BONITO lugar, señor —dijo el sargento de detectives Martin cuando el coche de policía se detuvo frente a Martingale—. Hay una gran diferencia con nuestro último trabajo.
Había satisfacción en su voz porque era un hombre de campo por nacimiento e inclinación, y a menudo se le escuchaba quejarse de la propensión de los asesinos a cometer sus crímenes en ciudades superpobladas y casas de vecindad insalubres. Olfateó el aire con gusto y bendijo las razones de política o de prudencia, cualesquiera que fueran, que habían llevado al jefe de policía del condado a hacer intervenir a Scotland Yard. Se había rumoreado que el jefe de la policía conocía personalmente a las personas implicadas y que por eso, sumado al asunto sin resolver en la periferia del condado, había considerado aconsejable pasar a otras manos este problema sin más dilación. Esto le venía muy bien al sargento de detectives Martin. El trabajo era el trabajo dondequiera se hiciera, pero un hombre tenía derecho a sus preferencias.
El inspector en jefe de detectives Adam Dalgleish no contestó sino que salió ágilmente del coche y dio un paso atrás por un momento para observar la casa. Era una típica casa solariega isabelina, sencilla pero claramente formal en cuanto a diseño. Los amplios miradores de dos pisos con sus ventanas con maineles y montantes estaban emplazados simétricamente a ambos lados del porche central cuadrado. Encima del alero había un pesado escudo de armas esculpido. El tejado se inclinaba hacia una pequeña balaustrada abierta de piedra, también esculpida con símbolos en relieve, y las seis grandes chimeneas Tudor se erguían osadamente contra un cielo de verano. Hacia el oeste se curvaba la pared de una habitación que Dalgliesh supuso había sido agregada en una fecha posterior, probablemente durante el siglo pasado. Las puertas ventana eran de vidrio laminado y se abrían al jardín. Por un momento vio una cara en una de ellas, pero luego desapareció. Alguien estaba esperando su llegada. Por el oeste un muro de piedra gris partía de la esquina de la casa en una amplia curva hacia la entrada al jardín y se perdía detrás de los arbustos y las altas hayas. Por este lado los árboles llegaban hasta muy cerca de la casa. Por encima del muro y semi oculta por un mosaico de hojas podía apenas ver la punta de una escalera apoyada contra una ventana voladiza. Presumiblemente ése era el cuarto de la chica muerta. Su ama difícilmente podría haber elegido uno mejor ubicado para facilitar una entrada ilícita. Había dos vehículos aparcados junto al porche, un coche de la policía con un hombre uniformado sentado impasible al volante, y un furgón funerario. Su conductor, recostado contra el respaldo del asiento y la gorra con visera echada hacia adelante, no se dio por enterado de la llegada de Dalgliesh, mientras que su compañero se limitó a levantar la vista con indiferencia antes de volver a su periódico dominical.
El superintendente local estaba esperando en el vestíbulo. Se conocían ligeramente como era de esperar de dos hombres destacados de la misma profesión, pero ninguno de ellos había deseado nunca tener una relación más estrecha. No fue un momento cómodo. Manning se encontraba en la necesidad de explicar exactamente por qué su superior había considerado aconsejable hacer intervenir a Scotland Yard. Dalgliesh respondía adecuadamente. Dos reporteros estaban sentados junto a la puerta con el aire de perros a los que se les ha prometido un hueso si se portan bien y se han resignado a tener paciencia. La casa estaba muy silenciosa y olía levemente a rosas. Después del calor tórrido del coche, el aire resultó tan frío que Dalgliesh tuvo un estremecimiento involuntario.
—La familia está reunida en el salón —dijo Manning—. He dejado un sargento con ellos. ¿Quiere verlos ahora?
—No, primero veré el cuerpo. Los vivos pueden esperar.
El superintendente Manning tomó la delantera por la amplia escalera cuadrada, hablándoles mientras avanzaba.
—Adelanté algo antes de saber que iban a hacer intervenir a la Oficina Central. Probablemente le han puesto al corriente de lo esencial. La víctima es la criada. Madre soltera de veintidós años. Estrangulada. El cuerpo lo descubrió la familia aproximadamente a las 7.15 de esta mañana. La puerta del dormitorio de la chica tenía echado el cerrojo. La salida, y probablemente también la entrada, fue por la ventana. Encontrará pruebas de ello en el caño de la chimenea y en la pared. Parece como si hubiera caído el último metro y medio aproximadamente. Se la vio con vida por última vez anoche a las 22.30 cuando subía para acostarse con su bebida para la noche. No llegó a terminarla. La taza está en la mesilla de noche. Al principio pensé que el trabajo lo había hecho alguien de fuera casi con seguridad. Ayer tuvieron una kermés y cualquiera podría haber entrado en la propiedad. Dentro de la casa incluso. Pero hay dos o tres aspectos extraños.
