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NO fue hasta a las diez cuando el inspector pudo entrevistar al doctor Epps. El doctor había estado afuera casi todo el día viendo casos que podrían o no ser lo suficientemente urgentes como para justificar una visita en domingo, pero que ciertamente le habían proporcionado una excusa para posponer el interrogatorio. Si tenía algo que ocultar, presumiblemente a estas alturas ya había elegido su táctica. No era un sospechoso obvio. Desde ya, era difícil imaginar un motivo. Pero era el médico de la familia de los Maxie y un amigo íntimo de la familia. No obstruiría por voluntad propia la justicia, pero podría tener ideas poco ortodoxas acerca de qué constituía la justicia y tenía la excusa del secreto profesional si quería evitar preguntas inconvenientes. Dalgliesh ya había tenido problemas con esa clase de testigos. Pero no tenía por qué haberse preocupado. El doctor Epps, como si le concediera un cierto reconocimiento semi médico a la visita, lo hizo pasar de buena gana a su consultorio de ladrillo colorado que había sido torpemente añadido a su agradable casa de estilo georgiano, y se introdujo a presión en el sillón giratorio de su escritorio. A Dalgliesh le señaló con un gesto la silla de los pacientes, una gran Windsor asombrosamente baja en la que era difícil sentirse cómodo de tomar la iniciativa. Casi esperaba que el doctor comenzara con una serie de preguntas personales y embarazosas. Y, de hecho, el doctor Epps obviamente había decidido llevar el peso de la conversación. Esto le convenía a Dalgliesh que sabía muy bien cuándo podía obtener más información con el silencio. El doctor encendió una pipa grande y de forma curiosa.

—No le ofreceré de fumar. Tampoco un trago. Sé que generalmente no beben con los sospechosos.

Le echó una rápida mirada perspicaz a Dalgliesh para ver su reacción pero, al no recibir ningún comentario, dejó bien prendida su pipa con unas pocas chupadas vigorosas y empezó a hablar:

—No le haré perder su tiempo diciendo lo pasmoso que es este caso. Difícil de creer realmente. Pero, alguien la mató. Puso sus manos alrededor de su cuello y la estranguló… Espantoso para la señora Maxie. Para la chica también, claro, pero naturalmente yo pienso en los vivos. Stephen me llamó para que fuera a eso de las siete y media. Ninguna duda de que la chica estaba muerta, claro. Muerta desde hacía siete horas por lo que pude ver. El médico de la policía sabe más acerca de eso que yo. La chica no estaba embarazada. La traté por un problema y por eso estoy seguro. Una desilusión para el pueblo sin embargo. Les gusta enterarse de lo peor. Y hubiese sido un motivo, me imagino, para alguien.

—Si estamos hablando sobre motivos —contestó Dalgliesh—, podríamos empezar por este compromiso con el señor Stephen Maxie.

El doctor se movió incómodamente en su silla:

—Pamplinas. El muchacho es un tonto. No tiene un cobre salvo lo que gana, y Dios sabe que es bastante poco. Claro que algo habrá cuando su padre muera, pero estas viejas familias, viviendo y manteniendo propiedades con el capital, bueno, es un milagro que no hayan tenido que vender. El gobierno está haciendo todo lo posible por eliminarlos a fuerza de impuestos. ¡Y ese tipo Price se rodea de contables y engorda con gastos libres de impuestos! ¡Uno se pregunta si no nos hemos vuelto todos locos! Sin embargo, ése no es su problema. Eso sí, puede creerme que Maxie en este momento no está en condiciones de casarse con nadie. ¿Y dónde pensó que viviría Sally? ¿Quedarse en Martingale con su suegra? Tonto estúpido, necesita que le revisen la cabeza.

—Todo lo cual deja en claro —dijo Dalgliesh—, que el proyectado matrimonio hubiera sido calamitoso para los Maxie. Y eso hace que mucha gente tuviera interés en que no se llevara a cabo.

