LA señora Maxie se sentó tranquila y serenamente, le ofreció todas las facilidades que requiriera y sólo expresó el deseo de que la investigación pudiera llevarse a cabo sin molestar a su esposo que estaba gravemente enfermo e incapaz de comprender lo que había sucedido. Observándola a través del escritorio Dalgliesh veía lo que podía llegar a ser la hija dentro de unos treinta años. Las manos fuertes, competentes, enjoyadas, reposaban inertes en su regazo. Aun a esa distancia podía ver cuánto se parecían a las de su hijo. Con un mayor interés observó que las uñas, como las uñas de los dedos del cirujano, estaban cortadas muy cortas. No pudo detectar ningún signo de nerviosismo. Más bien parecía personificar la aceptación apacible de una molestia inevitable. Sintió que no se trataba de que se hubiera disciplinado para la paciencia. Aquí había una verdadera serenidad basada en algún tipo de estabilidad central que necesitaría de algo más que la investigación de un asesinato para verse alterada. Contestó sus preguntas con una consideración deliberada. Era como si estuviera asignando su propio valor a cada palabra. Pero no había nada nuevo en lo que relató. Corroboró el testimonio de Catherine Bowers sobre el descubrimiento del cuerpo, y su informe sobre lo ocurrido el día anterior coincidió con los ya recibidos. Después de la partida de la señorita Liddell y del doctor Epps a eso de las diez y media, había cerrado con llave la casa, a excepción de la puerta ventana del salón y la puerta trasera. La señorita Bowers había estado con ella. Juntas habían recogido sus respectivas tazas de leche de la cocina —sólo había quedado la de su hijo sobre la bandeja entonces— y juntas habían subido a acostarse. Pasó la noche mitad durmiendo y mitad vigilando a su esposo. No había oído ni visto nada extraño. Nadie se le había acercado hasta la llegada tempranera de la señorita Bowers para pedirle una aspirina. No había sabido nada de los comprimidos encontrados, según decían, en la cama de su marido, y la historia le resultaba muy difícil de creer. Según su opinión, era imposible que él pudiera haber escondido nada en su colchón sin que lo encontrara la señora Bultitaft. Su hijo no le había contado nada sobre el incidente, pero le mencionó que le había dado un remedio en vez de los comprimidos. Esto no le había sorprendido. Pensó que estaba probando algún nuevo preparado del hospital y estaba segura de que no habría recetado nada sin la aprobación del doctor Epps.
Su serenidad sólo se vio alterada por las preguntas pacientes y escudriñadoras sobre el compromiso de su hijo. Aun entonces fue la irritación antes que el miedo lo que endureció su voz. Dalgliesh presintió que las suaves disculpas con las que generalmente precedía a las preguntas incómodas estarían aquí fuera de lugar, resultarían más ofensivas que las preguntas mismas. Inquirió bruscamente:
—Señora, ¿cuál fue su actitud ante este compromiso de la señorita Jupp y su hijo?
—Ciertamente no duró el tiempo suficiente como para ser honrado con ese nombre. Y me sorprende que se tome la molestia de preguntar, inspector. Debe saber que yo estaría enérgicamente en contra.
«Bueno, eso fue bastante franco», pensó Dalgliesh. «¿Pero qué otra cosa podía ella decir? Realmente no podríamos creer que a ella le gustara».
—¿Aunque el afecto por su hijo pudiese haber sido sincero?
—Le estoy haciendo el cumplido de asumir que lo era. ¿Qué diferencia hay? Aun así hubiera estado en contra. No tenían nada en común. Habría tenido que mantener el hijo de otro hombre. Habría estorbado su carrera y dentro de un año se hubiesen odiado. Estos casamientos estilo rey Cophetua pocas veces resultan. ¿Cómo podrían hacelo? A ninguna chica de carácter le gusta pensar que se la trata con condescendencia, y Sally tenía mucho carácter aunque prefería no mostrarlo. Además, no veo con qué medios contaban para casarse. Stephen tiene muy poco dinero propio. Naturalmente que estaba en contra de este así llamado compromiso. ¿Usted querría un casamiento como ése para su hijo?
Por un segundo increíble Dalgliesh pensó que ella lo sabía. Era un argumento común, casi banal que cualquier madre en esas circunstancias podría haber usado sin pensarlo. Era imposible que imaginara la fuerza que tenía. Se preguntó qué diría si él contestara: «No tengo ningún hijo. Mi propio hijo y su madre murieron tres horas después de su nacimiento. No tengo hijo alguno que pueda casarse con alguien, conveniente o inconveniente». Podía imaginársela frunciendo el entrecejo con un fastidio refinado por incomodarla en semejante momento con un dolor privado a la vez tan antiguo, tan íntimo, tan sin conexión con el tema en cuestión. Contestó rápidamente:
—No, a mí tampoco me gustaría. Lamento haber ocupado tanto de su tiempo con lo que a usted le parecerá que no le concierne a nadie más que a usted misma. Pero debe darse cuenta de su importancia.
