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EL domingo había sido secular e interminable, su legado, una semana tan dislocada que el lunes amaneció sin color ni individualidad algunos, un día que no era más que un limbo. El correo fue más abundante de lo habitual, un tributo a la eficiencia tanto del ubicuo teléfono como de los medios de comunicación más sutiles y menos científicos del campo. Presumiblemente el correo de mañana sería aún más abundante, cuando la noticia del asesinato de Martingale les llegara a aquéllos que dependían de la imprenta para su información. Deborah había pedido media docena de periódicos. Su madre se preguntaba si esta extravagancia era un gesto de desafío o satisfacía una curiosidad genuina.

La policía seguía usando el despacho, aunque habían informado de su intención de trasladarse al Moonraker’s Arms más tarde ese mismo día. Para sus adentros, la señora Maxie les deseó que les aprovechara la comida. La habitación de Sally se mantenía cerrada. Sólo Dalgliesh tenía la llave y no daba explicación alguna de sus frecuentes idas allí ni de lo que encontraba o esperaba encontrar.

Lionel Jephson había llegado temprano por la mañana, quisquilloso, escandalizado e ineficaz. La familia sólo deseaba que a la policía le estuviera resultando una molestia tan grande como a ellos. Como predijo Deborah, se encontraba perdido en una situación tan alejada de sus intereses y experiencias normales. Su ansiedad evidente y sus reiteradas advertencias sugerían que, o tenía grandes dudas sobre la inocencia de sus clientes, o tenía poca fe en la eficiencia de la policía. Fue un alivio para todos los de la casa cuando se escabulló a la ciudad antes del almuerzo para consultar con un colega.

A las doce el teléfono sonó por enésima vez. La voz de sir Reynold Price resonó a través de la línea hasta la señora Maxie.

—Pero es una vergüenza, mi querida señora. ¿Qué está haciendo la policía?

—Creo que en este momento están tratando de rastrear al padre del bebé.

—¡Por Dios! ¿Para qué? Yo pienso que harían mejor en concentrarse en averiguar quién la mató.

—Parecen pensar que podría haber una conexión.

—Malditas ideas estúpidas que se les ocurren. Han estado aquí, sabe. Querían saber acerca de unas pastillas que Epps me recetó. Debe de haber sido hace meses. Sorprendente que se acordara después de todo ese tiempo. ¿Y por qué cree usted que estarán preocupados por ellas? Cosa realmente extraordinaria. «No me va a arrestar todavía, inspector», le dije. Se podía ver que le divirtió.

La risa robusta de sir Reynold crepitó desagradablemente en el oído de la señora Maxie.

—Que molesto para usted —dijo la señora Maxie—. Me temo que este asunto tan lamentable le está causando muchos problemas a todo el mundo. ¿Se fueron satisfechos?

—¿La policía? Mi querida señora, la policía nunca está satisfecha. Les dije claramente que en esta casa no tiene sentido esperar encontrar algo. Las criadas ordenan todo lo que no se guarda bajo llave. Imagínese buscar un frasco de comprimidos que tenía hace meses. Una idea muy estúpida. El inspector parecía creer que yo tenía que recordar exactamente cuántos tomé y qué pasó con los demás. ¡Fíjese! Le dije que yo era un hombre ocupado con cosas mejores a que dedicar mi tiempo. También estuvieron preguntando por ese problemita que tuvimos en el St. Mary hace unos dos años. Al inspector parecía interesarle mucho. Quería saber por qué fue que usted renunció a la comisión y demás.

—Me pregunto cómo se enteraron de eso.

