MIENTRAS tanto Dalgliesh entrevistaba a Johnny Wilcox en el despacho, un chico de doce años mugriento y pequeño para su edad. Se había presentado en Martingale con la notificación de que el vicario lo había enviado a ver al inspector y era importante. Dalgliesh le recibió con solemne cortesía y le invitó a sentarse y contar su historia cómodamente. La contó claramente y bien, y fue el testimonio más intrigante que Dalgliesh había escuchado desde hacía un tiempo.
Aparentemente, Johnny, junto con otros miembros de su clase de la escuela dominical, había sido asignado para ayudar con los tés y el lavado de la vajilla. Había surgido cierta susceptibilidad acerca de este arreglo que fue considerado por los chicos como doméstico, degradante, y francamente, no muy divertido. Es cierto que hubo de por medio promesas de festines posteriores con los restos, pero los tés siempre gozaban de popularidad y el año pasado muchos ayudantes habían llegado para echar una mano tardía y compartir el magro botín con aquéllos que habían soportado la parte más dura del día. Johnny Wilcox no había encontrado ventaja alguna en demorarse más de lo necesario y en cuanto hubieron llegado suficientes chicos como para que su ausencia fuera menos notable se hizo con dos emparedados de pescado, tres bollos de chocolate y un par de pastelillos de mermelada y se los había llevado al establo del señor Bocock confiado en que éste estaba ocupado con los paseos en pony y no ofrecía peligro.
Johnny había estado por algún tiempo sentado tranquilamente en el establo comiendo y leyendo su revista de historietas (era inútil esperar que pudiera calcular cuánto tiempo, pero sólo quedaba un bollo) cuando escuchó pasos y voces. No había estado solo por un deseo de intimidad y ahora dos personas entraban al establo. No esperó a ver si también pensaban en subir al henil, sino que tomó la precaución sensata de trasladarse con su bollo a un rincón donde se escondió detrás de un gran fardo de heno. Esta acción no le parecía innecesariamente timorata. En el mundo de Johnny, una gran cantidad de disgustos, desde palizas hasta irse a la cama temprano, se evitaban con el sencillo recurso de saber cuando no ser visto. Esta vez la cautela se vio de nuevo justificada. Las pisadas subieron hasta el henil y escuchó el golpe sordo de la trampilla que volvía a su lugar. Después de eso se vio forzado a permanecer sentado en silencio y un tanto aburrido, mordisqueando quedamente su bollo y tratando de hacerlo durar hasta que se fueran los visitantes. Eran sólo dos, de eso estaba seguro, y uno de ellos era Sally Jupp. Había visto fugazmente su cabello cuando entraba por la trampilla, pero había tenido que retroceder antes de poder verla por entero. Pero no cabía duda. Johnny conocía a Sally lo suficientemente bien como para estar completamente seguro de que la había visto y oído en el henil el sábado por la tarde. Pero no había visto ni reconocido al hombre que estaba con ella. Una vez que Sally entró al henil hubiera sido arriesgado mirar a hurtadillas por el costado del atado de heno porque hasta el menor movimiento provocaba un crujido inesperadamente fuerte, y Johnny había dedicado todas sus energías a quedarse completa y casi forzadamente inmóvil. En parte quizá porque el pesado atado de heno había amortiguado sus voces, y en parte porque estaba acostumbrado a encontrar la conversación de la gente mayor a la vez aburrida e incomprensible, no hizo ningún esfuerzo por entender lo que se decía. Todo lo que Dalgliesh podía considerar como fiable era que los dos visitantes discutían, pero en voz baja, que algo se mencionó sobre cuarenta libras y que Sally Jupp había terminado diciendo algo acerca de que no había ningún riesgo si no perdía la cabeza y esperaba la luz. Johnny dijo que habían hablado mucho, pero la mayor parte en voz baja y rápidamente. Sólo esas pocas frases le quedaban en la memoria. No podía decir cuánto tiempo permanecieron los tres en el henil. Había parecido un tiempo tremendamente largo y estaba entumecido y completamente aburrido antes de escuchar el golpe de la trampilla cuando la chica y su acompañante salieron. Johnny no consideró seguro espiar desde su escondite hasta escuchar el sonido de sus pisadas bajando los escalones. Entonces estuvo a tiempo de ver una mano enguantada marrón que volvía a colocar en su lugar la trampilla. Había esperado unos minutos más y después corrió de vuelta a la kermés donde su ausencia había despertado muy poco interés. Eso, en efecto, era toda la aventura del sábado por la tarde de Johnny Wilcox y era exasperante pensar cómo unas pocas variantes en las circunstancias podrían haber aumentado su valor. Si Johnny hubiese sido un poco más arriesgado podría haber visto al hombre. Si hubiese tenido unos años más o hubiese sido de distinto sexo seguramente hubiese considerado esta entrevista clandestina como algo más intrigante que la mera interrupción de una comida y, ciertamente, habría escuchado y recordado lo más posible de la conversación. Ahora era difícil darle alguna interpretación a los fragmentos que había oído. Parecía un muchachito honrado y digno de confianza, pero dispuesto a admitir que podía haberse equivocado. Pensó que Sally había hablado acerca de «la luz», pero podía haberlo imaginado. No había estado escuchando realmente y hablaban en voz baja. Por otra parte, no tenía ninguna duda de que era Sally a quien había visto y estaba igualmente seguro de que no era una entrevista amistosa. No podía estar seguro de la hora en que dejó el establo. Los tés empezaron alrededor de las tres y media y continuaron mientras hubo gente que los pidiera y quedase comida. Johnny pensaba que debía haber sido alrededor de las cuatro y media cuando se escapó de la señora Cope. No podía recordar cuánto tiempo estuvo escondido en el establo. Había parecido un tiempo muy largo. Con eso debía contentarse Dalgliesh. Todo el asunto se parecía sospechosamente a un caso de chantaje y parecía probable que se hubiera concertado otra entrevista. Pero el hecho de que Johnny no hubiera reconocido la voz del hombre parecía una prueba concluyente de que no se trataba de Stephen Maxie o de un hombre del lugar, a la mayoría de los cuales conocería bien. Eso al menos apoyaba la teoría de que había otro hombre a considerar. Si Sally estaba chantajeando a ese extraño y éste estaba efectivamente en la kermés, entonces las cosas tomaban mejor color para los Maxie. Mientras le daba las gracias al joven Johnny, le advertía que no hablara con nadie sobre su experiencia y lo dejaba ir hacia el reconfortante placer de contarle todo lo que había sucedido al vicario, la mente de Dalgliesh ya estaba considerando nuevas evidencias.