STEPHEN Maxie tomó la iniciativa.
—Creo que sería mejor que empezara por hacerle saber que la señorita Jupp y yo estábamos comprometidos para casarnos. Le pedí su mano ayer al anochecer. No es ningún secreto. No puedo tener nada que ver con su muerte y podría no haberme molestado en mencionárselo si no fuera porque ella lo dio a conocer delante de la chismosa mayor del pueblo, de modo que usted probablemente se enteraría bastante pronto.
Dalgliesh, que ya se había enterado y no estaba en modo alguno convencido de que el pedido de mano no tuviera nada que ver con el asesinato, agradeció gravemente al señor Maxie por su franqueza y le expresó formales condolencias por la muerte de su prometida. El muchacho levantó la cabeza y le dirigió una repentina mirada directa.
—No siento que tenga derecho alguno a aceptar condolencias. Ni siquiera puedo sentirme afligido. Supongo que lo sentiré cuando se me haya borrado un poco el impacto. Nos comprometimos tan sólo ayer y hoy está muerta. Aún no resulta creíble.
—¿Su madre sabía de este compromiso?
—Sí. Toda la familia lo sabía, salvo mi padre.
—¿La señora Maxie lo aprobaba?
—¿No sería mejor que eso se lo preguntara a ella?
—Quizá sí. ¿Cuáles eran sus relaciones con la señorita Jupp antes de la noche de ayer, doctor Maxie?
—Si usted está preguntando si éramos amantes la respuesta es no. Sentía pena por ella. La admiraba y me atraía. No tengo la menor idea acerca de lo que pensaba de mí.
—Sin embargo, ¿había aceptado su propuesta de matrimonio?
—No explícitamente. Les dijo a mi madre y a sus invitados que yo había pedido su mano de modo que naturalmente di por sentado que tenía la intención de aceptarme. De no ser así no hubiera tenido sentido dar la noticia.
Dalgliesh podía pensar en muchas razones por las que la chica hubiese dado la noticia, pero no estaba dispuesto a comentarlas. En cambio, instó a su testigo a que diera su propia versión de los hechos recientes desde el momento en que los comprimidos faltantes de Sommeil fueron introducidos por vez primera en la casa.
—¿De modo que piensa que estaba narcotizada, inspector? Le conté al superintendente lo de los comprimidos cuando llegó. Con toda seguridad estaban en el botiquín de mi padre esta mañana temprano. La señorita Bowers los vio cuando fue a buscar una aspirina. Ahora no están allí. El único Sommeil que hay en el botiquín está ahora en un envoltorio sellado. El frasco ha desaparecido.
—Sin duda lo encontraremos, doctor Maxie. La autopsia nos hará saber si la señorita Jupp estaba o no narcotizada y, en caso afirmativo, qué cantidad ingirió. Es casi seguro que hay algo además del chocolate en esa taza junto a la cama. Claro que pudo haberlo puesto ella misma.
—¿Y si no lo hizo, inspector, quién fue? La droga podía no estar destinada a Sally. La taza que estaba junto a la cama era el de mi hermana. Cada uno de nosotros tiene una propia y son todas diferentes. Si el Sommeil estaba destinado para Sally debe haber sido echado en la bebida después de que lo llevara a su habitación.
—Si las tazas son tan diferentes es curioso que la señorita Jupp haya cogido la que no le correspondía. Ése es un error poco probable, ¿no?
—Puede no haber sido un error —dijo Stephen secamente.
Dalgliesh no le pidió que lo aclarara sino que escuchó en silencio mientras su testigo describía la visita de Sally al hospital de St. Luke el jueves pasado, lo ocurrido en la kermés de la iglesia, el súbito impulso que le había llevado a la propuesta matrimonial y el hallazgo del cuerpo de su prometida. Su relato fue fáctico, conciso y casi carente de emoción. Cuando describió la escena en el dormitorio de Sally su voz sonó casi clínicamente objetiva. O tenía un enorme control de sí mismo o había previsto esta entrevista y se había preparado por adelantado para no revelar en momento alguno miedo o remordimiento.