—Naturalmente. Desde su punto de vista le da un motivo a mucha gente, a mí en particular. Pero uno no mata para evitar una situación socialmente embarazosa. Debo admitir que iba a hacer todo lo posible para evitar que se casaran. Pensaba hablar con Stephen al día siguiente. No tengo duda alguna de que hubiéramos podido hacer algo por Sally sin necesidad de recibirla dentro de la familia. Tiene que haber un límite a lo que esta gente espera.
La repentina amargura de su última frase hasta sacó al sargento Martin del automatismo rutinario de su tomado de notas. Pero si la señora Maxie comprendió que había hablado de más no agravó su error agregando algo. Mientras la observaba, Dalgliesh pensó cuánto se parecía a un cuadro, un anuncio en acuarela para loción o jabón de tocador. Hasta el bol de flores bajo colocado sobre el escritorio entre ellos resaltaba su serena dignidad, como si hubiera sido puesto por la mano sagaz de un fotógrafo comercial. «Retrato de una dama inglesa en su hogar», pensó, y se preguntó qué opinaría de ella el superintendente en jefe y, si llegaba el caso, qué opinaría de ella un jurado. Aun para su mente, acostumbrada a encontrar la maldad en lugares tanto extraños como encumbrados, resultaba difícil conciliar a la señora Maxie con el asesinato. Pero sus últimas palabras habían sido reveladoras.
Decidió dejar a un lado el asunto del matrimonio por el momento y concentrarse en otros aspectos de la investigación. Nuevamente repasó el relato de la preparación de las bebidas calientes para la noche. No podía haber confusión alguna sobre la propiedad de las distintas tazas. La azul de Wedgwood encontrada junto a Sally pertenecía a Deborah Riscoe. La leche para las bebidas se colocaba sobre la cocina. Era una cocina de combustible sólido con tapas pesadas para cada uno de los hornillos. La cacerola con leche se dejaba sobre una de estas tapas donde no podía haber peligro de que hirviese y se derramase. Cualquiera de la familia que quisiese hervir la leche transfería la cacerola al hornillo y luego la reponía sobre la tapa. Sobre la bandeja sólo se colocaban las tazas de la familia y las tazas para sus invitados. No podía decir qué tomaban generalmente por la noche Sally o la señora Bultitaft, pero ciertamente, ninguno de los de la familia tomaba chocolate. No les gustaba el chocolate.
—En conclusión llegamos a esto, ¿no es cierto? —dijo Dalgliesh—. Si, como ahora estoy suponiendo, la autopsia demuestra que la señorita Jupp estaba narcotizada y el análisis del chocolate muestra que la droga estaba en su bebida de anoche, entonces nos encontramos con dos posibilidades. Podría haber tomado la droga ella misma, quizá por la simple razón de querer dormir bien después de la agitación del día. O alguna otra persona la narcotizó por una razón que debemos descubrir pero no es tan difícil de adivinar. La señorita Jupp, por lo que sabemos, era una joven sana. Si este crimen fue premeditado, su asesino debe haber considerado la forma en que él (o ella) podía entrar en la habitación y matar a la chica haciendo el menor ruido posible. Narcotizarla es la respuesta obvia. Esto presupone que el asesino conoce la rutina de las bebidas nocturnas de Martingale y sabía dónde se guardan los medicamentos. ¿Supongo que un miembro de su familia o un huésped estaría familiarizado con su rutina doméstica?
—Entonces con seguridad sabría que la taza de Wedgwood pertenecía a mi hija. ¿Está convencido, inspector, de que la droga estaba destinada a Sally?
—No del todo. Pero estoy convencido de que el asesino no confundió el cuello de Sally con el de la señora Riscoe. Supongamos por el momento que la droga estaba destinada a la señorita Jupp. Puede haber sido colocada en la cacerola de leche, en la taza de Wedgwood misma antes o después de que se preparase la bebida, en la lata de chocolate, o en el azúcar. Usted y la señorita Bowers prepararon sus bebidas con leche de la misma cacerola y les pusieron azúcar de la azucarera sobre la mesa sin sufrir ninguna consecuencia. No creo que la droga fuera colocada en la taza vacía. Era de un color pardusco y se vería fácilmente contra el azul de la porcelana. Esto nos deja con dos posibilidades. O bien se desmenuzó en el chocolate seco, o fue disuelta en la bebida caliente en algún momento después de que la señorita Jupp la preparara pero antes de que la tomara.