—¿La bebida, por ejemplo? —preguntó Dalgliesh.
Ya habían llegado al rellano y estaban yendo hacia el ala oeste de la casa. Manning le miró curiosamente.
—Sí. El chocolate. Puede haber sido narcotizado. Hay algo que falta. El señor Simon Maxie es un inválido. De su botiquín falta un frasco de somníferos.
—¿Hay rastros de narcóticos en el cuerpo?
—El médico de la policía está con ella ahora. Pero lo dudo. Me pareció un caso claro de estrangulamiento. Probablemente tengamos la respuesta con la autopsia.
—Lo podría haber tomado ella misma —dijo Dalgliesh—. ¿Hay algún motivo obvio?
Manning vaciló.
—Es posible. Todavía no tengo ninguno de los detalles pero he oído chismes.
—Ah, chismes.
—Una tal señorita Liddell vino esta mañana a llevarse al hijo de la chica. Anoche cenó aquí. Menuda comida debe haber sido, según su relato. Aparentemente, Stephen Maxie se había declarado a Sally Jupp. Para la familia eso podría considerarse un motivo, supongo.
—Dadas las circunstancias pienso que para mí sí podría.
El dormitorio era de paredes blancas y estaba lleno de luz. Después de la penumbra del vestíbulo y de los pasillos bordeados por un maderaje de roble, esta habitación impresionaba con la luminosidad artificial de un escenario. El cadáver era lo más irreal de todo, una actriz de segunda categoría tratando sin éxito de simular la muerte. Sus ojos estaban casi cerrados, pero su cara tenía esa expresión de vaga sorpresa que a menudo había observado en las caras de los muertos. Dos dientes delanteros pequeños y muy blancos estaban apretados contra el labio inferior, dando un aspecto de conejo a una cara que en vida, sintió, debió haber sido llamativa, quizás hasta hermosa. Una aureola de cabello fulguraba sobre la almohada en un desafío incongruente a la muerte. Su mano lo sintió ligeramente húmedo. Casi se sorprendió de que su brillo no se hubiera escurrido junto con la vida de su cuerpo. Se quedó de pie inmóvil mirándola. En momentos como este nunca tenía un sentimiento de compasión y ni siquiera de ira, aunque eso podría venir más tarde y habría que resistirlo. Le gustaba fijarse la imagen del cuerpo asesinado firmemente en la mente. Se había vuelto una costumbre a partir de su primer caso importante siete años atrás, cuando observó el cadáver apaleado de una prostituta del barrio del Soho con silenciosa decisión y pensó: «Eso es. Éste es mi trabajo».
El fotógrafo había terminado su tarea con el cuerpo antes de que el médico de la policía comenzara su examen. Ahora estaba sacando unas últimas fotos de la habitación y la ventana antes de guardar su equipo. El encargado de tomar las huellas dactilares también había acabado con Sally y concentrado en su mundo privado de espirales y compuestos, se movía con discreta eficiencia del pomo de la puerta a la cerradura, de la taza de chocolate a la cómoda, de la cama al marco de la ventana, antes de subirse pesadamente a la escalera para trabajar en el caño de la chimenea y en la escalera misma. El doctor Feltman, el médico de la policía, con una calvicie incipiente, corpulento y deliberadamente jovial, como si estuviera bajo una compulsión constante de demostrar su imperturbabilidad profesional frente a la muerte, volvía a colocar sus instrumentos en un estuche negro. Dalgliesh ya se había encontrado con él antes y sabía que era un médico de primera que nunca había aprendido a reconocer dónde terminaba su trabajo y comenzaba el del detective. Esperó a que Dalgliesh se apartara del cuerpo antes de hablar.
—Ya estamos listos para llevárnosla, si no tiene inconveniente. Desde el punto de vista médico parece bastante sencillo. Estrangulación manual por una persona diestra colocada delante de ella. Murió rápidamente, posiblemente por inhibición del vago. Podré decirle algo más después de la autopsia. No hay signos de violencia sexual, pero eso no significa que el sexo no fuera el motivo. Me imagino que no hay nada como encontrarse con un cadáver entre las manos para que se le vayan a uno las ganas. Cuando lo pesquen se encontrarán con la misma vieja historia de siempre: «La agarré del cuello para asustarla y perdió el conocimiento». Parece que entró por la ventana. Podrán encontrar huellas digitales en ese caño de chimenea pero dudo que el suelo les sirva de mucho. Debajo hay una especie de patio. Nada de una bonita tierra blanda con un par de útiles marcas de suelas. De todos modos, anoche llovió bastante fuerte, lo que no es ninguna ayuda. Bueno, voy a buscar a los de la camilla si su hombre ya ha terminado. Feo asunto para un domingo por la mañana.