—Algún tonto ha estado hablando de más, me imagino. Es curioso cómo la gente no puede mantener la boca cerrada, especialmente con la policía. Este sujeto Dalgliesh me dijo que era extraño que usted no estuviese en la comisión del St. Mary cuando manejaba prácticamente todo lo demás del pueblo. Le dije que había renunciado hace dos años cuando tuvimos ese problemita y, naturalmente, quiso saber qué problemita. Preguntó por qué no nos habíamos quitado a la Liddell de encima entonces. Le dije, «Mi querido amigo, usted no puede dejar a una mujer en la calle así sin más después de veinticinco años de servicio. No es como si se tratara de una verdadera deshonestidad». En eso me pongo firme, ya lo sabe. Siempre lo hice. Siempre lo haré. Negligencia y desorden general en las cuentas, puede ser, pero eso está muy lejos de una falta de honradez deliberada. Le dije al hombre que ella estuvo ante la comisión (todo con mucho sigilo y tacto, naturalmente) y le mandamos una carta confirmando las nuevas medidas financieras de modo que no pudiera haber ningún malentendido. Una carta muy dura, además, si se toma todo en cuenta. Sé que en ese momento usted pensó que deberíamos haber entregado el Hogar a la comisión diocesal de beneficencia o a una de las asociaciones nacionales para madres solteras, en vez de mantenerlo como una institución privada de caridad, y así se lo hice saber al inspector.

—Pensé que era hora de que le entregáramos una tarea tan difícil a gente preparada y experimentada, sir Reynold.

Mientras hablaba la señora Maxie maldijo la imprudencia que la había entrampado en esta recapitulación de historias pasadas.

—Eso es lo que quiero decir. Le dije a Dalgliesh: «La señora Maxie bien puede haber tenido razón. No digo que no. Pero lady Price estaba encariñada con el Hogar, de hecho, prácticamente lo fundó, y naturalmente a mí no me agradaba la idea de entregarlo a otras manos. Quedan pocos de estos lugares privados ahora. El toque personal es lo que cuenta. No hay duda, sin embargo, de que la señorita Liddell había hecho un dislate con las cuentas. Demasiada preocupación para ella. Los números en realidad no son cosa para mujeres». Estuvo de acuerdo, naturalmente. Se rió bastante con el asunto.

La señora Maxie lo podía creer muy bien. La imagen no era agradable. Sin duda esta facilidad para adaptarse a las características de todos los hombres era un requisito previo para tener éxito como detective. La señora Maxie no dudaba de que, una vez terminada la cordial conversación entre los dos hombres, la mente de Dalgliesh elaboraba ya una nueva teoría. ¿Pero cómo era posible? Las tazas para esa última bebida de la noche con toda seguridad habían quedado dispuestas para las diez. Después de esa hora la señorita Liddell nunca estuvo fuera del alcance de la vista de su anfitriona. Juntas habían estado de pie en el vestíbulo y observado a esa radiante figura triunfal llevándose a la cama la taza de Deborah escaleras arriba. La señorita Liddell podía posiblemente tener un motivo si la burla de Sally tenía algún significado, pero no había ninguna prueba de que tuviese los medios ni, por cierto, tampoco que hubiese tenido la oportunidad. La señora Maxie, a quien la señorita Liddell nunca le había gustado, todavía podía tener la esperanza de que las humillaciones semi olvidadas de hacía dos años podrían permanecer ocultas, y que Alice Liddell, no muy eficiente, no muy inteligente, pero fundamentalmente buena y bien intencionada sería dejada en paz.

Pero sir Reynold seguía hablando:

—Y dicho sea de paso, yo no les prestaría ninguna atención a esos rumores extraordinarios que andan circulando por el pueblo. La gente siempre habla, ya lo sabe, pero todo se va a terminar en cuanto la policía atrape a su hombre. Esperemos que se apresuren. Y no lo olvide, hágame saber si hay algo que pueda hacer. Y asegúrese de cerrar bien por las noches. La próxima podría ser Deborah o usted —la voz de sir Reynold adquirió un tono ronco de conspirador y la señora Maxie tuvo que esforzarse para escuchar—. Se trata del niño. Lindo pequeño por lo que pude ver. Le estuve observando en su cochecito en la kermés, sabe. Esta mañana pensé que me gustaría hacer algo al respecto. No es muy divertido perder a una madre. Sin un verdadero hogar. Alguien tendría que cuidarlo. ¿Dónde está ahora? ¿Con usted?