—No creo que eso último sea posible, inspector. La señora Bultitaft siempre deja la leche al calor a las diez. A eso de las diez y veinticinco vimos a Sally subiendo a su cuarto con la taza.
—¿Qué quiere decir con vimos, señora Maxie?
—El doctor Epps, la señorita Liddell y yo la vimos. Yo había subido con la señorita Liddell para ir a buscar su abrigo. Cuando volvimos al vestíbulo se nos unió el doctor Epps que salía del despacho. Mientras estábamos allí juntos, Sally apareció viniendo del sector de la cocina y subió por la escalera principal llevando la taza azul de Wedgwood sobre su platillo. Vestía pijama y una bata. Los tres la vimos pero ninguno habló. La señorita Liddell y el doctor Epps se fueron en seguida.
—¿Era habitual que la señorita Jupp usara esa escalera?
—No. La trasera lleva más directamente de la cocina a su habitación. Creo que estaba tratando de tener algún tipo de gesto.
—¿Pese a que no podía haber sabido que se encontraría con alguien en el vestíbulo?
—No. No sé cómo podría haberlo sabido.
—Usted dice que notó que la señorita Jupp llevaba la taza de la señora Riscoe. ¿Se lo mencionó a alguno de sus dos invitados o le hizo alguna recriminación a la señorita Jupp?
La señora Maxie sonrió ligeramente. Por segunda vez dejó asomar las garras, delicadamente.
—¡Inspector, qué ideas anticuadas tiene! ¿Esperaba que se la hubiese arrancado de la mano para incomodidad de mis invitados y satisfacción de la misma Sally? Qué mundo excitante y agotador debe ser el suyo.
Dalgliesh prosiguió su interrogatorio sin que lo desviara esta suave ironía. Pero le interesó saber que se podía provocar a su testigo.
—¿Qué ocurrió después de que se fueron la señorita Liddell y el doctor Epps?
—Me uní a la señorita Bowers en el despacho donde ordenamos los papeles y guardamos las bolsas de dinero bajo llave en la caja fuerte. Luego fuimos a la cocina y preparamos nuestras bebidas. Yo tome leche caliente y la señorita Bowers se preparó Ovaltine. Le gusta tomarlo muy dulce y le puso azúcar del azucarero que estaba allí dispuesto. Llevamos nuestras bebidas al vestidor, junto al dormitorio de mi marido donde paso la noche cuando me toca cuidarlo. La señorita Bowers me ayudó a rehacer la cama de mi marido. Supongo que pasamos unos veinte minutos juntas. Luego dijo «buenas noches» y se fue.
—¿Habiendo tomado su Ovaltine?
—Sí. Estaba demasiado caliente como para tomarlo en seguida pero se sentó y lo terminó antes de dejarme.
—¿Fue hasta el botiquín mientras estuvo con usted?
—No. Ninguna de las dos lo hicimos. Más temprano mi hijo le había dado a su padre algo para hacerlo dormir y parecía estar dormitando. No había nada que hacer por él, salvo ver que su cama quedara lo más confortable posible. Me alegraba la ayuda de la señorita Bowers. Es una enfermera profesional, y juntas pudimos arreglar la cama sin incomodarlo.
—¿Cuáles eran las relaciones de la señorita Bowers con el doctor Maxie?
—Por lo que yo sé, la señorita Bowers es una amiga de mis dos hijos. Es la clase de pregunta que sería mejor hacerles a ellos dos y a ella.
—¿Ella y su hijo no están comprometidos para casarse, hasta donde usted sepa?
—No sé nada sobre sus asuntos personales. Lo hubiera considerado poco probable.
—Muchas gracias —dijo Dalgliesh—. Ahora veré a la señora Riscoe, si usted quiere tener la bondad de hacerla venir.
Se levantó para abrir la puerta a la señora Maxie, pero ella no se movió. Dijo:
—Aún creo que la misma Sally tomó esa droga. No hay una alternativa razonable. Pero si otra persona se la administró, entonces estoy de acuerdo con usted en que debe haber sido colocada en el polvo de chocolate. Discúlpeme, ¿pero ustedes no estarían en condiciones de saberlo después de un análisis de la lata y su contenido?
—Podríamos haberlo estado —contestó Dalgliesh gravemente—. Pero la lata vacía se encontró en el cubo de basura. Había sido lavada. Falta la cubierta interna de papel. Probablemente fue quemada en el fuego de la cocina. Alguien se estaba asegurando doblemente.
—Una señora muy tranquila, señor —dijo el sargento Martín cuando la señora Maxie se hubo ido. Y agregó con un humor poco usual—. Estaba allí sentada como un candidato del partido liberal esperando el resultado de las elecciones.
—Sí —asintió fríamente Dalgliesh—. Pero completamente confiada en la organización del partido. Bien, vamos a escuchar lo que los demás tienen para contarnos.