EN el salón, los Maxie junto con sus dos huéspedes y Martha Bultitaft aguardaban a ser interrogados, discretamente vigilados por un sargento de detectives que se había aposentado en una pequeña silla junto a la puerta donde permanecía sentado con una aparente indiferencia imperturbable, dando la impresión de sentirse mucho más cómodo que los dueños de casa. Las personas bajo su vigilancia tenían sus propios y variados motivos para preguntarse cuánto tiempo duraría la espera, pero ninguno quería revelar ansiedad averiguándolo. Se les había dicho que el inspector en jefe de detectives Dalgliesh de Scotland Yard había llegado y que en breve estaría con ellos. Con qué brevedad, eso nadie estaba dispuesto a preguntarlo. Felix y Deborah aún vestían ropa de montar. Los demás se habían vestido apresuradamente. Todos habían desayunado poco y ahora estaban sentados y esperando. Como hubiera parecido una muestra de insensibilidad ponerse a leer, chocante tocar el piano, poco prudente hablar acerca del crimen, y forzado tocar otro tema, permanecían sentados en un silencio casi ininterrumpido. Felix Hearne y Deborah estaban en el sofá aunque un poco apartados y de tanto en tanto él se inclinaba para susurrarle algo al oído. Stephen Maxie se había apostado en una de las ventanas y, de pie, daba la espalda a la habitación. Era una postura que, como Felix Hearne percibió con cinismo, le permitía mantener oculta la cara y mostrar un pesar no expresado con la parte de atrás de su cabeza inclinada. Cuatro de los observadores, al menos, tenían mucho interés en saber si el pesar era real. Eleanor Maxie, sentada serenamente en una silla alejada de los demás, estaba atontada por el dolor o ensimismada en sus pensamientos. Su cara se veía muy pálida, pero el instante de pánico que le había cogido frente a la puerta de Sally ya estaba superado. Su hija notó que por lo menos ella se había preocupado por vestirse como correspondía y ofrecía a su familia e invitados una apariencia casi normal. Martha Bultitaft también se sentó un poco aparte, incómoda en el borde de su silla y echándole de tanto en tanto miradas iracundas al sargento al que, evidentemente, consideraba responsable de su embarazo por tener que estar sentada junto con la familia y para colmo en el salón, cuando había trabajo que hacer. Ella, la más trastornada y aterrada con el hallazgo de la mañana, ahora parecía considerar todo el incordio como una ofensa personal, y permanecía sentada envuelta en un hosco resentimiento. Catherine Bowers era la que presentaba la mayor apariencia de tranquilidad. Había sacado una pequeña libreta de su bolso de mano y, a intervalos, escribía en ella como si refrescara su memoria de los acontecimientos de la mañana. Esa fachada de naturalidad y eficiencia no engañó a nadie, pero todos le envidiaron la ocasión de dar tan buena imagen. Permanecían sentados en un aislamiento esencial y repensaban sus propios pensamientos. La señora Maxie mantenía los ojos fijos en las manos fuertes entrelazadas en su regazo pero tenía la mente concentrada en su hijo.
«Se sobrepondrá, los jóvenes siempre lo hacen. Gracias a Dios que Simon nunca lo sabrá. Va a ser difícil arreglarnos para cuidarlo sin Sally. Supongo que uno no debería pensar en eso. Pobre chica. Puede haber huellas digitales en ese cerrojo. La policía ya habrá pensado en eso. A menos que haya usado guantes. Hoy en día todos sabemos acerca de los guantes. Me pregunto cuántos llegaron a ella a través de esa ventana. Supongo que tendría que haber pensado en eso, ¿pero cómo? Después de todo tenía el niño con ella. ¿Qué harán con Jimmy? Una madre asesinada y un padre que ya nunca llegará a conocer. Ése es un secreto que se guardó. Uno de tantos, probablemente. Nunca se llega a conocer a la gente. ¿Qué es lo que sé acerca de Felix? Podría resultar peligroso. También el inspector en jefe. Martha tendría que estarse ocupando del almuerzo. Es decir, si es que alguien quiere almorzar. ¿Dónde comerán los policías? Es de suponer que querrán usar nuestras habitaciones solamente hoy. La enfermera llegará a las doce, así que tendré que ir con Simon entonces. Supongo que podría ir ahora si lo pidiera. Deborah está tensa. Como todos. Si al menos pudiéramos no perder la cabeza».
«Tendría que tenerle menos aversión ahora que está muerta», pensaba Deborah, «pero no puedo. Siempre creó problemas. Disfrutaría viéndonos así, sudando en primera fila. Quizá pueda hacerlo. No debo ponerme morbosa. Me gustaría que pudiésemos hablar sobre esto. Podríamos haber callado lo de Stephen y Sally si Epps y la señorita Liddell no hubieran venido a cenar. Y Catherine, claro. Siempre hay que considerar a Catherine. Ella sí que va a disfrutar esto. Felix sabe que Sally estaba narcotizada. Bueno, si es cierto, la droga estaba en mi taza. Que piensen de eso lo que quieran».