—Fui con Felix Hearne a buscar la escalera. Él estaba vestido pero yo todavía llevaba mi bata. De camino al cobertizo que está frente a la ventana de Sally perdí una de mis pantuflas, así que él llegó antes y cogió la escalera. Siempre se guarda allí. Para cuando le alcancé ya la había sacado y preguntaba adónde había que llevarla. Le indiqué en dirección a la ventana de Sally. Transportamos la escalera entre los dos aunque es muy liviana. Una persona sola podría manejarla, aunque no sé si se tratara de una mujer. La apoyamos contra la pared y Hearne subió primero mientras yo la sostenía. Le seguí inmediatamente. La ventana estaba abierta pero con las cortinas corridas. Como ya ha visto, la cama está en ángulo recto con la ventana con la cabecera en esa dirección. Hay un antepecho ancho en la parte en la que la ventana sobresale y aparentemente Sally tenía allí una colección de pequeños animales de vidrio en miniatura. Vi que estaban desparramados y la mayoría rotos. Hearne fue hasta la puerta y corrió el cerrojo. Me quedé parado mirando a Sally. La ropa de cama le cubría hasta el mentón, pero me di cuenta en seguida de que estaba muerta. A esas alturas el resto de la familia estaba alrededor de la cama, y cuando la descubrí pudimos ver lo que había pasado. Estaba acostada de espaldas, no la movimos, y tenía un aire muy sereno. Pero usted sabe qué aspecto tenía. La vio.
—Sé lo que yo vi —dijo Dalgliesh—. Ahora estoy preguntando qué es lo que vio usted.
El joven le miró con extrañeza y luego cerró los ojos por un segundo antes de responder. Habló con una voz apagada y sin expresión, como si repitiera una lección aprendida de memoria.
—Había un hilo de sangre en la comisura de su boca. Los ojos estaban casi cerrados. Había una marca bastante clara de un pulgar bajo la mandíbula inferior derecha, sobre el asta del cartílago tiroides, y señales menos claras de huellas de dedos sobre el lado izquierdo del cuello a lo largo del cartílago tiroides. Era un caso evidente de estrangulación manual llevada a cabo con la mano derecha y desde una posición frontal. Se debe haber usado bastante fuerza, pero pensé que la muerte podía haberse debido a la inhibición del vago y puede haber sido muy súbita. Encontré pocos de los signos clásicos de asfixia. Pero sin duda obtendrá todos los datos de la autopsia.
—Creo que van a concordar con su opinión. ¿Pudo hacerse alguna idea de la hora de la muerte?
—Había algo de rigor mortis en la mandíbula y en los músculos del cuello. No sé si se había difundido más allá de eso. Estoy describiendo los signos que percibí casi de manera subconsciente. En esas circunstancias no puede esperar un informe post mortem completo.
El sargento Martin, con la cabeza inclinada sobre su libreta, detectó infaliblemente la primera señal cercana a la histeria y pensó: «Pobre diablo. El viejo puede ser bastante cruel. Sin embargo, hasta ahora ha aguantado bastante bien. Demasiado bien para un hombre que acaba de descubrir el cadáver de su chica. Si es que era su chica».
—A su debido tiempo tendré el informe completo de la autopsia —dijo Dalgliesh con tranquilidad—. Me interesaba su estimación de la hora del deceso.
—Pese a la lluvia era una noche bastante calurosa. Diría que no menos de cinco horas ni más de ocho.
—¿Mató usted a Sally Jupp, doctor?
—No.
—¿Sabe quién lo hizo?
—No.
—¿Cuales fueron sus movimientos a partir del momento en que terminó de cenar la noche del sábado hasta que la señorita Bowers lo llamó esta mañana con la noticia de que la puerta de Sally Jupp estaba cerrada con cerrojo?
