LA tarde siguió avanzando. Después de la escena en la carpa del té, la fiesta perdió su atractivo para Catherine y el puesto de venta no fue sino una tarea pesada. Vendieron todo antes de las cinco tal como había predicho Deborah, y Catherine quedó libre para ofrecer su ayuda con los paseos en pony. Llegó a la pista a tiempo para ver a Stephen alzando a Jimmy, que gritaba de alegría, para colocarlo en la silla delante de su madre. El sol, atenuado ya con el final del día, brillaba a través del pelo del chico y lo convertía en fuego. La cabellera resplandeciente de Sally cayó hacia adelante cuando se inclinó para susurrarle algo a Stephen. Catherine escuchó la risa con que él le respondió. Fue un instante que nunca habría de olvidar. Volvió al prado y trató de recobrar algo de la confianza y alegría con que había empezado el día. Pero no lo consiguió. Después de deambular por ahí en una búsqueda vaga de algo en que ocupar la mente, decidió subir a su cuarto y recostarse antes de la cena. No vio a la señora Maxie ni a Martha dentro de la casa. Era de suponer que se estarían ocupando de Simon Maxie o de la cena fría con la que terminaría el día. A través de su ventana pudo, eso sí, ver que el doctor Epps seguía dormitando junto a sus dardos y su caza del tesoro, aunque ya había pasado la parte de trabajo más pesado de la tarde. Pronto serían anunciados, premiados y aclamados los ganadores de los concursos y una columna poco densa pero constante ya iba saliendo del parque camino a la parada del autobús.
Fuera de ese momento en la pista, Catherine no había vuelto a ver a Sally y cuando se hubo lavado y cambiado e iba hacia el comedor se encontró con Martha en la escalera y se enteró por ella de que Sally y Jimmy todavía no habían entrado. La mesa del comedor estaba dispuesta con carnes frías, ensaladas y fuentes de frutas frescas. Todos, salvo Stephen, estaban reunidos allí, el doctor Epps, conversador y jovial como siempre, se ocupaba de las botellas de sidra. Felix Hearne disponía los vasos. La señorita Liddell ayudaba a Deborah a terminar de poner la mesa. Sus pequeños chillidos de fastidio cuando no podía encontrar lo que buscaba y sus empujones inútiles a las servilletas eran sintomáticos de una inquietud que excedía lo normal. La señora Maxie estaba de pie de espaldas mirando en el espejo de encima de la chimenea. Cuando se volvió, las arrugas y el cansancio de su cara impresionaron a Catherine.
—¿Stephen no está contigo? —le preguntó.
—No. No le he visto desde que estaba con los caballos. Estuve en mi habitación.
—Es probable que haya acompañado a Bocock a su casa para ayudarlo con el establo. O quizá se esté cambiando. No creo que debamos esperarlo.
—¿Dónde esta Sally? —preguntó Deborah.
—Aparentemente no está en casa. Martha me ha dicho que Jimmy está en su cuna de modo que debe de haber entrado y vuelto a salir.
La señora Maxie habló con calma. Si se trataba de una crisis doméstica era evidente que la consideraba relativamente menor y que no justificaba más comentarios delante de sus huéspedes. Felix Hearne le echó una mirada y sintió un hormigueo de anticipación y de mal presagio que lo sobresaltó. Parecía una reacción demasiado excesiva ante una situación tan común. Al mirar a Catherine Bowers, sintió que compartía su inquietud. Todos estaban un poco cansados. Salvo por la charla intrascendente y exasperante de la señorita Liddell, tenían poco que decir. Había esa sensación de anticlímax que sigue a la mayoría de los acontecimientos largamente planificados. Éste había terminado y, sin embargo, todavía estaba demasiado presente como para permitirles relajarse. El sol brillante de la tarde había dado paso al bochorno. Ahora no corría brisa y hacía más calor que nunca.
Cuando Sally apareció en la puerta se volvieron hacia ella como aguijoneados por una urgencia común. Ella se recostó contra los paneles de madera tallada, el tableado blanco de su vestido desplegado sobre su sombría oscuridad como el ala de una paloma. En esta luz extraña y tormentosa su pelo ardía contra la madera. Estaba muy pálida pero sonreía. Stephen estaba a su lado.
La señora Maxie tuvo conciencia de un momento extraño en el que cada una de las personas presentes parecieron ser conscientes por separado de Sally, y en el cual, sin embargo, se unieron silenciosamente, como en tensión para hacer frente a un desafío común. En un esfuerzo por restablecer la normalidad dijo despreocupadamente:
—Me alegra que hayas llegado, Stephen. Sally, será mejor que vuelvas a ponerte tu uniforme y ayudes a Martha.
La sonrisita reservada de la muchacha estalló en una carcajada. Le llevó un segundo recobrar el suficiente control como para responder con una voz que sonó casi obsequiosa en su respeto burlón.
—¿Le parece que sería apropiado, señora, para la joven a quien su hijo le ha pedido que se case con él?