ERA una habitación muy diferente de la de la última vez, pensó Felix, pero esa habitación también había sido silenciosa y pacífica. Había tenido cuadros y un pesado escritorio de caoba no muy diferente a éste ante el que se sentaba Dalgliesh. También había flores, un ramillete pequeño en un bol apenas más grande que una taza de té. Todo en esa habitación había tenido un aire doméstico y confortable, hasta el hombre detrás del escritorio con sus blancas manos regordetas, los ojos sonrientes detrás de sus gruesas gafas. La habitación había conservado ese aspecto. Era sorprendente la cantidad de procedimientos que existían para extraer la verdad que no implicaban el derramamiento de sangre, eran deliberadamente limpios y no requerían demasiados instrumentos. Con un esfuerzo hizo a un lado los recuerdos y se obligó a mirar la figura sentada al escritorio. Las manos cruzadas eran más delgadas, los ojos oscuros y menos amables. Sólo había otra persona en la habitación y era, también, un policía inglés. Esto era Martingale. Esto era Inglaterra.
Hasta ahora no había ido del todo mal. Deborah había estado ausente por media hora. Cuando volvió caminó hasta su asiento sin mirarlo y él, igualmente silencioso, se levantó y siguió al policía uniformado hasta el despacho. Se alegraba de haber resistido el deseo de tomar un trago antes de su interrogatorio y de haber rechazado el cigarrillo ofrecido por Dalgliesh. ¡Ése era un truco viejo! ¡No lo iban a pillar de esa manera! No iba a ofrecerles su nerviosismo en bandeja de plata. Si conseguía dominarse todo iría bien.
El hombre paciente sentado detrás del escritorio miró sus notas.
—Gracias. Hasta ahora eso está claro. ¿Podríamos ahora retroceder un poco? Después del café usted fue con la señora Riscoe a ayudar a lavar las cosas de la cena. A eso de las nueve y media ambos retornaron a esta habitación donde la señora Maxie, la señorita Liddell, la señorita Bowers y el doctor Epps estaban contando el dinero recaudado en la kermés. Les dijo que usted y la señora Riscoe iban a salir y dijo «Buenas noches» a la señorita Liddell y al doctor Epps quienes, probablemente, habrían dejado Martingale para cuando ustedes regresaran. La señora Maxie dijo que les dejaría abierta una de las puertas ventana del salón y les pidió que le echaran llave cuando hubieran entrado. ¿Este arreglo fue escuchado por todos los que se encontraban en ese momento en la habitación?
—Que yo sepa, sí. Nadie hizo ningún comentario y, como estaban ocupados contando dinero, dudo que le hayan prestado atención.
—Me sorprende que la puerta del salón fuera dejada sin pasador para ustedes cuando la puerta trasera también estaba abierta. ¿No es un Stubbs el que está colgado detrás suyo? En esta casa hay muchas cosas valiosas fáciles de llevar.
Felix no volvió la cabeza.
—¡El policía culto! Pensaba que sólo existían en las novelas policíacas. ¡Mis felicitaciones! Pero los Maxie no anuncian sus posesiones. Por parte del pueblo no hay ningún peligro. La gente ha estado entrando y saliendo de esta casa bastante libremente durante los últimos trescientos años. Aquí el cierre con llave es bastante caprichoso, salvo en el caso de la puerta principal. Cada noche, como un ritual, le echan el cerrojo y la atrancan Stephen Maxie o su hermana, casi como si tuviera algún significado esotérico. Fuera de eso no son muy cuidadosos. En eso, como en otros asuntos, parecen confiar en nuestra maravillosa policía.
—¡Bien! Salió al jardín con la señora Riscoe alrededor de las nueve y media y caminaron juntos. ¿De qué hablaron, señor Hearne?
—Le pedí a la señora Riscoe que se casara conmigo. Dentro de dos meses voy a nuestra oficina en Canadá y pensé que sería agradable combinar los negocios con una luna de miel.
—¿Y la señora Riscoe aceptó?