—Tomamos el café en el salón. A eso de las nueve mi madre sugirió que comenzáramos a contar el dinero. Estaba en la caja de seguridad, aquí en el despacho. Pensé que estarían más a gusto sin mí y me sentía inquieto, así que salí a dar una vuelta. Le dije a mi madre que podía demorarme y le pedí que me dejara abierta la puerta sur. No tenía un rumbo fijo en mente, pero en cuanto salí de la casa sentí que me gustaría ver a Sam Bocock. Vive solo en la cabaña que está en el extremo más alejado del prado de la casa. Caminé a través del jardín y por el prado hasta su cabaña y me quedé allí con él hasta bastante tarde. No puedo recordar exactamente a qué hora me fui, pero quizás él pueda ayudar. Pienso que fue justo después de las once. Caminé de vuelta solo, entré en la casa por la puerta sur, corrí el cerrojo y me fui a la cama. Eso es todo.
—¿Volvió directamente a su casa?
Dalgliesh no dejó de notar la vacilación casi imperceptible.
—Sí.
—¿Eso significa que hubiese estado de vuelta a qué hora?
—Desde la cabaña de Bocock son cinco minutos a pie pero yo no tenía prisa. Supongo que habré estado de vuelta y en la cama hacia las once y media.
—Es una lástima que no pueda ser preciso respecto de la hora, doctor Maxie. También es desde todo punto de vista sorprendente si se toma en cuenta que en su mesa de noche tiene un pequeño reloj de esfera luminosa.
—Puede que lo tenga. Eso no quiere decir que siempre tome nota de las horas en que me duermo o me levanto.
—Usted pasó más o menos dos horas con el señor Bocock. ¿De qué hablaron?
—Principalmente de caballos y de música. Tiene un tocadiscos bastante bueno. Escuchamos su nuevo disco, Klemperer dirigiendo la Heroica, para ser preciso.
—¿Tiene la costumbre de visitar al señor Bocock y pasar la tarde con él?
—¿Costumbre? Bocock fue mozo de cuadra de mi abuelo. Es mi amigo. ¿Acaso no visita a sus amigos cuando siente ganas, inspector, o es que no tiene ninguno?
Era el primer arranque de mal genio. El rostro de Dalgliesh no mostró emoción alguna, ni siquiera satisfacción. Empujó un pequeño cuadrado de papel a través de la mesa. Sobre él había tres diminutas astillas de vidrio.
—Estas fueron encontradas en las dependencias que están frente a la habitación de la señorita Jupp, donde dice usted que normalmente se guarda la escalera. ¿Sabe qué son?
Stephen Maxie se inclinó hacia delante y estudió esta prueba sin interés visible.
—Obviamente son astillas de vidrio. Más no le puedo decir. Me imagino que podrían ser parte de un vidrio de reloj roto.
—O parte de los animales de vidrio destrozados de la habitación de la señorita Jupp.
—Presumiblemente.
—Veo que tiene un pequeño trozo de esparadrapo sobre su nudillo derecho. ¿Qué pasó?
—Me hice un ligero raspón cuando regresaba a casa anoche, con la corteza de un árbol. Al menos ésa es la explicación más probable. No recuerdo lo que ocurrió y sólo vi la sangre cuando llegué a mi habitación. Le puse el esparadrapo antes de acostarme y normalmente ya me lo hubiera quitado. El rasguño no era nada serio, pero tengo que cuidar mis manos.
—¿Puedo verlo, por favor?
Maxie se adelantó y colocó la mano, con la palma hacia abajo, sobre el escritorio. Dalgliesh notó que no temblaba. Tomó una esquina del esparadrapo y lo arrancó.
Juntos inspeccionaron el nudillo descolorido que había debajo. Maxie aún no mostraba signos de ansiedad, sino que estudiaba su mano con el aire de un experto que condesciende a inspeccionar un objeto al que casi no vale la pena dedicarle su atención. Tomó el parche desechado, lo dobló cuidadosamente y lo arrojó con precisión al cesto de los papeles.
—Esto a mí me parece un corte —dijo Dalgliesh—. O, claro, podría ser un rasguño producido por una uña.
—Sí, claro, podría ser —asintió su sospechoso con tranquilidad—. Pero si lo fuera, ¿no esperaría encontrar sangre y piel bajo la uña que hizo el rasguño? Lamento no poder recordar cómo ocurrió —le miró de nuevo y añadió—. Ciertamente parece un pequeño corte, pero es ridículamente pequeño. Dentro de dos días no será visible. ¿Está seguro de que no quiere fotografiarlo?