«No pueden tardar mucho más», pensaba Feliz Hearne, «La cuestión es no perder los estribos. Se va a tratar de policías ingleses, policías ingleses extremadamente corteses haciendo preguntas estrictamente de acuerdo con las normas establecidas por los jueces. El miedo es difícil de ocultar. Me imagino la cara de Dalgliesh si me decidiera a explicarlo. Inspector, discúlpeme si doy la impresión de tenerle pánico. La reacción es puramente automática, una jugarreta del sistema nervioso. Tengo aversión a los interrogatorios formales, y más todavía a las sesiones informales cuidadosamente montadas. Tuve alguna experiencia de eso en Francia. Me he recuperado completamente de sus efectos, comprende, excepto por este pequeño legado. Tiendo a perder los estribos. No es más que puro, simple y maldito miedo. Estoy seguro de que usted lo comprenderá, Herr inspector. Sus preguntas son tan razonables. Es una desgracia que yo desconfíe de las preguntas razonables. No debemos exagerar esto está claro. Es una incapacidad menor. Uno pasa una parte relativamente pequeña de su vida siendo interrogado por la policía. Me libré de una buena. Hasta me dejaron algunas de mis uñas. Sólo estoy tratando de explicarle que me puede resultar difícil darle las respuestas que usted espera».
Stephen se dio la vuelta.
—¿Qué les parece si llamamos a un abogado? —preguntó repentinamente—. ¿No deberíamos hacer venir a Jephson?
Su madre alzó la vista de la silenciosa contemplación de sus manos entrelazadas.
—Mathew Jephson está paseando en coche por algún lugar de Europa. Lionel está en Londres. Podríamos avisarle si crees que es necesario.
Su voz tenía un matiz de interrogación. Deborah dijo impulsivamente:
—¡No, mamá! No a Lionel Jephson. Es el pelmazo más pomposo del mundo. Esperemos a que nos arresten antes de alentarlo a que venga hasta aquí a darse aires. Además no es un abogado penalista. Sólo entiende de fideicomisos, declaraciones juradas y documentos. Esto lo escandalizaría hasta el fondo de su alma honorable. No serviría de nada.
—¿Y qué hay de usted, Hearne? —preguntó Stephen.
—Me puedo arreglar sin ayuda, gracias.
—Tendríamos que pedirle disculpas por mezclarle en esto —dijo Stephen con una formalidad afectada—. Es desagradable para usted y puede resultarle inoportuno. No sé cuándo podrá estar de vuelta en Londres.
Felix pensó que esas disculpas más bien correspondía dárselas a Catherine Bowers. Aparentemente, Stephen estaba decidido a ignorar a la joven. ¿Es que este joven estúpido y arrogante pensaba seriamente que esta muerte no era más que algo desagradable e inoportuno? Miró hacia la señora Maxie mientras respondía:
—Me sentiré muy feliz de permanecer aquí, voluntaria o involuntariamente, si puedo ser de alguna utilidad.
Catherine estaba añadiendo sus entusiastas afirmaciones en el mismo sentido cuando el sargento silencioso, súbitamente revivido, se cuadró en un solo movimiento. La puerta se abrió y entraron tres policías de civil. Al superintendente Manning ya lo conocían. Rápidamente presentó a sus acompañantes como el inspector en jefe de detectives Adam Dalgliesh y el sargento de detectives George Martin. Cinco pares de ojos se volvieron simultáneamente hacia el más alto de los desconocidos con miradas de temor, apreciación o abierta curiosidad.
Catherine Bowers pensó: «Alto, moreno y buen mozo. No lo que yo esperaba. Realmente una cara muy interesante».
Stephen Maxie pensó: «Un tipo con aire arrogante. Se tomó su tiempo antes de venir. Me imagino que la idea es ablandarnos. O si no, ha estado husmeando por la casa. Éste es el fin de la intimidad».
Felix Hearne pensó: «Bueno, aquí está. Adam Dalgliesh, he oído hablar de él. Implacable, poco ortodoxo, siempre trabajando en contra del reloj. Supongo que tiene sus propias compulsiones particulares. Por lo menos nos han considerado adversarios dignos de lo más selecto».
Eleanor Maxie pensó: «Dónde he visto antes esa cabeza. Claro. Ese Durero. ¿Fue en Munich? Retrato de un desconocido. Por qué es que uno siempre espera que los oficiales de policía usen bombines y gabardinas».
Durante el intercambio de presentaciones y cortesías Deborah lo miró fijamente como si lo viera a través de una red de cabello dorado rojizo. Cuando habló lo hizo con una voz extrañamente profunda, reposada e inexpresiva:
—El superintendente Manning me ha dado a entender que el pequeño despacho contiguo ha sido puesto a mi disposición. Espero que no resulte necesario monopolizarlo ni a él ni a ustedes por mucho tiempo. Quisiera verlos por separado, por favor, y en este orden.
—Ven a verme a mi estudio a las nueve, a las nueve y cinco, a las nueve y diez… —le susurró Felix a Deborah.
No sabía si buscaba alivio para sí o para ella, pero no le respondió ninguna sonrisa. Dalgliesh dejó que su mirada recorriera brevemente el grupo.
—El señor Stephen Maxie, la señorita Bowers, la señora Maxie, la señora Riscoe, el señor Hearne y la señora Bultitaft. Los que esperen tengan a bien quedarse aquí. Si alguno de ustedes tiene necesidad de dejar la habitación hay una policía femenina y un agente afuera en el vestíbulo que pueden acompañarlos. Esta vigilancia será menos rigurosa en cuanto todos hayan sido entrevistados. ¿Me haría el favor de venir conmigo, señor Maxie?