Se fue y Dalgliesh revisó la habitación. Era amplia y escasamente amueblada, pero la impresión general que daba era la de ser soleada y confortable. Pensó que probablemente antes había sido el cuarto de los juguetes. El hogar anticuado en la pared norte estaba rodeado por un pesado guardafuego de malla detrás del cual se había instalado una estufa eléctrica. A ambos lados del hogar había profundos nichos provistos de estanterías y armarios bajos. Se veían dos ventanas. La ventana voladiza más pequeña contra la que estaba apoyada la escalera se encontraba en la pared oeste y miraba sobre el patio hacia los viejos establos. La más grande abarcaba casi todo el largo de la pared sur y ofrecía una vista panorámica de los prados y jardines. Aquí el vidrio era antiguo y montado irregularmente con medallones. Sólo las ventanas superiores con maineles podían abrirse.
La cama individual pintada de color crema estaba en ángulo recto con la ventana más pequeña y tenía una silla a un lado y una mesilla de noche con una lámpara al otro. La cuna del niño estaba en el rincón opuesto semi oculta por un biombo. Era el tipo de biombo que Dalgliesh recordaba de su propia niñez, compuesto de docenas de ilustraciones y postales de colores pegadas formando un diseño y barnizadas. Frente al hogar había una alfombra y una silla baja. Contra la pared un armario sencillo y una cómoda.
La habitación tenía un carácter extrañamente anónimo. La íntima atmósfera fecunda de casi cualquier cuarto de infantes compuesta de un vago olor a talco, jabón para bebés y ropa secada al calor. Pero la muchacha misma había impreso poco de su personalidad a su entorno. No existía ese desorden femenino que en parte había esperado encontrar. Sus pocas pertenencias personales estaban cuidadosamente ordenadas pero no revelaban nada. Era, básicamente, nada más que el cuarto de un niño con una cama sencilla para su madre. Los pocos libros en los estantes eran obras de divulgación sobre el cuidado de los bebés. La media docena de revistas eran de aquellas dedicadas a los intereses de las madres y amas de casa antes que a las preocupaciones más románticas y variadas de las jóvenes que trabajan. Cogió una del estante y la hojeó. De entre sus páginas cayó un sobre con un sello venezolano. Estaba dirigido a:
Sr. D. Pullen
Rose Cottage, Nessingford-road,
Little Chadfleet, Essex, Inglaterra.
En el reverso había tres fechas garabateadas en lápiz: miércoles 18, lunes 23, lunes 30.
Rondando de la estantería de libros a la cómoda sacó cada cajón y revisó sistemáticamente su contenido con dedos expertos. Estaban perfectamente ordenados. El cajón de arriba sólo contenía ropa de bebé. La mayoría tejida a mano, todas las prendas bien lavadas y cuidadas. El segundo estaba repleto de ropa interior de la muchacha pulcramente ordenada en pilas. Fue en el tercer y último cajón donde se encontraba la sorpresa.
—¿Qué piensa de esto? —le preguntó a Martin.
El sargento se acercó a su superior con una rapidez silenciosa desconcertante en una persona de su físico y levantó una de las prendas en su enorme mano.
—Parece hecha a mano, señor. La debe de haber bordado ella misma. El cajón está casi repleto. A mí me parece un ajuar.
—Efectivamente, me parece que de eso se trata. Y no sólo prendas de vestir, también hay manteles, toallas de mano, fundas para almohadones —las revisó mientras hablaba—. Es un pequeño ajuar bastante conmovedor, Martin. Meses de trabajo fervoroso cuidadosamente doblado en papel de seda con bolsitas de lavanda. Pobrecita. ¿Cree usted que esto estaba destinado al deleite de Stephen Maxie? No llego a imaginarme estos coquetos mantelillos usados en Martingale.
Martin tomó una de las prendas y la estudió con aires de conocedor.
—No puede haber estado pensando en él cuando hacía esto. Según él, sólo se le declaró ayer, y esto le debe haber llevado meses de trabajo. Lo sé porque mi madre acostumbraba hacer este tipo de labor. Se hace punto de ojal siguiendo el dibujo y después se recorta la parte interior. Lo llaman Richelieu o algo así. Queda muy lindo, si a usted le gustan ese tipo de cosas —añadió en consideración a la evidente falta de entusiasmo de su jefe.
Observó pensativo el bordado con una aprobación nostálgica antes de devolverlo al cajón.
Dalgliesh se acercó a la ventana voladiza. El ancho antepecho tenía unos noventa centímetros de altura. Estaba salpicado ahora con los brillantes fragmentos de vidrio de una colección de animales en miniatura. Un pingüino yacía de costado, sin alas. Un frágil perro salchicha se había partido en dos. Un gato siamés de ojos sorprendentemente azules era el único superviviente del astillado holocausto.