El doctor se inclinó sobre el escritorio desafiante.

—¿Al precio de matar a la chica? ¿Dejando a ese niño sin madre además de sin padre? ¿Qué clase de gente cree que somos?

Dalgliesh no contestó. Los hechos eran incontrovertibles. Alguien había matado a Sally Jupp. Alguien a quien ni la presencia del niño dormido había detenido. Pero tomó nota de cómo la exclamación del doctor lo aliaba con los Maxie. «¿Qué clase de gente cree que somos?». No cabía duda dónde residía la lealtad del doctor. La pequeña habitación se iba oscureciendo. Gruñendo por el ligero esfuerzo, el doctor se inclinó a través del escritorio y encendió una lámpara. Era articulada y móvil y la ajustó cuidadosamente para que un haz de luz cayera sobre sus manos pero le dejara la cara en la penumbra. Dalgliesh empezaba a sentirse fatigado, pero había mucho por hacer antes de que su día de trabajo terminara. Introdujo el objeto principal de su visita:

—¿Simon Maxie es su paciente, creo?

—Desde luego. Siempre lo ha sido. No hay mucho que hacer por él ahora, claro. Es sólo una cuestión de tiempo y buena atención. Martha es la que más se ocupa de eso. Pero, sí, es mi paciente. Completamente incapacitado. Arteriosclerosis avanzada con complicaciones de distinto tipo. Si está pensando que se arrastró por la escalera para liquidar a la criada, bueno, se equivoca. Dudo que haya sabido que ella existía.

—Creo que desde hace un año más o menos le ha estado recetando unos comprimidos especiales para dormir.

—Querría que dejara de decir que cree esto, eso, o aquello. Sabe perfectamente bien que sí. No es ningún secreto. Pero no puedo ver qué tienen que ver con este asunto —de repente se puso rígido—. ¿No querrá decir que la narcotizaron antes?

—Todavía no tenemos el informe de la autopsia, pero parece muy probable.

El doctor no simuló que no comprendía.

—Eso es grave.

—Reduce un tanto el campo. Y hay otros aspectos inquietantes.

Dalgliesh le habló entonces al doctor acerca del Sommeil faltante, dónde se suponía que lo había encontrado Sally, lo que hizo Stephen con los diez comprimidos y el hallazgo del frasco en el sitio de la búsqueda del tesoro. Cuando terminó hubo un momento de silencio. El doctor se hundía en el sillón que al principio parecía demasiado pequeño como para soportar su jovial y agradable redondez. Cuando habló, la voz profunda y grave fue repentinamente una voz vieja y cansada.

—Stephen nunca me lo dijo. Claro que no hubo muchas oportunidades con lo de la kermés. Podría haber cambiado de parecer, sin embargo. Probablemente pensó que yo no sería de mucha ayuda. Yo tendría que haberlo sabido, se da cuenta. Él no habría pasado por alto un descuido así. Su padre… mi paciente. Hace treinta años que conozco a Simon Maxie. Traje sus hijos al mundo. Uno tendría que conocer a sus pacientes, saber cuándo necesitan ayuda. Simplemente dejaba la receta, semana tras semana. Últimamente ni siquiera subía a verle muy a menudo. No parecía tener mucho sentido. No me imagino qué estaría haciendo Martha, sin embargo. Ella lo cuidaba, hacía todo. Debe haber sabido acerca de esos comprimidos. Es decir, si Sally decía la verdad.

—Es difícil imaginársela inventado toda esa historia. Además, tenía los comprimidos. ¿Me imagino que sólo se pueden conseguir con receta médica?

—Sí. No puede ir sencillamente a una botica y comprarlos. Oh sí, es cierto. En realidad en ningún momento lo dudé. Me culpo a mí mismo. Tendría que haberme dado cuenta de lo que ocurría en Martingale. No sólo a Simon Maxie. A todos ellos.