—No, gracias —dijo Dalgliesh—. Hemos tenido algo bastante más importante que fotografiar allá arriba.
Le produjo una considerable satisfacción observar el efecto de sus palabras. Mientras estuviera a cargo de este caso ninguno de sus sospechosos debería pensar que podían refugiarse en mundos privados de indiferencia o cinismo del espanto de lo que había yacido en la cama del piso de arriba. Esperó un momento y prosiguió despiadadamente.
—Quiero dejar algo perfectamente claro respecto de la puerta sur. Lleva directamente al tramo de escalera que sube hasta el antiguo cuarto de los niños. Puede decirse entonces que la señorita Jupp dormía en una parte de la casa que tenía su entrada propia. De hecho, casi un apartamento independiente. Una vez que las dependencias de la cocina quedaban cerradas por la noche podía dejar entrar un visitante por esa puerta con poco riesgo de ser descubierta. Si la puerta quedaba sin cerrojo, un visitante podía tener acceso a su puerta con una razonable facilidad. Ahora bien, usted dice que se le había dejado la puerta sur sin cerrojo desde las nueve, cuando terminó de cenar, hasta poco después de las once cuando volvió de la cabaña del señor Bocock. ¿Es correcto afirmar que en ese lapso cualquiera podría haber tenido acceso a la casa por la puerta sur?
—Sí. Supongo que sí.
—Señor Maxie, ¿seguramente usted sabe con certeza si eso es o no posible?
—Sí, podrían haberlo hecho. Como probablemente haya observado, la puerta tiene dos pesados cerrojos del lado de dentro y una cerradura incrustada. Hace años que no usamos la cerradura. Supongo que las llaves estarán en algún lado. Mi madre podría saberlo. Normalmente mantenemos la puerta cerrada durante el día y echamos el cerrojo a la noche. Durante el invierno, por lo general, está todo el tiempo con cerrojo y apenas se usa. Hay otra puerta que lleva a las dependencias de la cocina. No ponemos demasiado cuidado en echar la llave, pero aquí nunca hemos tenido problemas. Aunque cerráramos las puertas bien, la casa no sería a prueba de ladrones. Cualquiera podría entrar por las puertas ventana del salón. Les echamos la llave pero sería fácil romper el vidrio. Nunca ha parecido que valiera la pena preocuparse demasiado por cuestiones de seguridad.
—¿Y, además de esta puerta siempre abierta, había una escalera muy a mano en la vieja cuadra de los establos?
Stephen Maxie se encogió ligeramente de hombros.
—Hay que guardarla en algún sitio. No guardamos las escaleras bajo llave por si a alguien se le ocurre la idea de entrar por las ventanas.
—Todavía no tenemos ninguna evidencia de que alguien lo hizo. Esa puerta me sigue interesando. ¿Estaría dispuesto a jurar que estaba sin cerrojo cuando volvió de la cabaña del señor Bocock?
—Naturalmente. ¿Si no cómo podría haber entrado?
Dalgliesh dijo rápidamente:
—¿Usted se da cuenta de la importancia de determinar a qué hora finalmente echó el cerrojo a esa puerta?
—Naturalmente.
—Le voy a preguntar una vez más a qué hora le echó el cerrojo, y le aconsejo que piense con mucho detenimiento antes de contestar.
Stephen Maxie le miró a los ojos y dijo casi al descuido:
—Según mi reloj fue a las doce treinta y tres. No podía dormir y a las doce y media súbitamente recordé que no había cerrado. Así que me levanté y lo hice. No vi a nadie ni escuché nada y volví directamente a mi cuarto. No hay duda de que fui muy negligente, pero si hay alguna ley que castigue el olvidarse de cerrar la casa querría que me lo dijeran.
—¿De modo que a las doce y treinta y tres le echó el cerrojo a la puerta sur?
—Sí —contestó Stephen Maxie con tranquilidad—. A los treinta y tres minutos pasada la medianoche.