Las dos secciones mayores y centrales de la ventana se abrían hacia afuera con un pestillo, y el caño de la chimenea, bordeando una ventana similar situada aproximadamente un metro ochenta más abajo, descendía en línea recta hasta el patio enlosado de debajo. Para una persona medianamente ágil no podía ser un descenso difícil. Hasta el ascenso resultaría posible. Se dio cuenta nuevamente de hasta qué punto estaría a salvo de miradas indiscretas una entrada o salida por allí. A su derecha, el gran muro de ladrillos, semi oculto por las ramas sobresalientes de las hayas, se extendía en una curva hacia el camino de entrada. Directamente frente a la ventana, y a unos treinta metros, estaban los viejos establos con su bonito torreón del reloj. Su refugio abierto era el único lugar desde el cual podía observarse la ventana. A la izquierda sólo se veía un pequeño sector del prado. Alguien parecía haber estado revolviéndolo. Una pequeña parte estaba rodeada por un cordel y allí el pasto había sido macheteado o cortado. Aun desde la ventana Dalgliesh alcanzó a ver los terrones de césped levantados y las manchas de tierra marrón debajo. El superintendente Manning se le había acercado por detrás y contestó su pregunta no formulada.
—Ésa es la caza del tesoro del doctor Epps. Durante los últimos veinte años la ha organizado en el mismo sitio. Ayer se hizo aquí la kermés de la iglesia. Ya se ha quitado la mayor parte de los adornos de papel, al vicario le gusta que el lugar quede en orden antes del domingo, pero lleva un día o dos borrar todos los rastros.
Dalgliesh recordó que el superintendente era casi un vecino.
—¿Estuvo aquí? —preguntó.
—Este año no. Durante la última semana he estado de servicio casi todo el tiempo. Todavía tenemos que dejar aclarado lo de esa muerte en el límite del condado. No falta mucho, pero me ha tenido bastante ocupado. Mi mujer y yo solíamos acercarnos hasta aquí una vez al año para la kermés, pero eso era antes de la guerra. Entonces era otra cosa. Ahora creo que no nos molestaríamos en venir. Así y todo aún consiguen bastante gente. Alguien puede haber conocido a la chica y averiguado por ella dónde dormía. Va a costar mucho trabajo verificar todos sus movimientos durante la tarde y la noche de ayer —su tono daba a entender que estaba muy satisfecho de no tener que ocuparse de este asunto.
Dalgliesh no elaboraba teorías antes de disponer de los hechos. Pero los hechos que había reunido hasta ahora no apoyaban esa cómoda tesis de un fortuito intruso desconocido. No se habían encontrado señales de una tentativa de ataque sexual, ni tampoco de robo. Tenía una mente muy abierta sobre el tema de esa puerta cerrada por dentro. Hay que reconocer que esa mañana, a las siete, toda la familia Maxie había estado del lado correcto de ella, pero presumiblemente eran tan capaces como cualquiera de bajar por caños de chimeneas o descender escaleras.
El cuerpo había sido retirado, un bulto tosco y rígido en una camilla, cubierto con una sábana blanca, destinado al cuchillo del patólogo y al frasco del analista del laboratorio. Manning los había dejado para telefonear a su oficina. Dalgliesh y Martin continuaron su paciente registro de la casa. Junto a la habitación de Sally había un cuarto de baño antiguo, la honda bañera encajonada en caoba y una pared entera cubierta por un enorme armario para la caldera con estanterías de listones. Las otras tres paredes estaban empapeladas con un elegante diseño floral descolorido por el tiempo, y una moqueta vieja pero aún no gastada, cubría el suelo de pared a pared. La habitación no ofrecía escondite alguno. Pasando la puerta, desde el rellano descendía un tramo curvo de escalera recubierta de droguete hasta el pasillo entablado que llevaba por un lado a las dependencias de la cocina y por el otro al vestíbulo principal. Justo al pie de estas escaleras se encontraba la pesada puerta sur. Estaba entreabierta, y Dalgliesh y Martin dejaron la frescura de Martingale para pasar al calor pesado del día. En alguna parte las campanas de una iglesia llamaban a la misa del domingo. El sonido llegó clara y dulcemente a través de los árboles trayéndole a Martin un recuerdo de infancia de domingos en el campo y a Dalgliesh un recordatorio de que quedaba mucho por hacer y se iba yendo la mañana.
—Vamos a echarle una mirada a la vieja cuadra de los establos y al muro oeste bajo su ventana. Después tengo bastante interés en la cocina. Y luego nos dedicaremos a los interrogatorios. Tengo el presentimiento de que la persona que buscamos durmió bajo este techo anoche.