—Jimmy está de regreso en el St. Mary. Pareció mejor así. No sé qué medidas se tomarán con él. Es muy pronto todavía, claro, y no sé si alguien se ha puesto a pensar seriamente en eso.

—Es hora de que lo hicieran, querida señora. Hora de que lo hicieran. Quizá le den en adopción. Mejor apuntarse en la lista, ¿no? La señorita Liddell sería la persona a quien preguntarle, me imagino.

La señora Maxie no supo qué contestar. Estaba más al tanto de las leyes de adopción que sir Reynold y dudaba de que se le pudiera considerar el aspirante más adecuado para hacerse cargo de un niño. Si Jimmy había de ser adoptado, su situación aseguraría que habría muchos ofrecimientos. Ella misma ya había pensado en el futuro del niño. Esto no lo mencionó, sin embargo, sino que se contentó con señalar que los parientes de Sally podían todavía aceptar al pequeño y que no podía hacerse nada hasta que no se conociera su parecer. Incluso era posible que se pudiese ubicar al padre. Sir Reynold descartó esta posibilidad con una exclamación de burla, pero prometió no hacer nada con apresuramiento. Se despidió con renovadas advertencias contra maníacos homicidas. La señora Maxie se preguntó si alguien podía ser tan estúpido como aparentaba serlo sir Reynold, y qué podía haber inspirado su súbito interés por Jimmy.

Colgó el auricular con un suspiro y se dedicó a la correspondencia del día. Una media docena de amigos que, obviamente con cierta turbación social, expresaban su afecto por la familia y su confianza en la inocencia de los Maxie con invitaciones a cenar. La señora Maxie encontró esta demostración de apoyo más divertida que tranquilizadora. Los tres sobres siguientes llevaban caligrafías desconocidas y los abrió a desgana. Quizá fuese mejor destruirlos sin leer, pero uno nunca sabe. Así podría perderse alguna información de valor. Además, demostraba más valor hacer frente a lo desagradable, y a Eleanor Maxie nunca le había faltado valor. Pero las dos primeras cartas eran menos objetables de lo que había temido. Una, en realidad, quería ser alentadora. Contenía tres pequeños textos impresos con gorriones y rosas en una proximidad absurda y la afirmación de que quien resistiera hasta el fin se salvaría. Solicitaba una contribución para permitir que se divulgara la buena nueva y sugería que se copiaran los textos y se distribuyeran entre los amigos que también tenían problemas. La mayoría de los amigos de la señora Maxie eran discretos respecto de sus problemas pero, aun así, sintió una pizca de culpa cuando tiró los textos a la papelera. La carta siguiente venía en un sobre color malva perfumado y era de una mujer que afirmaba tener poderes psíquicos y estaba dispuesta, por unos honorarios, a organizar una sesión en la que podía esperarse que apareciera Sally y diera el nombre de su asesino. La presunción de que las revelaciones de Sally resultarían enteramente aceptables para los Maxie sugería, al menos, que la autora les daba el beneficio de la duda. La última comunicación llevaba el matasellos local y solamente inquiría «¿Por qué no se contentó con matarla a fuerza de trabajo, sucia asesina?». La señora Maxie se fijó en la letra cuidadosamente pero no pudo recordar haberla visto antes. Pero el matasellos era nítido y reconoció un desafío. Decidió ir hasta el pueblo y hacer algunas compras.