«Así que cree que uno de ellos lo hizo», pensó Dalgliesh. «Puede ver claramente en qué dirección se encaminan las cosas y no le gusta. No es su culpa. Sabe que es un crimen, no hay duda. La cuestión es, ¿está seguro de ello? Y en ese caso, ¿cuál de ellos?».

Preguntó acerca del sábado por la noche en Martingale. El relato del doctor Epps sobre la aparición de Sally antes de cenar, y la revelación de la propuesta de Stephen fue notablemente menos dramático que el de Catherine Bowers o el de la señorita Liddell, pero las versiones concordaban en lo fundamental. Confirmó que ni él ni la señorita Liddell habían dejado el despacho mientras se contaba el dinero, y que había visto a Sally Jupp subiendo por la escalera principal mientras él y su anfitriona pasaban por el vestíbulo hacia la puerta principal. Le parecía que Sally vestía una bata y llevaba algo, pero no recordaba qué. Podría haber sido una taza y un platillo o quizás un vaso. No le había hablado. Ésa fue la última vez que la vio con vida. Dalgliesh preguntó a quién más en el pueblo se le había recetado Sommeil.

—Tendré que mirar en mi archivo si quiere saberlo con exactitud. Puede llevar alrededor de media hora. No era una receta habitual. Recuerdo uno o dos pacientes que lo tomaban. Puede haber otros, claro. Sir Reynold Price y la señorita Pollack del St. Mary lo tomaban, eso lo sé. El señor Maxie, por supuesto. Por cierto, ¿qué sucede con su medicación ahora?

—Estamos reteniendo el Sommeil. Tengo entendido que el doctor Maxie ha recetado un equivalente. Y ahora, doctor, quizá podría hablar un momento con su ama de llaves antes de irme.

Pasó un minuto entero antes de que el doctor pareciera haberle escuchado. Entonces se levantó con dificultad de su sillón murmurando una disculpa y le guió del consultorio a la casa. Allí Dalgliesh pudo confirmar, con todo tacto, que el doctor llegó a casa la noche anterior a las diez cuarenta y cinco y había sido llamado para un parto a las once y diez. No esperaba escuchar otra cosa. Tendría que confirmarlo con la familia de la paciente, pero sin duda proporcionarían una coartada para el doctor hasta las tres y media de la mañana, hora en que finalmente dejó a la señora Baines de Nessingford orgullosa poseedora de su primer hijo. El doctor Epps había estado ocupado la mayor parte de la noche del sábado trayendo vida al mundo, no ahogando la de Sally Jupp.

El doctor murmuró algo sobre una visita tardía y caminó con Dalgliesh hasta la entrada, protegiéndose antes del aire de la noche con un abrigo opulento y voluminoso, al menos un talle demasiado grande para él. Cuando llegaron a la entrada, el doctor, que había hundido las manos en sus bolsillos, dio un pequeño respingo de sorpresa y abrió su mano derecha para descubrir una pequeña botella. Estaba casi llena de pequeños comprimidos marrones. Los dos hombres la observaron en silencio por un momento. Entonces el doctor Epps dijo:

—Sommeil.

Dalgliesh cogió un pañuelo, envolvió la botella y se la metió en el bolsillo. Notó con interés el primer movimiento instintivo de resistencia del doctor.

—Esas deben ser de sir Reynold, inspector. Nada que ver con la familia. Este abrigo era de Price —su tono era defensivo.

—¿Cuándo llegó a sus manos el abrigo, doctor? —preguntó Dalgliesh.

Nuevamente hubo una larga pausa. Luego el doctor pareció recordar que había hechos que no tenía sentido tratar de ocultar.

—Lo compré el sábado. En la kermés de la iglesia. Lo compré más bien como una broma entre yo y… la persona a cargo del puesto.

—Que era… ¿quién? —preguntó Dalgliesh inexorablemente.

El doctor Epps no le miró a los ojos mientras contestaba lentamente.

—La señora Riscoe.