—Es encantador de su parte mostrarse interesado, inspector, pero me temo que debo desilusionarle. Por inexplicable que deba resultarle, la señora Riscoe no mostró ningún entusiasmo.
El recuerdo le inundó con una ola de emoción. La oscuridad, el perfume empalagoso de las rosas, los besos duros, urgentes, que en ella eran la expresión de algún impulso apremiante pero, sintió él, no de pasión. Y después el cansancio triste en su voz. «¿Matrimonio, Felix? ¿No se ha hablado ya bastante de matrimonio en esta familia? ¡Dios, cómo deseo que ella estuviera muerta!». Supo entonces que había caído en el error de hablar demasiado pronto. Tanto el momento como el lugar habían sido equivocados. ¿También las palabras habían sido equivocadas? ¿Qué era exactamente lo que ella quería?
La voz de Dalgliesh le devolvió al presente:
—¿Cuánto tiempo se quedaron en el jardín, señor?
—Sería galante pretender que el tiempo dejó de existir. En el interés de su investigación, sin embargo, admitiré que entramos por la puerta ventana del salón a las diez y cuarenta y cinco. El reloj de carillón de la repisa de la chimenea dio los tres cuartos mientras cerraba y echaba el cerrojo a la puerta.
—Ese reloj está siempre adelantado cinco minutos, señor. ¿Podría continuar, por favor?
—Entonces volvimos a las diez y cuarenta. No me fijé en mi reloj. La señora Riscoe me ofreció un whisky, que rechacé. También rechacé una bebida con leche y ella fue a la cocina a prepararse la suya. Unos minutos después volvió y dijo que había cambiado de idea. También dijo que, aparentemente, su hermano todavía estaba afuera. Hablamos un poco y convenimos encontrarnos para salir a cabalgar a la mañana siguiente a las siete. Luego nos fuimos a dormir. Yo pasé una noche razonablemente buena. Y hasta donde yo sé, la señora Riscoe también. Me había vestido y la estaba esperando en el vestíbulo cuando escuché a Stephen Maxie llamarme. Quería mi ayuda con la escalera. El resto ya lo sabe.
—¿Mató usted a Sally Jupp, señor Hearne?
—No, que yo sepa.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Simplemente que supongo que podría haberlo hecho en un estado de amnesia, pero no es una suposición práctica.
—Creo que podemos dejar a un lado esa posibilidad. La señorita Jupp fue muerta por alguien que sabía lo que, él o ella, estaba haciendo. ¿Tiene alguna idea de quién?
—¿Espera que tome esa pregunta en serio?
—Espero que tome todas mis preguntas en serio. Esta joven madre fue asesinada. Me propongo averiguar quién la mató sin malgastar demasiado de mi tiempo ni del de ninguna otra persona y espero que coopere conmigo.
—No tengo la menor idea de quién la mató y no sé si, de tenerla, se lo diría. No tengo su pasión evidente por la justicia abstracta. Sin embargo, estoy dispuesto a cooperar hasta el punto de señalar algunos hechos que, con su entusiasmo por los interrogatorios prolongados de sus sospechosos, puede posiblemente haber pasado por alto. Alguien había entrado por la ventana de esa chica. Tenía animales de vidrio sobre el antepecho y habían sido desparramados. La ventana estaba abierta y su cabello húmedo. Anoche llovió desde las doce y media hasta las tres. Deduzco que estaba muerta antes de las doce y media o hubiese cerrado la ventana. El niño no se despertó hasta que llegó su hora habitual. Entonces, presumiblemente, el visitante hizo poco ruido. No es probable que haya habido una disputa violenta. Me imagino que la misma Sally dejó entrar a su visitante por la ventana. Probablemente usó la escalera. Ella sabría dónde se guardaba. Tal vez lo había citado. En cuanto al porqué, su opinión vale tanto como la mía. Yo no la conocía pero, de algún modo, nunca me impresionó como de una fuerte sexualidad o promiscua. El hombre probablemente estaba enamorado de ella y, cuando le habló de su propósito de casarse con Stephen Maxie, la mató en un acceso súbito de celos o de ira. No puedo creer que se trate de un crimen premeditado. Sally había cerrado la puerta con llave para asegurarse de no ser molestados y el hombre salió por la ventana sin quitar la llave. Puede no haberse dado cuenta de que estaba con cerrojo. De lo contrario, probablemente lo hubiera descorrido y efectuado su salida con más cuidado. Esa puerta con cerrojo debe ser una gran decepción para usted, inspector. Ni siquiera usted puede imaginarse a alguien de la familia subiendo y bajando una escalera para entrar y salir de su propia casa. Sé lo excitado que debe estar con el compromiso Maxie-Jupp, pero no necesita que yo le señale que, si tuviésemos que cometer asesinatos para romper un compromiso inoportuno, la tasa de mortalidad entre las mujeres sería muy alta.