La pequeña tienda del pueblo estaba bastante más activa que de costumbre y el zumbido de la conversación que se detuvo en cuanto ella apareció no le dejó ninguna duda en cuanto al tema. Estaban la señora Nelson, la señorita Pollack, el viejo Simon de la cabaña Weir, de quien se afirmaba que era el habitante más viejo y que parecía pensar que eso le dispensaba de cualquier esfuerzo por su higiene personal, y una o dos mujeres de las nuevas cabañas agrícolas cuyas caras y personalidades, si las tenían, todavía le eran desconocidas. Hubo un murmullo general de «buenos días» en respuesta a su propio saludo, y la señorita Pollack llegó tan lejos como para decir: «Un hermoso día de nuevo, ¿no es cierto?», antes de consultar apresuradamente su lista de la compra y tratar de ocultar su cara ruborizada detrás de las barricadas de cereal para el desayuno. El propio señor Wilson dejó a un lado las facturas de las que se estaba ocupando entre bastidores y se adelantó, silenciosamente deferente como siempre, para atender a la señora Maxie. Era un hombre alto, flaco, de aire cadavérico y con una cara de una tristeza tan sorprendente que resultaba difícil creer que no estaba al borde de la quiebra sino que era el dueño de un pequeño negocio floreciente. Escuchaba más chismes que casi cualquier otra persona del pueblo, pero él mismo expresaba una opinión tan pocas veces que sus pronunciamientos se escuchaban con gran respeto y eran recordados por todos. Hasta ahora se había mantenido uniformemente silencioso sobre el tema de Sally Jupp, pero no por eso se pensaba que lo consideraba un tema impropio para el comentario o que se veía constreñido por reverencia alguna frente a la muerte repentina. Tarde o temprano, se presentía, dictaría sentencia, y el pueblo se sentiría muy sorprendido si la sentencia de la justicia misma, emitida más tarde y con más ceremonia, no fuese sustancialmente la misma. Tomó el pedido de la señora Maxie en silencio y se ocupó en persona de atender a su clienta más preciada, mientras una por una, los miembros del pequeño grupo de mujeres murmuraban sus despedidas y salían sigilosa o majestuosamente de su tienda.

Cuando se hubieren ido, el señor Wilson echó a su alrededor una mirada de conspirador, miró hacia arriba con sus ojos acuosos como si buscara consejo y luego se inclinó a través del mostrador hacia la señora Maxie.

—Derek Pullen —dijo—. Ése es.

—Me temo que no sé que es lo que quiere decir, señor Wilson.

La señora Maxie decía la verdad. Podría haber añadido que no tenía ningún interés especial en saberlo.

—Yo no digo nada, descuide señora. Dejen que la policía haga su propio trabajo, eso es lo que digo. Pero si la molestan en Martingale, pregúnteles adónde iba Derek Pullen el último sábado por la noche. Pregúnteles eso. Pasó por aquí a las doce más o menos. Lo vi desde la ventana del dormitorio.

El señor Wilson se irguió con el aire de complacencia de un hombre que ha enunciado un argumento definitivo e irrefutable, y retornó, con un cambio completo de talante, a la tarea de sumar la cuenta de la señora Maxie. Ella sintió que debía decir que cualquier evidencia que tuviese o creyese tener debería ser comunicada a la policía, pero no pudo resignarse a decir las palabras necesarias. Recordaba a Derek Pullen tal como lo había visto por última vez, un joven bajo, con bastantes lunares, que vestía trajes de ciudad de un corte ostentoso y zapatos baratos. Su madre era miembro del Instituto de Mujeres y su padre trabajaba para sir Reynold en la mayor de sus dos granjas. Era demasiado ridículo e injusto. Si Wilson no podía mantener cerrada la boca, la policía estaría en la cabaña de los Pullen antes de que cayera la noche, y era imposible saber qué podían llegar a averiguar. El chico parecía tímido y probablemente se asustaría tanto que perdería el poco juicio que parecía tener. Entonces, la señora Maxie recordó que alguien había estado en la habitación de Sally Jupp esa noche. Podía haber sido Derek Pullen. Si había que evitarle a Martingale cualquier sufrimiento adicional debía dejar aclarado de qué lado estaba.

—Si tiene información, señor Wilson —dijo—, creo que debería dársela al inspector Dalgliesh. Sino podría causarle daño a mucha gente inocente haciendo acusaciones de ese tipo.

El señor Wilson recibió este moderado reproche con la más vivaz satisfacción, como si fuera la única confirmación que necesitaban sus propias teorías. Obviamente, había dicho ya todo lo que se había propuesto decir y el tema estaba acabado. «Cuatro con cinco y diez con nueve y una libra y un chelín hacen una libra dieciséis con dos, si le parece, señora», entonó. La señora Maxie pagó.