con Robson, piensa que se las pueden haber devuelto, pero no está seguro. No había suficiente cantidad como para constituir una dosis realmente peligrosa, y tenían su etiqueta. Horriblemente descuidado por parte de alguien, pero después de todo la gente es descuidada. Y el Sommeil, claro, no está en el D.D.A.[2]. Además, sólo se necesitaron tres comprimidos para narcotizar a Sally Jupp, y el sentido común indicaría que provenían del frasco de Martingale.
—Lo que nos lleva de vuelta a los Maxie y sus invitados.
—Naturalmente. Y no es un crimen tan estúpido como parece. A menos que podamos encontrar esas pastillas y alguna prueba de que uno de los Maxie las administró, no hay esperanza de conseguir una condena. Es fácil ver cómo sería la cosa. Sally Jupp sabía acerca de las pastillas. Las pudo haber tomado ella misma. Fueron puestas en la taza de la señora Riscoe. No hay pruebas de que estaban destinadas a Sally Jupp. Cualquiera pudo haber entrado en la casa durante la kermés y quedarse al acecho de la chica. Ningún motivo adecuado. Otros tenían acceso al Sommeil. Por lo que sé hasta el momento, él podría tener razón.
—Pero si el asesino hubiese usado más pastillas y matado a la chica de esa manera, entonces podría no haber habido sospecha de asesinato.
—No podría hacerse. Esos barbitúricos son de una acción muy lenta si se quiere matar. La chica podría haber estado en coma durante días y luego recuperarse. Cualquier médico lo sabría. Por otra parte, sería difícil asfixiar a una chica joven y sana, o hasta entrar en su habitación inadvertido, a menos que estuviese narcotizada. La combinación era arriesgada para el asesino, pero no tanto como uno de los métodos por sí solo. Además, dudo que alguien pudiese tragarse una dosis fatal sin sospechar algo. El Sommeil se supone que es menos amargo que la mayoría de estas píldoras para dormir, pero no carece de sabor. Es por eso, probablemente, que Sally Jupp dejó la mayor parte de su chocolate. Difícilmente pudo haberse sentido soñolienta habiendo tomado una dosis tan pequeña, y sin embargo murió sin luchar. Eso es lo curioso. Quienquiera que entró en ese dormitorio debió haber sido aguardado por Jupp o al menos no temido. Y si eso fuera así, ¿por qué narcotizarla? Puede no haber conexión, pero realmente es demasiada casualidad que alguien colocara en su bebida una dosis peligrosa de barbitúrico la misma noche en que alguien más decide estrangularla. Además, está la extraña distribución de las huellas dactilares. Alguien bajó por ese caño de la chimenea, pero las únicas huellas son las de la misma Jupp y posiblemente no sean recientes. La lata de chocolate apareció vacía en el cubo de basura y sin su forro de papel. La lata tenía las huellas de Jupp y Bultitaft. La cerradura del dormitorio sólo tiene una huella de Jupp, aunque está muy emborronada. Hearne dice que protegió la cerradura con su pañuelo cuando abrió la puerta lo que, dadas las circunstancias, muestra cierta presencia de ánimo. Quizá demasiada presencia de ánimo. De todas esas personas, Hearne es el que menos probablemente perdería la cabeza o pasaría por alto cualquier punto esencial.
—Algo le había alterado bastante para el momento del interrogatorio.
—En efecto, sargento. Yo podría haber reaccionado de un modo más positivo ante su comportamiento ofensivo si no hubiera sabido que no era más que miedo. A algunos les afecta así. El pobre diablo casi daba lástima. Viniendo de él, fue una exhibición sorprendente. Hasta Proctor se comportó mejor y Dios sabe que estaba bastante asustado.
—Sabemos que Proctor no pudo haberlo hecho.
—Presumiblemente también Proctor lo sabe. Sin embargo, mentía sobre unas cuantas cosas y cuando llegue el momento lo quebraremos. Creo que decía la verdad sobre esa llamada de teléfono, o al menos parte de la verdad. Tuvo mala suerte en que su hija atendiera la llamada. Si él hubiera contestado el teléfono, dudo que nos hubieran hablado de ella. Aún afirma que la llamada fue de la señorita Liddell, y Beryl Proctor confirma que quien llamó dio ese nombre. Primero Proctor nos dice a su mujer y a nosotros que simplemente le llamaba para darle noticias de Sally. Cuando le interrogamos de nuevo y le decimos que Liddell niega haber hecho esa llamada, aún persiste en que la llamada era de ella o de alguien que se hacía pasar por ella, pero admite que le dijo que Sally estaba comprometida con Stephen Maxie. Ése sí hubiese sido un motivo más razonable para la llamada que un informe general sobre cómo andaba su sobrina.
—Es interesante cuánta gente afirma haber sabido de este compromiso antes de que efectivamente tuviese lugar.
—O antes del momento en que Maxie admite que tuvo lugar. Aún insiste en que se le declaró como resultado de un impulso cuando se encontraron en el jardín a eso de las siete y cuarenta del sábado por la noche, y que nunca antes había pensado en pedirle que se casara con él. Eso no significa que ella no lo hubiese pensado. Hasta podría haberlo esperado. Pero con seguridad era buscarse problemas difundir las buenas noticias por adelantado. ¿Y qué motivo posible tenía para decírselo a su tío como no fuera un deseo comprensible de regocijarse de él o desconcertarlo? Y aun así, ¿por qué simular ser la señorita Liddell?
—¿Entonces está convencido de que Sally Jupp hizo esa llamada, señor?
—Bueno… ¿se nos ha dicho, no es cierto, qué buena imitadora era? Creo que podemos tener la certeza de que Jupp hizo esa llamada y es importante que Proctor todavía no esté dispuesto a admitirlo. Otro misterio menor, que muy probablemente nunca aclararemos, es dónde pasó las horas Sally Jupp entre el momento en que acostó a su hijo el sábado por la noche y su aparición final en la escalera principal de Martingale. Nadie admite haberla visto.
—¿No es probable, por eso, que se quedara en su cuarto con Jimmy y luego bajara para buscar su última bebida de la noche cuando sabía que Martha se había acostado y no habría moros en la costa?
—Por cierto que es la explicación más probable. Difícilmente hubiera resultado bienvenida en el salón o en la cocina. Quizá quería estar sola. ¡Sabe Dios que debe haber tenido bastante en que pensar!
Permanecieron sentados en silencio por un momento. Dalgliesh reflexionó sobre la extraña diversidad de claves que le resultaban destacadas en el caso. Estaba la renuencia de Martha a extenderse sobre los defectos de Sally. Estaba el frasco de Sommeil enterrado apresuradamente en la tierra. Había una lata vacía de chocolate, una chica de pelo dorado riendo hacia Stephen Maxie mientras él recuperaba el globo de un chico enredado en un olmo de Martingale, una llamada telefónica anónima y una mano enguantada brevemente entrevista cuando cerraba la trampilla del henil de Bocock. Y en el corazón del misterio, la clave que podía aclarar todo, estaba la personalidad compleja de Sally Jupp.