A medida que iba hablando, Felix supo que era un error. El miedo le había hecho caer en la trampa de la locuacidad, al igual que en el enojo. El sargento de policía le observaba con la mirada resignada y ligeramente compadecida de quien ha visto a demasiados hombres ponerse en ridículo como para sorprenderse, pero que, sin embargo, desearía que no lo hicieran. Dalgliesh habló suavemente:
—Creí que había pasado una buena noche. Sin embargo notó que llovió desde las doce y media hasta las tres.
—Para mí fue una buena noche.
—¿Entonces sufre de insomnio? ¿Qué toma?
—Whisky. Pero muy pocas veces en casa ajena.
—Antes describió cómo se descubrió el cuerpo y cómo fue al cuarto de baño contiguo con la señora Riscoe mientras el doctor Maxie telefoneaba a la policía. Al cabo de un rato la señora Riscoe le dejó para ir junto con su madre. ¿Qué hizo usted después de eso?
—Pensé que sería mejor ir a ver si la señora Bultitaft estaba bien. No me imaginaba que nadie se sintiera con ganas de desayunar, pero era obvio que íbamos a necesitar abundante café caliente, y sería una buena idea que hubiera emparedados. Parecía aturdida y repetía continuamente que Sally debió haberse matado. Le señalé lo más suavemente posible que era anatómicamente imposible, y eso pareció perturbarla más. Me echó una mirada curiosa como si fuera un extraño y luego rompió a sollozar fuertemente. Para cuando conseguí calmarla, la señorita Bowers ya había llegado con la criatura y se ocupaba con obvia eficiencia de su desayuno. Martha se recompuso y nos dedicamos al café y al desayuno del señor Maxie. A esas alturas la policía había llegado y se nos dijo que esperáramos en el salón.
—¿Cuando la señora Bultitaft se echó a llorar, fue ésa la primera señal de dolor que había mostrado?
—¿Dolor? —la pausa fue casi imperceptible—. Obviamente estaba muy conmocionada, como todos nosotros.
—Gracias, señor. Esto ha sido de mucha ayuda. Haré que pasen a máquina su declaración y luego le pediré que la lea y, si está de acuerdo con ella, la firme. Si hay algo más que quiera decirme habrá muchas oportunidades. Andaré por aquí. Ya que vuelve al salón, ¿quiere preguntarle a la señora Bultitaft si puede venir ahora?
Fue una orden, no un pedido. Cuando llegó a la puerta oyó hablar nuevamente a la voz tranquila:
—No será apenas una sorpresa para usted enterarse de que su relato de los hechos coincide casi exactamente con el de la señora Riscoe. Con una excepción. La señora Riscoe dice que usted pasó casi toda la noche en la habitación de ella, no en la suya. Dice, concretamente, que durmieron juntos.
Felix se detuvo un instante mirando la puerta y luego se volvió hacia el hombre sentado al escritorio.
—Eso fue muy dulce por parte de la señora Riscoe, pero a mí me complica las cosas, ¿no es cierto? Me temo, inspector, que tendrá que decidir cuál de los dos está mintiendo.
—Gracias —dijo Dalgliesh—. Ya lo he hecho.